»—Para resistir al amor de un hombre de mi edad, al ardor comunicativo de ese hermoso contagio del alma, Fedora debe estar guardada por algún misterio —me dije al volver a mi casa—. ¿La devorará un cáncer, como a lady Delacour? Su vida es, sin duda, una vida artificial.
»A este pensamiento, me invadió un escalofrío. Luego, formé el proyecto más extravagante, a la vez que el más razonable de cuantos puedan ocurrírsele a un amante. Para examinar a aquella mujer corporalmente como la había estudiado intelectualmente, para conocerla por completo, resolví pasar una noche en su casa, en su cámara, sin que ella lo supiera. He aquí cómo llevé a cabo esta empresa, que me devoraba el alma, como un deseo de venganza muerde el corazón de un monje corso.
»En los días de recepción, era demasiado numerosa la concurrencia en casa de Fedora, para que el portero pudiera establecer un cómputo exacto entre las entradas y salidas. Seguro de poder quedarme sin promover escándalo, aguardé impaciente la próxima velada de la condesa. Al vestirme, puse en uno de los bolsillos de mi chaleco un cortaplumas inglés, a falta de puñal. Si me lo encontraban encima, aquel instrumento, de uso corriente para todo el que lee y escribe, no tenía nada de sospechoso, y no sabiendo hasta dónde me llevaría mi novelesca resolución, quería ir armado. Cuando los salones comenzaron a poblarse, fui al dormitorio, para enterarme de todos los detalles, y encontré cerrados los postigos y las persianas, lo cual era una primera circunstancia favorable. Como la camarera podía entrar a correr los cortinajes, sujetos en los alzapaños, solté los cordones de pasamanería. Era un verdadero riesgo anticipar aquellos preparativos; pero estaba decidido a arrostrar los peligros de mi situación, que había calculado ya fríamente.
»Hacia media noche, me escondí en el hueco de un balcón. Adoptadas mis precauciones, medido el espacio que me separaba de los cortinajes, logré familiarizarme con las dificultades de mi posición, arreglándome para permanecer allí sin ser descubierto, a menos que me delataran cualquier movimiento nervioso, un golpe de tos o un estornudo. Desde mi escondite, percibía vagamente el murmullo de los salones, las risas y las voces de los que conversaban. Aquel tumulto vaporoso, aquella sorda agitación, fueron disminuyendo gradualmente.
»Algunos invitados acudieron a recoger sus sombreros, depositados sobre la cómoda de la condesa, a poca distancia de mí. Cuando rozaban los cortinajes, me estremecí pensando en las distracciones, en los azares de aquellas pesquisas, realizadas por gentes ansiosas de partir y que van directamente a su objeto, huroneando por todas partes. Auguré bien de mi empresa al no sufrir percance alguno. El último sombrero que quedaba lo recogió un viejo enamorado de Fedora, que, creyéndose sólo, miró al lecho y lanzó un hondo suspiro, seguido de una enérgica exclamación.
»La condesa, a quien ya no rodeaban más que cinco o seis de sus íntimos, en el tocador contiguo al dormitorio, les propuso tomar allí el te. Las calumnias, para las cuales ha reservado la sociedad actual la poca fe que le queda, se mezclaron entonces con los epigramas, las críticas ingeniosas y el ruido de tazas y de cucharillas. Rastignac, despiadado con mis rivales, producía extraordinaria hilaridad con sus mordaces ocurrencias.
»—Rastignac es un hombre con quien no conviene enemistarse —dijo la condesa, riendo.
