Buscaba con la mirada en torno a mí en la multitud a alguien que se sintiese como yo orgulloso de ser un pobre
italian bastard,
un pobre
son of a bitch;
me fijaba en el rostro de todos los napolitanos que pasaban, perdidos ellos también en la turbamulta de los vencedores, también rechazados de un lado a otro a empujones, a codazos en los flancos; pobres hombres pálidos y delgados, mujeres de rostro descarnado y blanco, ligeramente avivado por el carmín, chiquillos frágiles, de ojos enormes, ávidos y aterrorizados, y me sentía orgulloso de ser un
italian bastard,
un
son of a bitch,
como ellos.
Pero algo en sus rostros, en sus miradas, me humillaba. Había en ellos alguna cosa que me hería profundamente. Era un orgullo insolente, el orgullo vil, horrible orgullo del hambre, el orgullo protervo y a la vez humilde del hambre. No sufrían en el alma; sólo en la carne. No sufrían otra clase de pena que la de la carne. Y de repente me sentí solo, forastero en medio de aquella muchedumbre de vencedores y pobres napolitanos hambrientos. Me avergoncé de no tener hambre. Me sonrojé de no ser más que un
italian bastard,
un
son of a bitch,
y nada peor. Sentí vergüenza de no ser yo también un pobre napolitano hambriento; y, abriéndome paso a codazos, salí de la multitud y puse el pie en el primer peldaño de Gradoni di Chiaia.
La larga escalinata estaba atestada de mujeres sentadas una al lado de la otra como en las gradas de un anfiteatro, y parecía que estuviesen allí para gozar de algún maravilloso espectáculo. Se reían, hablaban en voz alta una con otra, comiendo fruta, fumando o chupando caramelos o masticando
chewing-gum;
algunas inclinadas hacia delante, con los codos sobre las rodillas; el rostro apoyado sobre las manos juntas; otras echadas hacia atrás, con los brazos apoyados sobre el peldaño superior; otras aun levemente inclinadas, y todas gritaban y se llamaban por el nombre, cambiando voces y sonidos informes con la boca, más que palabras, con las compañeras sentadas más arriba o más abajo, o con el público de viejas asomadas a los balcones y ventanas de las casas que daban al callejón que, desmelenadas, asquerosas, con las desdentadas bocas abiertas en una risa obscena, agitaban los brazos haciendo muecas y vociferando insultos. Las mujeres sentadas sobre los peldaños se arreglaban unas a otras el pelo que llevaban todas recogido formando grandes castillos de cabello y estopa, reforzados con horquillas y peinetas de concha, engalanadas con guirnaldas de flores o de falsas trenzas, de la manera como van peinadas las Madonnas de cera en las hornacinas de las esquinas.
Aquella multitud de mujeres, sentadas en la escalinata como los ángeles en el sueño de Jacob, parecían reunidas para alguna fiesta, o para algún espectáculo del cual fuesen actrices y espectadoras a la vez. Por momentos alguna de ellas entonaba un canto, uno de esos cantos melódicos de la plebe napolitana, súbitamente intercalado de risas, de voces roncas, de quejas guturales que parecían invocaciones de ayuda o gritos de dolor. Pero había una cierta dignidad en aquellas mujeres, en aquel estrafalario accionar ahora obsceno, ahora cómico, ahora solemne, en aquella misma desordenada disposición escénica. Una cierta nobleza, no obstante, que aparecía en ciertos ademanes, en el modo de alzar los brazos para tocarse las sienes con la punta de los dedos, para arreglarse el cabello con las dos manos regordetas y ágiles, en la manera de volver la cara, de doblar la cabeza sobre el hombro, como si fuese para escuchar mejor las voces obscenas que caían de los balcones y ventanas, e incluso en su mismo modo de hablar, de sonreír. De repente, en cuanto puse el pie sobre el primer peldaño, todas enmudecieron y un extraño silencio se posó levemente, palpitando, como una inmensa mariposa policromada, sobre la escalinata atestada de mujeres.
Delante de mí subían algunos soldados negros, enfundados en uniformes color caqui, bamboleándose sobre sus pies planos, calzados con ligeros zapatos de piel amarilla, brillantes como zapatos de oro. Subían lentamente, en medio de ese improvisado silencio, con la dignidad solitaria del negro; y a medida que iban subiendo los escalones, a través del estrecho pasillo que había dejado libre la muda multitud de mujeres sentadas, veía las piernas de esas desgraciadas abrirse lentamente, separarse de forma horrible, mostrando el negro pubis entre el rosado esplendor de la carne desnuda.
«Five dollars! Five dollars!»
, empezaron a gritar de repente, todas a la vez, con un vocerío ronco, pero sin hacer gestos, y esa ausencia de gestos agregaba obscenidad a las voces y las palabras.
«Five dollars! Five dollars!»
A medida que los negros subían, crecía el clamor, las voces se hacían más agudas, más ronco resonaba el grito de las brujas que, asomadas a balcones y ventanas, azuzaban a los negros voceando también ellas:
«Five dollars! five dollars! go, Joe!, go Joe! go, Joe!, go Joe!»
