–
¡Come on!
–me gritó Jack aforrándome del brazo y arrastrándome consigo. Vi que estaba pálido, y que gruesas gotas de sudor le perlaban la frente. Subimos la escalera corriendo, y nos asomarnos a la puerta.
Cicillo, echado sobre la cama con las piernas abiertas y erguido sobre los codos, fijó en Georges una mirada en la cual brillaba algo irónico y amenazador al mismo tiempo. Georges estaba de pie delante de él, inmóvil, jadeando fuerte, con la espalda apoyada contra el pecho de los amigos que lo empujaban hacia adelante. De improviso, con un grito que sonó sorprendentemente horrible a mis oídos, Georges cayó de rodillas delante de Cicillo, y con un mugido de amor y dolor introdujo su rostro entre los muslos.
Con un movimiento lento, pesado, casi maligno, el joven se dio la vuelta, se extendió de cara al lecho y ofreció las nalgas magras y musculosas llorando y gritando salvajemente. Georges le besaba, le mordía las nalgas, mientras se quitaba la ropa con furia, se desabotonaba, se bajaba los pantalones, y todos, gritando y llorando, se desabotonaban y se bajaban los pantalones, se arrodillaban, se besaban, se mordían uno al otro las nalgas, arrastrándose a gatas por la habitación con un mugido pueril y feroz. Jack me apretaba el brazo con una fuerza terrible, demudado rostro. Veía que sus labios temblaban, que se le empañaban los ojos, que se le hinchaban las sienes.
–
Go on,
Malaparte,
go on!
-balbuceaba Jack-. ¡Oh,
go on,
Malaparte! Empréndelos a patadas. ¡Arréales patadas en el culo, Malaparte! No puedo más, Malaparte, dales de patadas en el culo,
go on
Malaparte,
go on!
–No puedo, Jack -respondía yo-, no puedo, no soy más que un italiano, un pobre vencido, no puedo andar a patadas con un héroe. Georges es un héroe, Jack; un héroe de la libertad; yo no soy más que un pobre desgraciado, un infeliz vencido, y no tengo derecho a darle de patadas en el culo a un héroe de la libertad. No lo tengo, Jack; te juro que no tengo.
–Oh,
go on,
Malaparte! – balbuceaba Jack, pálido y tembloroso -,
je m'en fous des héros,
Malaparte! ¡Oh
je t’en supplie, jette lui ton pied dans le derrière
Malaparte!
Jette ton pied dans
le derrière à tous ces héros!
Yo no puedo, soy coronel americano del Estado Mayor, no puedo dar un escándalo, pero tú, Malaparte… ¡Oh, Malaparte!,
toi, tu peux, tu es un italien, tu es chez toi, oh,
Malaparte,
go on,
Malaparte,
go on!.
–No puedo, Jack -le decía-, no puedo dar de patadas en el culo a los héroes de la libertad; también yo
me ne fotto
de los héroes de la libertad, pero no puedo, Jack…
–¡Ah, tienes miedo! – balbuceaba Jack, estrechándome el brazo con fuerza.
–Sí, tengo miedo, Jack, lo confieso, tengo miedo. Tú no sabes cuánto hemos sufrido ya por esta bella raza de héroes… tú no sabes hasta dónde es bellaca y vil esta raza de héroes… Se vengarían, me mandarían a la cárcel, me arruinarían, Jack; tú no sabes lo malvados y viles que son los pederastas cuando se ponen a hacer de héroes.
–¡Tienes miedo! ¡También tú eres un bellaco! Go
on, you bastard!
-balbuceaba Jack, mirándome con ojos centelleantes.
–Tengo miedo, Jack, lo confieso, pero no soy un bellaco; soy un pobre desgraciado, un vencido, y tengo miedo, Jack. También yo me muero de ganas de darles de patadas en el culo, pero tengo miedo. Tú no sabes, Jack, la carroña que es esta raza de héroes.
