Authors: Albert Sánchez Piñol
Se me acabó una botella. Las guardábamos en un gran baúl reconvertido en bodega, que teníamos en el piso de los focos. Podían volver a la carga esa misma noche, y sin embargo no me importaba emborracharme. Pero cuando me dirigía a las escalerillas me lo pensé mejor. La saqué de su escondite, arrastrándola por un pie. Hice que se levantara, luego la tumbé de un bofetón, tan fuerte que al día siguiente todavía tenía la palma roja. Ella no se movió del suelo, acurrucándose y llorando.
Dios mío, cómo la deseaba. Pero aquella noche la peor ofensa que podía hacerle era no tocarla.
Estuve borracho tres días y tres noches. O tal vez fueron más. El alcohol y el tiempo jugaban al escondite. La ebriedad era un lugar donde las ocurrencias giraban en espiral. Y nada más. Bebía y así vivía detrás del telón, como si la función no hubiera de empezar nunca. A veces, cuando el sol se iba, intentaba defender el balcón. Lo único que conseguía era dormirme entre vapores etílicos. Por las mañanas tenía los dedos de un violeta oscuro. En una ocasión el contacto con el hierro del gatillo estuvo a punto de obligarme a la amputación del índice. Sólo seguía vivo porque los citauca estaban planificando muy bien su último ataque; sólo vivía gracias al respeto adquirido a tiros. Qué consuelo más triste.
Pero la ebriedad me ofrecía más ventajas que inconvenientes. Sobre todo: la sensación de que deseaba menos a Aneris. También yo la vestí, a fin de ahorrarme aquella desnudez deslumbrante. Un jersey de lana negra, con unos grandes parches de tela de saco. Las mangas eran más largas que los brazos, y la pieza la cubría hasta las rodillas. Cuando estaba cerca de mí, a veces, le daba patadas sin moverme del asiento.
Y sin embargo, qué pretensiones tan infructuosas. Mis escarnios sólo afirmaban un poder falso, más frágil que el de un imperio defendido por murallas de humo o soldaditos de plomo. Cuando estaba demasiado borracho, o demasiado poco, se desmoronaban todos los artificios. Ella no se oponía a mis ataques. ¿Por qué debería hacerlo? Cuanto más aparentaba un dominio absoluto, más relucían mis miserias. Cada vez que la poseía confirmaba que vivía en un presidio, con desiertos en lugar de barrotes. Y ojalá me guiara la mera concupiscencia. La mayoría de las veces, antes de que nada se consumase, me interrumpía un llanto patético. Sí, fueron más de tres días de borrachera, muchos más.
La última de esas mañanas Aneris tuvo el atrevimiento de despertarme. Tiraba de uno de mis pies con todas sus fuerzas, pero apenas logró que abriera un ojo. Bajo la carne de la nariz se me había instalado un dolor que ya me resultaba familiar, consecuencia de mis excesos con la ginebra. Respiraba azúcar. Incluso medio inconsciente fui capaz de hacer un cálculo: ignorarla me supondría menos incomodidades que el esfuerzo de rechazarla. Pero insistió, esta vez con un tirón de mis cabellos. El dolor se confundió con la rabia y traté de golpearla, ciego aún. Ella me esquivaba con unos ruiditos de telégrafo excitado. Lancé una botella contra sus formas inquietas, y luego otra. Al final huyó por la trampilla y yo caí en uno de esos sopores tan amargos y tan desagradables.
No podía dormir ni despertarme del todo. ¿Cuánto tiempo perdí en aquel estado desvalido? Mi cerebro era una plaza pública atestada de profetas y demagogos. Las ideas claras se mezclaban con futilidades inimaginables, sin ninguna jerarquía, y no podía discernir las unas de las otras. Poco a poco se impuso el razonamiento, elemental, de que Aneris debía de tener motivos muy serios para molestar a un borracho tan irascible.
El alba apuntaba por el balcón con una timidez inteligente, como si el sol descubriera la isla por primera vez. Ahora podía oírlos, en el interior del faro, ahí abajo. Una cacofonía de son¡dos que subía por las escaleras. La parte de mí que más se resistía era la boca. Hilaba palabras como un moribundo: fusil, candado, bengala. Pero no hice nada. Sólo podía mirar la trampilla, sometido a una rara hipnosis.
Un brazo abrió la trampilla. Dos cintas doradas en una bocamanga. Después apareció una gorra de capitán con las insignias de la República francesa. Y luego unos ojos nada amistosos, de ideales intolerantes, con una nariz larga y carnosa flanqueada por dos patillas rubias, también muy largas. La boca fumaba un habano. El individuo entró sin reparar especialmente en mi persona. Estaba casi dentro de la habitación cuando una botella que llevaba en el bolsillo del gabán hizo que se quedara encallado. Lo resolvió bramando:
—¡Técnico en señales marítimas! ¿Se puede saber por qué no contesta cuando se le llama? ¿Qué ha pasado en este islote del demonio? ¿Cuál ha sido la catástrofe? ¿Un terremoto? Creía que ésta no era tierra sísmica.
Lucía una barba de papel de lija que lo degradaba. La casaca azulada estaba consumida por una legión de roedores, como si hiciera años que no pisaba un puerto para sustituir el vestuario. En conjunto, su aspecto parecía el de un desertor de la armada que ha optado por la piratería. La tripulación apestaba a desinfectante de cuartel y a cosas peores. Eran marineros de colonias, la mayoría asiáticos o mestizos. Cada uno llevaba unas pieles diferentes, ningún uniforme regular, y eso les daba un aire de mercenarios. Ellos nunca entenderían la conmoción que generaba en mi interior su simple presencia. Hacía más de un año que vivía aislado del mundo; mis sentidos se habían acostumbrado a las reiteraciones. Y de repente me inundaban docenas de caras nuevas, de voces chillonas, de olores olvidados. Por propia iniciativa empezaron a revolver la habitación con el propósito de saquearla. Entre ellos destacaba uno muy joven, indudablemente semita, cabellos de rizos negros y gafas de hierro. Éste se abstenía de cualquier ambición. No era marinero y vestía mejor que los demás. Ropa de oficina, poco o nada adecuada para la vida marítima. Una cadenita que desaparecía en el bolsillo del chaleco hablaba de un reloj escondido. Los otros mostraban esas facciones que se van grabando con el ejercicio constante de la indisciplina. El judío, en cambio, tenía la cara melosa de quien ha leído demasiados libros sin sustancia. Tosía mucho.
—¿Con quién hablo? ¿Cuál es su grado? —me interrogó el capitán—. Mudo, herido, enfermo, ¿no me entiende? ¿Qué idiomas entiende? ¿Cómo se llama? ¡Conteste! ¿O es que se ha vuelto loco? Claro, loco... —Se interrumpió para olfatear el aire—. ¿De dónde viene este hedor? Si los peces sudaran tendrían este olor, toda la casa desprende este olor.
Algunos marineros se rieron. Se reían de mí. Habían descubierto que bien poco podían robarme y ahora me dedicaban más atención. El judío hojeaba unos papeles oficiales y muy gastados, y mientras los leía dijo:
—Antes de salir de Europa pedí al Ministerio una copia del registro internacional de destinos ultramarinos. Aquí figura un tal Caffó, Batís Caffó. —Levantó los ojos, dudando—. O eso parece.
—¿Caffó? ¿Técnico en señales marítimas Caffó? —preguntó el capitán.
—Lo supongo, pero no estoy seguro —reconoció el judío, ajustándose las gafas—. En el listado público es el único nombre que aparece. Pero no especifica nacionalidad ni cargo. Ni siquiera consta qué organismo lo envió, cuándo y con qué misión concreta. Sólo dice que tenía esta isla por destino. La culpa la tiene la corporación naviera, que se reserva el derecho a transmitir a las administraciones públicas el listado de técnicos expatriados. Lo hace de mala gana y mal. Cuando vuelva, protestaré. Esta política sólo perjudica a sus propios empleados. Es decir, a mí. ¡Parece mentira! Todos los países se comunican los datos de las estaciones internacionales y, en cambio, la corporación oculta los nombres que le conviene. ¡Y estamos hablando de un misérrimo observatorio meteorológico!
Pero los intereses del judío y el capitán eran muy distintos, una alianza momentánea. Y el capitán era un hombre práctico. Los detalles no le interesaban, e insistió:
—Técnico en señales marítimas Caffó: este hombre viene a sustituir al anterior oficial atmosférico. Pero no sabemos dónde está. Si no nos da una respuesta satisfactoria, tendremos que deducir que usted es el responsable de su desaparición. ¿Entiende de qué se le acusa? ¡Conteste! ¡Conteste, demonios, conteste! La casa del oficial atmosférico es vecina del faro y esto es un islote. ¡A la fuerza tiene que saber usted qué ha sido de él! ¿Cree que estos trayectos son una ganga? Partí de Indochina en dirección a Burdeos, pero la corporación me ha obligado a desviarme mil millas náuticas para recoger a un hombre. Sólo uno. Y ahora resulta que no lo encuentro. Aquí, precisamente aquí, ¡una isla donde cabe menos tierra que en un sello de correos!
Me miró con furia, esperando que la energía de sus ojos me intimidara o que el silencio sostenido me obligase a hablar. No consiguió ni una cosa ni otra. Hizo un gesto de rendición con la mano. Buena parte de su autoridad se basaba en la relación que mantenía con el puro. Despidió un humo tan denso que hubiera podido masticarlo. Se dirigió al joven judío:
—Los silencios acusan a sus propietarios. Me lo llevaré para que lo cuelguen.
—Los silencios también pueden ser una gran defensa —dijo el joven, que hojeaba un libro—. Recuerde, capitán, que recibió el encargo de transportarme porque el barco que tenía que llevarme sufrió los efectos de ese tifón. Nos hemos retrasado meses enteros. ¿Quién sabe cómo encajó la soledad el anterior oficial atmosférico? Y si ha sucedido algún tipo de desgracia, este hombre tiene más aspecto de testigo que de responsable.
De repente el capitán dirigió su atención a un marinero asiático que aún removía cajones. Antes de que el marinero se diera cuenta ya había recibido tres puñetazos en la nuca. El capitán le cogió una pitillera de plata robada. La examinó con severidad, sin sacarse el puro de los labios, y acto seguido la hizo desaparecer por las profundidades de su gabán. El chico judío ni se inmutó. Debía de estar acostumbrado a aquellas escenas. Me dijo, muy ceremonioso, acercándome el libro de Frazer:
—¿No ha disfrutado de ninguna otra lectura en todo este tiempo? Ha de saber que la república de las letras ha cambiado de rumbo. Ahora se invocan principios intelectuales más elevados.
No. Se equivocaba. Nada había cambiado. No tenía más que mirar a aquellos hombres sucios, que invadían el faro como una horda de clientes de prostíbulo. Unos hombres que, mientras él hablaba de las cimas del intelecto, mancillaban y corrompían todo lo que tocaban. Mirarme a mí, un hombre que no temía que lo colgasen, que temía mucho más vivir junto a aquellos hombres. Un hombre que había preferido el destierro al desorden, y que ya no sería capaz de resistir el viaje inverso. Pobre chico. Desbordaba suficiencia. De haber tenido una balanza, le habría desafiado a que pusiera todos sus libros en un platillo y a Aneris en el otro.
Naturalmente, las amenazas del capitán eran fatuas. Yo sólo significaba un estorbo y como tal fui tratado. En un determinado momento se sacó la gorra y empezó a gritar. Fustigaba a sus hombres a golpes de gorra en una mezcla de francés y chino, o lo que fuese, y antes de que me diera cuenta ya se habían marchado. Pude oírlos por las escaleras del faro. Las órdenes, las maldiciones y los insultos se mezclaban alegremente y a partes iguales. Después, nada. Tal como habían venido se habían ido. El mar estaba más agitado que de costumbre; algunas olas golpeaban el faro con un ruido de piedra contra piedra. Otras hacían pensar en el rugido de un león. Mucha gente ha visto un fantasma, pero yo tenía la impresión de ser el primero a quien visitaba un grupo entero. O tal vez fuese yo, el fantasma.
En todo el día no me moví del balcón. El objeto real de mi atención era mi propia curiosidad. Hacía tanto tiempo que no veía a un grupo de hombres, que todos los movimientos me resultaban insólitos. Antes de irse repararon la casa del oficial atmosférico. Lo hacían con desgana, forzados por las órdenes del capitán. Cuando el viento me era propicio podía oír el ruido de herramientas y la voz furibunda del hombre. Pero tampoco él lo hacía de buena gana. Los improperios le salían demasiado teatrales, un compromiso entre su cargo y su deseo de embarcarse tan pronto como pudiese. Vi una pequeña columna de humo, también figuras humanas. Ahora el capitán, más que fumar, bebía. Apenas hacía caso de todo lo que el joven judío le sugería. Bebía directamente de una petaca, dando la espalda al judío cuando éste le insistía demasiado. Quería irse de allí.
¿Qué son nuestros sentimientos? Noticias que nos hablan de nosotros mismos. Las chalupas abandonaron la playa antes de que oscureciera, y yo no sentía nada, nada, ni siquiera nostalgia. El barco se hundía por el horizonte. De la chimenea del oficial atmosférico salía humo. Detrás de mí, la trampilla se abrió con un chirrido. No necesitaba volverme para saber que era ella. A saber dónde se había escondido.
Me recuperé comiendo habas de lata. Daba chasquidos con la lengua y Aneris me obedecía de inmediato. Quitó la mesa, y se desnudó a toda prisa. A su manera estaba contenta. Supongo que la borrachera había sido un imprevisto desorientador. Pero no. Allí me tenía, fiel y sin exigirle más de lo que quería darme. Yo también me desnudaba. Me estaba sacando el último jersey cuando ella cambió de postura. Hace una mueca eléctrica. Se sienta con las piernas cruzadas. Canta hablando, o habla cantando.
La sangre me volvía a circular por las venas. Asegurar el blindaje de la puerta, encender las luces del faro, distribuir la escasa munición que me queda. Quiero tener una bengala cerca, Dios mío, me quedan muy pocas. ¿Todo en orden? Sí, y no. Todo estaba en orden, sí. Las cosas estaban tan bien ordenadas que ya no me necesitaban.
Los citauca invadieron la isla por la costa este y oeste simultáneamente. Se trataba de dos pequeños grupos que antes del asalto se reunían en el bosque. Se acercaron al faro, a saltitos. A veces los focos iluminaban un par de ojos. Algunos los tenían de color verde metálico. Mientras les apuntaba me vino a la memoria un viejo manual de la lucha guerrillera: los insurgentes sólo atacarán una posición fortificada con superioridad numérica y de noche, siempre, especialmente en caso de inferioridad de armamento. Y si pueden escoger entre dos posiciones enemigas optarán, siempre, por la menos fortificada. Puede parecer puro sentido común, pero a los guerrilleros vocacionales les hacen falta grandes lecciones de sentido común.
Se desvanecieron, y un minuto después aullaban en el otro extremo de la isla. El orden de las cosas ya no reclamaba a aquel hombre —a mi persona—, que limpiaba tranquilamente su fusil mientras oía disparos. A aquel hombre que se hacía el sordo mientras otro ser humano luchaba por su vida, allí, a la vuelta de la esquina. Y bien mirado, ¿qué debería haber hecho? ¿Comunicarle al capitán francés que nos asediaban miles de citauca? ¿Salir del faro, en mitad de la noche? Al menos conté nueve disparos. Lo único que pensé fue que debería estar prohibido malgastar munición de un modo tan estúpido.