»—¡Me parece! —contestó ingenuamente el aludido—. Pero mis antipatías siempre han sido fundadas… lo mismo que mis simpatías —añadió—. Mis enemigos me sirven quizá tanto como mis amigos. He realizado un estudio especial del idioma moderno y de los artificios naturales de que se vale para atacarlo todo o para defenderlo todo. La elocuencia ministerial es un perfeccionamiento social. ¿Qué uno de nuestros amigos carece de talento? Se habla de su probidad, de su franqueza. ¿Qué la obra de otro resulta pesada? Se la presenta como un trabajo concienzudo. Si el libro está mal escrito, se elogian las ideas. ¿Qué Fulano es un descreído, un inconstante, un tarambana? ¡Bah! En cambio, es un hombre seductor, original, divertidísimo. Pero, ¿se trata de un enemigo? ¡Ah! Entonces se le achacan todas las culpas, se invierten con él los términos del lenguaje, y se muestra tanta perspicacia en descubrir sus defectos, como habilidad se puso para hacer resaltar las virtudes de los amigos.
»Esta aplicación de las lentes a la observación moral, es el secreto de nuestras conversaciones, y en ella estriba todo el arte de la cortesanía. No usar este procedimiento equivale a querer combatir sin armas con gentes forradas de hierro, como los capitanes de mesnada. Yo lo uso, y aun abuso de él en ocasiones. Así se me respeta, lo mismo que a mis amigos, porque, además, mi espada vale tanto como mi lengua.
»Uno de los más fervientes admiradores de Fedora, joven cuya impertinencia gozaba fama, y que la utilizaba como uno de los medios para prosperar, recogió el guante tan desdeñosamente lanzado por Rastignac. Comenzó a hablar de mí, encomiando exageradamente mis talentos y mi persona. Rastignac se había olvidado de este género de maledicencia. El sardónico elogio engañó a la condesa, que me inmoló sin piedad; para distraer a sus amigos, abusó de mis secretos, de mis pretensiones y de mis esperanzas.
»—Es un muchacho de porvenir —dijo Rastignac—. Es posible que llegue algún día en que se desquite cruelmente, porque sus aptitudes igualan, por lo menos, a su valor. Por eso creo que hacen mal los que le atacan, porque tiene memoria…
»—Y escribe memorias —replicó la condesa, a quien pareció desagradar el profundo silencio que siguió a las palabras de Rastignac.
»—Memorias de condesa supuesta, señora —advirtió Rastignac—. Para escribirlas se necesita otra clase de valor.
»—Creo que lo tiene a toda prueba —contestó la condesa—. Me es fiel…
»Tentado estuve de presentarme súbitamente a la burlona reunión, como la sombra de Banquo en Macbeth. ¡Perdería una amante, pero me quedaría un amigo! Sin embargo, el amor me sugirió de pronto una de esas ruines y sutiles paradojas con que sabe adormecer todos nuestros dolores.
»—Si Fedora me ama —pensé—. ¿No es lógico que disimule su afecto bajo una burla maliciosa? ¿Cuántas veces no ha desmentido el corazón a los labios?
»Por fin, mi impertinente rival, que había quedado solo con la condesa, hizo ademán de retirarse.
»—¿Se va usted tan pronto? —le preguntó ella, en un tono mimoso que puso en conmoción todas mis fibras—. ¿No me concede usted un momento más? ¿No tiene nada que decirme, ni se decide a sacrificarme alguno de sus placeres?
»El amigo se marchó.
»—¡Ah! —exclamó la condesa bostezando—, ¡qué fastidiosos son todos!
»Y tirando con fuerza de un cordón, hizo resonar en el interior el ruido de una campanilla, y entró en su cámara, tarareando una frase del «Pria che spunti». Nadie había oído cantar nunca a la condesa, y su mutismo daba motivo a extrañas interpretaciones. Decíase que había prometido a su primer amante, prendado de sus talentos y celoso de ellos hasta más allá de la tumba, que no proporcionaría a nadie un placer, que deseaba ser el único en gustar. Aspiré aquellos sonidos, poniendo en tensión toda mi alma. De nota en nota, la voz fue acentuándose, Fedora pareció animarse, desplegando todas las riquezas de su garganta, y la melodía adquirió, en aquel instante, algo de divino. La condesa tenía en su órgano vocal una limpieza, un ajuste, no sé qué de armónico y de vibrante, que penetraba, conmovía y halagaba al corazón.
