Authors: Albert Sánchez Piñol
La verdad es que necesité pocos días para acostumbrarme a ellos. Jugaban por los alrededores del faro desde la madrugada hasta el atardecer. La única precaución que se imponía era cerrar la puerta del faro. En caso contrario, birlaban cosas. Si la puerta estaba abierta entraban en el faro y se llevaban del almacén los objetos más variados: velas, vasos, lápices, papeles, pipas, peines, hachas, botellas. Una vez incluso un acordeón: era más grande que el ladrón, a quien atrapé cuando huía cargado como una hormiga. Otro día, un cartucho de dinamita. A saber en qué rincón lo habrían encontrado. Con gran horror por mi parte, los sorprendí cuando practicaban un juego extraordinariamente similar al rugby, con el cartucho por pelota. Pero tampoco sería justo acusarlos de ladrones. Ni siquiera tenían conciencia de lo que significaba un hurto. Que un objeto existiera era causa suficiente para que se lo apropiasen. Cuando los reñía a gritos ni siquiera reaccionaban. Era como si dijeran: las cosas están aquí, y si están aquí las cogemos y basta, no tienen propietario. Cualquier iniciativa pedagógica, con amenazas fingidas o gestos dulces, resultaba inútil. Y aunque podía proteger el depósito cerrando la puerta, las defensas exteriores sufrían una erosión inevitable. Los cristales de botella incrustados en las hendiduras, humedecidos por el agua salada, lucían unos atractivos colores amarillos, verdes y rojos. Los arrancaban para hacerse collares. Un mal día descubrieron que las latas y las cuerdas de los muros eran un juguete ideal. Los convertían en trenes que arrastraban tras de sí mientras corrían, y como todo el mundo sabe las modas infantiles aún son más gregarias que las adultas. Me pasaba medio día reparando sus estropicios. Si los sorprendía, los amenazaba con bramidos de dragón en su cueva. Pero ya sabían que era inofensivo y su respuesta consistía en estirarse las orejas con dos dedos, el gesto citauca de burla, como muy pronto aprendí.
Empecé a valorar a los niños como barómetro de la violencia. Mientras estuviesen allí, pensaba, los citauca no nos atacarían. Sufría más por ellos que por mí. No quería ni imaginarme la reacción de Caffó si los chiquillos se aventuraban a abrir la trampilla de su piso. El más revoltoso de ellos era una especie de triángulo pequeño y feísimo. Triángulo, porque sus hombros eran muy anchos y sus caderas estrechas, menos desarrolladas que las de sus compañeros, como si la naturaleza aún no le hubiera asignado un sexo concreto. Y feo por la galería de muecas, inacabable, que podían adoptar sus facciones de murciélago. Los otros sólo se me acercaban en masa, amparándose en el número. Él no. Muy a menudo desfilaba ante mí. Se movía con paso firme, alzando codos y rodillas con petulancia marcial. Yo le ignoraba. A mis desprecios replicaba acercando su boca a mi oreja, donde soltaba discursos. En estos casos lo mejor era cogerlo por los hombros y hacerle girar el cuerpo ciento ochenta grados. Se iba por donde había venido con el estilo de un muñeco de cuerda. Pero en cierta ocasión se excedió.
Una tarde estaba sentado en el granito, cosiendo un jersey que ya estaba terriblemente remendado. Los niños se habían sumergido. Todos menos el triángulo. Cada mañana era el primero en aparecer y cada tarde el último en retirarse. Vino a hurgarme en la oreja. Yo no era ningún artista de la aguja y aquellos volúmenes nerviosos se convertían en una molestia añadida. De repente noté que se agarraba a mi cuerpo. Manos y pies me rodeaban pecho y cintura. Es más: me atrapó la oreja con los labios y empezó a lamerme el lóbulo. Recibió un coscorrón instantáneo, por supuesto.
Dios mío, qué llantos. El triángulo corría y lloraba, entre unos graznidos espantosos. Al principio no pude contener la risa. Enseguida me arrepentí. Era fácil adivinar que no era una criatura como las demás. Corrió, llorando, hasta la costa norte, pero se detuvo ante la primera ola. Como si de golpe recordase que en esa dirección no iba a encontrar refugio ninguno. Sin perder ni un instante, siempre llorando a gritos, se dirigió a la playa sur. Esta vez ni siquiera se acercó a la orilla. Los llantos se habían mezclado con gemidos de desconsuelo; el triángulo daba vueltas como una pequeña peonza.
A veces la compasión se nos aparece como un paisaje detrás de la última colina. Me pregunté si aquel mundo submarino debía ser tan distinto del nuestro: sin duda tenían padres y madres, y la existencia del triángulo demostraba que también tenían huérfanos. No pude soportar sus llantos. Lo cargué al hombro, como un saco. Lo llevé al granito y seguí cosiendo. De nuevo se agarró a mi cuerpo y me lamió la oreja, y así se durmió. Yo simulé indiferencia.
Sabía que aquella paz sólo era una tregua precaria, cada hora sin disparos ni aullidos, una prórroga impagable. Y, sin embargo, cuantos más días y más noches transcurrían más lejos se me antojaban los citauca. Todos mis esfuerzos iban dirigidos a no pensar en lo que tarde o temprano debía suceder, fuese lo que fuese. He aquí una muestra de esa debilidad humana que consiste en concebir una esperanza y enunciarla hasta el infinito, de manera que la propia reiteración hace que el deseo se confunda con la realidad.
Cada vez había más síntomas de que el invierno antártico daba paso a una primavera salvaje. Los días nos sonreían más rato; cada jornada la luz ganaba unos minutos felices a la oscuridad. Las nevadas ya no eran tan intensas; los copos de nieve cada vez eran menos vigorosos. A veces no se podía decir si nevaba o llovía. La niebla no nos abrazaba casi nunca. Ahora las nubes estaban mucho más altas. También hacían mucho más ruido, sí.
Renuncié a compartir las guardias nocturnas con Batís. No era necesario. Pero sabía que no era un tiempo regalado: más allá de poner de manifiesto una tregua, la presencia de los niños ofrecía a los dos bandos un tiempo de distensión. Se lo dije:
—No nos atacarán, Caffó. Los niños son nuestro escudo, aval y garantía. Mientras sigan ahí fuera no nos atacarán. Ni de día ni de noche. Descanse.
Él contaba balas y les sacaba brillo.
—Tendremos que empezar a preocuparnos la mañana que no regresen a la isla. Ese día quizá sí pase algo. Aunque no sé el qué.
Abría el pañuelo de seda, contaba las balas y otra vez rehacía el nudo. Me trataba como si nunca hubiera entrado en su faro.
Una vez que toleré que el triángulo se me acercara, ya no pude sacármelo de encima. Dormía cada noche conmigo, muy al margen de nuestros dramas. Era un manojo de nervios, se movía bajo las mantas como un ratón gigante. Tardaba mucho en calmarse. A última hora me chupaba la oreja y se dormía agarrado a mi cuerpo, en postura fetal y emitiendo por la nariz unos ruiditos de cañería embozada.
Una mañana nos encontrábamos en el exterior del faro. Jugaba con el triángulo y Aneris. Nos lanzábamos bolas de nieve y nos reíamos como criaturas. Llegó Caffó. Parecía un cuervo mojado. Su abrigo largo y negro, su barba y sus cabellos, también negros, contrastaban vivamente con la blancura de la nieve. Llevaba el fusil, el arpón, troncos que sostenía con ambas manos. Llevaba un peso que sería difícil de describir. Más por instinto que por maldad, puso fin a nuestros juegos. Con una violencia desaforada amenazó con un palo al triángulo, que huyó menos atemorizado que colérico, y se llevó a Aneris al faro.
De algún modo intuía los peligros de aquella actividad, en apariencia inocua. Jugábamos, nada más, pero jugábamos. Y el juego, por inocente que sea, pone al descubierto igualdades y afinidades, porque cuando jugamos con alguien no existen las fronteras, ni las jerarquías, ni las biografías; el juego es un espacio de todos y para todos. Y algo tan simple y amigable, naturalmente, agredía a Batís Caffó.
Antes de que se fuera le lancé una bola de nieve, que se le clavó en la nuca:
—Venga, Caffó, un poco de alegría —dije—. A lo mejor hasta saldremos de ésta.
Me bastó la mirada que se dedica al militante revisionista. Una segunda bola de nieve habría sido auténticamente peligrosa.
Antes de que me diera cuenta, sin proponérmelo, ya había adquirido unos hábitos. Llegaba un nuevo día. Con el primer rayo el mundo inferior y el superior se separaban después de una lucha encarnizada. Más de una vez habíamos sufrido sorpresas de última hora. La isla era naturaleza casi muerta. Sin insectos, sin pájaros, todos los sonidos ajenos a nuestra actividad provenían del mar o del aire. Batís y yo odiábamos la tranquilidad atmosférica. Los días de bonanza, sin vientos y con el mar en calma, nuestros nervios sufrían una prueba suplementaria. Nos constaba que cualquier rumor provenía de los citauca y eso hacía que a la menor sospecha disparásemos bengalas. Pero ahora mi perspectiva se movía. Tuve que hacer un esfuerzo para recordar una vida anterior, cuando el silencio no era ninguna amenaza. La luz se apropiaba de la isla. Los niños emergían y empezaban a jugar por las proximidades del faro. Y Batís se recluía en su fortín como un elefante que huye de los mosquitos. Era su manera de volver la espalda a la realidad.
El triángulo se había ganado favores de príncipe. Se me colgaba del pecho y de los hombros a discreción. Costaba de entender: durante meses habíamos mantenido los citauca lejos del faro, a cañonazos. Pero no podía sacarme de encima a una criatura que no me llegaba ni al ombligo.
Tenía el carácter alocado de los que no dosifican las energías. Durante el día encabezaba las hordas de pequeños citauca arriba y abajo de la isla. Cuando los otros niños se marchaban se dejaba caer de cansancio, sin preocuparse por las incomodidades del terreno. Al final del día lo recogía de debajo de un árbol, o de un hueco en el granito, y lo llevaba a mi colchón. No sé por qué lo tapaba con una manta. Los citauca parecían indiferentes al frío y al calor. Aun así, lo tapaba.
La puesta de sol era toda mía. Tenía la costumbre de descansar en la playa que un día me vio llegar. Gracias a la calita las olas llegaban más sosegadas. La Antártida era el escenario y yo tenía mi asiento en un palco privilegiado. La frontera de los hielos perpetuos comenzaba más de cien millas al sur, pero el continente helado tenía tanta fuerza escénica que podía disfrutar de él desde allí. Cuando el sol moría, fuegos artificiales se esparcían por el horizonte. Relámpagos de azufre y hachas de oro primaverales actuaban para mí. Rayos de color naranja y violeta se peleaban como serpientes aéreas, enredándose entre sí. Con el último resplandor de luces me obligaba a urdir una ficción. Quería imaginar que los citauca me hablaban y que, por medio de la marea en retirada, murmuraban: No, hoy no, tampoco hoy nos mataremos. Después regresaba al faro para pasar la noche.
La nieve se fundía, pero mi alianza con Batís se congelaba. A esas alturas el único factor que nos mantenía unidos era, curiosamente, la meteorología. Mientras el asedio de los citauca nos asfixiaba, no pensábamos en otros riesgos, más aleatorios; un cuerpo atacado a la bayoneta no tiene tiempo para inquietarse por un posible ataque de apendicitis. Pero con los citauca fuera de escena, y con la primavera cayendo sobre nosotros con brutalidad antártica, las tormentas se hacían eternas. Cuando tronaba nos sentíamos como si nos bombardease la artillería. Las paredes del faro temblaban. Las troneras se iluminaban con una luz continua. Los rayos llenaban el horizonte en forma de raíces gigantes. Dios mío, qué rayos. No lo confesábamos, pero nos moríamos de miedo. Aneris no. Posiblemente no captaba la dimensión real del riesgo. Ella no sabía que los constructores nunca se tomaron la molestia de instalar el pararrayos. Nosotros sí. En cualquier momento podíamos ser fulminados, como hormiguitas bajo la lupa de un niño sádico. Y así, mientras Aneris mantenía una indiferencia extática, Batís y yo agachábamos la cabeza y murmurábamos oraciones como esos míticos hombres prehistóricos, impotentes ante los elementos.
