Después de haber atravesado el Arno a nado, cerca de Lastre a Signa, tomamos el camino a lo largo de la ribera de Bisenzio, el río que me vio nacer, el
benedetto Bisenzio,
de Marsile Ficino y de Angelo Firenzuola. Debajo de Campi abandonamos el río para huir de los sitios habitados, y después de haber hecho un largo rodeo, avanzamos hasta la vista de los muros de Prato; después de haber remontado, en la Querce, la cuesta de la Retaia, cortando por la montaña, a media altura, por encima de los Capuchinos, descendimos hacia Filettole, y allá, escondidos en un bosque de cipreses, pasamos la noche contemplando el pálido resplandor de las luciérnagas en las ramas.
–Son los ojos de las madonnas y de los ángeles de Filippino Lippi – le decía yo a Jack.
–¿Por qué quieres asustarme? – me decía Jack -. Son luciérnagas.
Y yo, riéndome, le decía:
–Y aquella débil claridad de allá abajo, cerca de la fuente que canta en la noche es la de los velos de la Salomé de Filippino.
–
Te hell with your Salomé!
¿Por qué quieres engañarme? Son luciérnagas.
–Hay que haber nacido en Prato -le decía yo-, hay que ser un paisano de Filippino Lippi para comprender que no son luciérnagas, sino los ojos de las madonnas y de los ángeles de Filippino Lippi.
Y Jack decía, suspirando:
–¡Yo, pobre de mí, no soy más que un desgraciado americano!
Callábamos largo rato y yo me sentía lleno de afecto y gratitud por Jack y todos los que, ¡los pobres!, no eran más que desgraciados americanos y arriesgaban sus vidas por mí, por mi villa natal, por las madonnas y los ángeles de Filippino Lippi.
La luna se acostó y el alba blanqueó el cielo encima de la Retaia. Yo miraba las casas de Coiano y de Santa Lucía, allá lejos, al otro lado del río, más allá de los cipreses de Sacca y la cima venteada del Spazzavento, y le decía a Jack:
–Aquél es el país de mi infancia. Allí es donde vi mi primer pájaro muerto, mi primer lagarto muerto. Allí es donde vi mi primer árbol verde, mi primera brizna de hierba, mi primer perro.
Y Jack me preguntaba en voz baja:
–¿Aquel chiquillo que corre allá abajo, a lo largo del río, eres tú?
–Sí -respondí yo-, soy yo, y este perro blanco es mi pobre
Belledo.
Murió cuando yo tenía quince años. Pero sabe que estoy de regreso y me busca.
Por la carretera de Coiano a Santa Lucía pasaban columnas de camiones alemanes, subiendo hacia Vaiano, Vernio, Bolonia.
–Se van -dijo Jack.
En vano escudriñábamos con nuestros gemelos de campaña las lomas, los valles, los bosques; no descubríamos el menor rastro de alambradas, de trincheras, o emplazamientos de artillería, de depósitos de municiones, como tampoco blindados ni construcciones antitanque. La villa parecía abandonada, no solamente por los alemanes, sino también por sus habitantes; las de las chimeneas las fábricas, las de las casas, no dejaban escapar el menor hilo de humo; Prato parecía desierto.
Y, sin embargo, también en Prato, como en todas las poblaciones de Europa, los falsos «resistentes», los falsos defensores de la libertad, los héroes de mañana, estaban agazapados, pálidos y temblorosos, en los sótanos. Los imbéciles y los locos que se habían ido al «maquis», se juntaban a las bandas de los
partigiani,
combatían al lado de los aliados o se balanceaban colgados de los faroles de las ciudades; pero los cuerdos, los prudentes, todos los que un día, una vez pasado el peligro, tenían que reírse de nosotros y de nuestros uniformes sucios de sangre y barro, estaban allá bien agazapados en la seguridad de sus escondrijos, esperando poder lanzarse sin peligro a la calle para gritar: «¡Viva la Libertad!»
