Y no dijo nada más.
Antes de dar a la columna la orden de volver a ponerse en marcha, el general Cork, que no carecía de una cierta prudencia, me rogó que preguntase a la pequeña multitud llena de júbilo que nos rodeaba quién se encontraba en aquellos momentos en Roma.
Me volví hacia un muchacho joven que me pareció más listo que los otros y le repetí la pregunta del general Cork.
–¿Y quién quiere usted que haya en Roma? – respondió el muchacho-. Los romanos.
Traduje la respuesta al general Cork y éste sonrió ligeramente.
–
Of course
- exclamó -. Los romanos.
Y levantando un brazo dio orden de ponerse en marcha.
La columna avanzó y poco tiempo después entrábamos en Roma por el arco de triunfo de la puerta de San Sebastiano, metiéndonos en la estrecha callejuela encajada entre los altos muros rojos, cubiertos de viejos musgos verdes. Cuando pasamos delante de las tumbas de los Escipiones, el general Cork se volvió para contemplar largamente el sepulcro del vencedor de Aníbal.
-That's Rome
- me gritó, aparentemente emocionado.
Después llegamos delante de las Termas de Caracalla y la masa enorme de aquellas ruinas imperiales que la luna bañaba con una maravillosa delicadeza, suscitó en la columna un coro de silbidos entusiastas. Los pinos, los cipreses, los laureles daban sus manchas relucientes de sombras verdes, casi negras, a aquel paisaje de ruinas purpúreas y de hierbas claras.
En medio de un terrible estruendo de orugas desembocamos delante del Palatino; subimos por la Via del Triunfo y, de repente, inmensa bajo la claridad de la luna, surgió delante de nosotros la masa del Coliseo.
–
What's that?
- gritó el general Cork, tratando de dominar el coro de silbidos que llegaban de la columna.
–El Coliseo -respondí.
–
What?
-The Coliseum!
-gritó Jack.
El general Cork se levantó y de pie en su jeep miró largamente, en silencio, el esqueleto gigantesco del Coliseo, y después, volviéndose hacia mí con una punta de orgullo en su voz, exclamó:
–
Look at that!
¡Nuestros bombarderos han trabajado bien! – Y como para excusarse añadió-:
Don't worry,
Malaparte;
that's war!
¡Es la guerra!
En aquel momento la columna avanzaba hacia la Via del Imperio y mientras de cara al general Cork tendía la mano hacia el Foro y el Capitolio gritando: «¡He aquí el Capitolio!», un clamor terrible me cortó la palabra. Una inmensa muchedumbre de mujeres se lanzaba, aullando, a nuestro encuentro por la Via del Imperio, dispuestas, al parecer, a lanzarse al asalto de nuestra columna. Corrían desmelenadas, delirantes, agitando los brazos, riendo, llorando, gritando; en un instante nos vimos rodeados, asaltados, desbordados, y la columna desapareció bajo un maremágnum inextricable de piernas y brazos, bajo una selva de cabellos negros, bajo una tierna montaña de senos, caderas carnosas, espaldas blancas. («Como de costumbre – dijo al día siguiente el joven cura de la iglesia de Santa Catalina en el Corso de Italia, en su sermón-, como de costumbre la propaganda fascista mentía al anunciar que el ejército americano, si entraba en Roma, atacaría a nuestras mujeres; han sido nuestras mujeres las que han atacado y vencido al ejército americano.») Y el ruido de los motores y tanques orugas se perdía en aquel aullar de la muchedumbre en delirio.
Pero cuando estuvimos a la altura de Tor di Noma, un hombre que corría al encuentro de la columna agitando los brazos y gritando: «¡Viva América!», se cayó y fue cogido por las orugas de un «Sherman». Un grito de horror brotó de la muchedumbre.
Un hombre muerto es un hombre muerto. No es más que un hombre muerto. Es más, o quizá menos, que un perro o un gato muertos. Varias veces ya, por las rutas de Servia, de Besarabia, de Ucrania, he visto impreso en el barro del camino un perro muerto, aplastado por un tanque. El perfil de un perro dibujado sobre la pizarra del camino con un lápiz rojo. Una alfombrilla en forma de piel de perro.
En Jampol, sobre el Dniéster, en Ucrania, en el mes de julio de 1941, vi en el polvo del camino, en el centro mismo de un pueblo, una alfombrilla de piel humana. Era un hombre aplastado por un carro de asalto. El rostro había adquirido una forma cuadrada, el pecho y el vientre se habían ensanchado y puesto de través, en forma de rombo; las piernas abiertas, y un brazo un poco separado del hombro, parecían los pantalones y las mangas de un traje recién planchado. Era un hombre muerto, algo poco más o menos que un perro o un gato muerto. No podría decir, ahora, lo que había en aquel hombre muerto de más o menos semejante a lo que hay en un perro o en un gato muertos. Pero entonces, aquella tarde, en el momento en que vi impresa su silueta en el polvo de la ruta en medio mismo del pueblo de Jampol, quizás hubiera podido decir lo que había de más o menos con respecto a un perro o un gato muertos.
Bandas de judíos de caftán negro, armados de palas y picos, recogían aquí y allá los muertos abandonados por los rusos. Sentado en el umbral de una casa en ruinas, yo contemplaba la niebla elevarse ligera y transparente de las riberas pantanosas del Dniéster, y a lo lejos, en la otra ribera, más allá del codo que forma el río, se elevaban en el aire las nubes de humo negro sobre las casas de Soroca. Como una rueda de fuego, el sol rodaba por un torbellino de polvo, allá en el fondo de las llanuras, donde los perfiles de los camiones, los hombres, los caballos y los carros de asalto se destacaban netamente sobre el resplandor polvoriento del poniente.
En medio de la ruta, allá, delante de mí, yacía el hombre aplastado por un carro blindado. Algunos judíos llegaron y comenzaron a despegar del polvo aquel perfil de hombre muerto. Levantaron suavemente con el borde de la pala los contornos de aquel dibujo, como se levantan los bordes de una alfombra. Era una alfombra de piel humana y la trama era una delgada armazón ósea, una verdadera telaraña hecha de huesos machacados. Parecía un vestido almidonado, una piel de hombre almidonada. La escena era atroz, ligera, delicada, lejana. Los judíos hablaron entre ellos y sus voces llegaban a mí dulces y apagadas. Cuando la alfombra de piel humana estuvo completamente despegada del suelo, uno de los judíos clavó la punta del pico en el lado de la cabeza y echó a andar con aquella bandera.
El abanderado era un judío joven de largos cabellos que le caían sobre los hombros; tenía un rostro pálido y demacrado en el que los ojos brillaban con una fijeza dolorosa. Caminaba con la cabeza alta, llevando como una bandera, en la punta de su pico, aquella piel humana que pendía y balanceaba al viento como un verdadero estandarte y yo le dije a Lino Pellegrini, que estaba a mi lado:
–He aquí la bandera de Europa, nuestra bandera.
–No es mi bandera -dijo Lino Pellegrini-; un hombre muerto no es la bandera de un hombre vivo.
–¿Qué hay escrito -dije yo- sobre esta bandera?
–Hay escrito que un hombre muerto es un hombre muerto.
–No – dije yo -; hay escrito que un hombre muerto no es un hombre muerto.
–No -dijo Pellegrini-; un hombre muerto no es más que un hombre muerto. ¿Qué quieres que sea un hombre muerto.
–Si supieses lo que es un hombre muerto no dormirías nunca más.
–Ahora veo -dijo Pellegrini- lo que hay escrito sobre esta bandera. Hay escrito: «Es necesario que los muertos entierren a los muertos.»
–No; hay escrito que esta bandera es la de nuestra verdadera patria. Una bandera de piel humana. Nuestra verdadera patria es nuestra piel.
Detrás del abanderado venía, con el pico al hombro, todo el cortejo de enterradores envueltos en su caftán negro. Y el viento hacía flotar la bandera, agitaba sus cabellos pegajosos de sangre y polvo, erizados sobre su ancha frente cuadrada como la rica cabellera de un santo en un icono.
–Vamos a ver enterrar nuestra bandera -le dije a Pellegrini.
Fueron a enterrarlo en la fosa común cavada a la entrada del pueblo, hacia las riberas del Dniéster. Iban a arrojarla a las inmundicias de la fosa común, llena ya de cadáveres quemados, de carroñas de caballos, sucios de sangre y de barro.
–No es mi bandera -dijo Pellegrini-; sobre mi bandera hay escrito: «Dios, Libertad, Justicia.»
Me eché a reír y levanté la vista hacia la ribera del Dniéster. Yo miraba más allá del río y pensaba en Taras Bulba. Gogol era ucraniano; había pasado por allá, había dormido en Jampol, en aquella casa, allá abajo, en el fondo del pueblo. Y desde lo alto de esta ribera abrupta los fíeles cosacos de Taras Bulba se precipitaban a caballo en el Dniéster. Atado al piquete de suplicio Taras Bulba exhortaba a sus cosacos a que huyesen, a que se arrojasen al río. Desde allí arriba, delante de Jampol, un poco más arriba de Soroca siguiendo el río, Taras Bulba veía a sus fieles cosacos huir sobre sus finos caballos perseguidos por los polacos y arrojarse de cabeza al precipicio desde lo alto de la ribera de Dniéster, y los polacos arrojarse también al río y estrellarse contra la ribera, allí mismo, delante de mí. Sobre la ribera abrupta aparecían y desaparecían en dos bosques de acacias los caballos de una batería italiana de campaña, y allá, bajo los hangares de planchas onduladas del
koljós
de Jampol, centenares de carroñas de caballos, medio calcinadas, yacían humeantes.
El abanderado pasó con la cabeza alta y la mirada fija, con una tensión de lejanía, con la mirada fija y brillante de Dulle Griet. Caminaba como Dulle Griet, como Margot
la Loca,
de Breughel, que regresaba del mercado, la cesta al brazo, con la mirada fija ante sí y parece no ver, no oír el tumulto demoníaco a través del cual pasa, violenta y obstinada, guiada por su locura como un invisible arcángel. Caminaba erguido, envuelto en su caftán negro, y parecía no darse cuenta de la multitud de vehículos, hombres, caballos, carretelas y trenes de artillería que circulaban furiosamente a través del pueblo.