–¡Oh,
go on,
Malaparte! – balbuceaba Jack, clavándome las uñas en el brazo -,
oh, je t'en supplie,
Malaparte,
go on, go on!
–No puedo, Jack, no puedo, tengo miedo. Tú eres americano, eres un coronel americano, tú puedes hacer todo lo que quieras, pero yo no soy más que un italiano, un pobre italiano vencido y humillado, y no puedo, Jack. ¡Tú no sabes cuan bellacos y viles son los pederastas cuando se ponen a hacer de héroes de la libertad! ¡Perdóname, Jack, pero no puedo, no puedo!
–
Go on,
Malaparte!
Je t'en supplie, go on!
- balbuceaba Jack. Y, de repente, apartándome a un lado de un puñetazo, se arrojó sobre Georges y le arreó un formidable puntapié en las nalgas grasas y rosadas.
–
Salauds! Cochons!
-gritaba repartiendo patadas a ciegas, como enloquecido, Jack parecía poseído de un tan loco furor que tuve miedo por él. Mientras, Georges y sus amigos, con agudos chillidos femeninos, se habían acurrucado en el suelo al pie de la cama. Agarré a Jack por los hombros, lo estreché entre mis brazos y casi levantándolo en vilo traté de arrastrarlo, de llevármelo. Finalmente, conseguí dominarlo y lo metí en el automóvil. Me puse al volante, puse en marcha el motor, y embocando la callejuela, avancé.
–¡Oh, Malaparte! – gemía Jack, cubriéndose el rostro con las manos-,
on ne peut pas voir ces choses là, non, on ne peut pas…
!
–¡Dichoso tú, Jack -le dije-, dichoso tú, que eres un hombre honrado!
I like you, Jack, I like you very much.
Eres verdaderamente un americano valiente, honrado e inocente, Jack.
You are a wonderful american,
Jack!
–Lo siento, Malaparte -dijo Jack, sonrojándose -, no hubiera debido hacer lo que he hecho.
–Has hecho perfectamente, Jack -dije-; eres un buen muchacho, Jack.
–Quizá no tenía el derecho de hacer lo que he hecho, no tenía el derecho de insultarlos.
–Has hecho muy bien, Jack – dije.
–No, no tenía derecho, no tenía el derecho de patearlos.
–¡Tú eres un vencedor, Jack! ¡Un vencedor!
A winner!
-A winner?
-dijo Jack-. ¿Un vencedor? No te burles de mí, Malaparte…
A winner!.
El viento negro comenzó a soplar hacia el alba y me desperté bañado en sudor. Había reconocido en mi sueño su voz triste, su voz negra. Me asomé a la ventana, busqué por los muros sobre los tejados, sobre el pavimento de la calle, en las hojas de los árboles y en el cielo del Posillipo las señales de su presencia. Como un ciego, caminando a tientas, acariciando el aire y rozando los objetos con las manos estiradas, así hace el viento negro; que es ciego y no ve dónde va, y ahora toca aquella pared, ahora esta rama, ahora aquel rostro humano, ahora la ladera de un monte, dejando en el aire y en las casas la negra huella de su leve caricia.
No era la primera vez que oía la voz del viento negro y en el acto la reconocí. Me desperté bañado en sudor y, asomándome a la ventana, contemplé las casas, el mar, el cielo, las nubes sobre el mar.
La primera vez que oí su voz fue en Ucrania, durante el verano de 1941. Me encontraba en las tierras cosacas del Dniéper y una noche los viejos cosacos del pueblo de Constantinowka, sentados fumando sus pipas en el umbral de sus casas, me dijeron: «Mira el viento negro, allá abajo.» La tarde moría, el sol iba hundiéndose en la tierra allá lejos, en el horizonte. Los últimos resplandores del sol tocaban, rojos y transparentes, las altas ramas de los blancos abedules, y fue durante aquella hora triste, al morir el día, cuando vi por primera vez el viento negro.