–Me siento verdaderamente feliz de ver que el rubio se ha casado con la morena -le dije a Jack sonriendo.
–Yo también me siento feliz.
Y, sonriendo, comenzó a transmitir por radio el mensaje convencional:
El rubio se ha casado con la morena.
Lo cual quiere decir: «Los alemanes han abandonado Prato.»
Sobre la ribera verde del Bisenzio pastaba un caballo y sobre la arena un perro corría ladrando; una muchacha vestida de rojo bajaba hacia la fuente de Filettole llevando sobre su cabeza, con los dos brazos levantados, un ánfora de cobre reluciente. Y yo sonreía feliz.
Las bombas de los liberadores no cegarían a las madonnas y los ángeles de Lippi no quebrarían las piernas de los «amores» de Donatello que danzaban alrededor del pulpito de la Catedral, no matarían ni a la Madonna de Mercatale ni a la del Olivo, ni al Pequeño Baco de Tacca, ni a las Vírgenes de Luca della Robbia, ni la Salomé de Filippi. No, ni el San Justo de la iglesia de las Carceri. No asesinarían a mi madre.
Aquella noche también, tendido al lado de Jack en el tejado de la «Pensión Bartolini», mirando la luna pálida elevarse lentamente en el cielo, era feliz, pero me dolía el corazón. Un olor de muerto subía del abismo azulado de las callejuelas de Oltrarno, de la profunda herida plateada que el río marcaba en la verde palidez de la noche, y cuando me inclinaba fuera del tejado, veía debajo de mí, entre el puente Santa Trinitá y la entrada de la Via Maggio, el alemán muerto fusil en mano, la mujer muerta con el rostro apoyado sobre un capazo lleno de tomates y calabacines, el muchacho muerto entre las varas de su vehículo y el cochero muerto en su asiento, con las manos en el vientre y la cabeza sobre sus rodillas.
Detestaba aquellos muertos. Aquellos muertos y todos los muertos. Eran los
extranjeros,
los únicos, los verdaderos
extranjeros
en la patria común de todos los hombres vivos, en nuestra patria común, la vida. Los americanos vivos, los franceses, los polacos, los negros vivos, pertenecían a la misma raza que yo, la de los hombres vivos, a la misma patria que yo, la vida; hablaban como yo un lenguaje cálido, vivo, sonoro, se movían, caminaban, sus ojos brillaban, sus labios se abrían para hablar, para respirar, para sonreír. Pero los muertos eran extranjeros, pertenecían a otra raza, la de los hombres muertos; a otra patria, la muerte. Eran nuestros enemigos, los enemigos de mi patria, de nuestra patria común, los enemigos de la vida. Habían invadido Italia, Francia, Europa entera, eran los únicos, los verdaderos
extranjeros
en esta Europa vencida y humillada, pero viva, los únicos, los verdaderos enemigos de nuestra libertad. La vida, nuestra verdadera patria, era contra ellos contra quienes debíamos defenderla; contra los muertos.
Ahora comprendía la razón de aquel odio, de aquel furor homicida que me roía, que abrasaba las entrañas de todos los pueblos de Europa. Era la necesidad de odiar algo vivo, caliente, humano, algo que fuese
nuestro,
que fuese parecido a nosotros, que fuese de la misma raza que nosotros, que perteneciese a la misma raza que nosotros, a la vida; no aquellos extranjeros que habían invadido Europa y que, inmóviles, fríos, lívidos, con las órbitas vacías, oprimían desde hacía cinco años nuestro amor, nuestra libertad, la esperanza, la juventud, bajo el peso de su carne helada. Lo que nos lanzaba como lobos contra nuestros hermanos, lo que, en nombre de la libertad, arrojaba a los franceses contra los franceses, a los italianos contra los italianos, a los polacos contra los polacos, a los rumanos contra los rumanos, era la necesidad de odiar algo parecido a nosotros, algo que fuese nuestro,
algo en que pudiésemos reconocernos y odiarnos.