»Las mujeres inteligentes en música suelen ser enamoradas: la que así cantaba, debía saber amar intensamente. La hermosura de su voz fue, pues, un misterio más en aquella mujer ya tan misteriosa. La veía entonces a la misma distancia que ahora a ti; parecía escucharse a sí misma y experimentar un deleite que le fuera peculiar; una especie de goce amoroso. Así avanzó hasta la chimenea, entonando el motivo principal del rondó. Al terminarlo, su semblante se demudó, sus facciones se descompusieron y su rostro expresó el cansancio. Acababa de quitarse la máscara; actriz, había dado fin a su papel. Sin embargo, la especie de marchitez impresa en su belleza por su trabajo de artista, o por la lasitud de la velada, no carecía de atractivo.
»—¡Hela tal como es! —me dije.
»La condesa, como para calentarse, apoyó un pie sobre la barra de bronce que coronaba el guardachispas, se quitó los guantes y los brazaletes y retiró del cuello, por encima de la cabeza, una cadena de oro, de cuyo extremo pendía un medallón adornado de piedras preciosas. Yo sentía un placer indecible al observar aquellos movimientos, llenos de la gracia exclusiva de los felinos, cuando se asean al sol. Ella se miró al espejo, y dijo en voz alta, con visible malhumor:
»—¡Qué poco vale mi cara esta noche! Mi cutis se aja con espantosa rapidez. Quizá me conviniese acostarme más temprano, renunciar a esta vida disipada… Pero, ¿y Justina? ¿Se estará burlando de mí?
»Y llamó de nuevo. La camarera acudió a este segundo requerimiento. ¿Dónde estaba situado su cuarto? Lo ignoro. Sólo sé que bajó por una escalera interior. Yo tenía curiosidad por conocerla. Varias veces, mi fantástico numen poético se había imaginado a la invisible sirvienta como una mocetona morena y garrida.
»—¿Ha llamado la señora? —preguntó al entrar.
»—¡Dos veces! —contestó Fedora—. ¿Te vas volviendo sorda?
»—Estaba preparando la leche de almendras para la señora.
»Justina se arrodilló, desató los lazos de los zapatos y descalzó a su ama, que indolentemente reclinada sobre un sillón de muelles, junto a la chimenea, bostezaba, rascándose la cabeza. Sus movimientos eran absolutamente naturales, sin el menor síntoma revelador de los sufrimientos secretos ni de las pasiones que yo había supuesto.
»—Jorge está enamorado —dijo—, tendré que despedirle. Aun no ha arreglado las cortinas. ¿En qué estará pensando?
»Toda la sangre afluyó a mi corazón al oír estas palabras; pero no se habló más de las cortinas.
»—La vida es bien tonta —prosiguió la condesa—. !Eh! ¡cuidado con arañarme, como ayer! ¡Mira! —agregó, enseñando una sedosa pantorrilla—, todavía conservo la señal de tus uñas.
»Y metiendo los desnudos pies en unas babuchas de terciopelo forradas de plumón de cisne, desabrochó su vestido, mientras Justina tomaba un peine para alisarle los cabellos.
»—Debería usted casarse, señora—, tener hijos…
»—¿Hijos? ¡Sería lo único que faltaría para agotarme! ¿Marido? ¿Cuál es el hombre al que pudiera…? ¿Iba bien peinada esta noche?
»—No mucho, señora.
»—¡Qué tonta eres!
»—Nada sienta peor a la señora que el cabello demasiado crespo. Liso y en grandes bucles, va mucho mejor.
»—¿De veras?
»—Sí, señora; los cabellos rizados y sueltos sólo sientan bien a las rubias.
»—¡Casarme! —repuso la condesa—. ¡No! ¡Imposible! El matrimonio es un tráfico para el cual no he nacido.