Era como una sombra negra, como la sombra de un caballo negro que vagaba incierta aquí y allá por la estepa, y ahora se acercaba cautamente a la población, ahora se alejaba llena de miedo. Algo parecido al ala de un pájaro nocturno rozaba los árboles, los caballos, los perros, dispersos en torno al pueblo, que súbitamente adquirían un color oscuro, se teñían de noche. Las voces de los hombres y de los animales parecían trozos de papel negro que revoloteasen en el aire rosado del crepúsculo.
Me fui hacia el río y. el agua era oscura y densa. Alcé los ojos hacia la copa de un árbol y las hojas eran relucientes y negras. Cogí una piedra y en mi mano la piedra era negra y pesada, impenetrable a la mirada, como un coágulo de noche. Las muchachas que regresaban del campo hacia los largos
koljoses
de techos bajos tenían los ojos negros y relucientes; sus risas ingenuas y frescas se alzaban en el aire como pájaros nocturnos. Y, no obstante, el día era todavía claro. Aquellos árboles, aquellas voces, aquellos animales, aquellos hombres, negros ya en el día claro, me llenaban de un sutil terror.
Los viejos cosacos de rostro rugoso y altos gorros de piel sobre el cráneo afeitado, dijeron:
–Es el viento negro, el
chiorni vetier
-y movían la cabeza contemplando el viento negro vagar aquí y allá por la estepa como un caballo desbocado. Yo dije:
–Quizás es la sombra de la noche que tiñe de negro el viento.
Pero los viejos cosacos movían la cabeza, diciendo:
–No, no es la sombra de la noche que tiñe al viento. Es el
chiorni vetier
que tiñe de negro todo lo que toca.
Y me enseñaron a reconocer la voz del viento negro y su color y sabor. Cogían en brazos un cordero, soplaban sobre la lana negra, y la raíz del pelo aparecía blanca. Cogían un pajarito con la mano, soplaban sobre las plumas negras y suaves y el interior aparecía teñido de rosa, de amarillo, de azul, de colorado. Soplaban sobre el estucado de una casa y bajo la negra pelusa dejada por la caricia del viento aparecía la blancura de la cal. Hundían sus dedos entre la negra crin de un caballo y, bajo los dedos, aparecía el pelo bayo. Los perros negros que rondaban por la plazuela del poblado, cada vez que pasaban por detrás de una empalizada o de una pared a espaldas del viento, se encendían con aquel color leonado que es el color de los perros cosacos y se apagaban súbitamente en cuanto salían a la acción del viento. Un viejo arrancó con los dedos una piedra blanca hundida en la tierra abonada, la puso en la palma de la mano y la arrojó al río del viento: parecía una estrella apagada, una estrella negra que se hundiese en la clara corriente del día. Así aprendí a reconocer el viento negro por el olor, que es el olor de la hierba seca; por el sabor, que es el sabor amargo y fuerte como el de las hojas de laurel, y por la voz, que es maravillosamente triste, llena de una noche profunda.
Al día siguiente fui a Dorogó, a tres horas de Constantinowka. Era ya tarde y mi caballo estaba cansado. Iba a Dorogó a visitar aquel famoso
koljós
donde se crían los mejores caballos de toda Ucrania. Había salido de Constantinowka a las cinco y esperaba estar en Dorogó antes de la noche. Pero las recientes lluvias habían convertido aquel camino en un lodazal y arrastrado los puentes que cruzan los riachuelos muy frecuentes en aquellas regiones, obligándome a subir y bajar constantemente las márgenes en busca de un vado. Y estaba todavía lejos de Dorogó cuando el sol se hundió en las tierras detrás del horizonte como un golpe sordo. El sol, en la estepa, se pone rápidamente, cae en la hierba como una piedra, con el golpe de una piedra que choca contra la tierra. Apenas salido de Constantinowka, había ido acompañado durante largo rato de un grupo de soldados de caballería húngaros que se dirigían a Stalino. Cabalgaban fumando largas pipas y de vez en cuando se detenían hablando entre ellos. Tenían unas voces mórbidas y melodiosas. Yo creía que discutían sobre el camino a seguir, pero en un momento dado el sargento que los mandaba me preguntó si quería venderles mi caballo. Era un caballo cosaco que conocía todos los olores, los sabores y las voces de la estepa.
