»Mi pasión aumentaba con todos estos pequeños suplicios desconocidos, inmensos para un hombre vehemente. Los desventurados realizan sacrificios de los cuales no les está permitido hablar a las mujeres que viven en una esfera de lujo y de elegancia, porque éstas ven el mundo a través de un prisma que tiñe de oro a hombres y cosas. Optimistas por egoísmo, crueles por buen tono, se eximen de reflexionar, en nombre de sus goces, y se absuelven de su indiferencia para con la desgracia, por los atractivos del placer. Para ellas, un dinero nunca es un millón, pero un millón les parece un dinero. Si el amor debe defender su causa por medio de sacrificios, debe también cubrirlos delicadamente con un velo, sepultarlos en el silencio; mas al prodigar su fortuna y su vida, al sacrificarse, los hombres ricos aprovechan los prejuicios mundanos, que siempre dan cierta resonancia a sus amorosos devaneos. Para ellos, el silencio habla y el velo es una gracia, mientras que mi extrema penuria me condenaba a espantosos sufrimientos, sin que me fuera permitido decir: ¡Amo! o ¡Muero!
»Pero, bien mirado, ¿constituía esto sacrificio? ¿No estaba espléndidamente, recompensado con el placer que experimentaba inmolándolo todo por ella? La condesa me había hecho atribuir extraordinaria importancia, agregar excesivos goces a los accidentes más vulgares de mi vida. Poco escrupuloso antes en cuestión de indumentaria, respetaba a la sazón mi frac como parte integrante de mi personalidad. Entre recibir una herida o un desgarrón en mi frac, no habría vacilado. Con esto debes hacerte cargo de mi situación y comprender el turbión de ideas, el frenesí creciente que me agitaba durante la marcha, y que quizá la propia marcha excitaba. Sentía cierto júbilo infernal por encontrarme en el apogeo de mi desventura. Pretendía ver un presagio de fortuna en esta postrera crisis; pero el mal encierra tesoros inagotables.
»La puerta de mi domicilio estaba entornada. A través de los calados en forma de corazón practicados en el postigo, vi una claridad que proyectaba en la calle. Paulina y su madre conversaban, esperándome. Oí pronunciar mi nombre y escuché.
»—Rafael —decía Paulina— vale mucho más que el estudiante del número siete. ¿Te has fijado en el bonito rubio de sus cabellos? ¿No has notado algo en su voz, no sé qué, pero algo conmovedor? Además, aunque su aspecto es un poco altanero, ¡es tan bueno, tiene unos modales tan distinguidos! Realmente, es un buen tipo. Estoy segura de que todas las mujeres deben chiflarse por él.
»—Hablas como si también lo estuvieras tú —observó la señora Gaudin.
»—¡Oh! le quiero como a un hermano —contestó la muchacha riendo—. Sería muy ingrata si no le profesara verdadero afecto. ¿A quién, sino a él, debo mis conocimientos de música, de dibujo, de gramática, en una palabra, todo lo que sé? Tú no prestas atención a mis progresos, mamaíta; pero he adelantado tanto, que dentro de muy poco estaré en aptitud de dar lecciones y entonces podremos tener criada.
»Me retiré cautelosamente, y después de hacer ruido, para denotar mi presencia, entré en la salita para tomar mi lámpara, que la misma Paulina se apresuraba a encender. La pobre niña acababa de derramar un bálsamo delicioso en mis heridas. Aquel sincero elogio de mi persona, me infundió algún ánimo. Tenía necesidad de creer en mí mismo y de aportar un juicio imparcial respecto a la verdadera valía de mis cualidades. Mis esperanzas, de tal modo reanimadas, se reflejaron, quizá, en las cosas que veía. Quizá también no había parado mientes en la escena que con tanta frecuencia venían ofreciendo a mis miradas las dos mujeres, en el centro de la sala; pero en aquella ocasión, admiré en su realidad el más delicioso cuadro de esos interiores modestos tan ingenuamente reproducidos por los pintores flamencos. La madre, sentada junto al casi extinguido hogar, hacía calceta, dejando vagar por sus labios una plácida sonrisa. Paulina pintaba países de abanico: sus colores, sus pinceles, extendidos sobre una mesita, hablaban a los ojos con sus vistosos contrastes. Al encender mi lámpara, después de abandonar su tarea, la luz dio de lleno en su blanquísimo rostro.
»Era preciso estar subyugado por una pasión avasalladora, para no admirar aquellas manos transparentes y sonrosadas, su cabeza ideal y su virginal actitud. La noche y el silencio prestaban su encanto a la laboriosa velada, a aquel hogar tan tranquilo. Aquellos trabajos continuos y alegremente soportados, atestiguaban una religiosa resignación, llena de sentimientos elevados. En aquel recinto, existía una armonía indefinible entre personas y cosas. En casa de Fedora, el lujo era seco; despertaba en mí malos pensamientos, mientras que la humildad y la placidez de aquel modesto hogar, refrigeraban mi alma. Quizá me sentía humillado en presencia del lujo de Fedora, mientras que junto a aquellas dos mujeres, en la penumbra de aquella salita, donde la vida simplificada parecía refugiarse en las emociones del corazón, tal vez me reconciliaba conmigo mismo, al encontrar modo de ejercer una protección que el hombre se siente ansioso de dispensar.
