—Bien, volvamos al orden. El caso es que mantenías una relación sexual con la víctima, Alexandra Wijkner, ¿no es así?
Anders murmuró algo, con la cabeza gacha.
—¿Perdón? ¿Has dicho algo?
—He dicho que nos amábamos.
Sus palabras resonaron entre las paredes desnudas. Mellberg sonrió jocoso.
—De acuerdo, os amabais. La bella y la bestia se amaban. Muy tierno. ¿Y, cuánto tiempo os «amasteis»?
Anders volvió a murmurar una frase inaudible y Mellberg tuvo que pedirle que la repitiera.
—Desde que éramos niños.
—Ah, vaya. De acuerdo. Pero me figuro que no habéis estado revolcándoos como conejos desde que teníais cinco años, así que, permíteme que reformule la pregunta: ¿durante cuánto tiempo mantuvisteis relaciones sexuales? ¿Durante cuánto tiempo estuvo liada contigo a escondidas? ¿Durante cuánto tiempo bailasteis el tango en posición horizontal? ¿Sigo, o has conseguido comprender ya la pregunta?
Anders lo miró lleno de odio, pero hizo un esfuerzo por mantenerse tranquilo.
—No lo sé, de vez en cuando, durante varios años. En realidad no lo sé, comprenderás que no me dedicaba a marcarlo en el almanaque.
Retiró unos hilachos invisibles del pantalón, antes de proseguir:
—Además, tampoco estaba aquí tan a menudo antes, así que no era muy frecuente. Por lo general, yo me dedicaba sólo a pintarla. Era tan hermosa.
—¿Qué sucedió la noche que murió? ¿Una riña amorosa? ¿No quería cumplir? ¿O te enfadaste porque estaba preñada? Fue eso, ¿verdad? Estaba preñada y tú no sabías si era tuyo o del marido. Y seguro que te amenazó con hacerte la vida imposible, ¿verdad?
Mellberg se sentía muy satisfecho consigo mismo. Estaba convencido de que Anders era el asesino y, si tocaba con la suficiente firmeza las teclas adecuadas, tenía garantizada su confesión. Seguro. Después, le pedirían y le rogarían que volviese a Gotemburgo. Y él los dejaría rogar de rodillas un tiempo. Lo más probable era que lo tentasen con un ascenso y mejor sueldo si los mantenía en el candelero un tiempo. Se frotó el estómago con satisfacción manifiesta y, en ese momento, notó que Anders lo miraba con los ojos desorbitados. Estaba totalmente pálido, como si hubiese perdido toda la sangre. Y las manos le temblaban, como entre espasmos. Cuando levantó la cabeza y, por primera vez, miró a Mellberg directamente a la cara, el comisario vio que le temblaban los labios y que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Mientes! ¡Es imposible que estuviese embarazada!
Un moco se abría camino bajo la nariz y Anders se lo limpió en la manga. Miraba a Mellberg casi suplicante.
—¿Cómo que no podía? Los condones no son seguros al cien por cien, ¿sabes? Estaba de tres meses, así que no vengas a exhibir tus dotes de actor. Estaba preñada y tú sabes muy bien cómo sucedió. Pero si fuiste tú o si fue su marido el que se lo hizo…, bueno, eso no se sabrá nunca, ¿a que no? Es la maldición del hombre, te lo aseguro. A mí han estado a punto de dármela varias veces, pero ninguna pelandusca ha conseguido hasta ahora que le firme ningún papel —afirmó Mellberg con una sonrisa que más parecía un cacareo.
—Verás, no porque sea asunto tuyo, pero no habíamos tenido relaciones desde hacía más de cuatro meses. Y ya no quiero hablar más contigo. Llévame otra vez a la celda, porque no pienso decir una palabra más.
Anders sollozaba terriblemente y las lágrimas amenazaban con brotar a cada momento. Se retrepó en la silla con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada hostil clavada en Mellberg que, suspirando pesadamente, atendió su exigencia.
—Bueno, seguiremos dentro de un par de horas. Y, para que lo sepas, no me creo una mierda de lo que me dices. Piensa en ello mientras estés en la celda. La próxima vez que hablemos, quiero una confesión completa.
Se quedó un rato sentado después de que hubiesen conducido a Anders a la celda. Aquel borracho apestoso no había confesado, lo que le parecía del todo incomprensible. Sin embargo, la mejor carta, aún la tenía intacta. La última vez que habían oído a Alexandra Wijkner con vida fue el viernes 25 de enero a las siete y cuarto de la tarde, exactamente una semana antes de que la encontrasen muerta. Según Telia, había hablado con su madre durante cinco minutos y cincuenta segundos. Y eso encajaba con el marco temporal indicado por el forense. Gracias a la vecina, Dagmar Petrén, tenía testigos de que Anders Nilsson había visitado a la víctima no sólo el mismo viernes por la tarde, justo antes de las siete, sino que, además, lo habían visto entrar en la casa en varias ocasiones la semana siguiente.
Y entonces, Alexandra Wijkner yacía ya muerta en la bañera
.
La confesión le habría facilitado a Mellberg el trabajo de modo significativo, pero aunque Anders se mostrase duro de pelar, él tenía el convencimiento de que lograría que lo condenasen. En efecto, no sólo contaba con el testimonio de la señora Petrén, sino que, en su escritorio, tenía además el informe del registro de la casa de Alex Wijkner. Lo más interesante eran los datos obtenidos de la investigación del cuarto de baño en el que la encontraron. No sólo porque, en la sangre coagulada del suelo, identificaron la huella de una pisada que encajaba perfectamente con un par de zapatos que habían incautado en el apartamento de Anders sino que, además, habían hallado sus huellas dactilares en el cuerpo de la víctima. No tan claras como lo habrían sido de estar en una superficie lisa y dura, pero evidentes e igualmente fáciles de identificar.
No había querido quemar todos los cartuchos el mismo día, pero en el próximo interrogatorio sacaría toda la artillería. Y aplastaría a ese indeseable por cojones.
Más que ufano, se escupió en la palma de la mano y se alisó el cabello con la saliva.
L
a llamada telefónica vino a interrumpirla en mitad de sus anotaciones sobre la conversación mantenida con Henrik Wijkner. Erica dejó molesta el teclado y extendió el brazo en busca del teléfono.
—¿Sí? —contestó en tono algo más irritado de lo que pretendía.
—Hola, soy Patrik. ¿Llamo en mal momento?
Erica se enderezó enseguida en la silla lamentando no haber sido más amable al responder.
—No, en absoluto, sólo estaba escribiendo, y estaba tan absorta en lo que hacía, que me he sobresaltado con el teléfono y por eso te habrá sonado un tanto…, pero no, no es mal momento en absoluto, está bien, quiero decir…
Se llevó la mano a la frente al oírse a sí misma explicarse como una quinceañera. Ya era hora de despabilar y meter las hormonas en cintura. Aquello era ridículo.
—Pues verás, estoy en Fjällbacka y pensaba que si estabas en casa, tal vez pudiera pasarme un rato.
Patrik sonaba seguro de sí mismo, viril, firme y tranquilo, y Erica se sintió más ridícula aun por haber tartamudeado como una adolescente. Se miró la vestimenta que, aquel día, se componía de un chándal algo sucio, y se pasó la mano por la cabeza para sondear el peinado. Y sí, tal y como se temía: una coleta alta y medio deshecha con mechones disparados en todas direcciones. La situación bien podía calificarse de catastrófica.
—¿Oye? ¿Erica? ¿Estás ahí? —Patrik preguntaba extrañado.
—Sí, sí, aquí estoy. Es que me pareció que tu móvil se cortaba.
Erica se llevó la mano a la frente por segunda vez en escasos segundos. Dios del cielo, ni que fuera principiante.
—Hoooolaaaa. Erica, ¿me oyes? ¿Hola?
—Eh…, sí, claro, ven a hacerme una visita. Dame tan sólo un cuarto de hora porque…, verás, estoy terminando una parte importante del libro que quisiera dejar lista.
—Claro, desde luego. ¿Estás segura de que te va bien? De todos modos, vamos a vernos mañana, así que…
—No, por favor. En serio. Dame quince minutos y listo.
—De acuerdo, nos vemos en quince minutos.
