Authors: Albert Sánchez Piñol
Horas después Caffó se reunía con un hombre distinto. Entró en la habitación y se sentó delante de mí, medio distraído. No dije nada. Él hablaba de lo mismo de siempre, la obsesión por las municiones escasas y las puertas dañadas.
—Batís —lo interrumpí sin moverme—. No son monstruos.
—¿Perdone?
Tardé mucho en repetirlo:
—No luchamos contra fieras, estoy seguro.
—¡Kollege! Este faro vuelve loco a cualquiera. Y a usted especialmente. ¡Es usted débil, Kollege, un hombre muy débil! No todo el mundo puede resistir el faro.
Pero ya no podía seguirlo más allá. Nuestras divergencias eran dos caminos que llegaban a una encrucijada. Negué con la cabeza, muy cansado. Arrastré las palabras. Cada una tenía su peso:
—No, Batís, no. Se equivoca. Esto se acaba aquí. Hay que enviarles una señal de buena voluntad.
—Creo que me he quedado sordo.
—Deberíamos tener un gesto para con ellos. Tal vez así entiendan que esta guerra no nos interesa. —Me desinflé—: Aunque seguramente ya es demasiado tarde. Pero no hay otro camino.
Naturalmente, yo no podía explicarle toda la verdad. No podía decirle que las bestias no entienden de amores secretos ni esconden los adulterios. No podía decirle que todos sus argumentos enmudecían ante aquella mano que me había tapado la boca. Divagué un poco más y él, de un manotazo, desperdigó todos los objetos de la mesa. Dentro de sus ojos las pupilas se habían reducido a cabezas de aguja, más negras que nunca.
No quería oírme, se levantó de la mesa. Pero nada podía ser más absurdo que aquella matanza. El enemigo no era una bestia, y esta simple constatación hacía que me resultara imposible disparar contra ellos. ¿Qué sentido podía tener que nos matásemos? ¿Por qué debíamos perder la vida en una isla misérrima del Atlántico sur? Ninguna respuesta era razonable. Moví las manos con gestos que imploraban la comprensión de mi interlocutor:
—Esfuércese un poco, Batís. Tienen mil reproches que hacernos. Plantéeselo así: somos invasores. Ésta es su tierra, la única tierra que tienen. Y nosotros la hemos ocupado con un fortín y una guarnición armada. ¿No le parece suficiente motivo para que nos ataquen? —Me alteré, sin poder evitarlo—: ¡Yo no puedo recriminarles que luchen por liberar su isla de los invasores! ¡No puedo!
—¿Dónde estaba esta tarde?
Aquel cambio repentino de tema me obligó a adoptar un tono más sumiso:
—Echando una siesta, en el bosque. ¿Dónde quería que estuviese?
—Sí, claro —dijo, como ausente—, una siesta. Las siestas tonifican. Y ahora prepárese, está oscureciendo.
Con una mano me alcanzó el remington. No lo cogí. Sólo era un arrebato, fruto de la discusión anterior, pero mi rechazo lo indignó. En cualquier caso no dijo nada. Yo tampoco. El salió al balcón y poco después lo seguí. Yo, desarmado, me echaba el aliento sobre las manos para calentarme. Batís cogió un puñado de nieve y me lo lanzó al pecho:
—¡Tenga! —dijo—. A lo mejor los ahuyenta con bolas de nieve.
—¡Cállese!
Ella cantaba. Desde el bosque negro llegaron unas voces de hierro. Unos aullidos largos, sostenidos y tiernos. Una ternura que nos mataba de miedo. Batís cargó su remington con aquel sonido tan conocido, crec—clic.
—¡No dispare! —dije.
—¡Canta! —dijo él.
—No.
La expresión de Batís reafirmaba su convicción de que me había vuelto loco. Murmuré:
—No cantan, hablan. Escuche.
Volvimos la cabeza. Ella estaba sentada sobre la mesa. Su voz se expandía hacia el balcón, y más allá. Me pareció que se había establecido un diálogo entre el clamor de fuera y su cántico. Los focos no mostraban nada más que copos de nieve que caían del cielo en espiral. Entré en la habitación. Cuando me acerqué a la mesa, la mascota enmudeció. El bosque también calló.
