La piel de zapa (12 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: La piel de zapa
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»A pesar de la voz interior que debe sostener a los hombres de talento en sus luchas, y que me gritaba: ¡Ánimo!, ¡adelante!; a pesar de las súbitas revelaciones de mi energía en la soledad; a pesar de la esperanza que me animaba, al comparar las recientes obras admiradas por el público con las que bullían en mi cerebro, dudaba de mí, como un chiquillo. Era presa de una ambición desmedida, me creía destinado a grandes empresas, y me sentía anonadado. Necesitaba compañía y carecía de amigos. Había de abrirme un camino en el mundo, y permanecía inmóvil y solitario, menos temeroso que avergonzado. Durante el año en que fui lanzado por mi padre al torbellino de la alta sociedad, me presenté a ella con un corazón intacto, con un alma fresca. Como todos los niños grandes, aspiraba secretamente a plácidos amores.

»Entre los jóvenes de mi edad, encontré una cuadrilla de fanfarrones, que marchaban con la cabeza erguida, diciendo sandeces, sentándose sin temblar junto a las mujeres que yo consideraba menos abordables, soltando impertinencias, mordiendo y chupando el puño de sus bastones, haciendo carocas, atribuyéndose la conquista de las más lindas muchachas, ufanándose de haber reclinado sus cabezas en todas las almohadas, afectando desdenes, conceptuando a las más virtuosas, a las más recatadas, como presas fáciles, prestas a rendirse ante una frase, ante un gesto audaz, ante la primera mirada insolente…

»Te declaro solemnemente y con toda franqueza, que me parecía empresa más sencilla la conquista del poder o de un gran renombre literario, que la de una mujer de alto rango, joven, espiritual y graciosa. Comprendí que las perturbaciones de mi corazón, mis sentimientos, mis convicciones, estaban en desacuerdo con las máximas sociales. Poseía suficiente audacia, pero sólo en el alma, no en la expresión. Después, he aprendido que las mujeres no gustan de ser mendigadas; he visto muchas a las que adoraba de lejos, a las que entregaba un corazón a toda prueba, un alma que desgarrar, una energía que no retroceder ante sacrificios ni torturas, y que pertenecía a necios, que no me habrían servido ni para porteros. ¡Cuántas veces, callado, inmóvil, he admirado a la mujer de mis ensueños, surgiendo en un baile! Consagrando, entonces, mentalmente mi existencia a caricias eternas expresaba todas mis esperanzas en una mirada, y le ofrecía en mi éxtasis un amor juvenil, que rechazaba las falacias.

»En ciertos momentos, hubiera dado mi vida por una sola noche. ¡Pues bien! No habiendo encontrado jamás almohada en que deslizar mis apasionadas frases, miradas en que reposaran las mías, corazón para mi corazón, he vivido en todos los tormentos de una impotente energía que se devoraba a sí misma, ya por falta de atrevimiento o de ocasiones, ya por inexperiencia. Tal vez he desesperado de hacerme comprender, o temido que se me comprendiera demasiado. Y, sin embargo, tenía una tempestad dispuesta para cada mirada complaciente que se me dirigiera. A pesar de mi prontitud en apoderarme de aquella mirada o de palabras afectuosas en apariencia, como tiernos estímulos, jamás he osado hablar ni callar a tiempo. A fuerza de sentimiento, mi conversación resultaba insignificante y mi silencio degeneraba en estupidez. Era, sin duda, excesivamente cándido para una sociedad ficticia que vive a la luz artificial, que expresa todos sus pensamientos con frases convenidas o con palabras dictadas por la moda. Además, no sabia hablar callándome ni callarme hablando.

