La piel del cielo (43 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

BOOK: La piel del cielo
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—No vamos a dinamitar, vamos a meter maquinaria, el caterpillar entra mañana —dijo con respeto Palazuelos.

—Aquí un tráiler hunde la carretera —comentó El Hocicón entre dientes, su casco en la cabeza. Era el único que lo usaba, los demás trabajaban en unas condiciones de abandono intolerables, ni cantimplora tenían. El Greñas se amarraba un paliacate haciéndole un nudo en las cuatro esquinas y así aguantaba la lluvia o el sol inclemente.

Las condiciones adversas, la elevación, las fuertes pendientes y la piedra suelta hacían que la construcción de la carretera avanzara con una lentitud desesperante. Si el material hubiera tenido más cohesión, el avance habría sido de doscientos metros diarios, pero la grava rodaba al abismo. De pronto en la noche, un tramo de cinco a seis metros se hundía hasta formar un bache que tardarían días en rellenar. Volvían para atrás en una intolerable marcha de cangrejo. En la noche, en su bolsa de dormir, Lorenzo apenas si podía conciliar el sueño contando las horas para regresar a la brecha. Entre los preparativos y el pobre almuerzo de los camineros se perdían horas. Nadie parecía ansioso de tomar de nuevo el marro, el pico o la pala.

—Es un mito eso de que los camineros son trabajadores.

—Ármese de paciencia, doctor, sólo así saldremos adelante.

Palazuelos le contó que un ingeniero amigo suyo acondicionó un campo de futbol durante la construcción del tramo Cuernavaca-Acapulco.

—Nada más eso faltaba, hacerles un campo a esos haraganes para que desgasten la energía que deben emplear en levantar el marro.

—Un campo de futbol a nadie le hace mal —terció Fausta.

—Si ellos sintieran su simpatía, doctor, trabajarían mejor —insistió Palazuelos.

—Nunca he oído nada semejante, además de huevones, ahora soy yo el que tiene que hacer concesiones. Es inmoral.

—Con el campo de fut evitaría que gasten su paga en la cantina y en las prostitutas. Ya se ha hecho, doctor, y ha mejorado considerablemente el rendimiento de cada uno. Habría además que acondicionar su campamento…

—Nuestro campamento es igual al suyo y no hemos pensado en cambiarlo.

—Usted tiene una bolsa de dormir, doctor, ellos no. No se lo digo por razones humanitarias sino prácticas, lo he comprobado, a mejor trato mejor rendimiento, recuerde lo que sucedió en la cima de La Colorada.

Lorenzo miró a Palazuelos con visible irritación. El rostro terco y opaco del campesino José Vargas invadió su memoria y lo estremeció de rabia, y a pesar de que habían pasado cuatro años sintió las mismas ganas de golpearlo. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no echársele encima. Pensándolo bien, toda su vida estaba hecha de esfuerzos titánicos. «Calma, fiera, calma». Los valiums ayudaban, claro. ¿Qué haría él sin la ciencia médica? Hacía cuatro años había comprado un radiómetro a Texas Instruments para instalarlo en el pico más alto de La Colorada, el aparato costó un dineral, más de ciento ochenta mil dólares, pero lo valía por los beneficios que traería, ya que trabajaba prácticamente solo y el único requisito era «checarlo», y eso hasta una mujer podía subir a hacerlo dos veces a la semana.

A los tres meses, en Tonantzintla, Fausta contestó el teléfono y vino con la cara extraviada a decirle que el radiómetro ya no existía: los lugareños habían aventado el delicado equipo electrónico a la barranca. Casi ciego de coraje, Lorenzo se lanzó con ella a La Colorada, llegó al pueblo de San Fermín y como bólido entró a la presidencia municipal. Pidió que citaran a los responsables y se encontró con el rostro de José Vargas, que evitaba mirarlo a los ojos. Acompañado por cinco hombres, Vargas contó que les había dicho a sus compañeros que si no llovía era culpa del aparato que «los sabios» pusieron allá arriba.

—Cuando vinieron los ingenieros a montarlo, les dije que no lo dejaran y se rieron de mí. Miren, apenas lo tiramos llovió dos noches una lluvia prolongada que arreció en la madrugada.

Los hombres en la presidencia municipal escuchaban a José Vargas con respeto. Lorenzo estalló y con voz de mando les dijo que el radiómetro les iba a traer beneficios incalculables y que habían atentado contra un bien de la nación, que cada hombre tenía derecho a ser tan pendejo como quisiera pero ninguno lo tenía para fregar voluntariamente a los demás, que habían cometido un acto cri-mi-nal.

—¡Llévenme a donde lo aventaron!

En la cañada intentó rescatar algo del desastre, recogió cuatro antenas que se erguían como horquillas en el aire, localizó algunos paneles solares. ¿Cómo era posible que este pueblo ignorante impidiera su propio progreso? De pronto, desde abajo, escuchó el grito de Carlos Palazuelos:

—Ya no le muevan, aquí hay algo.

Era el cuerpo de una mujer en avanzado estado de descomposición.