El diálogo aún reverberaba dentro de mí. Sólo sabía que algunas expresiones se habían repetido con más frecuencia que otras. Palabras como «citauca», más o menos. Y sobre todo «Aneris», o algo similar. Pero cualquier intento de transcribir aquellos sonidos sería un fracaso, una partitura abortada. Mis cuerdas vocales se parecían tanto a las de ellos como un cepillo a un violín. A pesar de lo cual dije, con una imitación pobrísima y grandes dosis de imaginación:
—Aneris.
Ella me miró. Con aquello tuve suficiente para aventurar:
—Citauca, Batís. Es el nombre que se dan ellos —dije, muy generoso con los sonidos y mi interpretación—. Y ella también tiene un nombre: se llama Aneris. Ellos se llaman así, ella se llama así. Cada noche hace el amor con una mujer que se llama Aneris —y concluí, bajando la voz—: Se llama Aneris. Un nombre muy bonito, por cierto.
Batís los había reducido a una masa anónima. Yo creía que dándoles un nombre su visión a la fuerza debería modificarse. «Citauca», «Aneris», daba lo mismo. Las palabras que construía, que casi inventaba, sólo eran un sucio reflejo de los sonidos que ellos pronunciaban. Pero aquello importaba menos que el hecho de adjudicarles una identidad concreta. Y, sin embargo, conseguí el efecto exactamente contrario al que buscaba. Batís estalló como una bomba:
—¿Ahora quiere hablar el idioma de los carasapo? ¿Es eso? ¡Pues tenga su diccionario! —Y me lanzó bruscamente mi remington, que voló la distancia que nos separaba—. ¿Sabe cuánta munición nos queda? ¿Lo sabe? Ellos están allí fuera, nosotros aquí dentro. ¡Salga y deles el fusil! Me gustará ver cómo lo hace. ¡Sí, me gustará ver cómo parlamenta con los carasapo!
Yo no dije nada, él aún cogió más impulso. Movió un puño:
—¡Salga de aquí, maldito Kollege llorica! ¡Ocupe el rellano! ¡Baje las escaleras, defienda la puerta! ¿Y usted me acusaba de asesino? ¡Usted sí que es un homicida! ¡Un homicida de ilusos! ¡Conseguirá que nos maten! Se comerán nuestra carne, nos chuparán la médula de los huesos y, cuando estén hartos, se reirán de sus ideas de idiota, allá, en lo más profundo de su infierno húmedo! ¡Fuera de mi vista!
Nunca lo había visto de aquella manera. Se revolvía como en los peores combates cuerpo a cuerpo en el balcón; por un instante hizo que me sintiese como si estuviera viendo en mí a uno de ellos. Durante unos segundos sostuve su mirada. Después preferí cortar la conversación. No escuchaba. Salí de la habitación.
Lo que me sorprendía de Batís no eran los argumentos, sino la actitud. Era lógico que tomáramos nuestras precauciones. Habíamos matado a centenares. No podíamos esperar que, de la noche a la mañana, una bandera blanca lo solucionase todo. Pero era como si Batís dilapidara todo debate al respecto. No quería ni oír hablar de la cuestión.
El resto de la noche no pasó nada. Por el mirador de la puerta vi a algunos, muy pocos, que esquivaban los focos. Allá arriba Batís disparaba, frenético, y les increpaba en su dialecto alemán. Estaba muy nervioso. Volaban bengalas de color violeta del todo innecesarias. Pero ¿de qué le podía servir toda aquella energía pirotécnica?
Poco a poco se fue recluyendo en sí mismo. Rehuía cualquier contacto conmigo. Cuando forzosamente debíamos coincidir para hacer guardia, al anochecer, hablaba sin decir nada. Hablaba y hablaba como nunca había hablado. De esta manera, saturando el ambiente con una cháchara vacía, hablando para asfixiar la conversación, eludía el único tema que interesaba discutir. Yo procuraba ejercer toda la tolerancia posible. Quería creer que tarde o temprano cedería.
Como no podía contar, ni mucho menos, con su ayuda, me decidí por una iniciativa solitaria. Me habría gustado que fuera cómplice de la maniobra. Pero era imposible llevarlo a mi terreno. Lo más irónico de todo era que el propio Caffó me había sugerido la idea. Durante la discusión se había referido a la loca posibilidad de entregar nuestros fusiles a los citauca. Eso fue exactamente lo que hice. Con precauciones, por supuesto. Hacía tiempo que la vieja escopeta de Batís no tenía munición de su calibre y, por tanto, nos resultaba completamente inútil. No sería un individuo tan práctico como él quien la echase de menos.
Me dirigí a la playa que un día me había visto llegar a la isla. Me constaba que ellos, a menudo, utilizaban aquel sitio como punto de desembarque. Clavé la escopeta en la arena, por la culata y firmemente. La rodeé de un círculo de grandes pedruscos, un artificio simple pero que revelaba mis intenciones. Quizás entenderían la señal. En cualquier caso, no teníamos nada que perder.
Se arrastraron tres días más, y en honor a la verdad hay que decir que Batís no se interpuso entre Aneris y yo. Creo que actuaba así por complejas razones. Batís no sabía afrontar dilemas importantes. Naturalmente, sospechaba algo sobre mis relaciones con ella. Pero eran unas sospechas mucho más difusas de lo que podría esperarse en nuestras peculiares circunstancias.
Los hombres entregados a la mar acostumbran a ser gente tan ruda como práctica. De nuestra convivencia, y por el simple hecho de haber leído más libros que él, deducía que yo era una especie de bibliotecario fuera de su hábitat. Obviamente, la única diferencia entre nosotros era que en mi biografía había entrado un tutor muy especial, nada más. Pero Batís compartía esa creencia, tan extendida, según la cual los libros son una especie de antídoto contra las tentaciones carnales, y por tanto estaba convencido de que nuestros deseos no tenían ninguna frontera en común.
Muy probablemente, lo que más le desconcertaba era que no le discutía la propiedad de Aneris. En ese caso habríamos tenido reyertas de piratas, en las que su carácter habría luchado en un terreno más propicio. Pero yo nunca le reivindiqué una vagina. Lo que le planteaba era algo más grande, mucho más grande: que el enemigo no era una fiera. Un hombre con más luces habría deducido que esta idea era la más peligrosa para sus intereses, porque era una idea que inevitablemente me acercaba a Aneris. Él no. Las evidencias derribaban incluso la lógica rudimentaria de un Batís Caffó, pero el resultado no era la lucidez, sino el colapso. Y como refutaba todo el planteamiento en su conjunto, no podía afrontar ni aquella parte que le afectaba más de cerca. Su respuesta consistía en volver la espalda y simular que ignoraba el problema.
El hecho era que Batís sufría un asedio doble. Ahora le asediaban desde fuera del faro y desde dentro del faro. No era que Batís, Batís Caffó, fuese incapaz de entender la realidad. Lo que sucedía era que ni quería ni podía aceptarla. Se había adaptado a la isla a su manera. Realmente tenía un sustrato de principios morales. No era un asesino. O no quería serlo. Durante esos días repetía más que nunca la historia del italiano confundido con un sodomita, o a la inversa. No se trataba de un chiste. Eran fragmentos de un pasado que yo desconocía, un accidente, un homicidio involuntario, actos más o menos casuales que lo habían convertido en un paria de la sociedad. Tal vez fue así como llegó a la isla, huyendo de la justicia. Eso no me afectaba. Al fin y al cabo, plantearse si Batís era bueno o malo no tenía la menor importancia. Y a aquel faro —podía corroborarlo— sólo llegaban fugitivos de uno u otro tipo. La cuestión era que una vez allí, en el faro, en algún momento se vio obligado a darle un sentido a la locura. Escogió pensar las noches y eludir los días. Bestializó al adversario, con lo cual sustituía el conflicto por la barbarie, el antagonista por la bestia. La paradoja era que el razonamiento se mantenía gracias a sus inconsistencias. El combate por la vida lo absorbía todo. La magnitud del peligro hacía que se aplazaran debates, que rechazaba por absurdos. Y una vez establecido el blindaje de su lógica, cualquier agresión la perpetuaba. El terror citauca era su aliado natural. Cuanto más se acercasen los citauca al faro, más argumentos tendría Batís. Cuanto más brutales fuesen sus ataques, menos reflexiones se merecería el atacante.
Pero yo no tenía la obligación de seguirlo. En esencia, ésta era la única libertad humana que me quedaba allí, en el faro. Y en el caso de que se demostrase que no eran bestias, el orden de Batís se destruiría con más violencia que la que escondían los arsenales militares de toda Europa. Esto lo comprendí más tarde. Esos días veía a un Batís Caffó que no ponderaba. Pero ¿quién no estaría dispuesto a modificar el prisma de sus ojos cuando la vida y el futuro dependen de la mirada que dedique al enemigo?
Era un día cualquiera, un día más en el faro. Pero uno de esos días que se inician cargados de presentimientos. La panza de las nubes exhibía un gris negruzco. Unas nubes rotas, sin nexo, que ocupaban el cielo como piedrecitas de un mosaico, a millares —eso dilataba el firmamento. Por detrás de las nubes, claridades de rosa pálido que provenían de un sol mate. Unas manos invisibles habían hecho desaparecer la escopeta de dos cañones. Me pasé media mañana especulando sobre qué significaba aquello. Pero no llegaba a ningún lado. ¿Era un acto de buena voluntad o todo lo contrario?
Las noches que siguieron me pareció que la actividad citauca disminuía. No los veíamos. Intuíamos que estaban allí fuera, sí, cuchicheaban entre ellos. Pero cuando encendíamos los focos eludían la lucha. La prueba más concluyente de todo aquello era que Batís no pudo disparar ni un solo tiro.
¿Existía alguna relación entre aquella falta de agresividad y la desaparición de la escopeta? ¿Realidad efectiva o deseo impulsado por la esperanza? Atravesaba un momento delicado: podría pensar en ello mil años sin llegar a ninguna conclusión. No estaba seguro de nada.
Fui paseando hasta la fuente. Allí encontré a Batís, enfrascado en tareas ridículamente inútiles. Trabajaba para no tener que pensar, como siempre, y eso le impedía ver lo absurdo de unas obras tan precarias. Tenía mala pinta. Parecía que hubiese dormido con la ropa puesta. Le invité a tabaco, aunque sólo fuera para restablecer algún tipo de comunicación humana. Pero yo no estaba de buen humor. Abrió la boca y me vinieron ganas de recriminarle toda la insensatez de su actitud.
—He tenido una buena idea —dijo en voz baja, consciente de que formulaba imposibles—. En el barco aún queda mucha dinamita. Si matásemos a mil más liquidaríamos el problema.
Estaba a la defensiva, a su manera me hacía concesiones. Pero ya no podía permitirme la menor cortesía con él. Siempre lo había tratado con comedimiento, amoldándome a sus límites, comprendiendo sus incapacidades, transigiendo con minucias y arrebatos cuando convenía. Sus propósitos eran tan diáfanos como ridículos. ¡Qué contumacia! Éramos como dos hombres ahogándose, y la solución que él propugnaba era que nos bebiéramos toda el agua del mar. Me exasperaba más que nunca; era uno de esos individuos que mejoran las cosas buenas pero empeoran las malas. Matando a más citauca cerraría todas las puertas al diálogo —si es que quedaba alguna abierta— y consolidaría el orden de la violencia. Pero por minúscula que fuese, la posibilidad de entendernos con el adversario era infinitamente más atractiva que una lucha incierta y criminal. ¿Por qué iba a tener que seguirle en su guerra particular? No, ya no estaba dispuesto a matar más, y sólo lo haría en una desesperada legítima defensa.