La práctica de la Inteligencia Emocional (6 page)

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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Autoayuda, Ciencia

BOOK: La práctica de la Inteligencia Emocional
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Las habilidades de la inteligencia emocional son sinérgicas respecto de las cognitivas y los trabajadores "estrella" tienen unas y otras. Porque el hecho es que, cuanto más complejo sea un determinado trabajo, mayores la importancia de
la inteligencia emocional, aunque sólo sea porque su deficiencia puede obstaculizar el uso de la experiencia o la inteligencia técnica que tenga la persona.
Consideremos, por ejemplo, el caso de un ejecutivo que tuvo que hacerse cargo de una empresa familiar valorada en sesenta y cinco millones de dólares y que fue el primer presidente ajeno a la familia. Aplicando un método de entrevista que trataba de evaluar la capacidad del ejecutivo para manejar la complejidad cognitiva, cierto investigador determinó que su capacidad se hallaba en un "nivel seis", un nivel sumamente elevado que le convertía —al menos en teoría— en una persona lo bastante inteligente como para alcanzar el nivel de director general de las empresas más importantes o incluso llegar a ser presidente del país. Pero la entrevista, sin embargo, no tardó en evidenciar el motivo por el que había abandonado su anterior trabajo, ya que había sido despedido por no haber sabido enfrentarse a sus subordinados, a quienes todavía seguía responsabilizando de su despido.

«El caso todavía le afectaba emocionalmente —me contaba el investigador— porque su cara enrojeció y empezó a sudar y a mover inquietamente las manos, mostrando claramente su nerviosismo. Entonces se volvió hacia su nuevo jefe —el dueño de la empresa—, que le había criticado aquella mañana por el mismo motivo y repitió una y otra vez lo difícil que le resultaba enfrentarse con los empleados que rendían poco, especialmente con aquéllos que ya llevaban mucho tiempo trabajando en la empresa.» Y el investigador añadió: «Y
esta alteración emocional eclipsó por completo su capacidad racional para hacer frente a las situaciones cognitivamente complejas».

Resumiendo pues, las emociones descontroladas pueden convertir en estúpida a la gente más inteligente. Como me explicaba Doug Lennick, vicepresidente ejecutivo de la American Express Financial Avidsors: «Las aptitudes que se requieren para alcanzar el éxito se ponen en marcha, ¿qué duda cabe?, con la fuerza motriz proporcionada por el intelecto, pero las personas necesitamos también de la competencia emocional para poder sacar el máximo provecho de nuestros talentos. Y
la razón por la cual la gente no aprovecha plenamente su potencial es la incompetencia emocional».

La gran división

Era un domingo que se celebraba la Supercopa, ese día sacrosanto en que la mayor parte de los estadounidenses permanecen clavados frente a sus televisores. El vuelo que cubría la ruta entre Nueva York y Detroit sufría un retraso de dos horas y la tensión entre el pasaje —en su mayoría hombres de negocios— podía palparse en el ambiente. Cuando llegaron finalmente a Detroit, un misterioso fallo técnico en la escalerilla del aparato hizo que el avión se detuviera a unos treinta metros de la puerta de embarque e, inquietos ante la posibilidad de llegar tarde, los pasajeros se pusieron inmediatamente en pie.

La azafata de vuelo se preguntaba cómo podría conseguir que todo el mundo volviera a tomar asiento ordenadamente de modo que el avión pudiera seguir maniobrando hasta llegar a su destino.

Estaba claro que no podía proclamar, con voz severa: «las normas federales exigen que permanezcan sentados para que el avión pueda seguir maniobrando».

En lugar de ello, canturreó: «¡Es—tán de pi—eee!» con un sonsonete que recordaba a la amable regañina que se da un niño pequeño que acaba de cometer una inocente travesura.

En aquel momento todo el mundo rompió a reír y volvió a su asiento hasta que el avión hubo finalizado su maniobra. Y, dadas las circunstancias, abandonaron el avión con un sorprendente buen humor.

La disyuntiva reside en algún lugar existente entre la mente y el corazón o, por decirlo más técnicamente, entre la cognición y la emoción. Ciertas aptitudes son exclusivamente cognitivas como, por ejemplo, el razonamiento analítico o la experiencia técnica, mientras que otras —a las que denominaremos
"competencias emocionales"— combinan el pensamiento y la emoción.
Independientemente de los elementos cognitivos que intervengan, las competencias emocionales implican cierto grado de dominio de los sentimientos, una cualidad que contrasta agudamente con las aptitudes meramente cognitivas, que pueden realizar tanto una persona como un ordenador adecuadamente programado.

En el ejemplo con que abríamos esta sección, una voz digitalizada podría, por ejemplo, haber dicho: «Las normas federales exigen que permanezcan sentados para que el aparato pueda seguir maniobrando». Pero el tono artificial de la voz electrónica jamás hubiera surtido el efecto positivo del humor de aquella azafata. Es cierto que los pasajeros podrían acatar a regañadientes la orden emanada de una máquina pero, en tal caso, no hubiesen experimentado el cambio de humor que propició la intervención de la azafata, que, por cierto, supo pulsar perfectamente el acorde emocional exacto, algo que la cognición humana (o, para el caso, los ordenadores) no puede hacer —al menos todavía— por sí sola.

Tomemos, por ejemplo, el caso de las competencias que se requieren para la comunicación. Es cierto que puedo pedirle a un programa informático que vaya corrigiendo los posibles errores ortográficos en la medida en que voy mecanografiando estas palabras, pero lo que no puedo pedirle es que calibre el potencial emocional de lo que escribo, su pasión o su capacidad para atraer la atención y llegar a influir en los posibles lectores. Porque el hecho es que todos estos elementos —tan esenciales para una
comunicación eficaz
— dependen de la competencia emocional, de la capacidad de interpretar las reacciones de la audiencia y de ajustar una determinada presentación que provoque el adecuado impacto emocional.

Los argumentos más convincentes y poderosos se dirigen tanto a la cabeza como al corazón.
Y esta estrecha orquestación entre el pensamiento y el sentimiento es posible gracias a algo que podríamos calificar como una especie de autopista cerebral, un conjunto de neuronas que conectan los lóbulos prefrontales —el centro ejecutivo cerebral, situado inmediatamente detrás de la frente y que se ocupa de la toma de decisiones— con la región profunda del cerebro que alberga nuestras emociones.

Y, aun cuando permanezcan intactas sus habilidades meramente intelectuales, cualquier lesión en esta vía crucial convierte a la persona en un incompetente emocional. Dicho en otras palabras, la persona podría alcanzar resultados aceptables en las pruebas para la determinación del CI o en otros tipos de evaluación de la capacidad cognitiva pero, en su trabajo —y en la vida, en general—, fracasaría en aquellas artes emocionales que hacen tan eficaces a las personas como la azafata de vuelo de nuestro ejemplo.

Así pues, la separación existente entre las aptitudes meramente cognitivas y aquéllas otras que dependen de la inteligencia emocional es el reflejo de una división semejante en el seno del mismo cerebro humano.

La competencia emocional

Una competencia emocional es una capacidad adquirida basada en la inteligencia emocional que da lugar a un desempeño laboral sobresaliente. Consideremos, por ejemplo, la sutileza mostrada por nuestra azafata, que demostró ser emocionalmente muy diestra para influir en los demás en la dirección deseada. Y en el núcleo de esta competencia se encuentran dos habilidades, la
empatía
(que supone la capacidad de interpretar los sentimientos ajenos) y las
habilidades sociales
(que nos permiten manejar diestramente esos sentimientos).

Nuestra inteligencia emocional determina la capacidad potencial de que dispondremos para aprender las habilidades prácticas basadas en uno de los siguientes
cinco elementos compositivos: la conciencia de uno mismo, la motivación, el autocontrol, la empatía y la capacidad de relación.
Nuestra competencia emocional, por su parte, muestra hasta qué punto hemos sabido trasladar este potencial a nuestro mundo laboral. El buen servicio al cliente, por ejemplo, es una competencia emocional basada en la empatía y, del mismo modo, la confianza es una competencia basada en el autocontrol o en el hecho de saber controlar adecuadamente nuestros impulsos y nuestras emociones. Y tanto el servicio al cliente como la responsabilidad son competencias que pueden hacer que la gente sobresalga en su trabajo.

Pero el hecho de poseer una elevada inteligencia emocional no garantiza que la persona haya aprendido las competencias emocionales que más importan en el mundo laboral sino tan sólo que está dotada de un excelente potencial para desarrollarlas. Una persona, por ejemplo, puede ser muy empática y no haber aprendido todavía las habilidades basadas en la empatía que se traducen en un buen servicio al cliente, un pupilaje excelente o la capacidad de saber orquestar adecuadamente los esfuerzos de las personas que integran un equipo de trabajo.
Una metáfora musical apropiada al caso sería la de la persona con una voz perfecta y que también haya estudiado canto y se haya convertido en un excelente tenor. Por más dotes musicales innatas que pudiera tener esta persona, sin la formación adecuada jamás hubiera podido terminar convirtiéndose en un Pavarotti.

Las competencias emocionales se agrupan en conjuntos, cada uno de los cuales está basado en una capacidad subyacente de la inteligencia emocional, capacidades que son vitales si las personas quieren aprender las competencias necesarias para tener éxito en su trabajo. Si carecen de habilidades sociales, por ejemplo, serán incapaces de persuadir o inspirar a los demás, de dirigir equipos o de catalizar el cambio. En caso de que tengan poca conciencia de sí mismos, por ejemplo, no serán conscientes de sus propios puntos flacos y, en consecuencia, carecerán de la suficiente confianza que sólo puede derivarse de la seguridad en la propia fortaleza.

El cuadro 1 nos muestra la relación existente entre las cinco dimensiones de la inteligencia emocional y las veinticinco competencias emocionales.
Nadie es perfecto en esta escala, todos tenemos inevitablemente un perfil de puntos fuertes y de debilidades. Pero, como luego veremos, los elementos necesarios para un desempeño ejemplar sólo requieren que seamos fuertes en un determinado número de ellas —unas seis, al menos, por término medio— y que se hallen dispersas en las cinco regiones de la inteligencia emocional. Dicho en otras palabras, son muchos los caminos que conducen a la excelencia.

Las capacidades de la inteligencia emocional son las siguientes:

• Independencia:
Cada persona aporta una contribución única al desempeño de su trabajo

• Interdependencia:
Cada individuo depende en cierta medida de los demás, con los que se halla unido por interacciones muy poderosas

• Jerarquización:
Las capacidades de la inteligencia emocional se refuerzan mutuamente. Por ejemplo, la conciencia de uno mismo resulta esencial para el autocontrol y la empatía; el autocontrol y la conciencia de uno mismo contribuyen a la motivación, y estas cuatro capacidades resultan esenciales, a su vez, para desarrollar las habilidades sociales.

• Necesidad pero no suficiencia:
Poseer una inteligencia emocional subyacente no garantiza que la gente acabe desarrollando o ejerciendo las competencias asociadas con ella, como, por ejemplo, la colaboración y el liderazgo. Factores tales como el clima que se respira en una determinada empresa o el interés de las personas por su trabajo también determinan si estas aptitudes acabarán manifestándose.

• Genéricas:
La lista general resulta, hasta cierto punto, aplicable a todos los trabajos, pero cada profesión exige competencias diferentes.

La lista nos brinda, pues, un inventario de nuestras fortalezas y pone de relieve las competencias que debemos fomentar.
En la segunda y tercera parte del libro ofreceremos una explicación más detallada de cada una de estas competencias concretas, mostrando el resultado de su pleno desarrollo o, por el contrario, de su desarrollo insuficiente.
Así, los lectores que quieran pasar directamente a las competencias más relevantes para sus intereses pueden interrumpir la lectura secuencial del libro e ir directamente a los capítulos que los describen que, aunque se suceden uno al otro (al igual que lo están las correspondientes competencias), no necesitan leerse en ningún orden determinado.

Lo que supone ser el mejor

Las mismas competencias pueden hacer que las personas descuellen en profesiones muy diferentes. Por ejemplo, los agentes del próspero departamento de seguros de la Blue Cross exhiben un elevado nivel de autocontrol, integridad y empatía, algo que, en el caso de los jefes de almacén, requiere, además, una cuarta competencia, la orientación hacia el servicio.

Las competencias necesarias para el éxito también pueden variar en la medida en que ascendemos de categoría laboral ya que, en las empresas más grandes, los directivos de mayor rango necesitan más conciencia política que los mandos intermedios.
Y ciertas profesiones exigen competencias muy concretas como, por ejemplo, el sentido del humor en el caso de las enfermeras, el respeto a la confidencialidad de los clientes en el de los banqueros y proporcionar la retroalimentación adecuada a los padres y a los maestros en el de los directores de escuela. En este mismo sentido, los mejores recaudadores de impuestos de la Oficina de Contribuciones no sólo deben dominar la contabilidad sino que también deben ser diestros en las habilidades sociales y, en el caso de los agentes de la ley, utilizar la mínima fuerza posible es, comprensiblemente, una competencia sumamente valiosa.

Además, estas aptitudes clave deben adaptarse a cada realidad concreta de cada empresa. Cada compañía y cada industria posee su propia ecología emocional y los rasgos más adaptativos de sus trabajadores diferirán en consecuencia.

Pero, dejando de lado estas particularidades, cerca de trescientos estudios patrocinados por empresas diferentes subrayan que la excelencia depende más de las competencias emocionales que de las acapcidades cognitivas. Y, si bien esto no resulta nada sorprendente en el sector de las ventas, pongamos por caso, el hecho es que, incluso en las profesiones técnicas y científicas, el pensamiento analítico ocupa un tercer lugar, después de la capacidad de influir sobre los demás y de la motivación de logro.
Por sí sola, la brillantez intelectual no conlleva el triunfo en el mundo científico, a menos que se posea la suficiente habilidad como para influir y persuadir a los demás, amén de la disciplina interna necesaria para conseguir los objetivos propuestos. Un genio reticente o perezoso puede tener todas las respuestas en su cabeza, pero éstas no servirán de nada si no son conocidas o no le importan a nadie.

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