—No jodan, no vaya a ser la de malas —dijo un campesino—, debe ser una muchacha de por aquí.

Fausta tomó el brazo de Lorenzo.

—¿No recojo las laptops? —preguntó Palazuelos.

—No, hay que dar aviso, todo tiene que quedar tal y como está.

En el trayecto de regreso, Lorenzo le preguntó a Fausta qué diablos podía andar haciendo una muchacha en La Colorada, a casi cuatro mil metros de altura.

A Fausta empezaron a escurrírsele las lágrimas.

—¿Cree usted que la fueron a tirar allá arriba después de asesinarla? Pobre mujer, seguro no tenía ni veinte años.

¿Qué clase de pueblo era ese que aventaba a sus muertos al precipicio? ¿Quién era esa muchacha? De muchacha, Lorenzo pasó a llamarla niña y a las siete de la noche comenzó su duelo, vivía su muerte como una pérdida personal, ¡pobrecita niña!, ¡maldito pueblo, nada bueno podía salir de él, ni radiómetro ni estación meteorológica ni observatorio! ¡Nada, nada, no merecía nada, que se pudrieran todos! La muerta entre los aparatos destrozados se volvía un símbolo del fracaso científico de México. Sin más, Lorenzo y Fausta se abrazaron y así regresaron a Tonantzintla.

Ahora, en esta noche oscura, Lorenzo veía el cadáver de la niña desbarrancada al lado del de Saúl Weiss, en quien había puesto todas sus esperanzas. Una mariposa negra revoloteó en torno a su lámpara nocturna y Lorenzo pensó: «Es lógico, así debe ser, es la muerte de Florencia la que me acecha».

32.

Lorenzo encontró a Fausta frente a la computadora, como la había dejado horas antes. El chal había caído de sus hombros. Le sorprendía su capacidad para adaptarse a esta nueva herramienta, el Internet. Sin apartar los ojos de la pantalla, se mantenía, al igual que miles de hombres y mujeres a lo largo y ancho del planeta, en estado de hipnosis frente a su computadora, sentados de cualquier modo, imantados en espera de la señal.

Lorenzo todavía tenía en la memoria las primeras computadoras, gigantescos roperos atiborrados de cables. Estarían oxidándose a la intemperie, en un deshuesadero, con sus cerebros quemados por el sol, como lo estaban las carrocerías vencidas de los automóviles que alguna vez fueron gloriosos.

Mientras veía a Fausta entregarse a la computación, Lorenzo recordaba la llegada a Tonantzintla del primer ordenador, instalado en el laboratorio de electrónica, que las hermanas González rechazaron. «Prefiero mi Olivetti», argumentó Chela y añadió: «¿No es más fácil oprimir una letra del alfabeto, que a su vez se imprime sobre un listón negro y deja su imagen en la página en blanco que esta incomprensible novedad?». Le resultaba imposible adaptarse. «A mí me chocan los ratones y más corretear a uno en la pantalla».

Entonces Fausta entró al quite. Fascinada, aprendió de inmediato y su conversación cambió. Bits, arroba, celular móvil, VHS, web design, pagers, ruteadores, encriptadores. Lorenzo protestó: «Qué espantosas palabras, está usted masacrando al castellano». Windows. ¿Ventanas adónde? Tan sólo era una computadora con un disco duro capaz de conectarse en un instante al mundo entero y almacenar información como para confundir a la biblioteca de Babel, como si la sabiduría universal pudiera condensarse en un cerebro electrónico. Eso era la computadora hasta el día en que se desconfigurara y no habría Quick Restore que la volviese a la vida.

A lo mejor Fausta estaba perdiendo contacto con la tierra porque cual satélite artificial emitía bips bips que en vez de acercarla la lanzaban a doce mil millones de años luz. Sus programas duraban por lo menos tres mil horas, corría a comer, si es que comía, y volvía, un café en la mano, a obnubilarse, los ojos enrojecidos, la espalda encorvada, metida dentro de un sistema visual diseñado para capturarla y amarrarla definitivamente a las fibras ópticas.

Fausta, bautizó el director a la computadora del Observatorio, que se fue relevando como cataplasma cada año hasta llegar a este Servidor de Alta Densidad Altos 1200LP, desarrollado para los usuarios que demandan gran capacidad de procesamiento y necesitan maximizar espacio. La ciencia debía mantenerse a la vanguardia en equipos de última generación a través de módems inalámbricos que aceleran el flujo de información entre los dispositivos portátiles y el vasto contenido de Internet.

Lorenzo alegó que prefería dictarle a una esclava. Para eso estaban las mujeres en torno suyo, para recibir órdenes. Aun bajo la conducción de Fausta, al director se le confundió el hardware con el Explorer, los bits con los microchips, el software con el Microsoft. Tanta suavidad le resultaba más cortante que un cuchillo de cocina.

Le faltaba una pequeñísima conexión que lo ligara al espacio cibernético. ¿Cómo era posible que él, un hombre de ciencia, padeciera el rechazo de una caja de plástico? Para colmo plástico, ese material tan innoble.

Las reglas del mundo de la tecnología eran tan implacables como él lo había sido años atrás al pedir en la Academia que los científicos presentaran una nueva investigación cada tres años.

Fausta nunca le había dado a él la atención que ahora le prodigaba a estas cajas perturbadoras que absorbían el cerebro e introducían un lenguaje del que se sentía excluido.

—Usted es una autista de la computadora.

—Doctor, esto me une a los hombres y mujeres del mundo.

—La globalización es un nuevo totalitarismo. Mientras usted se pierde dentro de la computadora, yo soy lo que hago y ésa es mi identidad. Soy un investigador y no ando buscando por el mundo entero a qué sombra arrimarme.

A Lorenzo le volvía la frustración de los años cincuenta cuando, el corazón acelerado, enfocaba el telescopio y la Cámara Schmidt no le respondía. «¡Qué desesperación cuando los medios físicos llegan a su límite!». Sin embargo, él había vencido a la Schmidt y ahora las dos Faustas, muchísimo más complejas, le cerraban el camino.

Hacía frío. Fausta recogió el chal y lo acomodó sobre sus hombros. ¿Se habría dado cuenta del tiempo que llevaba frente a la computadora? ¿Exhalaría ante él su último suspiro? «Quítese ese chal, nada envejece más a una mujer que un chal», le ordenó.

Lorenzo leyó mexico.com.mx, servidor unam, botones de búsqueda. Fausta, ese funesto engendro femenino, usurpaba su ciencia y minimizaba su saber. No distinguía entre el amor por Fausta y el celo por el conocimiento que ella le ocultaba. La acumulación de esos diminutos signos, que brillaban como las estrellas, parecía decirle que la vida en Tonantzintla podía girar en torno a las órdenes de un hombre inteligente, pero las Hewlett Packard y las Macintosh suplían al cerebro humano, o peor aún, la computadora Fausta se había chupado a Fausta, la que él consideraba mujer.

—¿No quiere entrar a la página de la NASA, doctor? Están transmitiendo en vivo el eclipse solar de Europa occidental —le informó en uno de los momentos en que se percataba de su existencia.

Años atrás, el 20 de julio de 1969, ambos se habían sentado a ver por televisión el arribo del hombre a la Luna y a Lorenzo no le importó llorar de emoción frente a ella, y ella lo abrazó y lo besó como nunca, tanto que él pensó que a lo mejor él también, como los astronautas, había pisado la Luna y dicho con Neil Armstrong: «Éste es un pequeño paso para el hombre, pero un salto gigantesco para la humanidad», pero después del último beso Fausta se negó a que él la acompañara a su casa: «Estoy muy prendida y necesito caminar un rato sola».

Como se sentía rechazado por la electrónica, Lorenzo cayó en el terreno de los sentimientos. ¿Tendría sentido del humor la computadora, cantaría hasta que se descompusiera y no pudiera pronunciar las últimas sílabas de la canción
Daisy, Daisy
como en
2001: Odisea del espacio
? Como jamás se lo había permitido antes, Lorenzo inquiría:

—¿Por qué la computadora no me dice: «Quiero que seas muy feliz»?

Olvidaba que él había eliminado a Chava Zúñiga del cenáculo de los pensadores. «No está a la altura, no puede ser un interlocutor válido», le dijo a Diego. Sólo él era digno de hablar con Arturo Rosenblueth. Norbert Wiener venía al laboratorio de fisiología del Instituto Nacional de Cardiología a desarrollar la nueva ciencia de la cibernética y Rosenblueth organizaba reuniones con él y con Lefschetz y otros matemáticos, a las que sólo eran requeridos su sobrino Emilio, José Adem y Guillermo Haro. Esas reuniones estimulaban a Lorenzo casi tanto como el generador electrostático Van de Graaff de dos millones de voltios del Instituto de Física, acelerador de protones y de deuterones que Carlos Graef llamaba risueñamente «la bolita».

—De todas las utopías de la humanidad, ésta es la más perfecta y la que sobrevivirá —sentenció Fausta sin despegar la vista de la pantalla y añadió, doctoral—: Los hombres que carezcan de un acceso completo e instantáneo al Internet quedarán rezagados.

Fausta computadora le enmendaba la plana, qué desgracia la de Lorenzo al dejarse contaminar por el espíritu fáustico que lo obligaba a permanecer en una historia que no entendía. ¿Sabría Fausta convertir el tiempo, trascenderlo? ¿Qué filtros poseía con todos sus términos en inglés de megabites,
call centers y flexible solution
?

—¿Doctor, por qué no usa su biblioteca virtual para encontrar las referencias a los adelantos astronómicos del mundo? —le había dicho Fausta—. Mire, doctor, el Internet llegó para quedarse y si usted no le entra, va a estar
out
, me entiende, fuera del mundo real. Doctor, por favor, no sea terco, ya no necesita ir a Cholula a comprar el periódico ni hacerle conversación al dueño del puesto mientras le recibe el cambio, ni considerarlo su amigo para que se lo guarde. Al contrario, puede leerlo en el Internet, así se salva del mundo real y ahorra todo el tiempo que pierde en la esquina.

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