Pero en cuanto los negros habían pasado, apenas sus pies de oro se habían alzado del escalón, las piernas de las muchachas sentadas en ese mismo escalón se cerraban lentamente como tenazas de oscuros cangrejos de mar, como las valvas de una rosada concha, y las muchachas agitando los brazos, se daban vuelta mostrando los puños, gritando insultos obscenos a los soldados negros, con una furia alegre y feroz. Hasta que, primero un negro, después otro, y después otro más, se detuvieron, cogidos al vuelo por diez, por veinte manos.
Y yo continuaba subiendo por la angélica escala triunfal que trepaba directa al cielo, a aquel cielo purulento del cual el
sirocco
arrancaba jirones de piel verdosa y bramaba ronco sobre el mar.
Me sentía mucho más canalla y vil que aquel 8 de setiembre de 1943 que tuvimos que arrojar nuestras armas y nuestra bandera a los pies del vencedor. Eran viejas armas enmohecidas, es cierto, pero eran queridos recuerdos de familia y todos nosotros, oficiales y soldados, sentíamos afecto por aquellos queridos recuerdos de familia, Eran viejos fusiles, viejos sables, viejos cañones de los tiempos en que las mujeres llevaban crinolina y los hombres altos sombreros de copa,
redingote
color tórtola y botines abrochados. Con aquellas escopetas, con aquellos sables llenos de orín, con aquellos cañones de bronce, nuestros abuelos habían combatido con Garibaldi, con Vittorio Emmanuele, con Napoleón III, contra los austríacos por la libertad y la independencia de Italia. Incluso las banderas eran antiguas,
démodées.
Algunas, antiquísimas; y eran las banderas de la República de Venecia que habían ondeado en los mástiles de las galeras de Lepanto, sobre las torres de Famagosta y de Candia. Eran los estandartes de la República de Genova, los de los Comunes de Milán, de Cremona, de Bolonia, que habían ondeado sobre el Carroccio en las batallas contra el emperador alemán Federico Barbarroja. Eran los estandartes pintados por Sandro Boticelli, que Lorenzo
el Magnífico
había donado a los arqueros de Florencia; eran los estandartes de Siena, pintados por Luca Signorello. Eran las banderas romanas del Capitolio, pintadas por Miguel Ángel. Había también la bandera ofrecida a Garibaldi por los italianos de Valparaíso y la bandera de la República Romana de 1849. Había también las banderas de Vittorio Véneto, de Trieste, de Fiume, de Zara, de Etiopía, de la guerra de España. Eran banderas gloriosas, entre las más gloriosas de la tierra y del mar. ¿Por qué tenían que ser gloriosas sólo las banderas inglesas, americanas, rusas, francesas y españolas? También las banderas italianas son gloriosas. Si no tuviesen gloria, ¿qué gusto hubiéramos encontrado en arrojarlas al fango? No hay pueblo en el mundo que no se haya permitido, siquiera una vez el gusto de arrojar sus banderas al pie del vencedor. Aun a las más gloriosas banderas les ocurre ser arrojadas una vez al fango. La gloria, eso que los hombres llaman gloria, pesa a menudo a causa del fango.
Para nosotros había sido un día magnífico aquel 8 de setiembre de 1943, cuando arrojamos nuestras armas y nuestras banderas, no sólo a los pies del vencedor, sino también a los pies del vencido. No solamente a los pies de los ingleses, americanos, franceses, rusos y polacos, sino también a los pies del rey, de Badoglio, de Mussolini, de Hitler. A los pies de todos, vencedores y vencidos. Incluso a los pies de los que no, tenían nada que ver con aquello, los que estaban allá, sentados, gozando del espectáculo. Incluso a los pies de los transeúntes y de cuantos tenían el capricho de asistir al insólito y divertido espectáculo de un Ejército que arrojaba sus armas y sus banderas a los pies del primer llegado. Y no porque nuestro ejército fuera mejor ni peor que tantos otros. En aquella gloriosa guerra no les había ocurrido sólo a los italianos, seamos justos, volver la espalda al enemigo, sino a todos, ingleses, americanos, alemanes, rusos, franceses, yugoslavos, a todos, vencedores y vencidos. No había un Ejército en el mundo que, durante aquella espléndida guerra, no se hubiese dado el gusto un día, de arrojar sus banderas al fango.
En la orden firmada por su Graciosa Majestad, el rey y el mariscal Badoglio había escrito lo que sigue: «¡Oficiales y soldados italianos, arrojad vuestras armas y vuestras banderas heroicamente a los pies del primero que venga!» No había error posible. Estaba escrito
heroicamente.
Incluso las palabras
primero que venga
estaban escritas de un modo clarísimo de manera que no dejase lugar a dudas. Desde luego, hubiera sido mucho mejor para todos, vencedores y. vencidos, y mucho mejor incluso para nosotros, haber recibido la orden de arrojar las armas y las banderas no ya en 1943, sino en el 1940 ó el 41, cuando estaba de moda en Europa arrojar las armas a los pies del vencedor. Todos nos hubieran dicho: «¡Bravo!» Cierto es que todos nos habían dicho también «¡Bravo!» el 8 de setiembre de 1943. Pero nos habían dicho: «¡Bravo!» porque, en conciencia, no podían decirnos otra cosa.
Hubiera sido verdaderamente un espectáculo bellísimo y divertido. Todos nosotros, oficiales y soldados, nos hacíamos la competencia en ver quién arrojaría más heroicamente las armas y las banderas al fango, a los pies de todos, vencedores y vencidos, amigos y enemigos, incluso a los pies de los transeúntes, incluso a los pies de los que, sin saber siquiera de qué se trataba, se detenían para mirar, maravillados. Arrojábamos riendo nuestras armas y nuestras banderas al fango e inmediatamente corríamos a recogerlas para volverlas a arrojar. «¡Viva Italia!», gritaba la muchedumbre entusiasta, la pacífica, la riente, la rumorosa, la alegre muchedumbre italiana. Todos, hombres, mujeres, niños, parecían embriagados de alegría, todos batían las manos gritando:
Bis, bravo, bravo, bis!
Y nosotros, cansados, sudorosos, jadeantes, con los ojos relucientes de viril orgullo, el rostro iluminado de patriótica arrogancia, arrojábamos heroicamente las armas y las banderas a los pies de los vencedores y vencidos, y súbitamente corríamos a recogerlas de nuevo para volver a arrojarlas. Los mismos aliados ingleses, americanos, franceses, rusos y polacos, batían las manos, nos arrojaban a la cara puñados de caramelos y gritaban:
Bis, bis, viva Italia!
Y nosotros, riendo a carcajadas, arrojábamos las armas y las banderas al fango y corríamos a recogerlas para arrojarlas de nuevo.
Fue una bellísima fiesta, una fiesta inolvidable. En tres años de guerra no nos habíamos divertido tanto. Por la noche estábamos muertos, teníamos la boca dolorida de tanto reír, pero nos sentíamos orgullosos de haber cumplido con nuestro deber. Terminarla la fiesta formamos en columnas y así, sin armas, sin banderas, nos dirigimos al nuevo campo de batalla para ir a ganar con los aliados aquella misma guerra que habíamos perdido ya con los alemanes. Caminábamos con la cabeza alta, cantando, satisfechos de haber enseñado al pueblo de Europa que no hay otra manera de ganar las guerras que arrojar las armas y las banderas, heroicamente, al pie del «primero que venga».
La primera vez que tuve miedo de haberme contagiado, de haber sido también yo atacado de la peste, fue cuando fui con Jimmy a casa del vendedor de «pelucas». Me sentí humillado del repugnante morbo precisamente en el punto en que un italiano es más sensible, en el sexo. Los órganos genitales han tenido siempre una gran importancia en la vida de los pueblos latinos, y especialmente en la vida del pueblo italiano, en la vida de Italia. La verdadera bandera italiana no es la tricolor, sino el sexo masculino. El patriotismo del pueblo italiano está todo allí, en el pubis. El honor, la moral, la religión católica, el culto de la familia, está todo allí, entre las piernas, allí, en el sexo; que en Italia es bellísimo, digno de nuestras antiguas y gloriosas tradiciones de civismo. Apenas franqueé el umbral del almacén de «peluquería» sentí que la peste me humillaba en lo que, para todo italiano, es la sola, la verdadera Italia.
El vendedor de «pelucas» tenía su tugurio en un miserable y sórdido barrio de Nápoles.
–Sois todos amigos en Europa – me decía Jimmy, mientras caminábamos por el laberinto de callejuelas que se desenvuelven como un ovillo de intestinos alrededor de la Piazza Olivella.
–Europa es la patria del hombre -decía yo-; no hay en el mundo hombre más hombre que los que nacen en Europa.
–¿Hombres? ¿Os llamáis hombres vosotros? – decía Jimmy, riéndose y golpeándose el muslo.
–Sí, Jimmy, no hay hombres más nobles en el mundo que los que nacen en Europa.
–Un montón de bastardos corrompidos, eso es lo que sois -decía él.
–Somos un maravilloso pueblo de vencidos, Jimmy – decía yo.
–
A lot of dirty bastard
-decía Jimmy-. En el fondo estáis contentos de haber perdido la guerra, ¿no es verdad?
–Tienes razón, Jimmy, es una verdadera suerte para nosotros haber perdido la guerra. Lo único que nos fastidia un poco es que nos tocará gobernar el mundo. Son los vencidos los que gobiernan el mundo, Jimmy. Siempre ocurre así después de una guerra. Son siempre los vencidos quienes aportan la civilización al país de los vencedores.
–
What?
¿Pretenderíais acaso llevar la civilización a América? – dijo Jimmy, maravillado y furioso.
–Así es, Jimmy. Incluso Atenas, cuando tuvo la suerte de ser vencida por los romanos, se vio obligada a llevar la civilización a Roma.
–
The hell with your Athens, the hell with your Rome!
- decía Jimmy, mirándome de través.