Authors: Albert Sánchez Piñol
Habría rescatado unas quince o veinte cajas, tal vez más. Cansado, interrumpí todo aquel movimiento automático. La bodega estaba iluminada por la luz de un crepúsculo mínimo. La sobreabundancia de hierro producía un efecto claustrofóbico. Estaba en el interior del barco, en el interior de la escafandra, y en el interior de mis miedos, que me habían conducido hasta allí con el heroísmo de las ratas. Si a eso le sumábamos la densidad del agua, resultaba el lugar más tenebroso que hubiera pisado nunca. Paredes de industria metalúrgica, instrumentos medio consumidos por el agua y con la identidad secuestrada por el óxido. Pensé que nada de aquello había sido diseñado pensando en la felicidad humana. Los pies de plomo entraban en contacto con el acero y producían ruidos nuevos y resonancias deformes. Aquella sala acababa en una pared con una compuerta en forma de huevo. Y allí estaban, al otro lado de la puerta.
Asomaban la cabeza hasta los ojos, acechándome, impasibles. Quizá controlaban mis movimientos desde el mismo instante en que había iniciado la inmersión. Grité dentro del casco. No podía huir. Era su mundo, se movían con una facilidad extrema. Cayeron sobre mí desde todas las direcciones. Corté el agua con el cuchillo, esfuerzo patético con el que pretendía mantenerlos a distancia.
Pero cuando ya me creía muerto, una resurrección. Los cristales del casco aumentaban las dimensiones. En realidad los monstruos no medían ni medio metro. Cuerpos delgados y pequeños, con una franja de gris plateado en el lomo, muy brillante, que aún tardaría años en oscurecerse como en sus progenitores. Como sucede con los humanos, el cráneo era la parte de su anatomía que menos crecía. Eso los convertía en auténticos renacuajos, en todos los sentidos de la palabra. Su rictus no estaba muy lejos de la sonrisa de los delfines. Se movían como una bandada de pájaros, a velocidad prodigiosa. Esquivaban mis defensas inhábiles, me tocaban la ropa, la esfera del casco, y me rehuían. Es posible que la vestimenta, la escafandra, les recordase a un pariente remoto. Oh, Dios mío, comprendí por fin, sólo están jugando. Jugaban, sí. Habían convertido la chatarra en jardín, y yo era un intruso curioso. Piaban, si es que hay que definir de algún modo el entusiasmo de sus voces. Mi presencia debía de ser una novedad extraordinaria. Me esperaba carniceros y hallaba un ballet submarino.
Ignoro cuánto tiempo pasé en su compañía. Contra todos los pronósticos, su presencia llevaba a aquel cementerio una luz benefactora. Vivía el primer instante en que me abandonaba el miedo desde que había llegado a la isla. Como si fuera un lastre penoso, me sentía libre del horror. Ni yo mismo tenía conciencia del peso que había supuesto el miedo persistente y sistemático. Durante meses enteros, noche y día, día y noche, había experimentado miedo, todos los matices del miedo, siempre el miedo por compañía. ¿Por qué, me preguntaba, por qué precisamente ahora, que estás en los intestinos del infierno, te abandona el espanto? No encontré la respuesta hasta que cogí a uno de los pequeños por el brazo: él tampoco tenía miedo. Era un monstruo, o un monstruo en potencia, y se merecía que lo retorciera hasta romperle la columna vertebral. Pero él no tenía miedo. Sólo cosquillas. Se rió. Una risa subacuática, sí. Se reía con la boca y las cejas, los ojos y las manos. Bajo el agua su risa sonaba como las campanillas de los hoteles. ¿Cuánto tiempo hacía que yo mismo no reía? Lo solté, pero en vez de huir se quedó allí, ante mí, sosteniendo un vuelo errático de mariposa, y riendo. Rozó el cristal con unos dedos de feto. Tocó el cristal, y la memoria de aquellos deditos había de perseguirme días enteros.
