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Authors: Albert Sánchez Piñol

La piel fría (6 page)

BOOK: La piel fría
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Antes he dicho que la carta de mis superiores estuvo a punto de matarme. Es una manera de enfocarlo. Aquella carta fue el motivo por el que no llegué a abrir un par de cajas. Pero lo hice en ese momento, más que nada porque temía que me fallaran las fuerzas si me relajaba. Y estoy convencido de que nunca nadie, en ningún lugar, ha experimentado tanta alegría al abrir un rectángulo de madera. Levanté la tapa, rasgué el cartón y dentro, protegidos con paja, había dos fusiles de la casa Remington. La segunda caja contenía dos mil balas. Rompí a llorar como un niño, de rodillas. Ni que decir tiene: era un obsequio del capitán. Durante la travesía habíamos contrastado criterios, a él le constaba que yo odiaba a los militares y el militarismo. Son un mal necesario, dijo él. Lo peor de los militares es que son como criaturas, le replicaba yo, todo el honor que les reportan las guerras se resume en uno: poder explicarlas. Tuvimos muchas tertulias al atardecer, y él sabía que si me ofrecía armas de fuego las rechazaría; con gran discreción, en el último momento, añadió las cajas a mi equipaje. En fin, si me diesen cincuenta hombres como el capitán fundaría un nuevo país, una patria abierta, y la bautizaría con el nombre de Esperanza.

Cayeron las tinieblas. Se encendió el faro. Maldije a Batís, a Batís Caffó. Su nombre y el de la infamia irían juntos para siempre jamás. No me importaba que fuese un loco, lo único que me importaba era que él conocía la existencia de los monstruos, y que me había relegado a la ignorancia; lo odiaba con la virulencia de los impotentes. Aún tuve tiempo de improvisar unas pequeñas troneras en las ventanas, unos orificios redondeados que permitirían la salida del cañón. Y por encima de las troneras unas mirillas largas y estrechas. Así podría ver el exterior sin necesidad de abrir los postigos. Pero no pasaba nada. Ningún movimiento, ningún ruido sospechoso. Por la ventana orientada al mar podía ver la costa. El océano estaba tranquilo y las olas, más que castigar la arena, la acariciaban. Una extraña impaciencia se apoderó de mí. Si tenían que venir, que viniesen. Deseaba ver centenares de monstruos cargando contra la casa. Quería disparar contra ellos, matarlos uno tras otro. Cualquier cosa antes que aquel exasperante tiempo de espera. Todos los bolsillos de mi abrigo estaban repletos de montones de balas. Su peso me reconfortaba y me animaba. Balas de color cobre en el bolsillo izquierdo, balas en el bolsillo derecho, balas en los bolsillos del pecho. Masticaba balas. Apretaba el fusil con tanta fuerza que las venas de las manos se me recortaban como ríos azules. En el cinturón que me había puesto por encima del abrigo, un cuchillo y un hacha. Vinieron, claro.

Primero aparecieron unas cabezas que se acercaban a la costa. Como pequeñas boyas móviles, que avanzaban como aletas de tiburón. Debían de ser diez, veinte, no lo sé, un auténtico tropel. A medida que pisaban la arena se convertían en reptiles. La piel mojada parecía un acero artístico ungido con aceite. Se arrastraban unos metros y después se ponían de pie, un bipedismo perfecto. Pero avanzaban con el torso un poco inclinado, como quien lucha contra un viento muy fuerte. Me acordé del ruido de lluvia de la noche anterior. Aquellos pies de pato no podían evitar sentirse fuera de su elemento. Aplastaban la arena y los guijarros dispersos dejando grandes hoyos, como si pisaran nieve blanda. De sus gargantas salía un murmullo de complot general. Con aquello me bastaba. Abrí la ventana, lancé un tronco ardiendo, que inflamó el petróleo, la leña y las montañas de libros, y cerré. Disparaba por la tronera sin un blanco concreto. Las criaturas se dispersaron dando botes, como un manicomio de saltamontes abismales, graznando con ferocidad. No discernía nada. Sólo las llamas, al principio muy altas, ellos medio retratándose detrás, cuerpos que saltaban o bailaban con energías de aquelarre, yo también vociferaba. Brincaban, se arrodillaban, se reunían y dispersaban, intentaban llegar hasta las ventanas y retrocedían. Monstruos, monstruos y más monstruos. Aquí, allá, allá, aquí. Yo iba de una ventana a la otra. Asomaba el cañón, disparaba a ciegas uno, dos, tres, cuatro tiros, cargaba jurando como un bárbaro contra Roma, tiraba y volvía a cargar, y así horas enteras, o quizá sólo breves minutos, no lo sé.

La intensidad de las hogueras disminuía. Comprendí que el fuego era una protección de orden moral más que otra cosa. Pero se habían desvanecido. Al principio no me di cuenta. Yo tiraba y tiraba hasta que un casquillo se encalló en el cerrojo del fusil. Manipulé la palanca, frenéticamente. En vano. ¿Dónde está el otro remington? Los casquillos cilíndricos, dispersos a mis pies, hacen que resbale y tropiece. Las balas de mis bolsillos ruedan. Las quiero recoger, pero balas y casquillos se confunden. Me arrastro hasta la caja de municiones, meto la mano dentro y cojo un puñado de proyectiles, muy fríos. En estas operaciones invierto un tiempo. Y compruebo, con sorpresa, que los bramidos de los monstruos ya no se oyen. Respiro como un perro apaleado. Miro por las mirillas. Hasta donde alcanza mi ángulo visual no se observa ningún enemigo. Las llamas a duras penas se alzan un palmo, más azules que rojas. Crepitan. El faro barre el paisaje, con intermitencia periódica. ¿Qué perfidia estarán maquinando? Todo aquello no merecía crédito. La noche aún abrumaba el exterior.

En la lejanía, una detonación horadó capas de aire. ¿Y entonces? Batís disparaba. Asaltaban el faro. Agucé el oído. El viento me traía el fragor del combate, a ráfagas. Los monstruos aullaban con pasión de huracán, allá, en el otro extremo de la isla. Batís espaciaba los tiros, como si sólo escogiera blancos seguros. Con cada disparo aquellos gruñidos infrahumanos subían de volumen. Pero la moderación con que Batís utilizaba la escopeta hablaba de un individuo tranquilo, de alguien que se comporta más como un domador de leones veterano que como alguien que baila al borde de un precipicio. ¿Reía? Quizá fuera así, pero no podría jurarlo.

Después, una ola de viento gélido sustituyó al rumor de batalla. El aire movía las copas de los árboles más cercanos. Un silbido de ramas y hojas zarandeadas, y nada más. Mi desorientación crecía. Aquello parecía haber acabado, pero no podía bajar la guardia. ¿Quién me aseguraba que no se volverían de nuevo contra la casa? Pero no fue así.

A primera hora: luz como filtrada por una gasa enharinada. Pese a las vendas y los ungüentos, las ampollas de las manos se me habían inflamado. Supongo que se debía a la fuerza con que apretaba el fusil a todas horas. El aliento me olía a tabaco seco; sacaba bilis con gusto a azúcar quemado. Mi estado general era deplorable. Debilidad en las rodillas. Musculatura tensa en el cuello. Visión desenfocada con puntos amarillos. Podía sentir lástima de mí mismo, pero los monstruos jamás me la perdonarían. Las pilas de troncos y libros todavía humeaban. Me dediqué a excavar los pies de la puerta. Y, a media mañana, una visita del todo inesperada.

Batís era la estampa perfecta de un cazador siberiano, voluminoso y arisco. Llevaba gorro de fieltro con grandes orejeras y un abrigo cosido con hilos muy y muy gruesos, muchas hebillas. El correaje le cruzaba el pecho. Sostenía la escopeta y una especie de arpón que le colgaba de la espalda. Avanzaba poco a poco pero muy seguro de sí mismo, con indolencia elefantina, el paso grávido. Obviamente no puedo decir que me alegrase de verlo. Yo tenía medio cuerpo dentro del hoyo. Dejé de dar paletadas.

—Agradables, ¿no es cierto? Me refiero a los carasapo —comentó, casi con simpatía. Y añadió, aséptico, con un repentino cambio de tono—: Creía que ya estaría muerto.

Contuve una reacción agresiva. Necesitaba a aquel hombre, y con pasiones sólo ahogaría las maniobras diplomáticas.

—Tenga —dijo, dándome un cubo que contenía un saquito de judías—. También puede usar la fuente.

Lo decía en el tono que se emplea con los agónicos: concederles todo menos la verdad.

—Necesito algo más que sacos de judías, Batís —dije, aún desde dentro del hoyo—. El faro, Batís, el faro. Fuera del faro soy hombre muerto.

—Esta noche lloverá —comentó mirando el cielo—. Mala cosa. La lluvia altera a los carasapo.

—Sea razonable —protesté, con la debilidad mental en los labios—. ¿Qué sentido tiene que luchemos en solitario? Cuando están rodeados por depredadores, la causa de los hombres es sólo una.

—Coja toda el agua que quiera; es suya, de verdad. Y las judías. También tengo café. ¿Café? ¿Quiere café? Claro que quiere café. Necesita café, mucho café.

—¿Por qué me rechaza? Debería juzgar mis intenciones, no mi presencia.

—Su presencia dictamina sus intenciones. Usted no puede entenderlo. Nunca lo entendería.

—La cuestión —dije yo— es si podemos entendernos. —La cuestión —dijo él— es que yo soy más fuerte. No me lo podía creer. Solté un grito:

—¡Matar es lo mismo que dejar morir! ¡Usted es un asesino! —sentencié—, ¡un asesino! Todos los tribunales del mundo lo condenarían. Por acción o por omisión me lanza al foso de los leones. Se ampara en su faro y contempla el espectáculo como un patricio en el coliseo. ¿Está satisfecho, Batís? —gruñí, cada vez más indignado.

Se puso de rodillas. De esta manera nuestras cabezas quedaban a la misma altura. Cruzó los dedos de las dos manos y se aclaró la voz. Mis protestas no le habían afectado.

—En el faro no cabe nadie más. Esto es un hecho. No espero que lo entienda, sólo que lo acepte. —Hizo una larga pausa sin atreverse a mirarme con sus ojitos mongoles. Después—: Ayer oí disparos. Me pregunto si nuestro armamento es compatible...

No acabó la frase, dejó que yo mismo adivinara el resto. Hacía mucho más tiempo que resistía en la isla y seguramente empezaba a ir justo de cartuchos. Aquello era el súmmum de la vileza. Por una parte se desentendía de mi vida; por la otra, me pedía munición para defender la suya. Y todo a cambio de un saquito de judías. Le lancé una paletada de tierra a la cara:

—¡Tenga! ¿Le parece lo bastante compatible? ¡Criminal!

Salí del hoyo. De una patada hice que el cubo y las judías volaran por los aires. Este gesto logró desconcertarlo más que cualquier argumento.

—¡No busco violencias! Aunque no se lo crea, no le deseo ningún mal. No soy un asesino —declaró, pero al mismo tiempo se sacó el arpón de la espalda.

No me amenazaba claramente, lo sostenía con ambas manos, entre él y yo. Fuera de aquí, fuera de aquí, le chillé, extendiendo un brazo, del mismo modo que se expulsa a los pobres de un restaurante caro. Pero seguía sin irse. Durante unos breves instantes adoptó una postura defensiva, sin renunciar a su objetivo. Fuera de aquí, tortuga humana, fuera, le insultaba yo, mientras caminaba con determinación hacia él. Batís retrocedía lentamente, sin darme la espalda. Yo no era nadie, sólo un obstáculo entre él y las balas. Entendió que no lo lograría. Se giró y se marchó con una indiferencia absoluta.

—¡Un día lo pagará! ¡Pagará por todo esto, Caffó! —le maldije cuando aún no había desaparecido en el bosque. Pero ni se tomó la molestia de contestarme.

Ahora estaba seguro de que sólo atacaban de noche. Batís había llevado armas consigo, en efecto, pero más para defenderse de mí que de los monstruos. En caso contrario no se pasearía con tanta impunidad por la isla. Por desgracia, estas certezas me llegaban demasiado tarde. Temía que mi primer descanso fuese mi último sueño. ¿Quién me aseguraba que me despertaría al atardecer? ¿Quién me aseguraba que una vez me rindiera no caería en un sopor fatal? Tenía tanto miedo de los monstruos como de la indefensión. Y, no obstante, a lo largo del día me conquistaron momentos de debilidad. No se puede decir que durmiese. Era una somnolencia narcótica. Estaba más cerca de un delírium trémens que del onirismo propiamente dicho. Ante mí, en la frontera de la conciencia, se me apareció una mezcla de visiones, recuerdos, espejismos y alucinaciones sin significado. Vi una pequeña porción del puerto de Amsterdam, o de Dublín, no lo sé. Manchas de alquitrán flotaban en la superficie del agua, que chocaba con los pilones de madera y hacía un ruido a hueco. Me vi en la casa de la isla. Un demonio antropomórfico dormía en mi catre; yo extendía una mano y casi podía tocarlo con la punta de los dedos. Me despertaba, más o menos. No quiero morir, no quiero morir. ¿Qué me harán? ¿Qué me harán?

Tercera noche en blanco. ¿Cuánto tiempo puede vivir un hombre sin dormir? Tal como Batís había pronosticado, llovió a cántaros. Truenos y relámpagos. La primera capa de nubes estaba muy baja. Por encima de ella explosiones blancas, anchas como lagos, efímeras como cerillas fracasadas. Los truenos sonaban como vajillas de mil platos reventados a martillazos. Desde las mirillas podía ver la superficie marina, hirviendo. El horizonte nocturno resplandecía con andanadas de cruceros que libran batallas navales. Los rayos horadaban el cielo y caían con una verticalidad quebradiza y extraviada.

Después la lluvia degeneró en una cortina opaca. La visibilidad del exterior se redujo a metros, a centímetros. El agua rebotaba contra el tejado de pizarra. Los canalones la llevaban hasta los vértices y desde allí caía en cataratas ruidosas. Esta vez no los vi llegar. De repente la puerta se convirtió en un tambor aporreado por docenas de puños furiosos. Retumbaba de tal modo que los baúles que la reforzaban por dentro, en barricada, cayeron. Yo también. Caí de rodillas. Un hechizo maligno hacía que me hundiera, que capitulara. El terremoto debilitaba la puerta, también mi voluntad de lucha.

Todo el horror del mundo se concentraba en aquella puerta convulsa. Estaba más allá de la rendición, más allá de la locura; pero aún no estaba más allá de la resignación, ni más allá de la apatía, y por tanto no podía aceptar mi destino en paz. No oía la voz de los monstruos. Sólo la fuerza de la lluvia y los golpes, los golpes, superponiéndose los unos a los otros. Lloriquee con lágrimas pequeñas, y al mismo tiempo que lloraba, mientras me mordía un puño sabía, me constaba que ninguna providencia me sacaría nunca de la isla. La puerta cedía. Temblaba como una hoja de laurel hirviendo en una olla, reventaría en pedazos de un momento a otro. Paralizado, hipnotizado, era incapaz de arrancar los ojos de la puerta. Y fue justo en ese último momento cuando se produjo un milagro, pero a la inversa.

Ya no necesitaba la salvación, era inútil. En breves instantes sería carroña. El milagro era que no me importaba morir. Estaba muerto, de hecho. Estaba muerto, pues, y al asumirlo mi postura de feto, en un rincón, me pareció innecesaria, es más, ridícula. Estaba muerto, pero no temblaba. Estaba muerto, y antes de morir se me permitía conocer la esencia del abismo. Porque, ¿qué podía ser aquella puerta zarandeada sino la idea pura del horror? Tenía tan pocas fuerzas que me arrastré por el suelo. Mi última voluntad consistía en tocar aquella puerta con la punta de los dedos. Como si el contacto me hubiera de revelar alguna fuente de sabiduría universal, un conocimiento difundido por todas partes pero que sólo está al alcance de quienes son recibidos en audiencia en palacios de luz. Me separaban de ella unos pocos centímetros. Mi palma se extendía ante la puerta como si fuese una pared de cristal. Pero en aquel preciso momento, a puñetazos, uno de los monstruos ensanchó la abertura que servía como mirilla. El brazo entró por el hueco, cayó como la cola de un escorpión y me atrapó el tobillo.

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