—Que dónde vamos, pregunto —insistió Walter.
—No tengo ni la menor idea.
Walter tomó por la autopista.
—No tengo inconveniente en conducir toda la noche —dijo—, pero habría que pensar en poner gasolina.
—¿Es tuyo este cochecito? —le preguntó Keira—. Es monísimo.
—Me alegro de que te guste, lo acabo de comprar.
—¿Y eso? —le pregunté a Walter—. Creía que estabas en las últimas.
—Es de segunda mano, y tu deliciosa tía llega este viernes, así que he sacrificado mis últimos ahorros para poder llevarla de paseo por la ciudad como es debido.
—¿Elena viene a visitarte este fin de semana?
—Sí, ya te lo comenté, ¿se te había olvidado?
—Hemos tenido una semanita un poco ajetreada —le expliqué—, no te ofendas si me ves algo distraído.
—Ya sé dónde podemos ir —terció Keira—, Walter, en efecto sería mejor que pararas en una gasolinera para llenar el depósito.
—¿Y puedo preguntarte hacia dónde tengo que tomar? —preguntó—. Os lo aviso, quiero estar de vuelta en Londres mañana como muy tarde, ¡tengo cita en la peluquería!
Keira miró de reojo el escaso pelo de Walter.
—Sí, ya lo sé —dijo éste, con un gesto de exasperación—, Pero tengo que quitarme de una vez por todas este mechón ridículo. Además, he leído un artículo en el
Times
esta mañana, ¡dicen que los calvos tienen un poderío sexual superior a la media!
—Si tienes unas tijeras, ese mechón te lo quito yo ahora mismo —se ofreció Keira.
—Ni hablar, sólo sacrificaré mis últimos cuatro pelos en manos de un profesional. ¿Vais a decirme de una vez dónde tengo que llevaros?
—A Saint-Mawes, en Cornualles —contestó Keira—. Allí estaremos a salvo.
—¿Con quién? —preguntó Walter.
Keira se quedó callada. Adiviné la respuesta a la pregunta de Walter y le pedí que me dejara conducir a mí.
Aprovechando las seis horas de trayecto, le conté a Walter nuestras aventuras en Rusia. Se quedó aterrado cuando se enteró de lo que nos había ocurrido en el Transiberiano y en la meseta de Man-Pupu-Nyor. Me preguntó varias veces acerca de la identidad de los que habían querido matarnos, pero no podía decirle gran cosa, yo mismo no sabía nada. Mi única certeza era que su voluntad de hacernos daño tenía que ver con el objeto que buscábamos.
Keira no dijo una palabra en todo el viaje. Cuando llegamos a Saint-Mawes al amanecer, nos hizo parar en una callejuela que subía hacia el cementerio, delante de un pequeño hostal.
—Es aquí —dijo.
Se despidió de Walter, bajó del coche y se alejó.
—¿Cuándo volveremos a vernos? —me preguntó Walter.
—Disfruta tu fin de semana con Elena y no te preocupes por nosotros. Creo que unos cuantos días de descanso nos van a sentar de maravilla.
—Es un lugar tranquilo —dijo Walter mientras miraba la fachada del hostal Victory—, Estaréis bien aquí, estoy seguro.
—Eso espero.
—Parece muy afectada… —me dijo Walter, señalando a Keira, que subía la callejuela.
—Sí, estos últimos días han sido especialmente difíciles, y además también ha sido muy duro para ella tener que interrumpir tan bruscamente las excavaciones. Estábamos muy cerca de nuestro objetivo.
—Pero estáis vivos, y eso es lo más importante. Al diablo esos fragmentos, tenéis que parar ya con esa historia, os habéis arriesgado demasiado. Es un milagro que os salvarais.
—Si no fuera más que algo parecido a jugar a la búsqueda del tesoro, Walter, todo sería mucho más sencillo, pero no se trata de un juego de adolescentes. Si hubiéramos podido reunir todos los fragmentos, probablemente habríamos hecho un descubrimiento sin precedentes.
—¿Otra vez vas a hablarme de tu primera estrella? Pues que se quede en el cielo, y vosotros, en la Tierra, sanos y salvos, no pido más.
—Es muy generoso por tu parte, Walter, pero quizá habríamos encontrado la manera de entrever los primeros instantes del Universo, quizá habríamos podido saber por fin de dónde venimos, quiénes eran los primeros hombres que poblaron nuestro planeta. Keira lleva toda la vida alimentándose con esa esperanza. Y, hoy, su decepción es inmensa.
—Entonces vete corriendo con ella en lugar de quedarte aquí charlando conmigo. Si es como me dices, te necesita. Ocúpate de cuidar de ella y olvídate de esa búsqueda absurda.
Walter me dio un abrazo y volvió a poner en marcha su Fiat 500.
—¿No estás muy cansado para conducir todo el camino hasta Londres? —le pregunté, inclinándome hacia él.
—¿Cansado de qué? Pero si he dormido todo el viaje.
Me quedé mirando el coche mientras se alejaba por la cornisa que bordeaba el mar hasta que los faros traseros desaparecieron detrás de una casa en la otra punta del pueblo.
Keira ya no estaba donde la había visto por última vez, la busqué y subí la pendiente. Al final de la callejuela, vi la verja del cementerio, que estaba entreabierta, de modo que entré y recorrí el camino central. No era muy grande, como mucho un centenar de almas descansaban en el cementerio de Saint-Mawes. Keira estaba de rodillas al final de una hilera de lápidas, junto a un muro por el que trepaban los troncos entrelazados de una glicina.
—En primavera da unas flores de color malva muy bonitas —dijo, sin levantar la cabeza.
Miré la tumba, la pintura de pan de oro estaba casi borrada, pero todavía podía leerse el nombre de William Perkins.
—Jeanne se va a enfadar conmigo por haberte traído aquí sin hablarlo antes con ella.
La abracé y me quedé callado.
—He recorrido el mundo para demostrarle de lo que era capaz, y lo único que he conseguido es volver aquí con las manos vacías y una pena en el corazón. Creo que es a él a quien busco desde siempre.
—Estoy seguro de que está orgulloso de ti.
—Nunca me lo dijo.
Keira limpió el polvo de la lápida y me cogió la mano.
—Ojalá lo hubieras conocido, era un hombre tan reservado, tan solitario al final de su vida… Cuando era niña, lo bombardeaba a preguntas, y siempre se esforzaba por contestarme. Cuando el problema era demasiado difícil, se contentaba con sonreír y me llevaba a pasear a la orilla del mar. Por la noche, me levantaba de la cama sin hacer ruido y me lo encontraba sentado a la mesa de la cocina, enfrascado en su enciclopedia. Al día siguiente, durante el desayuno, me decía, como si tal cosa:
Ayer me hiciste una pregunta, tuvimos que cambiar de tema, y luego se me olvidó darte una respuesta, pero aquí la tienes…
Keira se estremeció. Me quité el abrigo y se lo puse.
—Nunca me has contado nada de tu infancia, Adrian.
—Porque soy tan reservado como tu padre, y además no me gusta mucho hablar de mí.
—Pues tendrás que hacer un esfuerzo —me dijo Keira—. Si vamos a recorrer un trecho de camino juntos, no quiero que haya silencios entre nosotros.
Keira me guió hasta el hostal. El comedor del Victory estaba todavía desierto, el dueño nos instaló en una mesa junto al ventanal y nos sirvió un copioso desayuno. Me pareció adivinar cierta complicidad entre Keira y él. Luego nos acompañó hasta una habitación en la primera planta, que daba al pequeño puerto de Saint-Mawes. Éramos los únicos clientes de su establecimiento, pero hasta en invierno era un lugar precioso. Me asomé a la ventana, había marea baja, las barcas de los pescadores estaban tumbadas sobre la arena. Un hombre paseaba por la orilla, con su hijo pequeño de la mano. Keira vino a acodarse en la barandilla del balcón, justo a mi lado.
—Yo también echo de menos a mi padre —le dije—, siempre lo he echado de menos, incluso cuando estaba vivo. No conseguíamos comunicarnos, era un hombre de muchas cualidades pero trabajaba demasiado como para darse cuenta de que tenía un hijo. El día que se dio cuenta, acababa de irme de casa. Pasamos muy cerca el uno del otro, sin lograr vernos del todo.
Pero no puedo quejarme, mi madre me dio toda la ternura y todo el amor del mundo.
Keira se me quedó mirando largo rato y me preguntó por qué había querido ser astrofísico.
—De niño, cuando estábamos en Hydra, mi madre y yo teníamos un ritual antes de irme a la cama. Nos asomábamos a la ventana, uno al lado del otro, como estamos tú y yo en este momento, y mirábamos juntos el cielo. Mi madre inventaba nombres para las estrellas. Una noche le pregunté cómo había nacido el mundo, por qué se levantaba el sol cada mañana, y si siempre vendría la noche. Mi madre me miró y me dijo:
Existen tantos mundos distintos como vidas hay en el Universo; mi mundo empezó el día en que tú naciste, en el momento en que te tuve entre mis brazos.
Desde niño, sueño con saber dónde empieza el alba.
Keira se volvió hacia mí y se abrazó a mi cuello.
—Serás un padre maravilloso.
—El lunes mismo venderé mi coche, le devolveré el dinero y me compraré unas botas, al diablo el tejado de mi despacho, ya no pienso ir más lejos. No haré nada más para convencerlos de que sigan con esto. No cuente más conmigo para ayudarlo. Cada mañana, cuando me miro en el espejo, me siento sucio por traicionar la confianza de Adrian. No insista, nada de lo que pueda decirme me hará cambiar de opinión. Hace tiempo que debería haberlo mandado a paseo. Y si hace lo que sea para incitarlos a reanudar la búsqueda, se lo contaré todo, aunque en el fondo no sepa casi nada de usted.
—¿Estás hablando solo, Walter? —preguntó la tía Elena.
—No, ¿por qué?
—Te aseguro que parecía que murmuraras algo, tus labios se movían solos.
El semáforo se puso en rojo. Walter frenó y se volvió hacia Elena.
—Esta noche tengo que hacer una llamada importante y estaba ensayando lo que voy a decir.
—Espero que no sea nada grave.
—No, no, te lo aseguro; al contrario.
—No me ocultas nada, ¿verdad? Si hay otra persona en tu vida, alguien más joven, me refiero, puedo entenderlo, pero preferiría saberlo, nada más.
Walter se acercó más a Elena.
—No te oculto nada en absoluto, jamás me permitiría hacer una cosa así. Y no hay mujer que pueda parecerme más deseable que tú.
En cuanto hubo hecho esta confesión, Walter se puso muy colorado y empezó a tartamudear.
—Me gusta mucho tu nuevo peinado —contestó la tía Elena—, Me parece que el semáforo está en verde y que nos están pitando, deberías arrancar. Estoy feliz de que vayamos a visitar el palacio de Buckingham. ¿Crees que tendremos la suerte de ver a la reina?
—A lo mejor —dijo Walter—, si sale de su casa, nunca se sabe…
Dormimos gran parte del día. Cuando descorrí las cortinas, el cielo se teñía ya de los colores del crepúsculo. Estábamos muertos de hambre. Keira conocía un salón de té a pocas calles del hostal y aprovechó para enseñarme el pueblo. Mirando las casitas blancas que colgaban de la falda de la colina deseé vivir en una de ellas algún día. Yo que me había pasado la vida recorriendo el mundo, ¿era posible que fuera precisamente en ese pueblecito de Cornualles donde me decidiera por fin a asentarme? Lamentaba la distancia que había ahora entre Martyn y yo, sin duda le habría gustado venir a visitarme aquí de vez en cuando. Habríamos ido a tomar una cerveza al puerto, recordando viejos tiempos.