»En fin, archivando en mi interior el fuego que me abrasaba, teniendo un alma semejante a las que las mujeres anhelan encontrar, invadido por esa exaltación de que tan ávidas se muestran, pose, yendo la energía de que se envanecen los tontos, todas las mujeres me han tratado con alevosa crueldad. Admiraba, por tanto, candorosamente a los héroes de corrillo, cuando celebraban sus triunfos, sin sospechar que pudieran mentir. Tenía, sin duda, la fatalidad de desear un amor bajo palabra, de querer encontrar constante y firme, en un corazón de mujer frívola y ligera, ganosa de lujo, henchida de vanidad, esa pasión ilimitada, ese océano que se agitaba procelosamente en mi corazón. ¡Oh! ¡Sentirse nacido para amar, para colmar de ventura a una mujer, y no dar con ninguna, ni siquiera una intrépida y noble Marcelina o una vieja marquesa! ¡Llevar la alforja llena de tesoros, y no poder hallar una niña, una joven curiosa, para hacérselos admirar! ¡Cuántas veces me ha impulsado al suicidio la desesperación!

—¡Trágico de veras te has venido esta noche! —exclamó Emilio.

—¡Déjame condenar mi vida! —contestó Rafael—. Si tu amistad no es suficientemente sólida para escuchar mis elegías, si no puedes otorgarme la concesión de media hora de aburrimiento, ¡duerme! Pero entonces, no me pidas cuenta de mi suicidio, que muge, se yergue, me llama y yo saludo. Para juzgar a un hombre, lo menos que precisa es estar en el secreto de su pensamiento, de sus desventuras, de sus emociones; no querer conocer de su vida más que los acontecimientos materiales, es hacer la cronología, la historia de los tontos.

El tono de amargura en que pronunció estas palabras impresionó tan vivamente a Emilio, que desde aquel momento, concentró toda su atención en su amigo, mirándole como alelado.

—Pero ahora —prosiguió el narrador—, el resplandor que colora esos accidentes les comunica un nuevo aspecto. El orden de las cosas, que antes consideraba yo como una desdicha, es posible que haya engendrado las buenas facultades de que luego he tenido ocasión de enorgullecerme. La curiosidad filosófica, el exceso de trabajo, la afición a la lectura, que han ocupado constantemente mi vida, desde la edad de siete años hasta mi entrada en el mundo, ¿no me habrán dotado de esa facilidad, que todos me atribuís, para expresar mis pensamientos y seguir avanzando por el vasto campo de los conocimientos humanos? El abandono a que estuve condenado, el hábito de reprimir mis sentimientos y de vivir reconcentrado, ¿no me habrán investido de la facultad de comparar, de meditar? Al no extraviarse, poniéndose al servicio de las cóleras mundanas, que empequeñecen al alma más privilegiada y la reducen al estado de guiñapo, ¿no se habrá concentrado mi sensibilidad, para convertirse en órgano perfeccionado de una voluntad más elevada que el querer de la pasión?

»Desconocido por las mujeres, recuerdo haberlas observado con la sagacidad del amor desdeñado. Ahora, lo veo, la sinceridad de mi carácter ha debido desagradar; ¿es que las mujeres apetecen un poco de hipocresía? Siendo, como soy, alternativamente y en la misma hora, hombre y niño, fútil y pensador, exento de prejuicios y plagado de supersticiones, femenino, a veces, como ellas, ¿no habrán tomado mi sencillez por cinismo y la propia pureza de mi pensamiento por libertinaje? Para ellas, la ciencia significaba fastidio, la languidez femenina debilidad. Esta desmedida movilidad de imaginación, desdicha de los poetas, hacía sin duda que me juzgasen como un ser incapaz de amor, sin constancia en las ideas, sin energía. Idiota en mi silencio, quizá las asustaba, al intentar agradarlas, y las mujeres me han condenado. He aceptado, entre lágrimas y pesares, el fallo dictado por el mundo.

»Pero este fallo ha producido su fruto. Quise vengarme de la sociedad, quise adueñarme del alma de todas las mujeres, sometiéndome sus inteligencias, para ver todas las miradas fijas en mí, cuando me anunciara un criado desde la puerta de un salón. Me instituí gran hombre. Desde mi infancia, me pasaba la mano por la frente, diciendo, como Andrés Chenier: «¡Aquí hay algo!». Creía sentir en mí una idea que expresar, un sistema que establecer, una ciencia que difundir.

»¡Ah! ¡Mi querido Emilio! Hoy, que apenas cuento veintiséis años, que estoy seguro de morir desconocido, sin haber sido jamás el amante de la mujer con cuya posesión he soñado, permíteme contarte mis locuras. ¿Acaso no hemos tomado todos, quién más, quién menos, nuestros deseos por realidades?

»No quisiera por amigo a un joven que en sus delirios no se hubiera tejido coronas, construido algún pedestal, o apropiado complacientes queridas. Yo he sido muchas veces general, emperador; he sido un Byron, y luego ¡nada! Después de haberme imaginado en la cúspide de las cosas humanas, me percataba de que tenía que trepar a todas las alturas, salvar todos los obstáculos. Ese inmenso amor propio que borboteaba en mí, esa sublime creencia en un destino, que quizá llega a convertir en genio a un hombre, cuando no se deja arrancar el alma por los tirones de negocios, con la misma facilidad que un carnero va dejando sus vellones en las zarzas del camino, han sido precisamente los que me han salvado. Quise cubrirme de gloria y laborar silenciosamente, para la mujer amada por quien esperaba verme correspondido algún día. Todas las mujeres se resumían en una sola, y ésa, creía encontrarla en la primera que se ofrecía a mis miradas; pero, viendo una reina en cada una, todas debían, como las reinas, que vienen obligadas a declararse a sus amantes, salir al encuentro de mi dolorida, mísera y tímida personalidad. Tanta gratitud se albergaba en mi corazón; además del amor, hacia la que se hubiese apiadado de mí, que la habría adorado siempre.

»Más tarde, mis observaciones me han enseñado crueles verdades. Como ves, amigo Emilio, me exponía a vivir solo eternamente. Las mujeres están acostumbradas, por no sé qué inclinación del espíritu, a no ver en un hombre de talento más que sus defectos, y en un necio más que sus buenas cualidades; sienten gran simpatía por las cualidades del tonto, que son una perpetua lisonja de sus propios defectos, que el hombre de mérito no las proporciona goces suficientes para compensar sus imperfecciones. El talento es una fiebre intermitente, de la que ninguna mujer desea compartir la molestia; todas ellas aspiran a encontrar en sus amantes motivos para satisfacer su vanidad. ¡Y es que siguen amándose a sí mismas en nosotros! Un hombre pobre, altivo, artista, dotado de facultad creadora, ¿no está armado de un ofensivo egoísmo? Existe en su derredor un torbellino de ideas que lo arrolla todo, hasta a su amada, que ha de seguirle en la vorágine.

»¿Cómo ha de creer en el amor de semejante hombre, una mujer adulada? ¿Ha de ir a buscarle? Ese amante no tiene tiempo de abandonarse, en torno de un diván, a esos tiernos coloquios tan estimados de las mujeres y que dan el triunfo a las gentes falsas e insensibles. Si les falta tiempo para sus tareas, ¿cómo han de malgastarlo en chicolear y en emperifollarse? Presto a dar mi vida de golpe, no la hubiera envilecido en detalle. En resumen, existe en las combinaciones de un agente de cambio que negocia los valores de una mujer pálida y zalamera algo de mezquino que horroriza al artista. El amor abstracto no basta a un hombre pobre y grande, que quiere todas sus abnegaciones. Los seres insignificantes que pasan su vida probándose vestidos y convertidos en perchas ambulantes de la moda, no son capaces de sacrificios; pero los exigen, y ven en el amor el placer de mandar, no el de obedecer. La verdadera esposa de corazón, en cuerpo y alma, se deja llevar allí donde va aquel en quien radica su vida, su fuerza, su gloria, su dicha. Los hombres superiores requieren mujeres orientales, cuyo único pensamiento sea el estudio de sus necesidades: para ellos, la desgracia está en el desacuerdo de sus deseos con los medios. ¡A mí, que me consideraba hombre de genio, me gustaban precisamente aquellas presumidas! Alimentando ideas tan contrarias a las recibidas, teniendo la pretensión de escalar el cielo sin escala, poseyendo tesoros que no tenían curso, armado de conocimientos extensos, que recargaban mi memoria y que aún no había clasificado ni me había asimilado, encontrándome sin parientes, sin amigos, solo en medio del más espantoso desierto, desierto urbanizado, desierto animado, pensador, viviente, en el que todo nos es, más que enemigo, indiferente, la resolución adoptada por mí fue muy natural, aunque insensata; tenía en sí algo de imposible, que me infundió ánimo.

»Fue a manera de un partido empeñado conmigo mismo, en el que me jugaba la última carta. He aquí mi plan. Los mil cien francos habían de alcanzarme para vivir tres años, plazo que me otorgué para dar a luz una obra en condiciones de llamar hacia mí la atención pública y de proporcionarme nombre o fortuna. Me regocijaba pensando que iba a vivir a pan y leche, como un anacoreta de la Tebaida, sumido en el mundo de los libros y de las ideas, en una esfera inaccesible, en medio de este París tan tumultuoso, centro de trabajo y de silencio, donde, como las crisálidas, me labraba una tumba, para renacer brillante y glorioso.

»Me exponía a morir para vivir. Reduciendo la existencia a sus verdaderas necesidades, a lo estrictamente necesario, me pareció que trescientos sesenta y cinco francos anuales deberían bastar a mi pobreza. En efecto, la exigua cantidad ha cubierto mis atenciones, mientras he observado mi propia disciplina claustral.

—¡Es imposible! —exclamó Emilio.

—Pues así he vivido cerca de tres años —contestó Rafael, con cierto orgullo—. ¡Contemos! Quince céntimos de pan, otros quince de embutidos y diez de leche, me impedían morir de hambre y mantenían mi espíritu en singular estado de lucidez. Como sabes, he observado los maravillosos efectos producidos por la dieta en la imaginación. Mi hospedaje me costaba quince céntimos diarios y otros tantos el aceite para el alumbrado. Yo mismo me arreglaba mi cuarto, y usaba camisas de franela, para que no excediera el lavado de diez céntimos diarios. Utilizaba carbón mineral para la calefacción, cuyo coste, dividido entre los días del año, jamás ha pasado de diez céntimos para cada uno. Tenía ropa blanca y exterior, así como calzado, para tres años, y no me vestía sino para concurrir a ciertos actos públicos y a las bibliotecas.

»Todos estos gastos reunidos ascendían a noventa céntimos, quedándome diez para imprevistos. Durante mi largo período de trabajo, no recuerdo haber pasado el puente de las Artes, ni comprado agua; iba personalmente a buscarla, todas las mañanas, a la fuente de la plaza de San Miguel. ¡Con qué arrogancia he soportado mi escasez! El hombre que presiente un lisonjero porvenir, marcha por la senda de su miseria como un inocente conducido al suplicio; sin avergonzarse. No se me ha ocurrido prevenirme contra una enfermedad. Como Aquilina, he mirado al hospital sin terror. No he dudado, ni un momento, de mi buena salud. Además, el pobre no debe hacer cama sino para morir. Yo mismo me cortaba los cabellos, hasta que un ángel de amor o de bondad.

»Pero no quiero anticipar los acontecimientos. Sólo te diré, que, a falta de mujer amada, viví con un gran pensamiento, con un sueño, con una mentira, en la que todos comenzamos a creer, quién más, quién menos. Hoy me río de mí, de aquel «yo», quizá santo y sublime, que ya no existe. La sociedad, el mundo, nuestras prácticas, nuestras costumbres, vistos de cerca, me han revelado el peligro de mis inocentes convencimientos y la superfluidad de mis fervientes trabajos. Estas impedimentas estorban al ambicioso; el bagaje del que persigue la fortuna debe ser ligero. El error de los hombres de valía, consiste en malgastar sus años juveniles haciéndose dignos del favor. Mientras las gentes sencillas atesoran energía y ciencia, para llevar sin esfuerzo el peso de un dominio que se les muestra esquivo, los intrigantes, ricos en palabras y desprovistos de ideas, van y vienen, sorprenden a los bobalicones y ganan la confianza de los incautos. Los unos estudian, los otros marchan; los unos son modestos, los otros osados.

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