–¿Has visto qué pálido estaba el pobre Tani? – preguntó súbitamente Lombroso, rompiendo nuestro largo silencio.
También él pensaba en la muerte. Quizá sabía ya que algunos días después la mañana de la liberación de Florencia en el instante en que al regresar a su casa después de años tan dolorosos llamaría a la puerta, un hombre escondido en el sótano de la casa vecina dispararía contra él desde abajo hiriéndole mortalmente en la ingle. Quizá sabía que moriría solo, sobre la acera, como un perro enfermo, mientras volarían sobre él las primeras golondrinas del alba y que la palidez de la muerte le velaba ya la frente, que su rostro estaba ya pálido y reluciente como el de Tani Masier.
Aquella misma noche, al regreso de nuestra patrulla a los tejados de Oltrarno, cuando atravesábamos la callejuela que está detrás del Lungarno Serristori, tuvimos que buscar en el corredor de una casa abrigo contra el tiro súbito de un mortero. Y vimos venir hacia nosotros, saliendo de la oscuridad, una sombra blanca, una dulce sombra de mujer que sonreía en medio de sus lágrimas. Era Tity Masier que, sin reconocerme, me invitó a entrar en una habitación de la planta baja, una especie de sótano donde estaban extendidas algunas formas humanas. Eran sombras humanas y yo noté en seguida el olor de la muerte. Una de estas sombras se levantó sobre el codo y me llamó por mi nombre. Era un espectro muy bello, parecido a aquellos jóvenes espectros que los antiguos encontraban en los caminos de la Fócida y la Argólida, bajo el sol de mediodía, o que veían sentados en el borde de la fuente Castalia en Delfos, a la sombra de una inmensa selva de olivos que de Delfos descendía hasta Itea, como un río de hojas argentinas hasta el mar. Lo reconocí, era Tani Masier; pero no sabía si estaba ya muerto o si, todavía vivo, se incorporaba para llamarme por mi nombre desde el umbral de la noche. Y sentía el olor de la muerte, este olor que se parece a una voz que canta, una voz que llama.
–Pobre Tani, no sabe que va a morir -dijo Giacomo Lombroso en voz baja.
Sabía ya que la muerte le esperaba apoyada en su puerta, de pie en el umbral de su casa. La cúpula de Brunelleschi oscilaba por encima de los tejados de Florencia, los pálidos relámpagos de luna iluminaban el blanco campanario de Giotto y yo pensaba en mi sobrino el pequeño Giorgio, aquel muchachito de trece años dormido en un charco de sangre detrás del seto de laureles del jardín de mi hermana, allá arriba, en Arcetri. ¿Qué querían de mí todos aquellos muertos tendidos al claro de luna sobre el adoquinado de las calles, sobre las tejas de los tejados, en los jardines que seguían el curso del Arno, qué querían de nosotros? Un olor de muerte subía del profundo laberinto de las callejuelas de Oltrarno, parecido a una voz que canta, una voz que llama. ¿Y por qué, después de todo? ¿Encontrarían bello morir? ¿Pretendían acaso hacernos creer que era mejor morir?
Una mañana cruzamos el río y ocupamos Florencia. Emergiendo de las cloacas, de las bodegas, los graneros, de los armarios, debajo las camas, de las grietas de los muros, donde vivían clandestinamente desde hacía un mes, salieron como los héroes de última hora, los tiranos de mañana; aquellas heroicas ratas de la libertad que un día, tenían que invadir toda Europa para edificar sobre las ruinas de la opresión extranjera el reino de la opresión nacional. Atravesamos Florencia en silencio, con los ojos bajos, como intrusos o inoportunos en una fiesta, bajo las miradas despreciativas de los
clowns
de la libertad cubiertos de escarapelas, de brazaletes de galones, de plumas de avestruz,
clowns
de rostros tricolores y así penetramos en los valles de los Apeninos, trepamos las montañas en persecución de los alemanes. La lluvia fría del otoño cayó sobre las cenizas aún tibias del verano, y durante largos meses delante de la Línea Gótica, escuchamos su murmullo sobre los bosques y castaños de Montepiano, sobre los pinos del Abetone, sobre los blancos acantilados de mármol de los Alpes Apuanos.
