La piel (6 page)

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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
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Pero el clásico panorama de las columnas dóricas del templo de Pesto ocultaba a sus ojos una Italia secreta, misteriosa; ocultaba Nápoles, aquella primera imagen terrible y maravillosa de una Europa desconocida, situada más allá de la razón cartesiana, de aquella
otra
Europa de la cual no había tenido, hasta aquel día más que una vaga sospecha y cuyos misterios, cuyos secretos, ahora que comenzaba a penetrarlos lentamente, maravillosamente, lo aterraban.

–Nápoles -le decía yo- es la ciudad más misteriosa de Europa, es la única ciudad del mundo antiguo que no ha perecido como Ilion, como Nínive, como Babilonia. Es la única ciudad del mundo que no se ha sumergido en el cruel naufragio de la civilización antigua. Nápoles es una Pompeya que no ha sido nunca sepultada. No es una ciudad, es un mundo. El mundo antiguo, precristiano, conservado intacto en la superficie de un mundo moderno. No podíais escoger un sitio más peligroso que Nápoles para desembarcar en Europa. Vuestros carros blindados corren el peligro de hundirse en el cieno negro de la antigüedad como en unas arenas movedizas. Si hubieseis desembarcado en Bélgica, en Holanda, en Dinamarca o en la misma Francia, vuestro espíritu científico, vuestra técnica, vuestra inmensa riqueza de medios materiales, os habría dado la victoria, no sólo sobre el Ejército alemán, sino sobre el mismo espíritu europeo, sobre esa
otra
Europa de la cual Nápoles es la misteriosa imagen, el desnudo espectro.

Pero aquí, en Nápoles, vuestros carros blindados vuestros cañones, vuestros automóviles, hacen sonreír. Chatarra. ¿Recuerdas, Jack, las palabras de aquel napolitano que el día de vuestra entrada en Nápoles vio pasar por Via Toledo vuestra interminable columna de carros blindados?
Che bella ruggine!,
exclamó. ¡Cuánta chatarra! Vuestra humanidad americana particular, aquí se revela descubierta, indefensa, peligrosamente vulnerable. No sois más que unos grandes chiquillos, Jack. No podéis comprender a Nápoles, no lo comprenderéis nunca.


Je crois
-decía Jack-
que Naples n'est pas impénetrable a la raison. Je suis cartesien, hélas!

–¿Crees acaso que la razón cartesiana puede ayudar a comprender, por ejemplo, a Hitler?

–¿Por qué al propio Hitler?

–Porque Hitler es también un elemento del misterio de Europa, porque también Hitler pertenece a la
otra
Europa que la razón cartesiana no puede penetrar. ¿Crees acaso poder explicar a Hitler con la sola ayuda de Descartes?


Je l'explique parfaitement
- respondía Jack.

Entonces yo le narraba aquel
witz
de Heidelberg que todos los estudiantes de las universidades alemanas se transmitían riendo. En un congreso de hombres de ciencia alemanes celebrado en Heidelberg, después de largas discusiones, se pusieron de acuerdo en afirmar que el mundo se puede explicar con la sola ayuda de la razón. Al final de la discusión, un viejo profesor que hasta entonces había permanecido en silencio, con un sombrero de copa hundido hasta la frente, se levantó y dijo: «Vosotros que lo explicáis todo, ¿podríais decirme cómo me ha salido esta noche esto de la cabeza?»

Y quitándose lentamente el sombrero, mostró un cigarro, un auténtico cigarro de La Habana, que le salía del cráneo calvo.


Ah, ah, c'est merveilleux!
-exclamó Jack, riéndose-. ¿Querrás decir entonces que Hitler es un cigarro de La Habana?

–No, quiero decir que Hitler es
como
un cigarro de La Habana.

-C'est merveilleux! Un cigare!
-decía Jack. Y añadía, como presa de imprevista inspiración -:
Have a drink,
Malaparte. – Pero se corregía y decía, en francés -:
Allons boire quelque chose.

El bar de la P. B. S. estaba atestado de oficiales que llevaban ya muchas copas de ventaja sobre nosotros. Nos sentamos en un rincón y comenzamos a beber.

Jack se reía mirando el fondo de su vaso, golpeándose la rodilla con el puño, y de cuando
en
cuando exclamaba:


C'est merveilleux! Un cigare!

Hasta que sus ojos se pusieron opacos, y riendo me dijo:


Tu crois vraiment que Hitler…?

-Mais oui, naturellment.

Después fuimos a cenar, y nos sentamos en la gran mesa de los
seniors officiers
de la P. B. S. Los oficiales estaban alegres y me sonreían porque yo era el
bastard italian liason officer, this bastard son of a gun.
Al llegar un cierto momento, Jack comenzó a contar la historia del congreso de hombres de ciencia de la Universidad de Heidelberg y todos los
seniors officiers
de la P. B. S. me miraban maravillados, exclamando:

-What, a cigar? Do you mean that Hitler is a cigar?


He means that Hitler is a cigar Havana
- decía Jack riendo.