Salí del barco. A lo largo de mi ascenso me sirvieron de compañía. Daban vueltas alrededor de mi cuerpo y me pellizcaban con una dulce impertinencia. Más o menos como mordiscos de gatitos juguetones. A medida que me acercaba a la superficie el número disminuía. Cuando saqué la cabeza Batís dio un brinco:
—¡Creía que se quedaba a vivir allí! Mein Gott, pero ¿qué diablos ha pasado allá abajo?
Las piernas no me sostenían. Me sacó el casco y vio una expresión alucinada, vio a un mensajero tan desfallecido que en el último suspiro ha olvidado el mensaje.
—¿Carasapo? —me preguntó, muy nervioso.
—No —grité—, ¡delfines!
Batís retrocedió un paso. Me observaba como si intentase sopesar mi salud mental.
—Es la borrachera de las profundidades —dictaminó—; pronto se recuperará.
Pero de repente fue como si le transmitiera la supuesta demencia. Ahogó un grito y sacó el fusil que le colgaba del hombro. Cerca de nosotros emergía una cabeza. Acostado sobre la roca, alcé un brazo:
—¡No dispare! ¡Por el amor de Dios, Batís, no dispare!
Por un instante Batís me miró a mí, luego al monstruo inmóvil y de nuevo a mí.
—¡No dispare! —insistí desde el suelo—. Sólo es una criatura.
Batís fue demasiado lento. Cuando tuvo el arma a punto, el mar volvía a ser una superficie vacía.
Cuando pisamos la isla, todo nuestro paisaje había cambiado. La nieve cubría los árboles, y las ramas sostenían un peso blanco. El camino que cruzaba el bosque se había borrado. Nuestros pies eran los primeros que violaban aquella alfombra intacta. En vez de la habitual atmósfera lúgubre, en vez de aquella tierra inhóspita, una capa de marfil otorgaba a nuestra residencia dulzuras inimaginables. La nieve sepultaba los vestigios de las batallas, y cubría el granito y la cúpula cónica del faro. Los montículos de desechos que acumulábamos en el exterior, a unos cincuenta metros, desaparecían de nuestra vista bajo un manto de azúcar. Incluso los arrecifes más cercanos estaban presididos por un cúmulo blanco que las olas se esforzaban en lamer. Aquello me extasiaba. Aún no había superado la visión de las crías de los monstruos y ahora la nieve reproducía una ternura hiriente. Descargábamos los explosivos y mi cuerpo llevaba a cabo los trabajos en ausencia de mi persona.
Batís no conocía el descanso. Su espíritu marcial coordinaba las primeras tareas. Ordenamos y contamos los cartuchos. Teníamos suficiente dinamita para volar la mitad de Londres. El depósito guardaba unos centenares de metros de mecha impermeable y tres detonadores, unas cajas cuadradas con la correspondiente palanca en forma de T. Formaban parte de los materiales que los reglamentos adjuntaban a la obra. Las ordenanzas estipulaban que, en caso de guerra, debían servir para destruir el faro. Fuese por descuido o por incompetencia, los constructores habían olvidado mechas y detonadores, arrinconados.
Aquí terminaban las iniciativas de Batís y entraba en escena mi imaginación de activista. Siempre tendríamos el recurso de utilizar los cartuchos individualmente, como bombas de mano. Pero yo aspiraba a más. Mecha y detonadores nos ofrecían una ventaja suplementaria. Mi idea era crear tres frentes devastadores.
Las primeras cargas las alinearíamos delante mismo de la base de granito. Esta sería la defensa más cercana a nosotros y, por razones de seguridad, la menos contundente: no éramos técnicos, no conocíamos con exactitud el poder explosivo de la dinamita, y si nos excedíamos el faro entero podía volar por los aires.
El segundo frente se situaría unos veinte metros más allá, donde comenzaba el bosque. Una serie de cartuchos enterrados en la nieve y conectados entre sí por la mecha. En ese punto instalaríamos el principal poder explosivo. Una previsión muy lógica, porque ahí —entre el granito y el bosque— era donde esperábamos que se concentrase la mayoría de los monstruos. Cubriríamos la distancia de costa a costa, distribuyendo las municiones en pequeños hoyos.