–Vamos a enterrar la bandera de nuestra patria -dije.
Y juntándonos al cortejo de enterradores, caminamos detrás de la bandera. Era un bandera de piel humana, la bandera de nuestra patria. Era nuestra patria misma. Y así vimos arrojar la bandera de nuestra patria, la bandera de la patria de todos los pueblos, de todos los hombres, a la fosa de las inmundicias.
La muchedumbre aullaba, loca de horror. De rodillas delante de aquella alfombrilla de piel humana tendida en mitad de la Vía del Imperio, una mujer gritaba, se arrancaba los cabellos, tendía los brazos y no sabía qué hacer, cómo abrazar a aquel muerto. Los hombres tendían los puños hacia el «Sherman» gritando: «¡Asesinos!» y eran rechazados brutalínente por los M. P. que, haciendo voltear sus matracas, trataban de liberar la cabeza de la columna de aquella muchedumbre desencadenada.
Me acerqué al general Cork y le dije:
–Esta muerto.
–
Of course, he's dead!
- gritó el general Cork. Y con voz irritada, añadió -: Haría usted mejor en tratar de saber dónde vive la mujer de este desgraciado.
Me abrí paso entre la multitud y me acerqué a la mujer, la ayudé a levantarse y le pregunté cómo se llamaba el muerto y dónde vivía. La mujer cesó de aullar y, ahogando sus sollozos, me miró fijo con aire aterrorizado, como si no entendiese lo que le decía. Pero otra mujer avanzó, me dijo el nombre del muerto, la calle donde vivía, y que aquella mujer no era siquiera parienta suya, sino tan sólo una de sus vecinas. Al oír aquellas palabras, la desgraciada redobló sus gritos y sus lamentos, y se arrancó el cabello con una furia más profunda y sincera que su dolor; pero pronto la voz de trueno del general Cork dominó el tumulto y la columna se puso en marcha. Un G. I. se inclinó en su jeep y arrojó una flor sobre el informe despojo, otro imitó este gesto piadoso y pronto un montón de flores cubrió el horrendo cadáver.
En la plaza Venecia una inmensa multitud nos acogió con un grito formidable que se cambió en un aplauso frenético cuando un G. I. de la
Signal Corps,
encaramado en el famoso balcón, comenzó a arengar la muchedumbre en dialecto italoamericano.
–Creíais que sería Mussolini quien saldría a hablaros, ¿eh?
you bastard!
Pero ahora soy yo quien os habla, John Expósito, soldado y ciudadano libre de América, y os digo que no seréis nunca americanos, ¡nunca, nunca, nunca!
La muchedumbre aullaba: «¡Nunca, nunca!», se reía, aplaudía. El estruendo de los tanques cubría el inmenso clamor popular.
Por fin nos metimos por el Corso, remontamos el Tritone y nos detuvimos delante del «Hotel Excelsior». Poco después, el general Cork me mandó a buscar. Estaba sentado en un sillón en medio del vestíbulo, su casco sobre las rodillas, todavía cubierto de polvo y sudor. En otro sillón estaba sentado el coronel Brown, capellán castrense del Cuartel General.
El general Cork me rogó que acompañase al capellán en una visita de pésame a la familia del desgraciado y entregara a la viuda y a los huérfanos la suma recogida entre los G. I. del V Cuerpo de Ejército.
–Dígale a la pobre viuda y huérfanos -añadió- que… quiero decir que… yo también tengo mujer y dos hijos, en América, y que… ¡No!, mi mujer y mis hijos no tienen nada que ver con esto.
Se calló, sonriéndome. Me di cuenta de que estaba profundamente turbado.
Mientras acompañaba al capellán en su jeep hacia Tor di Nona, miraba a mi alrededor con tristeza. Las calles estaban atestadas de soldados americanos ebrios y de una muchedumbre vociferante. Los arroyos de orina corrían calle abajo por las aceras. Banderas americanas e inglesas pendían de las ventanas. Eran banderas de tela, no de piel humana. Llegamos a Tor di Nona, nos metimos por una callejuela y casi a la altura de Torre del Grillo nos detuvimos delante de una casa de aspecto miserable. Subimos una escalera, empujamos una puerta entreabierta y entramos.
La habitación estaba llena de gente que hablaba en voz baja. Sobre la cama vi aquella cosa horrible. Una mujer, con los ojos hinchados por las lágrimas, estaba sentada al lado de la cama. Me dirigí a ella y le dije que venía a presentar nuestros respetos a la familia del difunto en nombre del general Cork, del V Cuerpo de Ejército americano. Añadí que el general Cork ponía una suma importante a disposición de la viuda y de los huérfanos.
La mujer respondió que el desgraciado no tenía huérfanos ni mujer; era un evacuado de los Abruzzos que había venido a refugiarse en Roma después de ver su pueblo y su casa destruidos por los bombardeos americanos. Y en el acto añadió: