Vera lo miró con curiosidad.
—Sí, es posible. Hace tanto tiempo de eso…
—Por lo que he oído, se habló bastante de Nils Lorentz. Sobre todo, porque luego desapareció sin más.
—Bueno, la gente habla de cualquier cosa aquí en Fjällbacka. Así que seguro que también hablaron de Nils Lorentz.
Era evidente que estaba metiendo el dedo en la llaga, pero no tenía más remedio que seguir ahondando.
—He estado hablando con los padres de Alex. Me dijeron unas cuantas cosas sobre Nils Lorentz. Cosas que también afectaban a Anders.
—¿Ah, sí?
Vera no pensaba ponérselo fácil, eso estaba claro.
—Según ellos, Nils Lorentz abusó de Alex y también de Anders.
Vera estaba rígida como una estaca, sentada en el borde de la silla, pero no respondió a la afirmación con la que Patrik más bien pretendía preguntar. Resolvió esperar hasta que ella se decidiese y, tras un instante de lucha interna, la mujer cerró el álbum despacio y se puso de pie.
—No quiero hablar de historias pasadas. Quiero que te marches ahora mismo. Si pensáis tomar medidas por lo que hice cuando encontré a Anders, ya sabéis dónde estoy; pero no pienso ayudaros a remover cosas que es mejor dejar enterradas.
—Ya, bueno. Sólo una pregunta más: ¿hablasteis alguna vez del tema con Alexandra? Por lo que tengo entendido, ella había decidido zanjar ese asunto de una vez por todas y lo lógico habría sido que hablara contigo también.
—Sí, claro, habló conmigo. Estuve en su casa una semana antes de que apareciese muerta, escuchando sus ingenuas ideas sobre hacer borrón y cuenta nueva con el pasado, sacar a la luz los viejos fantasmas, etcétera, etcétera. Enredos de la modernidad, si quieres que te diga mi opinión. Hoy todo el mundo parece obsesionado por lavar sus trapos sucios en público y por lo saludable que, según dicen, es desvelar los secretos y los pecados de uno. Pero hay cosas que deben seguir siendo privadas. Y eso fue lo que le dije. No sé si me hizo caso, pero espero que así fuese. De lo contrario, lo único que conseguí fue la infección de vejiga que me llevé de su casa helada.
Con estas palabras dio Vera a entender que ponía punto final a la discusión y se encaminó hacia la puerta. Le abrió a Patrik y se despidió de él con un adiós más que reticente.
Ya fuera de la casa, muerto de frío, con la gorra y los guantes bien encajados, no sabía, literalmente, por dónde empezar. Empezó a saltar para entrar en calor y se apresuró en dirección al coche.
Vera era una mujer complicada, de eso no le cabía la menor duda después de la conversación que acababa de mantener con ella. Simplemente, pertenecía a otra generación, pero en muchos sentidos estaba en conflicto con sus valores. Había trabajado para mantenerse a sí misma y a su hijo e incluso después de que Anders alcanzase la edad adulta y, por consiguiente, hubiese debido arreglárselas solo, ella siguió siendo su sostén. Así que, en cierto modo, era una mujer liberada que había salido adelante sin marido, pero al mismo tiempo estaba atada por las normas que su generación tenía establecidas para las mujeres, y por cierto, también para los hombres. Patrik no podía por menos que sentir cierta admiración por ella, aunque le pesase. Vera era una mujer fuerte. Una mujer compleja que había sufrido más de lo que ningún ser humano debería verse obligado a sufrir en su vida.
No sabía cuáles serían las consecuencias de que Vera hubiese retirado las pruebas del suicidio de Anders para que pareciese un asesinato. Desde luego, él tendría que revelar en la comisaría esa información, pero no tenía la menor idea de lo que sucedería después. Si lo dejasen decidir a él, harían la vista gorda; pero no estaba seguro. Desde el punto de vista legal, podrían acusarla de obstaculizar la investigación, por ejemplo, pero tenía la esperanza de que eso no ocurriese. Le gustaba Vera, eso era indiscutible. Era una luchadora auténtica, y no había muchas como ella.