El tercer frente aún estaría más apartado: en el interior mismo del bosque, camuflado entre los árboles. Tenía una finalidad instrumental. Podíamos hacer explotar esta línea cuando nos conviniese. Antes que la segunda, si queríamos provocar una huida que empujase a la masa de monstruos hacia la segunda línea. O después, si sólo había que rematar a los pocos supervivientes que se retirasen. Cada frente de explosivos estaba conectado a un detonador distinto, que accionaríamos por turnos cuando se diesen las circunstancias adecuadas.
Trabajamos todo el día. Juntábamos haces de diez cartuchos, los atábamos y los uníamos a una sola mecha, los enterrábamos y unos metros más adelante repetíamos la operación. Al acabar una línea, enterrábamos también toda la mecha, que llegaba hasta el faro. La clavamos en la pared; trepaba por la piedra hasta el balcón, donde teníamos los detonadores. La mascota también colaboraba, sin saber lo que hacía. Llenaba los sacos con arena de playa, bien compactos, y luego nosotros los atábamos a la barandilla del balcón a fin de crear una barricada. Sería nuestro refugio contra la previsible lluvia de metralla. Trabajamos como esclavos, y poco antes del anochecer habíamos concluido una espléndida obra de zapadores militares.
—Hoy se van a hacer muchos huérfanos —pensé en voz alta.
—De eso se trata —dijo Batís.
Enseguida llegó la noche. Pero ellos no aparecían. Después de tantos días resistiendo a las puertas de la agonía, inexplicablemente, aquella noche no se presentaban. A medida que pasaban las horas mi impaciencia se convertía en exasperación. ¿Dónde están?, ¿dónde están?, ¿dónde diablos están?, preguntaba al vacío. Batís era un vigía más flemático. Se limitaba a seguir el rastro de los focos con el cañón del remington. Horadando las oscuridades, la luz sólo descubría copos de nieve indolentes. Ningún rastro, ninguna huella, aparte de las que habían dejado nuestras botas, emborronaba el paisaje nevado. Las manos me sudaban. Continuamente me sacaba y ponía los guantes, o me quitaba la nieve del bigote. ¿Acaso la nevada modificaba sus hábitos?
La noche siguiente aportó alguna novedad, poco importante. Vimos a unos cuantos, o mejor dicho, los oímos. Croaban con sus voces de batracio, a uno y otro lado de la oscuridad, sin ningún objetivo concreto. Al despuntar los primeros rayos solares pudimos distinguirlos: dos, tres, cuatro o cinco, no debían de ser muchos más. Se movían por los límites del bosque siguiendo un rumbo errático, y ni siquiera se nos acercaron. No valía la pena gastar una sola bala, mucho menos la dinamita. Las noches que siguieron, lo mismo. Estaban y no estaban.
La situación se prolongaba y las ideas más extravagantes me rondaban por la cabeza como moscas de estercolero. A menudo me dirigía hasta las tres líneas de explosivos, hasta aquellos haces de dinamita conectados entre sí y enterrados en la nieve. Inspeccionaba sus huellas con la actitud de un explorador, de rodillas, intentando descubrir la lógica de carroñeros que los guiaba. ¿Habrían olfateado, tal vez, la dinamita? ¿Sospechaba aquella masa gregaria un peligro nuevo y por tanto más temible que los fusiles, que ya conocían? A veces me sorprendía a mí mismo, mientras arrojaba vaho por la boca, buscando un sentido a aquellos laberintos de huellas monstruosas. ¿Y si eran más astutos que los zorros? Pero las cargas explosivas estaban intactas. En la medida de lo posible, antes de enterrar la mecha, la habíamos hecho circular por tubos y cañerías que sobraban en el faro. Nada de todo aquello había sido destruido.