»¡Qué escena tan horrible para un amante! Aquella mujer sola, sin parientes, sin amigos, atea en amor, incrédula a todo sentimiento, y que por escasa que fuera en ella esa necesidad de expansión cordial, innata en todo ser humano, se veía reducida, para satisfacerla, a conversar con su camarera, a cambiar con una sirvienta frases insulsas y anodinas, me inspiró lástima. Justina la desnudó.
»Yo la contemplé con curiosidad, en el momento de descorrer el último velo. Su talle virginal me deslumbró; al través de la camisa y al resplandor de las bujías, su cuerpo blanco y sonrosado fulguró como una estatua de plata que brilla bajo su envoltura de gasa. No existía en él ninguna imperfección que pudiera hacerla temer las miradas furtivas del amor. ¡Ay! Un cuerpo hermoso triunfará siempre de las resoluciones más belicosas.
»Fedora se sentó ante el fuego, muda y pensativa, mientras la camarera encendía la vela de la lámpara de alabastro suspendida frente al lecho. Inmediatamente después, Justina fue a buscar un calentador, preparó la cama y ayudó a su señora a acostarse; luego, pasando un largo rato, invertido en minuciosos servicios, que acusaban la profunda veneración que Fedora se profesaba a sí misma, se retiró la doméstica. La condesa cambió de postura varias veces; estaba agitada, suspiraba; sus labios dejaban escapar un leve ruido perceptible al oído, que indicaba sus movimientos de impaciencia: alargó la mano a la mesilla, tomó un frasquito, vertió en la leche, antes de beberla, unas cuantas gotas de un licor obscuro, y por último, lanzó varios angustiosos suspiros y exclamó:
»—¡Dios mío!
»Aquella exclamación, y más aún el acento en que la pronunció, me partió el alma. Insensiblemente, quedó inmóvil. Yo me asusté, pero a los pocos instantes percibí la respiración fuerte y acompasada de una persona dormida. Entonces aparté la crujiente seda de los cortinajes, abandoné mi escondrijo y fui a situarme a los pies de su cama, contemplándola con indefinible sentimiento. Su hermosura era peregrina. Cubría la cabeza con el brazo, como un niño; su tranquilo y lindo rostro, envuelto en blondas, expresaba una dulzura que me inflamó. Presumiendo demasiado de mí mismo, no había comprendido mi suplicio; ¡estar tan cerca y tan lejos de ella! Hube de soportar todas las torturas que me había preparado. Aquel «¡Dios mío!» jirón de un pensamiento desconocido, que debía llevarme por toda luz, cambió repentinamente mis ideas respecto a Fedora.
»La exclamación, insignificante o profunda, insustancial o llena de realidades, podía interpretarse igualmente como satisfacción o pesadumbre, como dolor corporal o moral. ¿Era imprecación o súplica, previsión o recuerdo, pesar o temor? Aquella frase encerraba toda una vida, vida de indigencia o de riqueza; ¡hasta cabía en ella un crimen! El enigma oculto en aquel hechicero semblante de mujer, renacía. Fedora podía ser explicada de tantos modos, que resultaba inexplicable. Los caprichos del aliento que pasaba entre sus dientes, ya débil, ya acentuado, grave o leve, formaban una especie de lenguaje, al que yo atribuía ideas y sentimientos. Soñaba con ella, esperaba iniciarme en sus secretos penetrando en su sueño, fluctuaba entre mil partidos opuestos, entre mil opiniones. Viendo aquel hermoso rostro, puro y sereno, me fue imposible negar un corazón a aquella mujer.
»Resolví realizar una nueva tentativa. Si le refería mi existencia, mi amor, mis sacrificios, quizá podría despertar en ella la piedad, arrancar una lágrima de aquellos ojos, que no habían llorado nunca. Cifrando estaba todas mis esperanzas en esta última prueba, cuando el rumor callejero me anunció el amanecer.