Cuando se sentó en el coche y encendió el móvil, descubrió que tenía un mensaje. Era de Erica, que le comunicaba que tres damas y un caballero muy pequeño esperaban que pudiese cenar con ellos aquella noche. Patrik miró el reloj. Ya eran las cinco y, sin pensárselo dos veces, se dijo que ya era demasiado tarde para ir a la comisaría y, además, ¿qué iba a hacer allí? Antes de arrancar el coche, llamó a Annika, que seguía en su puesto para, brevemente, darle cuenta de lo que había hecho aquel día, pero omitió los detalles, pues quería explicárselo todo a Mellberg cara a cara. Quería evitar por todos los medios que se malinterpretase la situación y que Mellberg pusiese en marcha una operación gigantesca sólo por darse una satisfacción a sí mismo.
Mientras regresaba a casa de Erica, volvió a pensar en el asesinato de Alex. Lo desesperaba el hecho de haber dado con otra pista infructuosa. Dos asesinatos suponían el doble de posibilidades de que el asesino hubiese cometido algún error. Ahora volvía a encontrarse en la casilla número uno y, por primera vez, se le ocurrió la idea de que tal vez nunca diesen con el asesino de Alex. Aquello le producía una extraña tristeza. En cierto modo, tenía la sensación de que conocía a Alex mejor que nadie. Y la información que había obtenido sobre su niñez y sobre su vida después de los abusos lo había conmovido profundamente. Deseaba encontrar a su asesino más de lo que había deseado nada en la vida.
Pero tenía que admitirlo. Había llegado a un callejón sin salida y no sabía adónde ir ni dónde buscar. Patrik se obligó a dejar de lado el tema por aquel día. Ahora iba a ver a Erica y a su hermana y, cómo no, a los niños; y sintió que eso era, precisamente, lo que necesitaba aquella noche. Toda aquella tragedia lo hacía sentirse roto por dentro.
M
ellberg tamborileaba impaciente con los dedos sobre la mesa. ¿Dónde se había metido aquel niñato? ¿Acaso se había creído que aquello era una guardería de la que podía ir y venir a su gusto? Cierto que era sábado, pero quien creyese que podía tomarse el día libre antes de haber resuelto el caso estaba muy equivocado. Pero bueno, él no tardaría en sacarlo de tal error. En su comisaría había reglas muy estrictas y una dura disciplina. Un liderazgo indiscutible. Era la frase de moda y si había alguien con cualidades de liderazgo congénitas ése era él. Su madre siempre le había dicho que llegaría a ser algo grande y, aunque tenía que reconocer que el ansiado momento tardaba en llegar más de lo que ambos habían calculado, jamás había dudado de que sus excelentes cualidades darían su fruto tarde o temprano.
De ahí que le resultase tan frustrante comprobar que parecían haberse atascado en la investigación. Sentía tan cercana su gran oportunidad que casi podía olería, pero si sus pésimos colaboradores no empezaban a traerle resultados, tendría que olvidarse del ascenso y el traslado. Eran unos vagos, eso es lo que eran. Policías rurales incapaces de encontrar su propio trasero ni con las dos manos y una linterna. Él había abrigado alguna esperanza con el joven Hedström, pero ahora parecía que también iba a decepcionarlo. Por lo menos, todavía no le había presentado ningún resultado del viaje a Gotemburgo, así que seguro que al final no terminaría más que en otro gasto.
—¡Annika!
Gritó en dirección a la puerta abierta y se irritó más de lo que ya estaba al ver que a la mujer le llevaba hasta un minuto tener a bien levantarse y responder a su llamada.
—¿Sí, qué querías?
—¿Sabes algo de Hedström? ¿Es que está remoloneando en la cama, calentito?
—No creo. Llamó hace un rato y me dijo que había tenido problemas para arrancar el coche, pero que ya venía de camino.
Annika miró el reloj.
—Estará aquí en un cuarto de hora, más o menos.
—Pero ¡qué coño! ¿No puede venir andando desde su casa?
La respuesta se hizo esperar y, ante su sorpresa, vio que Annika esbozaba una leve sonrisa.
—Verás, no creo que estuviera en su casa.
—¿Y dónde narices ha estado?
—Eso tendrás que preguntárselo a Patrik —dijo Annika antes de darle la espalda y regresar a su despacho.
El hecho de que Patrik pareciese tener una razón justificada para llegar tarde irritó a Mellberg más aún. ¿No podía ser más precavido y salir con más margen de tiempo por las mañanas, por si el coche se resistía a arrancar?
Un cuarto de hora más tarde, Patrik cruzaba su puerta después de haber dado unos golpecitos discretos. Llegaba sin resuello y con las mejillas sonrosadas, y parecía descaradamente contento y despierto, pese a haber hecho esperar a su jefe durante casi media hora.
—¿Acaso crees que aquí trabajamos media jornada? Y, por cierto, ¿dónde estuviste ayer? ¿No fue anteayer cuando viajaste a Gotemburgo?
Patrik se sentó en la silla que había frente al escritorio y respondió con calma a los ataques de Mellberg.
—Siento llegar tarde. El coche se negaba a arrancar esta mañana y me llevó más de media hora ponerlo en marcha. Y sí, estuve en Gotemburgo anteayer y pensaba comentarte lo que saqué en claro antes de contarte lo que hice ayer.
Mellberg gruñó asintiendo a regañadientes. Patrik le explicó lo que había averiguado sobre la niñez de Alex. Omitió los detalles más desagradables y, al oír la noticia de que Julia era hija de Alex, Mellberg sintió que se le abría la boca de asombro. Jamás había escuchado nada parecido en su vida. Patrik terminó contándole la precipitada partida de Karl-Erik al hospital y cómo consiguió que analizasen la hoja del bloc que se había llevado de casa de Anders. Asimismo, le explicó que la hoja resultó contener una carta de despedida y, consiguientemente, procedió a explicar lo que había estado haciendo el día anterior, y por qué. Finalmente, le hizo una síntesis a un Mellberg insólitamente mudo:
—De modo que uno de nuestros asesinatos ha resultado ser un suicidio y, con respecto al otro, seguimos sin tener ni idea de quién ni por qué. Tengo la sensación de que está relacionado con lo que me contaron los padres de Alex, pero no tengo ninguna prueba ni hechos en que apoyar esa hipótesis. Así que, ya sabes todo lo que yo sé. ¿Tienes idea de cómo debemos proceder en adelante?
Tras un instante de silencio, Mellberg logró recuperar la compostura.
—Bueno, pues vaya historia más increíble. Yo creo que apostaría por el tipo con el que tenía una aventura, más que por rebuscar en un montón de viejos chismorreos de hace veinticinco años. Propongo que hables con el amante de Alex y que, esta vez, le aprietes bien las tuercas. Creo que resultará una explotación mucho más fructífera de nuestros recursos.
Inmediatamente después de que Patrik lo informase de quién era el padre del bebé, Mellberg colocó a Dan el primero en la lista de sospechosos.
Patrik asintió, en opinión de Mellberg, a disgusto, y se levantó dispuesto a marcharse.
—Eh, mmm, buen trabajo, Hedström —dijo Mellberg a su pesar—. Entonces, ¿te encargas tú de eso?
—Por supuesto, jefe, puedes darlo por hecho.
¿No le oyó Mellberg un retintín irónico al decir aquello? Pero Patrik lo miró con expresión inocente y Mellberg desechó la sospecha. El chico tenía sesera suficiente como para reconocer la voz de la experiencia cuando la oía.
