Todos callaban, y el general Guillaume me miró fijo con los ojos opacos. Tenía compasión de mí; no sabía ocultarme que sentía compasión de mí y de tantos otros, de todos los demás como yo. Era la primera vez que un vencedor, un enemigo sentía compasión de mí y de todos los que eran como yo. Pero el general Guillaume era un francés, un europeo, un europeo como yo, y, también su ciudad, allá en alguna región de Francia, estaba destruida como la mía, también su casa estaba en ruinas, también su familia vivía en el terror y la angustia, también sus hijos tenían hambre.
–Desgraciadamente – dijo el general Guillaume, después de un largo silencio -, no es usted el único en hablar así. También el arzobispo de Nápoles, el cardenal Ascalesi, dice lo mismo que usted. Deben haber ocurrido cosas terribles en Europa para que estén reducidos a eso.
–No ha ocurrido nada en Europa – dije yo.
–¿Nada? – preguntó el general Guillaume-. ¿Y el hambre, los bombardeos, los fusilamientos, las matanzas, la angustia, el terror, todo eso no es nada para usted?
–¡Oh, eso no es nada! – dije-. Son cosas de risa; el hambre, los bombardeos, los fusilamientos, las matanzas, la angustia, el terror, los campos de concentración son cosa de risa, tonterías, viejas historias. En Europa estas cosas ya hace siglos que las conocemos. Hoy ya estamos acostumbrados. No son estas cosas lo que no han reducido a esto.
–¿Qué es, pues, lo que les ha hecho así? – dijo el general Guillaume con la voz un poco ronca.
–La piel.
–¿La piel? ¿Qué piel? – dijo el general Guillaume.
–La piel – respondí en voz baja-, nuestra piel, esta maldita piel. No puede usted imaginarse siquiera de cuántas cosas es capaz un hombre, de qué heroísmos y de qué infamias, para salvar la piel. Esta, esta asquerosa piel, ¿la ve usted? (Y al decir esto agarraba con dos dedos la piel del dorso de la mano y tiraba de ella.) Un día se sufría hambre, tortura, sufrimientos, los dolores más terribles, se mataba y se moría, se sufría y se hacía sufrir, para salvar el alma, para salvar el alma propia y la de los demás. Para salvar el alma se era capaz de todas las grandezas y de todas las infamias. No solamente la propia, sino las de los demás. Hoy se sufre y se hace sufrir, se mata y se muere, se realizan cosas maravillosas y horrendas, no ya para salvar la propia alma, sino para la propia piel. Se cree luchar y sufrir por la propia alma, pero, en realidad, se lucha y se sufre por la piel, por la propia piel tan sólo. Todo lo demás no cuenta. Hoy se es héroe por una cosa bien pequeña. Por una cosa asquerosa. La piel humana es una cosa asquerosa. ¡Fíjese! Es una cosa repulsiva. ¡Y pensar que el mundo está lleno de héroes dispuestos a sacrificar la propia vida por una cosa semejante!
–
Tout de même…
-dijo el general Guillaume.
–No pueden ustedes negar que, en comparación con todo lo demás… Hoy, en Europa, se vende todo: honor, patria, libertad, justicia… Deberá usted reconocer que es una cosa insignificante vender los propios chiquillos.
–Usted es un hombre honrado – dijo el general Guillaume -, no vendería usted a sus hijos.
–¿Quién sabe? – respondí en voz baja-. No se trata de ser honrado, no quiere decir nada ser un hombre de bien. No es una cuestión de honradez personal. Es la civilización moderna, esta civilización sin Dios, la que obliga a los hombres a dar tal importancia a la piel. Hoy día no cuenta nada más que la piel. Seguro, tangible, innegable, no hay más que la piel. Es lo único que poseemos. Que sea nuestro. La cosa más mortal del mundo. No hay más que el alma que sea inmortal. Pero, ¿qué cuenta hoy el alma? No hay más que la piel que cuente. Todo es cuestión de piel humana. Nadie se bate ya por la justicia, por la libertad, por el honor. Se bate por la piel, por la asquerosa piel.
–¡Usted no vendería a sus hijos! – repitió el general Guillaume, mirándose el dorso de la mano.
–¿Quién sabe? – dije-. Si tuviese un hijo quizá me lo vendería para poder comprar cigarrillos americanos. Hay que ser hombre al mismo tiempo. Cuando se es un bellaco, hay que ser bellaco hasta el fondo.
Al día siguiente, el coronel Hamilton me llevó en su automóvil hasta Torre del Greco. La idea de asistir a una
figliata,
la antigua ceremonia sacra del culto uraniano, lo divertía y al propio tiempo lo turbaba. Su conciencia puritana le daba cierta suspicacia, pero yo había acabado aletargando sus escrúpulos. ¿No era acaso un americano, un vencedor, un liberador? ¿Qué temía entonces? Era su deber no despreciar ninguna ocasión de conocer la misteriosa Europa que los americanos habían venido a liberar.
–
Cela t'aidera a mieux comprendre l’Amerique quand tu retourneras là-bas
-le decía.
-Comment veux-tu que cela m'aide a comprende l’Amerique?
-respondió Jack-, esto no tiene ninguna relación con América.
–No te hagas el ingenuo -le decía-. ¿De qué os serviría la liberación de Europa si no os ayudase a comprender América?
En el «Plymouth» de Jack se habían instalado también Jeanlouis y Fred. Georges hacía poco que había llegado a Nápoles y traía noticias frescas de Roma y de París; no había, como otros tantos, atravesado las líneas alemanas sobre los montes de los Abruzzos; había venido por mar en una lancha inglesa que lo recogió en la costa adriática frente a Ravena.
Yo había conocido al conde Georges de la V… hacía muchos años, en París, en casa de la duquesa de Clermont-Tonnerre, que vivía entonces en la rue Reynouard, en Passy, donde hacía su aparición de vez en cuando en compañía de Max Jacob, de quien era íntimo. Georges era uno de los más famosos Coridones de Europa, y había sido, de joven, uno de los más bellos
mignons
de París, uno de esos que, en las crónicas mundanas del joven Marcel Proust, hacían cabriolas tras los respaldos de los sillones de los salones del Faubourg, como a espaldas de las ninfas los pastorcillos de bucles de oro adornados con cintas de seda en las fiestas campestres de los cuadros de Boucher y de Watteau. Emparentado por línea paterna con Robert Montesquieu y por parte de madre con la nobleza napoleónica, Georges no sólo conciliaba en sí mismo la espléndida tradición de un cierto libertinaje del siglo xviii con aquella sensibilidad soez y severa que desde el Imperio, a través de Luis Felipe, baja por las ramas hasta los
grands bourgeois
de M. Thiers, sino que casi excusaba, y en cierto modo corregía los excesos de virilidad tan frecuentes en la historia de la Tercera República. Tales personajes, hay que convenir en ello, son más útiles para comprender la evolución de las costumbres de una sociedad que los hombres políticos. Nacido durante el reinado de Fallières, crecido bajo la resplandeciente estrella de Diaghilev, salido de la adolescencia bajo el signo de Jean Cocteau, no testimoniaba la decadencia de las costumbres de la Francia republicana, sino el extremo esplendor, el exquisito refinamiento de espíritu, de modales y de costumbres que hubiera alcanzado Francia sin la Tercera República. El conde Georges de la V…, cerca de los cuarenta años ya, pertenecía, por universal reconocimiento, a esa selecta
élite
de espíritus refinados y, puede con razón decirse, libres, que después de haber excusado y mitigado ante los ojos de Europa la
muflerie
de los hombres de la Tercera República, parecían hombres de la Cuarta República, que fatalmente tenía que nacer de la liberación de Francia y Europa.
–¿También es marxista Georges? – murmuré al oído de Jeanlouis.
–Naturalmente – me respondió.
Aquel «naturalmente» me dejó perplejo, y me turbó un poco: No podía acostumbrarme a la idea de que el marxismo no fuese otra cosa que el pretexto para justificar la libertad de costumbres de la joven generación europea. Este pretexto debía ocultar una razón más poderosa. Después de cada guerra, después de cada revolución, lo mismo que después de una carestía o una peste, se sabe que las costumbres decaen. En los jóvenes la corrupción de costumbres es tanto un hecho moral como fisiológico y linda fácilmente con la anormalidad. Su aspecto más frecuente es el homosexualismo, en su forma, de ordinario más difusa entre los jóvenes,
d'un edonisme de l’esprit;
transcribo aquí las palabras de un escritor católico que ha considerado el problema con un delicado pudor,
d'un dandysme à l’usage d'anarchistes intellectuels, d'une méthode pour se preter aux enrichissements de la vie et pour jouir de soi-même.
Esta vez, sin embargo, la corrupción de las costumbres en la juventud europea había precedido, no seguido, a la guerra; había sido un anuncio, una premisa de la guerra, casi una preparación de la tragedia de Europa, no su consecuencia. Ya mucho antes de los dolorosos acontecimientos de 1939, parecía que la juventud europea obedeciese a una palabra de orden, fuese víctima de un plan, de un programa preparado de antemano y dirigido con frío cálculo por una mente cínica. Se hubiera dicho que existía un Plan Quinquenal de la homosexualidad para la corrupción de la juventud europea. Ese cierto aire equívoco de gestos, de indumentaria, de frases, del tono de la amistad, en la promiscuidad social entre jóvenes burgueses y los jóvenes operarios, ese connubio entre la corrupción burguesa y la corrupción proletaria, eran fenómenos ya dolorosamente conocidos mucho antes de la guerra, especialmente en Italia (donde, en ciertos círculos de jóvenes intelectuales y artistas, máxime pintores y poetas, se practicaba la pederastía creyendo practicar el comunismo), y denunciados ya a la pública opinión de los observadores, los estudiosos e incluso de los hombres políticos, generalmente indiferentes a los hechos ajenos a la vida política.
