Read La práctica de la Inteligencia Emocional Online
Authors: Daniel Goleman
Tags: #Autoayuda, Ciencia
—A veces he pensado en ello, pero no puedo hacerlo porque en mi contrato hay una cláusula de silencio. Para ello tendría antes que abandonar la empresa y luego poder demostrar mis afirmaciones en los tribunales, lo cual sería una auténtica pesadilla.
Cuando nuestro avión se preparaba para el aterrizaje, la mujer parecía simultáneamente aliviada y nerviosa por lo que acababa de revelarme, tan nerviosa que ni siquiera quiso decirme cómo se llamaba ni cuál era el nombre de su empresa. No obstante, tomó nota de mi nombre y número de teléfono, diciéndome que tenía más cosas que contar y que ya me llamaría.
Pero nunca lo hizo.
La Ethics Officers Association encargó una investigación sobre 1.300 trabajadores de todos los niveles en empresas estadounidenses, efectuando el sorprendente hallazgo de que más de la mitad admitieron haber llevado a cabo en algún momento práctcas poco éticas.
Para la mayor parte de las personas, los quebrantamientos menores de la confianza o de los códigos éticos —como llamar al trabajo alegando estar enfermo o apropiarse de algún suministro del almacén de la empresa— parecen carecer de importancia. Pero el 9% admitieron haber mentido o engañado en alguna ocasión a un cliente, el 6% reconoció haber falseado informes o documentos, un 5% admitió haber mentido a sus superiores sobre cuestiones importantes o haber ocultado información crítica y un 4% admitió haberse arrogado el protagonismo de una idea o un trabajo ajenos. Sin embargo, algunas de las infracciones eran muy serias: el 3% había infringido las normas de derechos de autor o de software, el 2% había llegado a falsificar el nombre de alguien en un documento y, por último, el 1 % había rellenado con información falsa los formularios de la declaración de renta.
Por otro lado, un estudio efectuado con contables que trabajaban en una de las firmas norteamericanas más importantes sacó a relucir que una de las cualidades que distinguían a estas personas era una virtud que podríamos llamar "osadía", una cualidad que les llevaba a defender a sus clientes ante las presiones de su propia empresa. Y los mejores de todos ellos tenían el valor de rebelarse incluso contra una ostensible resistencia de su empresa arriesgándose a perder algún negocio al insistir en que se hiciera lo correcto, una postura que requiere, en suma, una integridad y confianza en sí mismo a toda prueba. (Pero este descubrimiento tiene una doble vertiente porque, si bien unos pocos contables muestran esta clase de atrevimiento, la mayor parte, en cambio, carece de ella.)
El control de los impulsos: una adecuada estrategia emocional
• Cierto interventor fue despedido porque acosaba sexualmente a las mujeres que trabajaban con él. Al mismo tiempo, también se mostraba muy agresivo con el resto de los empleados.
• Un ejecutivo era naturalmente extravertido, locuaz, amistoso y espontáneo, pero su incapacidad de controlarse acabó provocando su despido por revelar secretos de la empresa.
• El director de una pequeña industria fue acusado de comportamiento delictivo en el manejo de los fondos de la empresa. Había contratado a un asesor financiero (un cómplice, en realidad) con el que compartía tanto la falta de escrúpulos como la escasa comprensión de las consecuencias de sus acciones.
Todos estos ejemplos de carreras truncadas proceden de los archivos de una empresa de consulting que se había ocupado de valorar la actuación de 4.265 trabajadores de todos los niveles que mostraban escasa o nula capacidad para posponer la gratificación y algún tipo de carencia en el control de su impulsividad que les impedía darse cuenta de las consecuencias de sus actos y asumir la responsabilidad de sus palabras o de sus acciones.
La empresa que llevó a cabo el estudio del autocontrol en el entorno laboral, recomendaba que «
sería conveniente, pues, rechazar a aquellos candidatos que, en el proceso de selección, demuestren tener un escaso autocontrol puesto que, en tal caso, las probabilidades de que acaben ocasionando algún tipo de problema son muy elevadas».
(Debemos subrayar, no obstante, que un bajo control de los impulsos no tiene por qué suponer la muerte de nuestra carrera profesional, ya que el control de la impulsividad puede aprenderse.)
El autocontrol es sumamente valorado hasta entre los jugadores de fútbol americano, cuya misma actividad parecería exigir una cierta dosis de agresividad natural. En un estudio llevado a cabo con más de 700 jugadores — tanto procedentes de la liga universitaria como de la profesional—, los más valorados por sus entrenadores por su mayor motivación, habilidad, capacidad de liderazgo y predisposición a aprender, eran también los que exhibían un mayor grado de autocontrol. Por su parte, los que mostraban un bajo nivel de autocontrol fueron definidos como individuos poco respetuosos por sus compañeros o entrenadores, incapaces de escuchar y obedecer una orden, poco responsables con sus compromisos, "insultan" a sus contrincantes y suelen ser excesivamente violentos en el campo de juego. Uno de los dos jugadores de fútbol que obtuvieron la menor puntuación en el tema del autocontrol del estudio citado al comienzo de este párrafo fue descubierto utilizando drogas mientras que el otro no dejaba de molestar a sus compañeros de equipo durante los entrenamientos.
Una cualidad silenciosa: la integridad
En cambio, las muestras cotidianas de la responsabilidad —
puntualidad, precisión, autodisciplina y cumplimiento de sus obligaciones
— constituyen el rasgo distintivo de las personas que, en suma, hacen que las cosas sigan funcionando. Se trata, en definitiva, de trabajadores escrupulosos que cumplen las normas, colaboran y se preocupan por las personas con quienes trabajan, ayudando a los recién contratados o poniendo al día a los que regresan después de una ausencia, acuden puntualmente al trabajo, jamás hacen mal uso de las bajas por enfermedad y siempre terminan su trabajo en el tiempo previsto.
La responsabilidad constituye el componente fundamental del éxito en cualquiera de los campos.
Los estudios realizados sobre la eficacia laboral en la práctica totalidad de las profesiones —desde el trabajo semicualificado hasta las ventas y la gestión empresarial— demuestran fehacientemente que la eficacia depende, en gran medida, de la responsabilidad. Se trata de una cualidad especialmente importante para sobresalir en el desempeño de aquellos trabajos que se hallan en los niveles más bajos de una empresa como, por ejemplo, el mensajero que jamás extravía un paquete, la secretaria que toma impecablemente los recados o el repartidor que siempre llega a tiempo.
Los agentes de ventas de una gran empresa estadounidense de electrodomésticos que fueron más escrupulosos también fueron los que obtuvieron un mayor volumen de ventas. La responsabilidad nos brinda, asimismo, una protección en el convulso mercado laboral de hoy en día, ya que los empleados que poseen este rasgo suelen ser los más valorados. Así pues, cuando cierta empresa se vio en la necesidad de remodelar su plantilla, el grado de responsabilidad de los vendedores fue tan decisivo a la hora de efectuar la selección como su volumen de ventas.
Las personas responsables se hallan nimbadas de un aura que les hace parecer mejores incluso de lo que realmente son. Es como si la confianza cosechada modificara la valoración de sus superiores, mereciendo una cualificación más elevada de lo que permitiría predecir la simple estimación objetiva de su rendimiento.
Pero,
a falta de empatía o de habilidades sociales, la responsabilidad también puede acarrear serios problemas.
Las personas poseedoras de esta cualidad exigen mucho de sí mismas y pueden empeñarse también en que los demás se adapten a su modo de trabajar y mostrarse sumamente críticos con quienes no lo consiguen. Por ejemplo, los trabajadores más escrupulosos de las fábricas de la Gran Bretaña y los Estados Unidos tendían a criticar a sus compañeros por los errores más triviales, algo que sólo contribuía a hacer más difíciles las relaciones.
Cuando la eficacia, por último, adopta la forma de una ciega conformidad a las expectativas, puede convertirse en un serio obstáculo para la creatividad.
En profesiones creativas como el arte o la publicidad, la espontaneidad y la apertura a las ideas aparentemente descabelladas resultan fundamentales. El éxito en este tipo de actividades exige, sin embargo, cierto equilibrio porque, a falta de la suficiente responsabilidad para llevar a la práctica sus ideas, las personas acaban convirtiéndose en meros soñadores, sin nada realmente creativo que aportar.
INNOVACIÓN Y ADAPTABILIDAD
Permanecer abierto a las ideas y los enfoques nuevos y io suficientemente flexibles como para responder rápidamente a los cambios
Las personas dotadas de esta competencia_
Para la innovación
• Buscan siempre nuevas ideas de una amplia variedad de fuentes_
• Aportan soluciones originales a los problemas_
• Adoptan nuevas perspectivas y asumen riesgos en su planificación
Para la adaptación
• Manejan adecuadamente las múltiples demandas, reorganizan prontamente las prioridades y se adaptan rápidamente a los cambios_
• Adaptan sus respuestas y tácticas a las circunstancias cambiantes_
• Su visión de los acontecimientos es sumamente flexible
Fue algo muy sutil pero, a mediados de la década de los 70, se produjo un cambio en el modo en que los directivos de Intel eran tratados por sus colegas japoneses ya que, si bien hasta entonces les habían tratado con un máximo de deferencia y respeto, ahora daba la vaga impresión de que estaban siendo considerados con una ironía desacostumbrada. Definitivamente, algo había cambiado.
Pero los informes que se recibían de primera línea no hacían sino presagiar la inminente supremacía nipona en el mercado de los chips informáticos, el principal negocio de Intel por aquella época. La historia nos la cuenta Andrew S. Grove, expresidente de Intel a modo de ilustración de lo difícil que puede resultar para los ejecutivos adaptarse a los cambios.
La cúpula directiva de Intel —confiesa Grove— tardó todavía varios años en percatarse de que la industria japonesa de precisión había estado perfeccionándose para batir a Intel en su propio terreno la fabricación y venta de chips de memoria.
Aquél fue un período en el que las circunstancias cambiantes dieron al traste con una estrategia hasta entonces victoriosa, una época crucial para la historia de la empresa que Grove calificó de «travesía del desierto» y que, si la empresa no hubiera reaccionado a tiempo reorganizando su estrategia mientras aún disponía de la fortaleza y los elementos necesarios para readaptarse, la hubiera abocado irremediablemente a su muerte.
Las competencia, emocionales de los directivos —es decir, su flexibilidad, capacidad de aceptar la nueva información (por más desagradable que ésta pueda ser) y una pronta capacidad de reacción sin caer en la defensa a ultranza de sus errores— resultan imprescindibles para superar aquellas situaciones en las que está en peligro la supervivencia de la empresa.
Lo más frecuente, sin embargo, es la inercia organizativa, una inercia que hace que los ejecutivos interpreten erróneamente los signos que presagian los cambios —o bien teman asumir sus consecuencias— aun cuando éstos resulten ya evidentes.
La creencia dominante en Intel en 1980 —una época en la que las ventas anunciaban una caída en picado hasta la cota del 3% de su volumen de ventas anterior— seguía girando en torno a la idea de que su empresa se dedicaba a la «fabricación y comercialización de chips de memoria». Por aquel entonces apenas eran conscientes del que terminaría convirtiéndose en su producto insignia: el microprocesador que hoy conocemos con el nombre de "Intel Inside".
La historia de la industria de la alta tecnología —tal vez la más versátil de todas— se halla plagada de casos de empresas cuya gestión no ha sido lo suficientemente ágil como para haberles permitido adaptarse a los cambios que se han producido en el mercado. Un ingeniero que trabajaba en Wang Laboratories en 1980 —un verdadero año triunfal para la compañía en el que obtuvo unos beneficios de tres mil millones de dólares en ventas— y que seguía en la empresa cuando ésta quebró, confesaba que las causas del fracaso había que buscarlas precisamente en estas cifras: «Fui testigo directo del modo en el que el triunfo contribuye a alimentar la arrogancia. Ya nadie escuchaba a los clientes ni a los empleados. Nos dormimos en los laureles y finalmente acabamos viéndonos superados por nuestros competidores».
La única constante es el cambio
Grove sostiene que
las posibilidades que tiene una empresa de sobrevivir a
la amenazadora "travesía del desierto"
dependen exclusivamente «de la capacidad de reacción emocional que tengan las personas que ocupen los puestos de mayor responsabilidad».
Dicho de otro modo, ¿cuáles son las emociones que aparecen cuando su estatus y bienestar personal —y el de la empresa— se ven seriamente amenazados, en el momento en que se tambalean sus creencias más queridas sobre el papel que desempeñan en el mundo de los negocios?
En el caso de Intel, la adaptabilidad resultó crucial para afrontar dos crisis muy importantes la pérdida del liderazgo en el mercado de los chips de memoria y el posterior desastre que supuso un error en el nuevo procesador Pentium que provocó la pérdida de confianza de millones de usuarios. Aunque este último contratiempo empresarial no duró más de un mes, este breve período ilustra perfectamente el proceso típico de adaptación a los nuevos desafíos, un proceso que comienza con la negación de los hechos, prosigue con la necesaria aceptación de su inevitabilidad y termina desencadenando una corriente de ansiedad. En el caso de Intel, este ciclo se rompió cuando Grove y su equipo de ejecutivos se vieron obligados a aceptar la realidad de los hechos y acabaron teniendo que asumir la costosa promesa de reemplazar sus procesadores Pentium a todas las personas que lo pidiesen, aunque ello acarrease a la empresa un gasto de cuatrocientos setenta y cinco millones de dólares.
Así pues, el precio que debió pagar Intel por conservar su posición destacada en el mercado fue de casi quinientos millones de dólares. El objeto de la campaña "Intel Inside" era el de que sus clientes llegaran a asociar su marca concreta al microprocesador por excelencia, un pacto tácito que les obligó a hacer frente a las reclamaciones de sus clientes con una fidelidad que superaba con mucho a la de cualquier otra marca de ordenador personal.