–Es mi amigo -respondí-; yo no vendo a mis amigos.
El sargento húngaro me miró sonriendo.
–Es un buen caballo – dijo, sonriendo -, pero no le debe de haber costado mucho dinero. ¿Puede decirme dónde lo ha robado?
Sabía cómo se responde a los ladrones de caballos, y respondí:
–Sí, es un buen caballo, corre como el viento todo el día sin cansarse, pero tiene lepra.
–¿Tiene lepra? – preguntó el sargento.
Lo miré a la cara riéndome.
–¿No me crees? – dije yo-. Si no me crees, prueba de tocarlo y verás cómo te dará la lepra.
Y acariciando las ijares del caballo con los tacones me marché lentamente sin volverme. Les oí gritar e insultarme durante algún tiempo y después a hurtadillas encontré un grupo de jinetes romanos que andaban pillando y llevaban echados a través de las sillas montones de piezas de seda y pieles de cordero, robadas en algún poblado tártaro. Me preguntaron adonde iba.
–A Dorogó -respondí.
Hubieran querido acompañarme, dijeron, hasta Dorogó para defenderme en el caso de algún desagradable encuentro; la estepa, añadieron, estaba infestada de bandidos húngaros, pero tenían los caballos cansados. Me auguraron buen viaje y se alejaron, volviéndose de vez en cuando para hacerme signos con la mano.
Era ya de noche cuando apareció ante mí un resplandor de fuego. Era, sin duda alguna, el pueblo de Dorogó. En el acto reconocí el olor del viento y la sangre se me heló. Me miré las manos: eran negras, secas, casi carbonizadas. Y negros eran los árboles escuálidos, esparcidos aquí y allá por la estepa, negras las piedras, negra la tierra; pero el aire era todavía claro y parecía de plata. El último resplandor del cielo moría a mi espalda, y los salvajes caballos de la noche corrían galopando a mi encuentro desde el horizonte, levantando nubes de polvo.
Sentía sobre mi rostro pasar la negra caricia del viento, la negra noche del viento llenarme la boca. Un silencio denso y viscoso como el agua cenagosa se extendía por la estepa. Me incliné sobre el cuello del caballo, le hablé al oído en voz baja. El caballo escuchaba mis palabras relinchando dulcemente y volviendo hacia sí su gran ojo clínico, aquel ojo grande y oscuro lleno de una locura melancólica y casta. La noche había cerrado ya, los fuegos del pueglo de Dorogó estaban cercanos, cuando de improviso oí una voz humana pasar en lo alto sobre mi cabeza.
Alcé los ojos y me pareció que una doble hilera de árboles bordeasen en aquel punto el camino curvando sus ramas sobre mi cabeza. Pero no veía los troncos ni las ramas, ni las hojas; me daba tan sólo cuenta de la presencia de árboles a mi alrededor, una presencia extraña, algo fuerte en medio de la noche, algo vivo emparedado en el negro humo de la noche. Detuve el caballo y agucé el oído. Oí verdaderamente hablar sobre mi cabeza, voces humanas pasar por el aire negro, altas sobre mi cabeza:
-Wer da?
-dije en alemán-. ¿Quién va?
Frente a mí, allá lejos, en el fondo del horizonte, un leve resplandor rosado se difundía en el cielo. Las voces pasaban altas sobre mi cabeza, eran verdaderamente palabras humanas, palabras alemanas, rusas, hebraicas. Las voces eran fuertes, hablaban entre ellas, pero un poco estridentes; acaso duras, quizá frías y frágiles como el cristal, y a veces parecían romperse con ese ruido de cristal que choca con una piedra. Hablaban entre sí, discutiendo las cosas simples y humanas, negocios, la esposa, los hijos, los amigos, viajes, dinero, asuntos… Entonces grité de nuevo: