La princesa de hielo (48 page)

Read La princesa de hielo Online

Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: La princesa de hielo
9.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hola, me llamo Patrik. ¿Y tú?

La respuesta tardó en oírse.

—Emma.

Después, la pequeña volvió a meterse el pulgar en la boca.

—Ya se ablandará, no te preocupes.

Erica dejó a Adrian en brazos de Patrik y se dirigió a Emma.

—Mamá y tía Erica necesitan dormir un poco, así que Patrik se quedará con vosotros un ratito. ¿De acuerdo? Es amigo mío y es muy, muy bueno. Y si tú también eres muy, muy buena, puede que Patrik te dé un helado de los que hay en el congelador.

Emma miró suspicaz a Erica, pero la posibilidad de comerse un helado ejerció una atracción irresistible y terminó por asentir, aunque con cierta reserva.

—Bien, pues aquí te los dejo. Nos vemos dentro de un rato. Procura que sigan vivos cuando me despierte, por favor.

Erica se marchó escaleras arriba y él se dirigió a Emma, que continuaba mirándolo con suspicacia.

—Bueno, ¿qué te parece si jugamos una partida de ajedrez? ¿No? ¿Y qué me dices de un helado para desayunar? ¡Ah, eso sí te parece bien! Vale. El último en llegar al frigorífico se lleva una zanahoria en vez de un helado.

A
nna fue emergiendo a la superficie de la conciencia poco a poco. Era como si llevase cien años durmiendo, como la Bella Durmiente. Cuando abrió los ojos, le costó orientarse al principio. Después, reconoció el papel de las paredes de su habitación de soltera y la realidad se le vino encima como un bloque de hormigón. Se sentó sobresaltada. ¡Los niños! Pero enseguida oyó los alegres gritos de Emma procedentes del piso de abajo y recordó que Erica le había prometido acompañarlos mientras ella dormía. Volvió a tumbarse y decidió quedarse un rato más disfrutando del calor de la cama. Tendría que enfrentarse a las tareas del día tan pronto como se levantase, así que no le vendría mal permitirse unos minutos para huir de la realidad.

Poco a poco fue tomando conciencia de que no era la voz de Erica la que se oía desde la planta baja mezclada con las risas de Emma y Adrian. Por un instante pensó aterrada que Lucas estaba en la casa, pero comprendió enseguida que Erica le habría pegado un tiro antes que dejarlo entrar. Tuvo un presentimiento y empezó a sospechar quién podría ser el visitante así que, llena de curiosidad, se dirigió sigilosamente al descansillo y miró por entre los barrotes de la barandilla de madera. Abajo, en la sala de estar, parecía que había caído una bomba. En combinación con cuatro sillas del comedor y una manta, los cojines se habían convertido en una cabaña y los bloques del juego de construcción de Adrian estaban esparcidos por el suelo. En la mesa de la sala de estar había una cantidad alarmante de envoltorios de helado y Anna deseó que Patrik se hubiese comido buena parte de ellos. Con un suspiro, intuyó que resultaría muy difícil hacer que su hija comiese nada ni en el almuerzo ni en la cena. Su hija, la misma que en aquel momento cabalgaba a hombros de un hombre de cabello oscuro, aspecto agradable y ojos castaños de mirada cálida. La pequeña reía a carcajadas y Adrian parecía compartir su alegría tumbado sobre una mantita que había extendida en el suelo y con un pañal por toda vestimenta. Sin embargo, quien mejor parecía estar pasándolo era Patrik, motivo por el que, a partir de ese momento, el joven se había ganado un lugar en el corazón de Anna.

Se levantó y tosió discretamente para llamar la atención de los tres compañeros de juegos.

—¡Mamá, mira, tengo un caballo!

Emma hacía una demostración de su poder absoluto sobre «el caballo» tirándole del pelo, pero las protestas de Patrik eran poco convincentes como para que la pequeña dictadora tomase nota de ellas.

—Emma, deberías tener cuidado con el caballo. De lo contrario, puede que no vuelva a dejarte que lo cabalgues nunca más.

Aquella observación incitó a la amazona a cierta reflexión y, por si acaso, acarició al caballo con la mano sana, como para asegurarse de que no perdía sus privilegios.

—¡Hola, Anna! ¡Cuánto tiempo!

—Sí, mucho. Espero que no te hayan dejado exhausto.

—No, qué va, lo hemos pasado estupendamente.

De pronto pareció preocupado.

—Pero he tenido mucho cuidado con el brazo.

—No me cabe la menor duda. Se ve que está perfectamente. Y Erica, ¿está durmiendo?

—Sí, sonaba tan cansada cuando hablamos por teléfono esta mañana que me ofrecí a intervenir.

—Y, por lo que se ve, con un éxito total.

—Sí, aunque lo hemos desordenado todo. Espero que Erica no se enfade cuando despierte y vea que he destrozado su sala de estar.

A Anna le pareció muy divertida la expresión de ansiedad de su rostro. Al parecer, Erica ya lo tenía dominado.

—Venga, vamos a recoger entre los dos. Pero antes, creo que necesito tomarme un café. ¿Quieres uno?

Se tomaron el café mientras charlaban como viejos amigos. El mejor modo de ganarse a Anna era ganarse a sus hijos y, desde luego, era imposible no ver la adoración con que Emma tironeaba de Patrik, que rechazaba los intentos de Anna de obligar a su hija a dejarlo en paz un rato. Cuando Erica bajó por fin con cara somnolienta, algo más de una hora más tarde, Anna había interrogado a Patrik sobre todo lo habido y por haber, desde el número que calzaba hasta por qué se había separado. Cuando Patrik, por fin, dijo que tenía que marcharse, todas las chicas protestaron, e incluso Adrian lo habría hecho de no haber caído exhausto en un sueñecito de mediodía.

Tan pronto como oyeron partir su coche, Anna se volvió hacia Erica con los ojos muy abiertos:

—¡Diosss! ¡Se ha convertido en el sueño de cualquier suegra! No tendrá un hermano menor, ¿verdad?

Erica le respondió con una sonrisa que irradiaba felicidad.

P
atrik había podido retrasar en un par de horas una misión que sabía no podía eludir pero que lo había mantenido dando vueltas en la cama toda la noche. Pocas veces le había infundido tanto horror abordar algo que formaba parte inevitable de la profesión que había elegido. Conocía la solución de uno de los asesinatos, pero no por ello se sentía feliz.

Así, conducía despacio desde Sälvik hacia el centro, pues deseaba posponerlo lo más posible. El trayecto era, no obstante, demasiado corto y llegó a su destino mucho antes de lo que habría querido. Dejó el coche en el aparcamiento del supermercado de Evas Livs y recorrió a pie los últimos metros. La casa estaba al final de una calle que descendía en abrupta pendiente hasta las cabañas de pescadores que salpicaban la orilla. Era una casa antigua muy bonita, aunque presentaba un aspecto de años de abandono. Respiró hondo antes de llamar a la puerta, pero tan pronto como sus nudillos chocaron contra la madera, se sobrepuso el profesional que llevaba dentro. Los sentimientos personales no debían intervenir. Era un agente de policía y, como tal, estaba obligado a hacer su trabajo, con independencia de cómo se sintiese ante el cometido.

Vera le abrió casi de inmediato. Lo miró inquisitiva, pero se hizo a un lado enseguida y lo invitó a entrar. Después lo guió hasta la cocina, donde ambos tomaron asiento. A Patrik le extrañó que la mujer no preguntase el motivo de su visita y, por un instante, sospechó que tal vez ya lo supiese. En cualquier caso, no tuvo más remedio que encontrar el modo de exponer lo que quería decir, con la mayor suavidad posible.

Ella lo miraba sin nerviosismo, aunque lucía unas profundas ojeras que él interpretó como la manifestación externa del dolor por la muerte de su hijo. Había sobre la mesa un viejo álbum de fotos que Patrik adivinó contendría instantáneas de la niñez de Anders. Le resultaba duro presentarse ante una madre cuyo hijo no llevaba muerto más de dos días, pero una vez más tuvo que dejar a un lado su natural instinto protector y concentrarse en la misión que lo había llevado hasta allí: averiguar la verdad sobre la muerte de Anders.

—Vera, la última vez que nos vimos lo hicimos en circunstancias muy dolorosas y quiero que sepas que lamento profundamente la muerte de tu hijo.

Ella no hizo más que asentir en silencio, esperando que Patrik continuase.

—Pero, por más que comprenda la difícil situación por la que estás pasando, es mi deber investigar lo que le sucedió a Anders. Espero que lo comprendas.

Patrik articulaba como si estuviese hablando con un niño. No sabía muy bien por qué, pero era importante para él que la mujer comprendiese su mensaje a la perfección.

—Hemos estado investigando la muerte de Anders como un asesinato e incluso hemos estado buscando alguna conexión con el de Alexandra Wijkner, una mujer con la que sabemos que mantuvo una relación. No hemos encontrado pista alguna sobre el posible asesino, ni tampoco hemos podido aclarar cómo se produjo el crimen. Para ser sincero, te diré que nos ha puesto a cavilar a todos y, pese a ello, ninguno ha dado con una explicación plausible de cómo pudieron desarrollarse los acontecimientos. Hasta que encontré esto en casa de Anders.

Patrik puso ante Vera, sobre la mesa de la cocina, la fotocopia de la hoja con el texto para que ella pudiera leerlo. Una expresión de asombro se reflejó entonces en su rostro y la mujer miraba perpleja ya a Patrik, ya el papel. Luego tomó el papel y le dio la vuelta. Pasó los dedos por el texto y volvió a dejarlo sobre la mesa, con la extrañeza aún pintada en el rostro.

—¿Dónde lo encontraste?

Preguntó con la voz ronca de dolor.

—En casa de Anders. Te sorprende tanto porque tú creías que te habías llevado el único ejemplar existente de esta carta, ¿no es así?

Vera asintió y Patrik continuó explicándole:

—Y así fue, en realidad. Pero yo encontré el bloc en el que Anders había escrito la carta y, al apretar el bolígrafo contra el papel, dejó las huellas de lo que escribía en la hoja de debajo. Y de ahí hemos sacado esta copia.

Vera esbozó una sonrisa irónica.

—¡Vaya! Eso no se me había ocurrido, claro. Has sido muy listo.

—Ahora creo que sé más o menos lo que sucedió, pero me gustaría que me lo contaras tú misma.

Vera jugueteó un instante con la carta entre sus dedos, tocando las palabras una a una, como si estuviese leyendo un texto en Braille. Lanzó un hondo suspiro antes de satisfacer la petición de Patrik, no por amable menos terminante.

—Fui a casa de Anders para llevarle algo de comida. La puerta no estaba cerrada con llave, pero así solía tenerla, de modo que no hice más que llamarlo y entrar sin más. Todo estaba en calma y en silencio. Lo vi de inmediato y, en el mismo instante, sentí que se me paraba el corazón. Eso fue ni más ni menos lo que sentí. Como si mi corazón hubiese dejado de latir y todo hubiese quedado estático en mi pecho. Su cuerpo se mecía ligeramente. De un lado a otro. Como si la brisa estuviese soplando en la habitación, lo cual, claro está, era imposible.

—¿Por qué no llamaste a la policía? ¿O a una ambulancia?

Vera se encogió de hombros.

—No lo sé. Mi primer impulso fue el de correr hacia él y bajar su cuerpo como fuera, pero una vez en la sala de estar, comprendí que era demasiado tarde. Mi niño estaba muerto.

Por primera vez desde que empezó a relatar lo sucedido, se oyó un temblor en su voz; pero Vera tragó saliva y se obligó a seguir con una tranquilidad aterradora.

—Encontré la carta en la cocina. Ya la has leído, así que sabes lo que dice. Que no tenía fuerzas para vivir. Que la vida no había sido para él más que un sufrimiento interminable y que ya no tenía fuerzas para seguir resistiendo. Ya no le quedaban razones para vivir. Estuve sentada en la cocina una hora, tal vez dos, no lo sé con certeza. No tardé ni un minuto en guardarme la carta en el bolso y, después, sólo tuve que retirar la silla que él había colocado debajo de la cuerda y devolverla a su lugar en la cocina.

—Pero ¿por qué, Vera? ¿Por qué? ¿De qué iba a servir?

Tenía la mirada serena, pero Patrik observó que le temblaban las manos, que la calma era sólo aparente. No podía ni siquiera imaginar el horror que debía de suponer para una madre el ver a su hijo colgado del techo, con la lengua hinchada y violácea y los ojos desorbitados. A él mismo le había resultado terrible la visión de Anders; su madre tendría que vivir el resto de sus días con esa imagen en la retina.

—Quería ahorrarle más humillaciones. Durante muchos años, la gente lo miró con desprecio. Lo señalaban y se reían de él. Al pasar a su lado, lo miraban con gesto altanero porque se sentían superiores. ¿Qué iban a decir cuando supiesen que se había colgado? Quería evitarle esa vergüenza, y lo hice del único modo que se me ocurrió.

—Pero sigo sin comprender. ¿Por qué iba a ser peor el suicidio que el asesinato?

—Tú eres demasiado joven para comprenderlo. El desprecio por los suicidas aún sigue vivo en la conciencia de las gentes de los pueblos costeros. No quería que nadie hablase así de mi niño. Ya lo habían criticado bastante a lo largo de su vida.

La voz de Vera resonaba como el acero. Durante toda su vida, había dedicado su energía a proteger y ayudar a su hijo y, por más que él siguiese sin comprender sus motivos, pensó que tal vez fuese lógico que la mujer quisiera protegerlo aun después de muerto.

Vera extendió la mano en busca del álbum de fotos y lo abrió para que también Patrik pudiese verlo. Por la vestimenta y por el tono amarillento de los colores, calculó que eran instantáneas de los setenta y en todas ellas el rostro de Anders le sonreía franco, despreocupado.

—¿No era guapo mi Anders?

Preguntó con expresión soñadora, al tiempo que pasaba el índice por las fotos.

—Siempre fue un niño tan bueno… Jamás dio ningún problema.

Patrik observaba las fotos con interés. Le parecía increíble que representasen a la misma persona que él sólo había conocido como un despojo. Era una suerte que el joven de las instantáneas no supiera el destino que lo aguardaba. Una de las imágenes llamó especialmente su atención. Una niña rubia muy delgada aparecía junto a Anders, que estaba sentado en una bicicleta con sillín anatómico y manillar de ciclista. La chica mostraba sólo una leve sonrisa y miraba tímidamente medio oculta tras un flequillo.

—¿No es ésta Alex?

—Sí —replicó Vera parcamente.

—¿Solían jugar mucho juntos de niños?

—No mucho. Pero sí a veces. Después de todo, estaban en el mismo curso.

Con suma precaución, Patrik empezó a adentrarse en un terreno delicado. Mentalmente, procedía como de puntillas.

—Sí, creo que ambos tuvieron de maestro a Nils Lorentz durante un tiempo, ¿no?

Other books

Necropolis by Santiago Gamboa
Daring by Gail Sheehy
The Glimpses of the Moon by Edmund Crispin
Paris in Love by Eloisa James
Star Toter by Al Cody
Bog Child by Siobhan Dowd
All Good Things Absolved by Alannah Carbonneau
The Language of Bees by Laurie R. King
Incubus Dreams by Laurell K. Hamilton