E
l objetivo del bostezo era el de suministrar más oxígeno al cerebro. Patrik tenía serias dudas de que, en su caso, tuviese el menor efecto. El cansancio de la noche anterior, que había pasado dando vueltas en la cama, se le vino encima de golpe y, como de costumbre, habían decidido por mayoría no dormir en casa de Erica. Agotado, miró las montañas de papeles, ya habituales, y tuvo que contener el impulso de tirarlos todos a la papelera. Estaba tan tremendamente harto de aquella investigación… Tenía la sensación de que habían pasado meses, aunque, en realidad, no serían más de cuatro semanas, como máximo. Habían ocurrido tantas cosas y, pese a todo, no se llegaba a ninguna parte. Annika, que pasó ante su puerta y lo vio frotarse los ojos, apareció con una taza de café que le vino de maravilla y la colocó sobre la mesa.
—¿Se te hace cuesta arriba?
—Sí, tengo que admitir que es difícil. Pero no queda otra solución que empezar de nuevo desde el principio. En algún lugar, entre estos montones de papeles, está la respuesta. Lo sé. Lo único que necesito es una pista pequeña, muy pequeña, que se me ha pasado por alto hasta ahora.
Arrojó el lápiz sobre los papeles con gesto de resignación.
—Y ¿por lo demás?
—¿Qué?
—Pues eso, ¿qué tal te va la vida, sin contar el trabajo? Ya sabes a qué me refiero…
—Sí, Annika. Sé perfectamente a qué te refieres. ¿Qué es lo que quieres saber?
—¿Estáis aún en la etapa del bingo?
—¿Qué es la etapa del bingo?
—Sí hombre, ya sabes, cinco seguidos…
La mujer cerró la puerta con una sonrisa socarrona.
Patrik rió para sí. Sí, bien podría llamarse así, etapa del bingo.
Se obligó a volver a pensar en el trabajo y empezó a rascarse la cabeza con un lápiz mientras cavilaba. Había algo que no encajaba. Algo de lo que Vera le había dicho era falso, sencillamente. Sacó el bloc en el que había ido tomando apuntes durante la conversación con ella y revisó lo anotado palabra por palabra. Una idea empezó a forjarse en su mente. No era más que un simple detalle, pero podía resultar importante. Sacó un papel de entre uno de los montones que tenía en el escritorio. La impresión de desorden era falsa, pues él sabía perfectamente dónde estaba cada cosa.
Patrik leyó el documento con suma atención y cuidado y, cuando terminó, descolgó el auricular.
—Hola, buenos días, soy Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. Quería saber si vas a estar en casa dentro de un rato, porque tengo unas preguntas que hacerte. ¿Sí? Estupendo, pues estaré ahí dentro de veinte minutos. ¿Dónde vivís exactamente? Justo a la entrada de Fjällbacka. A la derecha después de la pendiente, la tercera casa de la izquierda. Una casa roja con las ventanas pintadas de blanco. De acuerdo, no creo que sea difícil encontrarla. De lo contrario, os llamaré. Bien, nos vemos dentro de un rato.
Apenas veinte minutos después, Patrik se encontraba ante la puerta. No tuvo el menor problema para encontrar la casa en la que adivinaba que Eilert había vivido con su familia muchos años. Llamó a la puerta con los nudillos y ésta se abrió casi de inmediato dejando ver a una mujer de cara afilada y expresión amargada. Se presentó pomposamente como Svea Berg, la mujer de Eilert, y lo acompañó hasta una pequeña sala de estar. Patrik comprendió que su llamada había desencadenado una actividad febril. En efecto, la mesa estaba puesta con la porcelana fina y, sobre una bandeja, aparecían amontonadas en tres pisos siete clases distintas de dulces. Antes de acabar con este caso, se habría hecho con un buen michelín, suspiró Patrik para sus adentros.