Lo que por encima de todo me sorprendía era el hecho de que tal corrupción juvenil, tanto en la clase burguesa como en la clase proletaria (pero más en aquélla que en ésta, donde hay que tener en cuenta el natural bovarysmo de cierta juventud obrera más en contacto con la juventud burguesa), adviniese con el pretexto del comunismo, casi como si la inversión sexual fuese no consumada y sí sólo mimada, fingida, fuese una indispensable iniciación a la idea comunista. Y me había ya preguntado muchas veces (puesto que el problema me parecía de fundamental importancia) si esto ocurría espontáneamente, por íntima corrupción moral o fisiológica, como reacción contra las costumbres, los modales, los prejuicios, los declinantes ideales burgueses, y no más bien como consecuencia de una propaganda sutil, cínica y perversa conducida desde lejos y tendiendo a disolver la trama social europea en previsión de aquello que los espíritus débiles de nuestro tiempo saludan como la gran revolución de la edad moderna.
Podrá objetarse que tal fenómeno es sólo aparente, que el comunismo de los jóvenes, como su afectada y proclamada, pero más mimada que consumada, inversión sexual, no es otra cosa que una forma de dandysmo intelectual, de «dilettantismo» más de maneras que de hechos, de «snobístico» reto a las buenas costumbres y a los prejuicios burgueses, y que los jóvenes hacen el papel de invertidos como en los tiempos de Byron y de Busset hacían los de héroes románticos, o más tarde los de poetas malditos o más recientemente el de los refinados Des Esseintes. En todo caso estos pensamientos me turbaban acrecentando mi deseo de asistir a una
figliata,
no tanto por simple curiosidad como para poder darme cuenta de hasta qué punto el mal fuese, de temer, cuál fuese su espíritu y lo que pudiera haber de nuevo en el espíritu de aquel mal.
Cuál no fue mi sorpresa cuando, más tarde, Jeanlouis me reveló que Georges era una especie de personaje político (incluso, añadió Jeanlouis, un héroe) que en el transcurso de la guerra había rendido y rendía todavía preciosos servicios a los aliados y que, habiéndose encontrado en Londres en 1940, se había lanzado en paracaídas sobre territorio francés, que tres veces, desde 1940 hasta ahora, había conseguido llegar a Inglaterra a través de España y Portugal, y tres veces había regresado a Francia en paracaídas para llevar a cabo misiones de delicada importancia y que los aliados lo tenían en tan alta consideración que lo habían puesto a la cabeza del
maquis
de los invertidos de Europa.
La imagen de Georges, descendiendo balanceándose del cielo en la sombra blanca del inmenso parasol abierto sobre su cabeza, agitando sus rosadas manos y sus redondas caderas sobre el cielo azul, la imagen de aquel rubio Cupido que descendía sobre la tierra tocando la hierba con la punta de sus pies ligeros, como un ángel al borde de las nubes, me hacía, me avergüenzo de decirlo, me hacía reír. Lo sé, es irreverente reírse de un héroe; pero hay héroes que hacen reír, aun cuando sean héroes de la libertad. Hay otros que hacen llorar; y no sé si son mejores o peores que los otros. Hoy día en Europa no hacemos más que reír o llorar unos de otros; es mala señal. Pero añado, para excusarme, que en mi manera de reír no había, por fortuna, nada de malvado.
Los invertidos diseminados por toda Europa, y, naturalmente, incluso en Alemania y en la URSS, se habían revelado elementos preciosísimos para el servicio de información inglés y americano, desarrollando desde el inicio de la guerra un trabajo político y militar particularmente delicado y peligroso. Los invertidos como es sabido, constituyen una especie de confraternidad internacional, una sociedad secreta gobernada por las leyes de una amistad profunda y tierna, que no está a merced de las debilidades y de la proverbial inconstancia del sexo. El amor de los invertidos está, gracias a Dios, por encima de uno y otro sexo, y sería un sentimiento perfecto, totalmente libre de toda especie de esclavitud humana, tanto de las virtudes como de los vicios del hombre, si no lo dominasen los caprichos, los histerismos y cierta mezquina y triste perversidad, natural en su alma de vieja solterona. Pero el famoso general Donovan, del cual Georges había llegado a ser el brazo derecho para cuanto concernía al maquis de los homosexuales, había sabido sacar ventajas de las mismas debilidades de la inversión sexual, hasta llegar a hacer de ellas un maravilloso instrumento de lucha. Un día, acaso, cuando los secretos de esta guerra puedan ser revelados a los profanos, será posible saber cuántas vidas humanas han sido salvadas gracias a las caricias secretas de los
mignons
esparcidos por todos los países de Europa. En esta terrible y extraña guerra toda ha sido puesto en juego para los fines de la victoria, todo, incluso la pederastía, la cual merece, por este motivo, el respeto de todo sincero amante de la libertad. Tal vez ciertos moralistas no serán de este parecer; pero no se puede exigir que todos los héroes sean de costumbres inmaculadas, de un sexo bien definido. No existe un sexo obligatorio para los héroes de la libertad.