Y después vino el invierno, y de Liorna, donde estaba el Alto Mando Aliado, subimos cada tres días en primera línea, por el sector Versilia-Carfagnana. Algunas veces, sorprendidos por la noche, íbamos a refugiarnos en la 92 División americana negra, en mi casa de Forte dei Marmi, aquella casa que el escultor alemán Hildrebrand se había construido, a fines del siglo pasado, ayudado por el pintor Boeklin, sobre la playa desierta, entre los pinos y el mar. Pasábamos la noche delante de la chimenea, en el gran vestíbulo decorado de frescos de Hildebrand y de Boeklin. Las balas de las ametralladoras alemanas del Cinquale azotaban los muros de la casa, el viento sacudía furiosamente los pinos, el mar aullaba bajo un cielo sereno por el que corría Orion con sus bellas sandalias, con su arco y su espada centelleante.
Una noche, Jack me dijo en voz baja:
–Mira a Campbell.
Miré a Campbell; estaba sentado delante de la chimenea, en medio de los oficiales de la 92 División negra y sonreía. Al principio no lo entendí. Pero en la mirada de Jack, fija sobre el rostro de Campbell, leí un saludo tímido, un adiós afectuoso, y también Campbell, cuando levantó la vista para mirar a Jack, tenía en ella un saludo tímido, un adiós afectuoso. Los vi sonreírse uno a otro y experimenté un dulce sentimiento de envidia, una tierna sensación de celos. En aquel momento comprendí que entre Jack y Campbell había un secreto, que entre Tani Masier, Giacomo Lombroso y mi pequeño Giorgio, el hijo de mi hermana, había un secreto que me ocultaban celosamente en una sonrisa.
Una mañana, un
partigiano
de Camaiore vino a preguntarme si quería ver a Magi. Cuando, algunos meses antes, llegamos a Forte dei Marmi en persecución de los alemanes, fui en el acto a llamar a casa de Magi sin que Jack lo supiese. La casa estaba abandonada. Los
partigiani
me dijeron que Magi había huido el mismo día en que nuestras avanzadas entraron en Viaregio. Si lo hubiesen encontrado en su casa, si cuando llamé a su puerta se hubiese asomado a la ventana, quizá yo hubiese disparado. No por el mal que me había hecho, no por la persecución que había sufrido por culpa de sus delaciones, sino por el mal que había hecho a los demás. Era una especie de Fouché del pueblo. Alto, pálido, delgado, con los ojos velados. Su casa era la misma donde había habitado Boeklin durante largos años, cuando pintaba sus centauros, sus ninfas y su
Isla de los Muertos.
Llamé a la puerta y levanté los ojos, esperando verle aparecer a la ventana bajo la cual está enclavada la piedra que recuerda los años pasados por Boeklin en Forte dei Marmi. Yo leía las palabras grabadas en la piedra y esperaba, ametralladora en ristre, a que la ventana se abriese. En aquel momento, si hubiese aparecido, quizás hubiera disparado.
Fui con el
partigiano
de Camaiore a ver a Magi. En un prado cercano al pueblo, el
partigiano
me mostró algo que emergía del suelo. «Helo aquí, a Magi» me dijo. Y sentí el olor de la muerte y Jack me dijo: «¡Vámonos!» Pero quise ver de cerca qué era aquello que emergía del suelo y habiéndome acercado vi que era un pie calzado todavía con la bota. Un corto calcetín de lana cubría un poco de carne negra y el zapato enmohecido parecía estar puesto en la punta de un palo.