Pero esta solidaridad no iba más allá de los ratos de angustia compartida. Ahora, cuando Batís se retiraba a su habitación con ella, tenía que acallar mis sentimientos. A menudo no podía dormir en toda la noche. Alrededor del faro retumbaba la voz ronca de Batís, martirizando a su esclava. Le profesaba una animadversión genuina. Hacía esfuerzos heroicos por contener el impulso de subir las escaleras y llevarme a Aneris de aquella cama grasienta. Esos días me hubiera sido infinitamente más fácil disparar contra Batís que contra los citauca. Él no lo sabía, pero el cartucho de dinamita más inflamable que había extraído del barco portugués era yo. Ahora cada noche se encendía mi mecha, y yo no sabía cuán larga sería. Porque mi apasionamiento por ella se estaba haciendo más grande que la propia isla que lo contenía.
La virtud de algunas músicas consiste en que no nos dejan pensar. Que Aneris encarnaba una de esas músicas era seguro. Sólo se podía discutir si hubiera sido posible resistirse a ella. Se entendían los motivos de Caffó para cubrirla con un trapo cualquiera: su visión volvería loco al monje más casto. El jersey que llevaba era más ofensivo que nunca. Aquella prenda de lana deshilachada, llena de agujeros, que un día fue blanca y que ahora había mudado a un color a medio camino entre el gris y el amarillo. Y ahora, a espaldas de Batís, se desprendía de ella muy a menudo. La desnudez era su estado natural y se movía con una admirable falta de pudor; no conocía esta palabra. Tenía mil ángulos, nunca me cansaría de admirarla. Cuando caminaba desnuda por el bosque. Cuando se sentaba sobre el granito con las piernas cruzadas. Cuando subía las escaleras del faro. Cuando tomaba nuestro sol triste en el balcón, con espíritu de lagarto, inmóvil, la cara al cielo, el mentón hacia arriba y los ojos cerrados. Hacía el amor con ella siempre que podía.
Con Batís reducido a la condición de un presidiario con fusiles, y con los citauca lejos del horizonte inmediato, las ocasiones abundaban: a pesar de que la esclavizaba más que nunca, el criterio de Caffó para retenerla o desentenderse de ella era muy errático. De noche ella sufría, de día se aburría. Lo vi algunas veces. Cuando no tenía más remedio que subir al piso, más lóbrego que nunca, para engullir alguna vianda. Mientras Batís escudriñaba el exterior Aneris se dedicaba a poner orden. Tenía un concepto muy peculiar de la disciplina de los objetos. Para ella los estantes eran lugares inseguros, y los evitaba. Se empeñaba en disponer las cosas a ras del suelo, muy juntas y con piedrecitas encima.
Los días que la liberaba nos escondíamos de Caffó por los rincones del bosque. Los niños nos vieron juntos en algunas ocasiones, y la verdad es que no nos hacían demasiado caso. Como todo el mundo sabe, a los niños se les ven los pensamientos. Y también es cierto que su tolerancia se basa en lo que ven, no en lo que creen. Nada les resulta extraño, sólo nuevo. Cuando podía, a hurtadillas, observaba las relaciones de Aneris con los niños: prácticamente no existían. Más bien los trataba como a una molestia añadida. Podrían ser la correa de transmisión entre ella y los suyos, podrían llevarle saludos y noticias. No aparentaba el menor interés. Los ignoraba como nosotros ignoramos a las hormigas. Un día la vi riñendo al triángulo. Si los niños ya eran pesados, el triángulo valía por varios de ellos juntos. Ella lo echaba, pero él, como siempre, regresaba, como si un defecto en el oído le impidiera entender las palabras desagradables. Para mí, éste era su mayor mérito; para ella, el defecto más intolerable. Pero cualquiera habría podido ver que tanta animadversión no iba dirigida contra una pobre criatura, sino contra terceros. Yo había renunciado a los míos, ella a los suyos. Eso era todo. La única diferencia era que Aneris tenía a los citauca más cerca que yo a los humanos.