Y el coronel Brand, ofreciéndome un cigarro a través de la mesa, me decía con una sonrisa de simpatía:

–¿Le gustan a usted los cigarros? Aquí tiene usted un auténtico habano.

Capítulo segundo
La virgen de Nápoles

–¿No has visto nunca una virgen? – me preguntó un día Jimmy, mientras salíamos de la panadería del Pendino di Santa Barbara, mordisqueando los sabrosos
taralli
calientes.

–Sí, pero de lejos.

–No
, I mean,
de cerca. ¿No has visto nunca una virgen de cerca?

–No, de cerca nunca.

-Come on,
Malaparte – dijo Jimmy.

Al principio no quise seguirlo; sabía que me mostraría algo doloroso, humillante, algún atroz testimonio de la humillación física y moral a la que puede llegar el hombre en su desesperación. No me gusta asistir al espectáculo de la bajeza humana; me repugna estar sentado como un juez o como un espectador, contemplando a los hombres descender los últimos peldaños de la abyección; temo siempre que se vuelvan y me sonrían.

-Come on, come on, don't be silly
- decía Jimmy caminando delante de mí por el dédalo de callejuelas de Forcella.

No me gusta ver hasta qué punto puede el hombre envilecerse para vivir. Prefería la guerra a la peste que después de la liberación nos había ensuciado, corrompido, humillado a todos, hombres y mujeres y chiquillos. Antes de la liberación habíamos luchado y sufrido
para no morir.
Ahora luchábamos y sufríamos
para vivir.
Hay una profunda diferencia entre la lucha para no morir y la lucha para vivir. Los hombres que luchan para no morir conservan toda su dignidad, la defienden celosamente, todos, hombres, mujeres y chiquillos, con una obstinación feroz. Los hombres no humillaban la frente. Huían a las montañas, a los bosques, vivían en las cavernas, luchaban como lobos contra el invasor. Luchaban para no morir. Era una lucha noble, digna. Las mujeres no arrojaban su cuerpo al mercado negro para comprarse colorete para los labios, medias de seda, cigarrillos o pan. Sufrían hambre, pero no se vendían. No vendían a su hombre al enemigo. Preferían ver a sus hijos morir de hambre antes de venderse o vender a su hombre. Sólo las prostitutas se vendían al enemigo. Los pueblos de Europa, antes de la liberación sufrían con maravillosa dignidad. Luchaban con la frente alta. Luchaban
para no morir.
Y los hombres, cuando luchan para no morir, se agarran con la fuerza de la desesperación a todo aquello que constituye la parte viva, eterna, de la vida humana, la esencia, el elemento más noble y más puro de la vida: la dignidad, el orgullo, la libertad de la propia conciencia. Luchan para salvar su alma.

Pero después de la liberación los hombres habían tenido que luchar
para vivir.
Es una cosa humillante, horrible, es una necesidad vergonzosa, luchar para vivir. Sólo para vivir. Sólo para salvar el pellejo. No es ya la lucha contra la esclavitud, la lucha contra el hombre. Es la lucha por un mendrugo de pan, por un poco de fuego, por un harapo con el cual cubrir a sus hijos, por un poco de paja sobre la que tenderse. Cuando los hombres luchan para vivir, todo, un tarro vacío, una colilla, una mondadura de naranja, una corteza de pan duro recogida en la inmundicia, un hueso descarnado, tiene un valor inmenso, decisivo. Los hombres son capaces de cualquier villanía, de todas las infamias, de todos los delitos, para vivir. Por un mendrugo de pan cualquiera de nosotros está dispuesto a vender la propia mujer, la propia hija, a mancillar a su propia madre, a vender a los hermanos y a los amigos, a prostituirse a otro hombre. Y dispuesto a arrodillarse, a doblar la espalda bajo la fusta, a secarse sonriendo la mejilla sucia de un salivazo; y tiene una sonrisa humilde, dulce, una mirada llena de una esperanza famélica, bestial, una esperanza maravillosa.

Yo prefería la guerra a la peste. De un día a otro, todos, hombres, mujeres, chiquillos, habían quedado contaminados por el horrible y misterioso morbo. Lo que maravillaba y aterraba al pueblo era el carácter imprevisto, violento y fatal, de aquella espantosa epidemia. La peste había podido, en pocos días, más de lo que hubiera conseguido la tiranía de veinte años de humillación universal y la guerra en tres años de hambre, de luchas y de atroces sufrimientos. Aquel pueblo que en las calles hacía comercio de sí mismo, del propio honor, del propio cuerpo y de la carne de sus propios hijos, ¿podría acaso ser el mismo pueblo que pocos días antes, en aquellas mismas calles, había dado tan grandes y tan horribles pruebas de valor y odio contra los alemanes?