Mientras vivíamos este paréntesis forniqué con la mascota, nuevamente. La excusa habitual para llevármela era que me ayudara a cargar metralla. Durante el día, a falta de más ocupaciones, reforzaba los cartuchos con chatarra, clavos, piedras y cualquier otro objeto pequeño pero punzante que tuviera a mano. La casa del oficial atmosférico era muy útil a mis propósitos. Literalmente la desguazábamos en busca de material ofensivo. Y después de llenar los sacos, o antes, la tendía en la cama y la poseía.
La filosofía y el amor se reservan combates en esferas invisibles. Pero la guerra y el genitalismo son un cuerpo a cuerpo único. Fornicaba con la mascota en una especie de violación consentida. Me faltaban miembros para abarcar la totalidad de su cuerpo, la superficie de aquella piel gélida. La trataba como si estuviera rematando a una bestia inútil. Y al final de cada cópula sentía un odio genuino contra ella, contra aquella embajadora del horror.
Aquel placer desmesurado ya no era una novedad. Pero esto no lo disminuía. Lo hice dos o tres veces, quizá cuatro. Después padecía una tristeza única, un desamparo infantil. Era un amante sin amante, un perdido que traza círculos en el desierto. El penoso estado del habitáculo agrandaba la sensación de vía muerta. La casa era como una especie de pequeña Roma consumida por mil años de invasiones bárbaras. Me acostaba junto a la mascota, bajo mantas sucias y frías, más rígidas que el cartón, y la casa, medio devorada, me miraba como una lupa a la hormiga. Las gotas que se filtraban por el techo se habían convertido en placas de hielo. La humedad combaba las maderas de la pared como si fueran girasoles. Allí dentro el tiempo se ralentizaba; la vida se observava desde la perspectiva de los gusanos. Aquellos días, allí dentro, estaba a medio camino de la vida y la muerte. Allí todo se reducía a un par de impulsos, matar y amar, y los dos se me negaban: ellos no venían y ella era ellos.
—Hoy vendrán —decía a veces Batís, con aires de campesino que vaticina el tiempo.
Pero siempre se equivocaba. Se habían desvanecido, simplemente. Más que prudencia, ahora mostraban desprecio. Cuando los veíamos era por pura casualidad. Oíamos pequeños rebaños, moviéndose fuera del limitado espectro de los focos. Aullaban bajo la nieve nocturna, o nos acechaban en silencio, pero nunca tenían el faro como objetivo. Se diría que atravesaban las oscuridades terrestres de la isla siguiendo una ruta, que se dirigían a un punto concreto, y que el camino más recto cruzaba el bosque. Eso era todo. Un día disparamos bengalas de diferentes colores contra las voces, con la esperanza de que así los atraeríamos. No.
Nunca hubiera creído que un día podría desear que nos atacara una turba de monstruos. Y el hecho era que su ausencia, ahora, me llevaba muy cerca del paroxismo. Un día descubrí a Batís sentado en el exterior, en una silla. Saqué otra para imitarlo. La mía estaba medio coja y el desequilibrio me hizo caer, muy ridículo. Teníamos pocas sillas, y la habría podido arreglar fácilmente. En lugar de eso, la destrocé contra la pared del faro. Rompí las patas, y el respaldo, y a continuación me abalancé sobre ella hasta que no quedó nada que recordara un mueble. Batís me miraba, mientras echaba tragos de una botella de ron. No abrió la boca. Otro día por poco asesino a la mascota. No recuerdo cómo sucedió, y en realidad no tiene ninguna importancia. Me parece que cargaba troncos de leña. Llevaba tres, y uno se le cayó. Cuando quería recogerlo del suelo, a la muy torpe se le caía otro. Se agachaba para coger este segundo tronco y perdía el tercero. Totalmente estúpida, la operación se repetía hasta el infinito. Me acerqué. Coge los troncos, le decía. Mi presión la aterrorizaba. ¡Coge los troncos! Dio un chillido pidiendo auxilio y aquello me enfureció. Sí, la habría matado de no haber aparecido Batís: