La piel fría (14 page)

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Authors: Albert Sánchez Piñol

BOOK: La piel fría
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No habíamos dormido, pues, pero teníamos la mente más fresca que nunca. Tuvimos que hacer dos viajes hasta la chalupa para cargar todo el equipo, que incluía una bomba de aire, la vestimenta de caucho, la escafandra de bronce, zapatos especiales con suela de plomo, cuerdas, una polea portátil, armamento y munición. Remábamos de espaldas al arrecife del barco, que tenía forma de pastel. A veces yo volvía la cabeza. En estas circunstancias, la sensación es que el objetivo, en vez de acercarse, se aleja. Sólo eran cien metros, sólo una eternidad. Cada relieve que formaba la marea era un escondrijo, tras cada montaña de olas una trampa. A cada instante me parecía ver cráneos esféricos emergiendo de las aguas, aquí y allá. Troncos que flotaban a la deriva, columpiándose sobre las olas, me recordaban miembros de bestia. Va bene, va bene, va bene, cantaba en un arranque italiano, sin demasiada convicción, sólo para que la musicalidad del idioma me tranquilizase. Cierre esa maldita boca, dijo Batís, que remaba a mi lado como un galeote. Un gris de piedra sepulcral oprimía la superficie del océano. Un golpe de agua lateral nos mojó. Los labios se me llenaron de sal. El miedo y la urgencia hacían que no midiésemos nuestras fuerzas: abordamos el arrecife con tanto brío que sólo evitamos la catástrofe gracias a una plataforma inclinada, sobre la cual se encabalgó la chalupa. Desembarcamos en una roca áspera y erosionada. Una extensión ridículamente pequeña pero laberíntica, llena de concavidades donde se acumulaba agua a medio helar. Resbalábamos a menudo y teníamos que ayudarnos de manos y brazos.

Este era nuestro plan: a simple vista se observaba que aquel arrecife descendía en un ángulo suave y estaba lleno de agarraderos muy útiles. Bajaría como un alpinista acuático por la pared más próxima al barco. Desde la plataforma de piedra, Batís me suministraría aire e izaría las cajas a medida que yo las atase. Compartiríamos riesgos y trabajos: yo sería el alma incauta que visitaría los infiernos, él tenía el deber, nada despreciable, de mantener el oxígeno en circulación y de rescatar los explosivos. La bomba se debía alimentar manualmente y a un ritmo constante y regular. Si no tenía suficiente aire, me asfixiaría; si insuflaba demasiado, el exceso de presión haría que me estallasen los pulmones. Y eso debía llevarlo a cabo Batís con una sola mano. La otra le serviría para manipular la polea una vez cargada la cuerda con dinamita. Instalamos la bomba y la polea muy juntas para facilitarle el trabajo. Tendría que tener fe en la buena sincronización de Batís. Un suspiro.

El barco se había incrustado en el escollo por la proa, que sobresalía apuntando al cielo, unos treinta grados inclinada a estribor. El casco de la nave estaba firmemente soldado a las rocas como por remaches de plomo. La carga, sin duda, se hallaría en la parte posterior, que estaba hundida. Batís había presenciado el naufragio. Aseguraba que una gran brecha había abierto el barco como una lata, por la popa. Confiábamos en que el agujero fuese lo bastante grande como para permitirnos la entrada. Naturalmente, habíamos pensado en simplificar la operación. Es decir, que el buzo bajase por la cubierta y luego se infiltrase por los pasillos inundados hasta localizar la bodega. Pero aquello no era viable. Lo más probable era que los compartimientos interiores estuviesen obturados y oxidados por la acción del agua. Por allí no podría pasar. Además, aquel ámbito de aristas y angosturas amenazaría con seccionar el tubo de aire. Y se imponía atravesar toda la nave hasta la popa, donde presumiblemente estaba la dinamita.

Me puse el traje de buzo y las botas de plomo. Me senté a un lado de la chalupa. Primero Batís me ayudó a ponerme la escafandra de bronce, una pieza que me cubría buena parte del pecho y de la espalda. Luego, el casco. Se enroscaba en la escafandra. Pero cuando estaba a punto de ponérmelo, lo detuve:

—Mire —le dije.

Nevaba. Primero fueron unos grumos minúsculos. En un minuto crecieron hasta convertirse en copos redondos y grandes. Caían y se diluían en contacto con el agua. Nevaba sobre el mar, y este fenómeno tan vulgar, tan simple, me producía un sentimiento extraño. La nieve imponía silencios. El mar, que hasta ese momento había estado ligeramente agitado, se calmó de repente, domado por órdenes invisibles. Quizá fuese mi última visión del mundo, y éste se me mostraba con una belleza triste y banal. Abrí la palma de una mano. Los copos caían sobre el guante y se extinguían de inmediato. Pensé en Irlanda. ¿Qué era, de hecho, Irlanda? Una música, quizá. Me acordé de mi tutor. Y también de un desconocido. Un hombre muy viejo, muy amable, que un día, años atrás, cuando me perseguían los ingleses, me escondió en un desván, sin preguntas, asumiendo todos los riesgos. Ese hombre era Irlanda. ¿Qué habría hecho el mundo con ese hombre? Sufrí la tirantez de mejillas que precede al llanto.

Batís miró el cielo con el casco en las manos. Hizo un mohín de observación.

—Sólo es nieve —constató.

—Sí, sólo es nieve —dije yo, ocultando mis sentimientos—, sólo nieve. El casco, póngamelo, no tenemos todo el día.

Lo enroscó y conectó el tubo de aire a la válvula de la nuca.

Yo llevaba dos cuerdas. Una me serviría para comunicarme con Batís. Con la otra subiríamos los explosivos.

—Ya sabe —le recordé—. Si le doy un tirón a la cuerda guía significa que todo va bien. Dos tirones, que he cargado la cuerda grúa con una caja. Si nota tres tirones seguidos, corte el tubo de un hachazo y huya.

Ajusté los tres cristales del casco, perfectamente redondos. Tenía uno en la parte delantera y otros dos en los laterales. Comprobamos que el tubo de aire funcionaba e inicié el descenso. El agua me engulló con un estremecimiento de frío. Cuando me di cuenta ya me encontraba bajo la superficie. La roca tenía unas hendiduras que me servían de escalones. Así podía ganar metros con facilidad. De vez en cuando volvía la cabeza, pero por los cristales laterales no podía apreciarse nada notable. Detrás de mí, el infinito oceánico. Ante mí, a unos centímetros de la nariz, una roca muerta y sin vegetación.

Llegó un momento en que mis pies no encontraban asidero. Daba igual. Batís y yo habíamos desenrollado el tubo, libre de nudos, a fin de que se desprendiera libremente si la situación requería que diera un salto al vacío. Después de un tirón a la cuerda que llevaba conmigo, para tranquilizar a Batís, me dejé caer. El plomo de los zapatos me arrastró lentamente, con una gravedad calculada, hasta que aterricé con una flexión de las rodillas. Una lenta polvareda se elevó hasta mi cintura. Pero sólo era una fina película arenosa que cubría la superficie. El suelo era muy practicable, de una horizontalidad arquitectónica. Podía caminar por él como por un prado. Notaba, sí, la densidad del elemento, que hacía más lentos todos y cada uno de mis movimientos.

Estoy en un mundo que es patrimonio del silencio. En el interior del casco sólo puedo oír mi respiración, mis mucosidades, un gemido de inquietud que se me escapa. Me contengo, pero me doy cuenta de que mis sonidos espolean mis miedos. En la mano izquierda llevo las dos cuerdas, en la derecha un cuchillo. Miro en todas las direcciones. No hay ningún monstruo, no hay nada. La visibilidad se limita a unos treinta o cuarenta metros, quizá menos. A mi derecha tengo la panza del barco. Recuerda el cadáver de una ballena. Enfrente, la vastedad. Partículas indefinidas flotan sin rumbo, como copos de nieve negra. Filamentos de algas en forma de serpentina se mantienen entre dos aguas, casi estáticos. Este enorme espacio abierto no acaba en ninguna puerta, la frontera de las tinieblas no tiene un límite concreto. Esto contradecía las enseñanzas católicas: el infierno no era un lugar al que se entraba de golpe; se accedía a él a pequeños pasos, imperceptiblemente.

Me moví por un área del todo imprecisa, una transición donde el azul se fundía en negro y a partir del cual ni siquiera se apreciaba basura acuática. El paisaje se magnificaba. Podían aparecer en cualquier instante, desde cualquier sitio. No lo pienses, me dije, no pienses en los monstruos, trabaja y nada más. Ésta era la menos realista y la más razonable de las estrategias.

Me dirigí a la popa. En efecto, el impacto había serrado el acero y había convertido la plancha en una especie de gruta artificial. La nave estaba ligeramente inclinada a estribor. El desastre había desplazado la carga y buena parte de ella salía por la brecha. Un espléndido golpe de suerte, que me ahorraría entrar en la bodega. Pequeños contenedores, metálicos y rectangulares, estaban desperdigados por los alrededores de la herida. Pasé el guante por encima del más cercano. Una vez limpio podía leerse, en mayúsculas: ¡ATENCIÓN! MUY PELIGROSO. Lo único que debía hacer era atar un asa a la cuerda grúa, darle dos tirones a la cuerda guía y Batís, con diligencia germánica, subía los embalajes. Las cajas desaparecían por encima de mi cabeza. Batís las recogía y luego me devolvía la soga. Habíamos añadido un plomo a la punta de la cuerda, para darle peso. Caía cerca de mí, por algún lugar, y perseveraba en mi trabajo.

Trabajé con pasión minera hasta que Batís hizo temblar la cuerda que unía los dos mundos. Al principio no le entendía. ¿Corríamos algún peligro? Yo no apreciaba ningún rastro de los monstruos. No, no era eso. Seguramente habíamos acumulado un exceso de contenedores. Pero yo estaba poseído por la fiebre del buscador de oro. Uno más, Batís, sólo uno, le imploraba mentalmente. Ignorando las vibraciones de la cuerda, cogí otra caja. Batís se la llevó, sí, pero esa vez regresó a mí con un nudo en el borde del plomo; eso me impedía atarla, y así me indicaba que lo dejase estar. Reuniendo toda la sensatez que me quedaba, le hice caso.

Por contradictorio que parezca, éstos fueron los peores minutos de la inmersión. Dicen que ningún soldado quiere ser el último muerto en una guerra. Esta reflexión esconde una verdad poco lúcida pero muy humana. Después de haber bajado a las profundidades, después de un éxito tan rotundo, que me mataran precisamente entonces sería un final demasiado lamentable. De repente descubría en la escafandra un peso intolerable. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que tenía el cuello herido por el roce del acero. Avanzaba en dirección a la pared del arrecife, y mis movimientos eran los de una pesadilla infantil, desesperadamente lentos. Respiraba como impulsado por una dinamo secreta. Quería salir de allí. Pero no podía. Dos inteligencias coordinadas no habían previsto la estulticia más obvia: que si daba un salto al vacío luego me resultaría imposible regresar por el mismo camino. La roca se abría ante mí como una muela gigante y cariada. No podía escalarla, y Batís, demasiado atareado con la bomba de aire, no podría izar mi peso con una sola mano. ¿Cuánto tiempo tardarían en aparecer? El terror y la imaginación se aliaban. Aquella inmensidad líquida era el enemigo invisible por excelencia. Batís, allá arriba, no podía entender los extraños recorridos que seguía el tubo de aire. Iba de un lado a otro, buscando un lugar practicable. Finalmente noté que el único acceso se hallaba muy cerca del casco del barco. Pero era una ruta de escalador profesional. Algunas piedras se desprendían con el mero contacto. Resbalé y mi cuerpo perdió cinco, diez metros en un descenso de literatura dantesca.

De nuevo estaba en el piso inferior. A mi derecha la pared dibujaba una concavidad; por allí me pareció ver algo moviéndose, una forma. No, no, no son ellos, me dije para calmarme, y me dije esto porque no perdía nada apostando por el optimismo. Siguió un penoso esfuerzo de concentración. Debía escalar cada palmo sin volver los ojos, sin pensar en el ataque que se me llevaría un brazo o una pierna. Procedí como los marineros en la escalera de cuerda, asegurando tres de las cuatro extremidades antes de hacer el siguiente movimiento. Por encima de mí ya podía ver la superficie, la figura translúcida de un Batís que me animaba con la mano libre. Me di cuenta de que me estaba orinando dentro de los pantalones de buzo.

Caffó dio un salto y tiró de mí por las axilas. Quería ayudarme con el casco pero lo ahuyenté a manotazos.

—Cargue la dinamita en la chalupa, ¡deprisa!

Cuando me saqué el equipo también yo colaboré en llenar la barca de cajas. Llevábamos una carga tan pesada que la cubierta apenas sobresalía un palmo del agua. Sorprendentemente, unos minutos después volvíamos a estar en la isla, indemnes y triunfantes. Dejamos la barca muy cerca del faro, en una pequeña playa de rocas angulosas. Allí mismo Caffó abrió unos cuantos contenedores haciendo palanca con su hacha. Cada uno contenía setenta cartuchos de dinamita, aparentemente secos y útiles.

Pero una demencia inexplicable se incubaba dentro de nosotros. Nos miramos el uno al otro. Nevaba más que antes. Nuestros cabellos se cubrían de una pátina blanca. Nos mirábamos, y mirábamos los cartuchos y leíamos en el otro nuestro propio pensamiento. No me podía creer lo que nos decíamos sin palabras. Teníamos unos cincuenta contenedores de dinamita. Con aquel material causaríamos estragos. Pero ¿y si fueran sesenta? ¿Por qué no ochenta o cien? Nuestros enemigos no eran susceptibles de ser odiados. Pertenecían a la naturaleza, una fuerza de la misma especie que los huracanes o los ciclones. Y, a pesar de todo, ahora que disponíamos de un poder a nuestro alcance, ahora que podíamos infligirles una derrota sangrienta, ahora nos invadían olas de auténtica crueldad. Supongo que nos habíamos vuelto locos, tan locos que sabíamos que estábamos locos. Hablaba y no me podía creer lo que yo mismo decía:

—Matémoslos. ¡Acabemos con ellos! ¡Hagámoslo!

—¡Sí, matémoslos! ¡Matémoslos a todos! —asintió Caffó, y regresamos a la chalupa como si aquel segundo viaje figurase en el programa desde el principio, como si, en vez de a nosotros, enviásemos a otras personas.

Regresamos al arrecife, me puse el equipo y me sumergí con unas maniobras que habían ganado en experiencia, más rápidas, más coordinadas. No tenía perdón. Estaba en la popa del barco portugués, caminando indefenso por el país de los monstruos. Pero los contenedores, que localicé enseguida, me inspiraban visiones de perlas. Subimos tres, cuatro, cinco contenedores. Diez, veinte. Después removí el suelo para descubrir los ocultos, pero las provisiones parecían agotadas. Le di un tirón a la cuerda guía: todo va bien.

La plancha estaba abierta como si un titán hubiese mordido el casco. Entré sin demasiadas dificultades. Sólo me preocupaba que el tubo, detrás de mí, siguiera la trayectoria de una especie de canal inserto en el hierro, un paso óptimo donde no aparecían aristas que pudieran perforarlo. Aquello era la bodega, atiborrada de contenedores. Cogía uno, lo ataba a la cuerda grúa y lo empujaba afuera del barco. Daba un par de tirones para indicarle a Batís que izara la carga y seguía con mi trabajo.

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