La piel fría (9 page)

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Authors: Albert Sánchez Piñol

BOOK: La piel fría
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—Usted es uno de esos que quieren vivir para siempre. ¿Es que los santos padres no le leían las palabras de Cristo? ¿No le dijeron que tenemos que morir muchas veces?

Retiró el arma. Una caída de ojos:

—Todos tenemos que morir. Hoy, mañana, cuando lo dicte la providencia. Hay un fusil para cada uno. Si quiere, mátese usted.

No me esperaba que sus facciones de pedernal apuntasen una sonrisa. Pese a la urgencia del momento se permitió una pausa y un silencio. Mientras oíamos los rugidos de fuera él me valoraba, a saber con qué criterio. Por fin dijo:

—Quería esconderse en el faro y ya está aquí. ¿Quiere que le felicite? Usted no entiende nada. Usted es de esos que se creen más libres cuando se acercan a los barrotes de la cárcel. —Movió una mano, exigente—: Y ahora, las balas. Los carasapo llaman a la puerta.

Me aparté, concediéndole lo que quería. A pesar de que Batís iba cargado con su escopeta, un remington y la caja de municiones, subió las escaleras como una exhalación. Vi un par de sacos vacíos. Me sirvieron como colchón improvisado. Los monstruos ululaban. Batís disparaba desde algún lugar elevado. Pero mi único pensamiento era duerme, ahora duerme.

Duerme.

Duerme.

Duerme.

VI

Cuando me desperté una placidez fantástica dominaba el mundo. En algún momento de aquella noche las funciones vitales habían vuelto a mí como el alma de un Lázaro a su cuerpo, encajada por decreto. Allá fuera las olas batían suavemente contra los arrecifes más cercanos, y los ruidos marítimos actuaban con efectos terapéuticos. Tendido, el espacio interior del faro causaba una impresión dura y a la vez acogedora. Por las troneras que jalonaban el recorrido de la escalera de caracol se filtraban rayos de luz a varias alturas. En la proyección del más cercano vi una mota de polvo que flotaba ingrávida, muy lenta, con una armonía absurda y melancólica. Tenía la boca seca. Me incorporé a medias y cogí una garrafa. Era vinagre frío. Daba lo mismo. Si hubiera sido alquitrán hirviendo también me lo habría bebido. Al moverme sentí unos pinchazos dolorosos, miles de agujas por todo el cuerpo, como si la sangre no hubiera circulado en años. Aún sentado, pude observar cambios sustanciales. La base del faro seguía ejerciendo de almacén, sí, pero ahora lo notaba mucho más lleno, abarrotado de cajas, sacos y baúles. Me fijé. Eran míos. Batís entró en el faro.

—¿Cómo demonios ha podido cargar todo esto en media mañana? —dije con la voz del anestesiado que vuelve en sí.

—Lleva durmiendo cincuenta horas —contestó mientras dejaba caer un saco de harina que cargaba en un hombro.

Me miré las manos, muy estúpido:

—Tengo hambre.

—Le creo.

No añadió ninguna nueva indicación, pero subí las escaleras tras él. Sin volverse ni detenerse comentó:

—¿No los ha oído? ¿De verdad no ha oído nada de nada? Ayer por la noche por poco me dan un disgusto. Últimamente están más alborotados que nunca. —Y en voz más baja—: Escoria marina, escoria...

Levantó la trampilla y entramos en el piso. Siéntese, me ordenó, señalando una silla y una mesa. Le obedecí. El se quedó mirando por el balcón, llenaba una pipa. Yo me frotaba la cara, con los codos sobre la mesa. Me puso un plato delante. Las manos que lo depositaban eran las de uno de ellos, dedos delgados y unidos por membranas. Salté de la silla en un acto reflejo, medio grito de espanto en la boca. Podía sentir el corazón latiendo a cañonazos. Volvía a estar en la isla.

—No hace falta que grite —dijo Batís—. Sólo es sopa de guisantes...

Caffó dio un chasquido con la lengua, igual que un campesino dándole el alto a su mula. El animalillo se escurrió trampilla abajo, fantasmalmente. No cruzamos más palabras hasta que acabé el plato.

—Gracias por la sopa.

—La sopa era suya.

—Pues gracias por ofrecérmela.

—La ha traído ella.

Ni cadenas ni ligaduras la retenían. Pregunté:

—¿No intenta huir del faro?

—¿Huye el perro del pastor?

Se hizo un silencio y no pude evitar cierta animosidad:

—¿Tiene alguna otra habilidad, aparte de transportar platos y cubos? ¿También le ha enseñado latín?

Me miró con dureza. No quería pelea pero estaba dispuesto a repelerla.

—No —replicó—. Ni latín ni griego. Sólo le he enseñado esto. —Y me mostró la culata del remington—. Vale por todas las lecciones de latín y griego juntas.

—Sí, claro —dije frotándome la cabeza. Una espantosa migraña me impedía seguir con la conversación.

—Pero si debo responder a su pregunta le diré que sí, que tiene algunas habilidades que la hacen muy valiosa. Cuando los carasapo se acercan, canta.

—¿Canta?

—Canta. Como los canarios. —Se le escapó la sombra de una carcajada profunda, macabra, muy fea, y añadió—: Supongo que tenerla trae buena suerte a su propietario. Que yo sepa, es la mejor mascota que se puede encontrar en los alrededores.

No dijimos nada más. No me moví de la silla. Mi cerebro funcionaba lentamente. Me costaba asociar las imágenes con las palabras que las definían. Consternado, poseído por el desconcierto de quien sobrevive a un alud, miraba la habitación, la cama, el balcón, a Batís inmóvil, una tronera, y nada tenía un sentido demasiado preciso.

—Quizá debería ponerle al corriente del asunto —dijo Batís, asumiendo por pasiva mi estado—. Sígame.

Subimos la escalera de hierro que unía la vivienda con la planta superior. Allí, bajo la cúpula misma del faro, estaba la maquinaria de las luces. Un engranaje de relojería complejo; piezas de industria siderúrgica, macizas. En el centro de la sala, un generador que alimentaba los dos focos. Unos ejes de metal unían el generador y los dos focos. La instalación móvil descansaba sobre una especie de ferrocarril enano que bordeaba la habitación por la parte exterior. Batís accionó tres palancas y el conjunto empezó a moverse, superando la inercia estática con unos gañidos elefantinos.

—Como puede ver, he graduado el ángulo de los focos de modo que rastreen los contornos del faro. Así tengo una posibilidad de detectarlos cuando se acercan. Con cada nueva vuelta los focos cambian de inclinación. Enfocan, alternativamente, el pie del faro y a una cierta distancia. Puedo cubrir el bosque entero. Si hace falta, la luz baña incluso la casa del oficial atmosférico, en el otro extremo de la isla.

—Ya lo sé.

Ni yo mismo sabía si mis palabras eran una recriminación o una simple constatación. Batís ignoró ambos sentidos.

—Podría hacer que la luz se limitara a enfocar la puerta, estáticamente. Pero ¿de qué me serviría? Esquivarían los focos. Con el movimiento continuo los obligo a moverse para rehuir el haz. Y, como todas las bestias infernales, odian la luz, divina o humana.

Aquél era el punto más elevado del islote y nos ofrecía una perspectiva magnífica. La tierra se extendía en forma de calcetín. El tejado de pizarra de la casa se recortaba al fondo de todo, en el talón del calcetín. A lado y lado de la costa, bordeándola, arrecifes de distintas dimensiones llenaban de lunares el océano. En la parte norte había uno más prominente que los demás, a unos cien o ciento cincuenta metros de la isla. Me fijé mejor, y vi que en la orilla sobresalía la proa de un pequeño barco.

—Portugueses —me informó Batís antes de que le preguntara nada—. No hace mucho, del naufragio. Venían de su colonia de Mozambique. Se dirigían a un puerto del sur de Chile. Llevaban una carga ilegal y por eso seguían una derrota tan alejada de las rutas comerciales. Era un barco de pequeño tonelaje, tuvieron problemas y querían hacer escala en la isla Bouvet. Pero tropezaron con los arrecifes —concluyó, con la indiferencia de quien rememora una anécdota de infancia.

—Supongo que usted, con su gentileza y diligencia habituales, les socorrió de inmediato ofreciéndoles refugio y vituallas —dije con un cinismo cargado de veneno.

—De todos modos no hubiera podido hacer nada —se medio defendió—. Naufragaron de noche, cuando los arrecifes son más peligrosos. La tripulación trepó a la roca que toca la proa. ¿Lo ve? Aquella pequeña superficie, sí. Naturalmente, fueron devorados antes de que saliera el sol.

—Y entonces, ¿cómo es que conoce detalles de la nacionalidad, ruta y destino que seguían los portugueses?

—Por la mañana aún quedaba uno vivo. No sé cómo lo consiguió, pero pudo refugiarse en una cabina de la proa, un minúsculo compartimiento situado en la parte emergida. Le podía ver la cara por el ojo de buey. Hablé a gritos con él, desde la costa. Al principio no nos entendíamos: el cristal era muy grueso, y sólo podía ver cómo movía los labios. Salió de la cabina, subió a cubierta y hablamos unos momentos. El pobre diablo se había vuelto loco, loco del todo. Al final me vació un revólver encima —Batís esbozó una sucia sonrisa—: me confundía con los carasapo. Da igual, tenía muy mala puntería. Luego volvió a la cabina, y allí se quedó, esperando la noche. Aún veo su cara, enmarcada por el ojo de buey. Pobre idiota. De haber conservado un poco de sentido común se habría reservado la última bala para él.

Podría hacerle muchos reproches a Batís. Pero el peor no eran los hechos que explicaba, sino el tono. Se refería a la suerte de aquellos desgraciados portugueses con una frialdad estremecedora. Sin añadir reflexiones. Sobre todo: sin emociones. Regresamos de nuevo a la vivienda. Me instruyó sobre la disposición y las tácticas defensivas del reducto. Básicamente concentraba sus esfuerzos en el balconcito. Las troneras medievales eran puntos de observación y posiciones de tiro, desde las cuales cubría los trescientos sesenta grados del faro. No le preocupaba que entrasen por las troneras, ya que los carasapo nunca cabrían por aquellas estrechuras y la piedra era demasiado sólida para perforarla. Si por algún lugar podían forzar la entrada era, justamente, por el balcón. Así se explicaban las estacas puntiagudas y demás fortificaciones de las paredes. Un solo tirador mínimamente hábil podía repeler un ataque, por intenso o masivo que fuese.

—En consecuencia, la exposición del defensor en el balconcito es su peligro —reflexioné—. ¿Por qué no nos limitamos a cerrar los ventanales con esos postigos de hierro que usted les ha añadido?

—A la larga sería inútil —dijo—, los carasapo tienen fuerzas sobrehumanas. Acabarían desgastando el blindaje y la isla no tiene material para reponerlo. Encerrado en el interior sería un cautivo de mis propias defensas. Aunque agujereara una tronera me faltaría ángulo para disparar. No. El único método consiste en mantenerlos alejados a escopetazos.

Dijo todo esto y no tuve más remedio que admitir la sensatez de sus palabras. Después bajamos hasta la planta inferior. En el portón, muy robusto, había añadido tres barras de madera gruesa. Estaban puestas horizontalmente. Para retirarlas sólo había que encajarlas en la piedra, en unos agujeros laterales muy profundos hechos expresamente. En el exterior del faro Batís había ideado las defensas que yo ya conocía.

—Trepan como monos, son increíbles —dijo con admiración mal contenida.

Lo único que podía hacer era crear una telaraña de cuerdas y latas vacías para oírlos llegar; soldar las piedras con pasta de papel hervido y mezclado con arena; hincar clavos y cristales rotos.

—No tire jamás un clavo oxidado o una botella vacía —me advirtió en un tono de mercenario—; en el reino de los carasapo la divisa oficial se llama cristal, y el clavo es la especie más valiosa.

No tenía mucho más que decirme. Por la tarde me llegué hasta la casa del oficial atmosférico. Comparada con el faro me parecía una cajita de cerillas, frágil, indefendible y misérrima. Batís se lo había llevado todo menos mi colchón. Hice que la mascota viniera conmigo, por prudencia —no estaba nada seguro de encontrar la puerta del faro abierta a mi regreso—. Pero en esa ocasión no me dio ningún disgusto. La raza de los germánicos es así. Inteligencia larga y estrecha, que avanza en línea recta hasta que los acontecimientos violentos la obligan a girar noventa grados. Al menos aparentemente, mi presencia se aceptaba con la fuerza de los hechos consumados.

Una vez en el faro coloqué el colchón en un rincón de la planta baja. Allí dormiría. A los pies de la pared más próxima al mar. Las noches de temporal las olas saltarían los arrecifes, batirían contra el edificio y sólo la piedra me separaría del mar embravecido. Pero el faro era una obra fuerte, y saberme tan cerca del oleaje, y al mismo tiempo tan resguardado por sus paredes, me ofrecía la sensación gratificante de la sábana infantil, refugio que nos ampara de los peores temores.

Había acabado de preparar un paramento mínimo cuando Batís me llamó. Asomaba medio cuerpo por la trampilla abierta, allá arriba:

—¡Kollege! ¿Ha cerrado bien la puerta? Suba. Los carasapo vienen de visita.

Una atmósfera bélica impregnaba el piso. Batís iba de un lado a otro, miraba por las troneras, un instante, reunía municiones, pertrechos diversos y bengalas —de mi equipaje, por cierto.

—¿A qué espera? ¡Coja su fusil! —me dijo sin mirarme. Aquel que había sido un adversario se convertía, de repente, en hermano de armas.

—¿Está seguro de que hoy atacarán?

—¿Vive el Papa en Roma?

Ocupamos el pequeño balcón, él a la derecha y yo a la izquierda, ambos de rodillas. Apenas nos separaba un metro y medio, y el espacio entre el umbral y la barandilla era tan estrecho que ni siquiera alcanzaba los tres palmos. Por encima, por los lados y, también, por debajo, docenas de estacas de dimensiones variables surgían como cuernos de unicornio, apuntando en todas direcciones. Algunas aún mostraban manchas de sangre azul seca. Batís estrechaba contra el pecho su escopeta. A su lado, en el suelo, el remington y tres cilindros de bengalas. Había encendido el faro. El ruido de la maquinaria nos llegaba amortiguado, un traqueteo de péndulo, más fuerte cuando los vagones de los focos circulaban justo por encima de nosotros, más leve cuando se alejaban. La luz barría la base de granito y, un poco más allá, con oscilaciones, la frontera del bosque. Pero no aparecían. Ráfagas de viento helado arrastraban pequeñas ramas. Un viento que silbaba y mugía, indiferente a las emociones que despertaba. Cuando los focos cubrían la zona posterior del faro, una oscuridad casi absoluta se apoderaba del paisaje.

—¿Cómo sabe que vendrán por aquí? El mar está detrás de nosotros. Si salen del agua escalarán la parte opuesta del faro —dije.

—El mar está por todos lados, esto es un islote. Y que sean bestias no significa que ignoren las puertas. Detrás de una puerta hay carne. —Batís advirtió mi agotamiento, del que no me había recuperado del todo, y mi nerviosismo, y añadió—: Si quiere, retírese. Municióneme, o dele al ron, como prefiera. He vivido suficientes ataques solo como para necesitar a nadie.

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