Cuando los liberadores, el 1 de octubre de 1943, llegaron a las primeras casas de los suburbios, hacia Torre del Greco, el pueblo napolitano, con una lucha feroz que duró cuatro días, había echado ya a los alemanes de la ciudad. Los italianos se rebelaron contra los alemanes a principio de setiembre, durante los días que siguieron al armisticio; pero aquella primera revuelta fue sofocada en sangre con implacable ferocidad. Los liberadores, que el pueblo esperaba con ansia, habían sido en algunos puntos rechazados al mar; en otros, cerca de Salerno, resistían aferrados al litoral, y los alemanes habían recuperado ánimo y furor. Hacia finales de setiempre, cuando los alemanes comenzaron a hacer «razzias» de hombres por las calles y cargarlos en sus camiones para llevárselos a Alemania como manadas de esclavos, el pueblo napolitano, inducido y capitaneado por bandas de mujeres enfurecidas que gritaban
li ommene no!,
se habían arrojado, sin armas, contra los alemanes, los habían acorralado y destrozado por las callejuelas, arrojándolos desde lo alto de los tejados, de las terrazas y de las ventanas bajo una avalancha de tejas, de piedra, de muebles, de agua hirviente.

Grupos de animosos muchachos se arrojaban contra los
panzers
sosteniendo en los brazos cestos de paja encendida y morían prendiendo fuego a aquellas tortugas de acero.

Muchachitas con aire inocente mostraban sonriendo racimos de uvas a los alemanes sedientos encerrados en los carros blindados candentes por el sol; y apenas éstos levantaban la cubierta de la torrecilla y se inclinaban para recibir el dulce donativo del racimo, bandadas de chiquillos al acecho los exterminaban con una lluvia de granadas de mano quitadas a los enemigos muertos. Muchos fueron los muchachos y las chiquillas que perdieron la vida en aquella cruel y generosa estratagema.

Carros y tranvías volcados por las calles impedían el paso de las columnas alemanas que acudían a prestar ayuda a las tropas que resistían en Eboli y en Cava del Tirreni. El pueblo napolitano no agredió por la espalda a los alemanes en retirada; pero los afrontó, sin armas, mientras duraba todavía la batalla de Salerno, y en un pueblo inerme, extenuado por tres años de hambre y de bombardeos feroces e ininterrumpidos, era locura oponerse al paso de las columnas germánicas que atravesaban Nápoles para avanzar contra los aliados desembarcados en Salerno. Durante aquellas cuatro jornadas de lucha sin cuartel, las mujeres y los chiquillos fueron los más feroces. Muchos cadáveres alemanes que yo mismo vi aún insepultos dos días después de la liberación de Nápoles, aparecían con los rostros destrozados, la garganta abierta a mordiscos y eran todavía visibles las marcas de los dientes en la carne. Muchos estaban desfigurados a tijeretazos. Muchos yacían en un charco de sangre con largos clavos clavados en el cráneo. A falta de otras armas, los chiquillos clavaban aquellos clavos con gruesas piedras en la cabeza de los alemanes sujetados sobre el suelo por diez o veinte chiquillos enfurecidos.


Come on, come on, don't be silly
- decía Jimmy caminando delante por el dédalo de callejones de Forcella.

Prefería la guerra a la peste. En pocos días Nápoles se había convertido en un abismo de vergüenza y de dolor, en un infierno de abyecciones. Y, sin embargo, el horrendo morbo no conseguía apagar en el corazón de los napolitanos aquel sentimiento maravilloso, sobrevivido en ellos a tantos siglos de hambre y esclavitud. Nadie conseguirá jamás apagar la antigua, la maravillosa piedad del pueblo napolitano. No sentía tan sólo piedad de los demás, sino de sí mismo. No puede existir en un pueblo el sentimiento de la libertad si no experimenta el sentimiento de la piedad. Porque incluso aquellos que vendían a la propia esposa, las propias hijas, incluso las mujeres que se prostituían por un paquete de cigarrillos, los chiquillos que se entregaban por una caja de caramelos, sentían piedad de sí mismos. Era un sentimiento extraordinario, una maravillosa piedad. Por ese sentimiento, sólo por esta antigua e inmortal piedad, los hombres serán un día libres.


Oh, Jimmy, they love freedom
- decía yo -, aman la libertad,
they love freedom so much! They love American boys, too. They love freedom, American boys and cigarettes, too.
También los chiquillos, aman la libertad y los caramelos. Es una cosa magnífica, Jimmy, comer caramelos en lugar de morir de hambre.
Don't you think so too, Jimmy?


Come on
- decía Jimmy escupiendo a tierra.

Así fui con Jimmy a ver la «virgen». Era en un
basso,
en el fondo de un callejón cerca de Piazza Olivella. Delante de la puerta del tugurio había un grupo de soldados aliados, la mayoría negros. Había también tres o cuatro soldados americanos y algunos polacos y marineros ingleses. Nos pusimos en fila y esperamos nuestro turno.

Al cabo de media hora de cola, avanzando un paso cada dos minutos nos encontramos en el umbral del tugurio. El interior de la habitación estaba velado a nuestra vista por una cortina roja, llena de remendados y manchas de grasa. En el umbral había un hombre de media edad vestido de negro, demacradísimo, con el rostro pálido lleno de pelos; sobre sus escasos cabellos grises llevaba un sombrero mugriento de fieltro negro, cuidadosamente planchado. Tenía las manos juntas sobre el pecho y entre los dedos estrujaba un puñado de billetes.

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