»Al acercarme a Paulina, me lanzó una mirada casi maternal y exclamó temblorosa y dejando presurosamente la lámpara.
»—¡Dios mío! ¡qué pálido está usted! ¡Es claro, viene calado! Mi madre secará sus ropas.
»Y después de una breve pausa, añadió:
»—Precisamente, esta noche hemos hecho crema y tenemos leche. Sé que a usted le gusta. ¿Quiere probarla?
»Y ágil como un gato, alcanzó un tazón de leche guardado en la alacena y me lo presentó tan vivamente, me lo acercó a los labios con tal gentileza, que me hizo titubear.
»—¿Me desairará usted? —preguntó en voz alterada.
»Nuestras dos arrogancias se comprendían. Paulina parecía quejosa de su pobreza y reprocharme mi altivez. Me enternecí, y aunque aquella leche quizá fuera su desayuno del día siguiente, la acepté. La pobre muchacha procuró disimular su alegría, pero brillaba en sus ojos.
»—¡Buena falta me hacía! —dije, dejándome caer sobre una silla, mientras velaba el rostro de la chicuela una sombra de preocupación—. ¿Recuerda usted, Paulina, aquel pasaje de Bossuet, en el que nos pinta a Dios recompensando un vaso de agua más generosamente que una victoria?
»—Sí —contestó, sin poder reprimir las palpitaciones de su seno, que se agitaba como un pajarillo en manos de un niño.
»—Pues bien —añadí en voz vacilante— como hemos de separarnos pronto, permítame usted testimoniarle mi reconocimiento por los cuidados y atenciones que me han dispensado usted y su madre.
»—¡Oh! ¡no echemos cuentas! —replicó la muchacha, ocultando su emoción bajo una sonrisa que me hizo daño.
»—Mi piano —proseguí, fingiendo no haber oído sus palabras— es uno de los mejores que ha producido la casa Erard; acéptelo usted. Admítalo, sin escrúpulo, porque, realmente, no sería posible llevármelo en el viaje que pienso emprender.
»Prevenidas quizá por el melancólico acento de mis últimas palabras, las dos mujeres parecieron haberme comprendido, y me miraron con curiosidad mezclada de espanto. El afecto que yo buscaba en las frías regiones del gran mundo, residía verdaderamente en la modesta casa, sin ostentación, pero efusivo y tal vez duradero.
»—No hay que tomar las cosas tan a pecho —me dijo la madre—. Quédese aquí. A estas horas, mi marido debe estar en camino —añadió—. Esta noche he leído el Evangelio de San Juan, mientras Paulina tenía pendiente de sus dedos nuestra llave atada a la Biblia, y la llave ha dado vueltas. Esto es indicio de que Gaudin está bueno y prospera. Paulina ha repetido el experimento para usted y para el joven del número siete; pero la llave no ha girado más que para usted. Seremos todos ricos, porque mi marido volverá millonario. Le he visto en sueños en un barco lleno de serpientes; por fortuna, el agua estaba turbia, lo cual significa oro y piedras preciosas de Ultramar.
»Estas palabras amistosas y vacuas, semejantes a las vagas canciones con que una madre amortigua los dolores de su hijo, me devolvieron en cierto modo la calma. El acento y la mirada de la buena mujer exhalaban esa dulce cordialidad que no disipa la pena, pero que la mitiga, la arrulla y la embota. Más perspicaz que su madre, Paulina me examinaba con inquietud y sus inteligentes pupilas parecían penetrar en mi vida y en mi porvenir. Di gracias con una inclinación de cabeza a la madre y a la hija y me retiré presurosamente, temiendo conmoverme.
»Cuando me hallé a solas en mi cuarto, me acosté pensando en mi desventura. Mi fatal imaginación me trazó mil proyectos sin base y me dictó resoluciones imposibles. Cuando un hombre escarba en las ruinas de su fortuna, suele encontrar en ellas algunos recursos, pero yo estaba en la inopia. ¡Ay! ¡amigo mío! culpamos demasiado fácilmente a la miseria y hay que ser indulgente para los efectos del más activo de todos los disolventes sociales. Donde reina la miseria, no existen ni el pudor, ni el crimen, ni la virtud, ni el espíritu.
»Yo carecía entonces de ideas, de energías, como una muchacha postrada de hinojos ante un tigre. Un hombre sin pasión y sin dinero sigue siendo dueño de su persona; pero un desdichado que ama, ya no se pertenece y no puede matarse. El amor nos produce una especie de propio culto; respetamos en nosotros otra vida, y entonces es la más horrible de las desgracias; la desgracia con una esperanza, pero una esperanza torturadora. Me dormí, con la idea de ir a confiar a Rastígnac, al día siguiente, la singular determinación de Fedora.
