Un salto adelante en la comunicación tecnológica era para Lorenzo un salto atrás en su comunicación con Fausta. Como lo había dicho Fausta, Lorenzo se sentía
out
. Todas las noches, por más cansada que estuviese, Fausta checaba su correo electrónico y, cautiva, permanecía hasta altas horas navegando entre miles de portales que contenían información seleccionable para imprimirla en la Hewlett Packard Laser Jet.
Atrapada en el espacio invisible del e-mail, Fausta, antes tan servicial, no le hacía caso a nadie. Parecía que se iría de un momento a otro por el monitor. Una noche, después de que le dijera exaltada: «Tengo una fe ciega en el ciberespacio», Lorenzo le preguntó a quién le estaba escribiendo con tanta velocidad y emoción: «A Norman», respondió. «¿A Norman? —se sorprendió Lorenzo—. ¿A cuál Norman?». «Al suyo, al nuestro, tanto que nos hemos hecho novios por Internet; nos escribimos a diario». Lorenzo se fue de espaldas. «¿No quiere usted decirle algo, doctor? Yo siempre le doy noticias suyas». «No, cuando quiero escribirle, le dicto a mi secretaria», alcanzó a decir Lorenzo antes de salir como zombie del laboratorio de electrónica. Seguramente eso de que eran novios era una despiadada ironía de la estúpida de Fausta, pero con ella nunca se sabía.
Lorenzo durmió mal y en el único momento que concilió el sueño tuvo una pesadilla. Fausta y Norman enlazados reían a carcajadas desde la pantalla atrozmente azul. A la mañana siguiente, Lorenzo la mandó llamar a su oficina.
—A propósito de Norman, ¿es cierto?
—Claro que lo es, doctor, incluso lo he visitado en Harvard.
—¿Cómo es posible que él nunca me haya dicho nada?
—Quizá no quiso lastimarlo y pensó decírselo en algún momento, no lo sé, los enamorados, doctor, están solos en el mundo, olvidan todo lo demás.
—¿Los enamorados?
—Norman y yo.
Lorenzo escondió su rostro entre sus manos y Fausta reprimió un movimiento de compasión.
—Está bien, Fausta, puede retirarse.
En un impulso Lorenzo tomó su portafolio y decidió ir a México. Los días que siguieron fueron espantosos. Diego, su confidente, no estaba en la ciudad, Chava Zúñiga se habría reído de él, o quién sabe; en todo caso, no importaba. A Juan y a Leticia hacía años que los había eliminado de su vida. Ni siquiera fue al hospital cuando Leticia, internada de urgencia, estuvo a punto de morir. Lorenzo dejó pasar el tiempo, agobiado por las tareas del Observatorio. Si él mismo anteponía el trabajo a su propia salud, y no se diga a su vida amorosa, fue desatando los lazos que antes lo unían a otros. Olvidó a Norman, salvo por las cartas de trabajo que intercambiaban de vez en cuando. Él, que siempre encontró la solución a problemas y contratiempos, reconocía en Fausta una frontera insalvable. Virus, eso es lo que era, un virus, el más grande de los que podrían atacar una computadora, y Norman en su conversión de formatos era un
hacker
que había incurrido en un robo de información criminal contra el que Lorenzo actuaría, ¡ah, sí que actuaría! Apenas se sintiera en condiciones de regresar a Tonantzintla, giraría la orden terminante. Fausta no volvería a entrar al Observatorio. En segundo lugar, le reclamaría al gringo su traición. En tercero, aprendería computación costara lo que costara, navegaría por la red, respondería como lo había hecho Fausta, que él vivía para la red, aumentaría y profundizaría su mundo virtual, le vendería su alma al diablo. A él, nada lo vencía. Todavía podía oír la voz de Fausta diciéndole: «¿Cómo va a diferenciarse, doctor, de los nuevos cibernautas con portales nacidos fuera de nuestras fronteras? En la época que viene los fondos de inversión de alto riesgo le darán preferencia a los portales que añadan una amplia variedad de periféricos a cualquier ordenador a través de una conexión plug-and-play de tamaño universal, inherentemente más veloz durante la digitalización. Ahora las soluciones, doctor, son
face-to-face
a la Web,
hot swappable
, y requieren adaptabilidad».
Quince días más tarde, Lorenzo tocó el claxon frente a la puerta de Tonantzintla y entró con la reluciente armadura de sus resoluciones. Preguntó a Chela González, lo más casualmente que pudo, por la señorita Fausta.
—Hace tres días que no viene, tiene un virus, lo malo es que se han acumulado muchos e-mails.
A la mañana siguiente, Lorenzo decidió bajar al pueblo a buscarla. Ella misma abrió la puerta, sola, unas ojeras negras atestiguaban su gripa viral. Al verla, un inmenso sentimiento de compasión lo invadió por ella, por él, y pensó decirle: «Estoy desconfigurado, mi amor, y sé que es imposible restaurarme. Estoy muerto, mi amor, y no hay mayor acto de soberbia que el tuyo al pretender matar a un muerto». Había ido con la firme intención de correrla: «Fausta, no vuelva ya a presentarse en el Observatorio, le daremos una compensación, perdió usted la plaza, está fuera de nómina», pero cuando ella le dijo, cansada: «Pase usted, por favor, doctor», se desconcertó y en vez de espetarle su decisión y darse la media vuelta, le preguntó desde cuándo tenía gripa y ella a su vez quiso saber por qué se había ausentado tantos días, él estuvo a punto de responder que qué le importaba si tenía a Norman, pero ella le ofreció una taza de té, les caería bien a los dos y por favor siéntese, doctor, por favor, se ve usted extrañísimo allí de pie a media pieza, siéntese, él entonces se armó de valor e inquirió cuándo pensaba irse a Harvard y ella respondió que aún no sabía, que la disculpara sólo un instante mientras hervía el agua porque la había agarrado desprevenida y quería darse una peinada. Iba a ir a su habitación unos segundos y en efecto así lo hizo; entonces él, sin pensarlo dos veces, entró tras de ella, despeinada, pálida, tosijienta y griposa, la tomó entre sus brazos y empezó a besarla.
Fausta lo miró como a un loco. ¿Qué le pasa, doctor, ha perdido la cabeza?, se zafó de su abrazo, pero él no vio la expresión de su rostro ni oyó el rechazo en su voz, tampoco percibió la indignación de su cuerpo. La hizo rodar sobre la cama, le arrancó el camisón y sin más, sin desvestirse siquiera, se aventó encima de ella con toda la urgencia de años de soledad, el dolor de esta relación tantas veces aplazada.
Ella, inmóvil, ya sin defenderse, con la expresión más grave que Lorenzo le hubiese visto jamás, le pidió: «Desvístase, doctor». Él se levantó y ante los ojos de Fausta, terriblemente serios, fue despojándose de su ropa y ella lo esperó como a una condena. «Me está salvando la vida», murmuró Lorenzo estirando su cuerpo sobre el de ella, delgado, las costillas a la vista y miró con ternura el rostro demacrado y cercano, nunca antes tan cercano, de la enferma. «Estoy salvando mi vida», respondió ella, pero Lorenzo ya no lo escuchó, la había montado, tenía la certeza de que se vendría muy pronto y eso era lo único que importaba.
Cuando Lorenzo salió aliviado del dormitorio, después de taparla y asegurarle que regresaría a la media noche, supo al dirigirse al cuarenta pulgadas que Fausta era el planeta rojo descubierto a la hora del crepúsculo. De pie frente a la consola, abrió la cúpula y se dispuso a tomar placas, pero trabajaba sin ver lo que hacía. Encinto de Fausta, sus imágenes lo invadían y le impedían concentrarse. ¿Cuántos años había vivido con Fausta? La recordaba en el automóvil a su lado durante los largos y pesados trayectos a la sierra de San Pedro Mártir, atravesando el desierto bajo el sol implacable. Fausta sabía encontrar belleza donde él veía polvo y rocas, y exclamaba: «¿Estaremos en la Luna? ¿Será así la superficie lunar o falta el Mar de la Tranquilidad?». La veía metida hasta el fondo de su bolsa de dormir, su pelo negro asomándose y el buen humor con el que preparó el café a la intemperie en la madrugada antes de emprender la subida al escarpado Picacho del Diablo, en la Sierra de San Pedro Mártir, al lado de la Botella Azul, donde instalarían el telescopio con un espejo de dos metros de diámetro, el más grande de América Latina. Durante el trayecto ponía su manita sobre su brazo para que él no se lanzara en contra de los peones que abrían la brecha y avanzaban a paso de tortuga. «¡Qué desgraciados, mire nada más la cantidad de cajas de cerveza!». Fausta lo había acompañado en sus expediciones en busca de un sitio ideal para el nuevo observatorio. «Doctor, aquí, según los cálculos y según los campesinos, es enorme el número de noches despejadas». «Doctor, aquí nunca llueve». «Me gusta viajar a la caza de cielos, nunca creí que tendría este privilegio. ¿Se imagina usted, doctor, lo que significa para cualquiera buscar cielos sobre la Tierra?». Era su compañera. Sólo con ella su vida sería por fin lo que él quería. Mandaba sobre sí misma y lo había hecho sobre él porque era libre. Admiraba su autonomía. Le daba fuerza y Lorenzo le hablaba lo mismo de latitudes y del gran observatorio austral con el que soñaba Shapley, que de Guarneros, los caballos, la corrupción política. «¡Estoy loco de veras! ¿Por qué no he luchado por Lorenzo el hombre como por Lorenzo el astrónomo? Con Fausta voy a dejar de girar en esta órbita solitaria y volveré al rumor de la vida diaria, es mi última oportunidad».
Una emoción incontrolable hizo que las manos de Lorenzo temblaran. «¿Qué hago aquí en vez de estar allá abajo con ella?». Sí, definitivamente, con ella quería vivir, no era demasiado tarde para tener hijos, una hija a la que llamaría Florencia. Sí, imposible perder a Fausta, era su salud, su razón de ser. ¿Qué le importaba haber llegado a regiones alguna vez enteramente inaccesibles, de qué valían sus descubrimientos de seis objetos espectacularmente distantes sin Fausta? Ahora sí la poseería lentamente, le daría placer, la esperaría, ahora sí se amarían. Por fin cumplirían un acto de amor pospuesto hacía años. Surgió fulgurante la figura de Leticia. «Por primera vez en mi vida voy a ser como tú, hermanita».
Sin más, Lorenzo cerró la cúpula, cubrió apresurado la consola y, con el corazón en la garganta, descendió corriendo la colina hasta la casa de Fausta.
Ni en la peor de sus pesadillas pensó jamás que nadie le abriría, ni que don Crispín, curiosamente despierto a esa hora tardía, le comunicara:
—La vi salir hace un rato. Se veía mal. Llevaba una maleta. Le pregunté cuándo volvería y respondió que nunca jamás.
Elena Poniatowska
, periodista y narradora, nacida en París, Francia, el 19 de mayo de 1933. Radica en México desde 1942. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores, de 1957 a 1958; ingresó al Sistema Nacional de Creadores Artísticos, como creador emérito, en 1994. Nació en París, hija de una mexicana, Paula Amor, y un noble polaco, Jean Poniatowska.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial hizo que su madre tomara una decisión que cambió sus vidas. Madre e hija partieron para México mientas su padre luchaba con el Ejército francés y participaba en el desembarco de Normandía. La guerra los separó durante cinco años. Fue francesa hasta que casó y se nacionalizó mexicana.
Su carrera se inició en el ejercicio del periodismo y ha publicado una obra muy amplia que incluye varios géneros.
Entre sus textos destacan: las novelas
Hasta no verte Jesús mío
(1969),
Querido Diego, te abraza Quiela
, (1978),
La flor de Lis
(1988),
Tinísima
(1992) y
La piel del cielo
(2001); los ensayos:
Todo empezó el domingo
(1963),
La noche de Tlaltelolco
(1971),
Gaby Brimmer
(testimonio,1979),
Fuerte es el silencio
(1980),
El último guajolote
(1982),
¡Ay vida, no me mereces!
, (1985),
Nada, nadie. Las voces del temblor
(1988),
Juchitán de las mujeres
(testimonio, 1989); las colecciones de cuentos:
Lilus Kikus
(1954), De noche vienes (1979),
Métase mi prieta entre el durmiente y el silbatazo
(1982) y los libros de entrevistas:
Palabras cruzadas
,
Era
, (1961),
Domingo 7
(1982),
Todo México
(1990 ) y
Todo México, vol. II
(1994).
Ha recibido múltiples premios entre los que pueden citarse: Premio Mazatlán, 1970, por
Hasta no verte Jesús mío
, Premio Xavier Villaurrutia, 1970 (rechazado), por
La noche de Tlatelolco
. Premio Nacional de Periodismo (fue la primer mujer que recibió esta distinción) por sus entrevistas, (1978), Premio Manuel Buendía (otorgado por varias universidades de México), por méritos relevantes como escritora y periodista (1987), Premio Mazatlán de Literatura, (1992), por
Tinísima
y, el más reciente, Premio Alfaguara de Novela 2001, por
La piel del cielo
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