—¿En qué piensas? —me preguntó Keira.
—En nada en concreto —contesté yo.
—Parecías estar muy lejos, hemos dicho que «nada de silencios entre nosotros».
—Bueno, ya que insistes en saberlo todo, te lo diré: estaba pensando en qué vamos a hacer la semana que viene, y la siguiente, y las que vendrán después.
—Ah, ¿porque tú tienes idea de lo que vamos a hacer la semana que viene?
—¡En absoluto!
—¡Pues yo sí!
Keira me miró de frente e inclinó la cabeza hacia un lado. Cuando hace eso, es que tiene algo importante que decirme. Algunas personas adoptan un tono solemne para anunciar las noticias importantes, pero Keira lo que hace es inclinar la cabeza hacia un lado.
—Quiero que Ivory nos dé explicaciones. Pero necesito que seas cómplice de una pequeña mentira…
—¿De qué tipo?
—Quiero hacerle creer que hemos vuelto de Rusia con el tercer fragmento.
—¿Con qué fin? ¿De qué nos sirve eso?
—Para ver si así nos confiesa dónde está el que encontraron en la selva amazónica.
—Nos dijo que no lo sabía.
—Nos ha dicho muchas cosas, pero sobre todo este viejo profesor nos ha ocultado otras muchas. Egorov no se equivocaba del todo cuando acusaba a Ivory de habernos manipulado como a dos marionetas. Si le hacemos creer que tenemos tres fragmentos, no podrá resistir las ganas de completar el puzle. Estoy segura de que sabe mucho más de lo que quiere reconocer.
—Esto me lleva a preguntarme si no eres tú más manipuladora que él.
—Huy, él es mucho más listo que yo, pero no te voy a negar que me gustaría desquitarme.
—Vale, pongamos que conseguimos convencerlo de esta mentira, y pongamos que nos dice dónde se encuentra el cuarto fragmento; con todo seguiría faltando el que está en algún lugar de la meseta de Man-Pupu-Nyor, por lo que el mapa celeste estaría incompleto. Así que, ¿para qué tanto esfuerzo?
—Sólo porque le falte una pieza a un puzle no quiere decir que no vayamos a poder ver la imagen entera. Cuando descubrimos restos fosilizados, rara vez están completos, por no decir nunca. Pero a partir de una cantidad suficiente de huesos adivinamos cuáles son los elementos que faltan y conseguimos reconstituir el esqueleto, o incluso el cuerpo entero. Así que añade el fragmento de Ivory a los dos que ya tenemos y quizá puedas comprender lo que se supone que ese mapa debe revelarnos. De todas formas, a menos que me digas que quieres pasar el resto de tus días en este pueblecito y dedicarte a pescar todo el día, no veo otra solución.
—¡Vaya una idea, ni se me había pasado por la cabeza!
De vuelta en el hostal, lo primero que hizo Keira fue llamar a su hermana. Estuvieron un buen rato hablando. No le contó nada de nuestra aventura en Rusia, se limitó a decirle que estábamos los dos en Saint-Mawes, y que a lo mejor iría pronto a París. Preferí dejarlas hablar a solas. Bajé al bar del hostal y pedí una cerveza mientras esperaba a Keira. Se reunió conmigo una hora más tarde. Dejé el periódico — que estaba leyendo y le pregunté si había podido hablar con Ivory.
—Niega tajantemente haber tenido la más mínima influencia en nuestra investigación, casi se ha ofendido cuando le he sugerido que estaba jugando conmigo desde el primer día, cuando lo conocí en el museo. Parecía sincero, pero con todo no estoy muy convencida.