»—¡Hola! —dijo aquél al verme entrar en su casa a las nueve de la mañana—. Ya sé lo que te trae. Debes haber sido despedido por Fedora. Algunas buenas almas, envidiosas de tu ascendiente sobre la condesa, han propalado la noticia de vuestra boda. ¡Dios sólo sabe las locuras que tus rivales te han achacado, y las calumnias de que has sido objeto!
»—¡Así, todo se explica! —exclamé.
»Recordé todas mis impertinencias y encontré sublime a la condesa. Me consideré como un infame, digno de mayor castigo, y sólo vi en su indulgencia la paciente caridad del amor.
»—¡Vamos con calma! —dijo el prudente gascón—. Fedora tiene la penetración natural de las mujeres profundamente egoístas, y te habrá juzgado quizá en el momento en que no veías en ella más que su fortuna y su lujo; a pesar de tu habilidad, habrá leído en tu alma. Es lo bastante disimulada para perdonar ningún disimulo. Creo haberte aventurado en un mal camino. A pesa: de la sutileza de su ingenio y de su distinción, esa mujer me parece imperiosa como todas aquellas para quienes el placer radica tan sólo en la cabeza. Para ella, toda la felicidad estriba en el bienestar de la vida, en los goces sociales: en ella, el sentimiento es un papel. Te haría desgraciado y te convertiría en un lacayo favorito.
»Rastignac hablaba a un sordo. Le interrumpí, exponiéndole con aparente jovialidad mi situación financiera.
»—Anoche —me contestó—, una racha contraria me limpió de todo el dinero de que disponía. A no ser por este vulgar infortunio, partiría gustosamente mi bolsa contigo. Pero vámonos a almorzar a la fonda; puede que las ostras nos den un buen consejo.
»Se vistió y mandó enganchar su tílburi, y cual si se tratara de dos millonarios, entramos en el café de París, con la impertinencia de esos audaces especuladores que viven forjándose fortunas imaginarias. El endemoniado gascón me confundía con la desenvoltura de sus actitudes y con su imperturbable aplomo. En el momento de tomar el café, después de haber dado fin a un almuerzo exquisito y perfectamente combinado, Rastignac, que distribuía saludos de cabeza a diestra y siniestra, dirigidos a una porción de jóvenes, tan recomendables por sus gracias personales como por la elegancia de sus trajes, me dijo, al ver entrar a uno de aquellos petimetres:
»—Ahí tienes a tu hombre.
»E hizo señas para que se acercase a un señorito almibarado, que parecía buscar mesa a su gusto.
»—Ese mozalbete —agregó Rastignac a mi oído— ha sido condecorado por la publicación de diferentes obras, acerca de materias que desconoce en absoluto; es químico, historiador, novelista, publicista; tiene cuartos, tercios y mitades en no sé cuántas producciones teatrales, y es ignorante como un burro de reata. No es un hombre, sino un nombre; una etiqueta conocida del público. Se guardará muy bien de escribir donde alguien le vea; pero es tan ladino, que seria capaz de burlar a todo un congreso. En dos palabras: es un mestizo en moral: ni probo del todo, ni bribón en absoluto. Pero, como se ha batido en diversas ocasiones, la sociedad no exige más y le califica de hombre de honor. ¿Qué tal, mi excelente y distinguido amigo, cómo está Vuestra Inteligencia? —le preguntó Rastignac, en el momento en que el recién llegado se sentaba a la mesa contigua.
»—Pasando —contestó el interpelado—, abrumado de trabajo. Tengo entre manos todos los materiales necesarios para enjaretar unas memorias históricas curiosísimas, y no sé a quién referirlas. Esto me preocupa, porque hay que darse prisa, para que las memorias no pierdan su oportunidad.
»—¿Son memorias contemporáneas, antiguas, relacionadas con la corte o de qué índole?
»—Se trata del asunto del collar.
»—¡Qué providencial coincidencia! —me dijo Rastignac, riendo.
»Y, volviéndose hacia el especulador, continuó, designándome.
»—El señor Valentín, uno de mis íntimos amigos, a quien le presento como una de nuestras futuras notabilidades literarias. Es sobrino de una marquesa, muy bienquista en la corte, y hace dos años que trabaja en una historia realista de la Revolución.
»Y agregó, inclinándose al oído del singular negociante:
»—Es hombre de talento, pero un inocentón, que redactará las memorias que usted desea, con el nombre de su tía, por cien escudos tomo.
»—¡Convenido! —contestó el otro, arreglándose la corbata—. ¡Camarero, vengan mis ostras!
»—Perfectamente —replicó Rastignac—; pero me abonará usted veinticinco luises de comisión y le pagará un tomo por adelantado.
»—No; sólo le anticiparé cincuenta escudos, para contar con la rapidez en la confección.
»Rastignac me repitió la conversación mercantil, en voz baja, y contestó, sin consultarme:
»—Estamos conformes. ¿Cuándo podremos ir a verle para cerrar el trato?
»—Vengan ustedes a comer aquí, mañana a las siete.
»Nos levantamos. Rastignac pagó la cuenta, se guardó la nota en el bolsillo y salimos. Yo estaba estupefacto de la ligereza, de la despreocupación con que había vendido a mi respetable tía, la marquesa de Montbauron.