Erica colgó despacio el auricular y respiró unos segundos profundamente, esperanzada. El corazón le latía tan fuerte que oía sus pulsaciones. Patrik iba camino de su casa. Patrik iba… Dio un respingo, como si le hubiesen echado un jarro de agua fría, antes de ponerse de pie de un salto. Él llegaría dentro de un cuarto de hora y ella tenía aspecto de llevar una semana sin ducharse y sin peinarse. Echó a correr escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos, mientras se quitaba la sudadera del chándal. Ya en el dormitorio se quitó los pantalones y a punto estuvo de caerse, pues quiso hacerlo sin parar de moverse.
Fue al cuarto de baño y se lavó debajo del brazo mientras elevaba una plegaria de gratitud por haberse afeitado las axilas cuando se duchó por la mañana. Un poco de perfume rociado en las muñecas, entre los pechos y en el cuello, donde pudo sentir con los dedos sus pulsaciones. El armario recibió un trato poco delicado y, hasta que no tuvo la mayoría de la ropa sobre la cama, no se decidió por un sencillo jersey negro de Filippa K y la falda compañera, entallada y también negra, que le llegaba por los tobillos. Miró el reloj. Le quedaban diez minutos. De vuelta al cuarto de baño. Polvos compactos, máscara de pestañas, brillo de labios y una sombra de ojos de color claro. No necesitaba colorete, ya tenía la cara bastante roja. Lo que ella pretendía con el maquillaje era conseguir un aspecto limpio de rostro sin maquillar; pero cada año que pasaba necesitaba más cantidad de maquillaje para conseguirlo.
El timbre sonó en la planta baja y, cuando echó un último vistazo al espejo, vio con horror que aún tenía el pelo en aquel desastroso peinado recogido con un coletero amarillo chillón. Se lo arrancó de un tirón y, con ayuda de un cepillo y algo de espuma, logró darle una forma aceptable. Volvió a sonar el timbre, con más insistencia esta vez, y Erica se apresuró a bajar pero se detuvo a medio camino para recuperar el aliento y calmarse un poco. Con el semblante más tranquilo que fue capaz de componer, abrió la puerta y pintó en su rostro una sonrisa.
E
l dedo le temblaba un poco cuando tocó el timbre. Había estado a punto de darse media vuelta varias veces mientras se dirigía allí y llamar después para disculparse diciendo que le había surgido un imprevisto, pero era como si el coche hubiese conducido él solo hacia Sälvik. Recordaba perfectamente dónde vivía ella y tomó sin problemas la cerrada curva a la derecha de la cuesta que había antes del camping, camino de su casa. Estaba oscuro por completo, pero las farolas iluminaban lo suficiente como para entrever el reflejo del mar. De un golpe, comprendió lo que sentiría Erica por su hogar de la infancia; al igual que comprendía el dolor que debía de sentir ante la posibilidad de perderlo. Y de un golpe comprendió también lo imposible de sus sentimientos por ella. Erica y Anna pensaban vender la casa y no habría ya nada en Fjällbacka que la retuviese. Volvería a Estocolmo y un policía rural de Tanumshede no le sacaría mucha ventaja al guaperas del bar de Stureplan. Así, con paso abatido, se encaminó a la puerta y llamó al timbre.
Nadie le abría, así que llamó por segunda vez. Desde luego, la idea ya no le parecía tan buena como en el momento en que se le ocurrió, al salir de casa de la señora Petrén. Pero, simplemente, no había podido resistir la tentación de llamarla cuando la tenía tan cerca. Aun así, se arrepintió un poco cuando la oyó por teléfono. Sonaba tan ocupada, incluso irritada. En fin, ahora era demasiado tarde para lamentarlo. El timbre de la puerta resonaba ya por segunda vez en el interior de la casa.
Oyó pasos bajando la escalera. Después, se detuvieron un instante, antes de reiniciarse, llegar hasta abajo y junto a la puerta. Ésta se abrió y…, allí estaba ella, con su amplia sonrisa. Erica le hacía perder el resuello. Era incapaz de comprender cómo lograba lucir siempre ese aspecto tan lozano. Tenía la cara limpia, sin maquillaje, con esa belleza natural que era lo que más lo atraía a él de una mujer. Ni en sueños se habría dejado ver Karin sin maquillar, pero Erica era tan fantástica a sus ojos que no podía imaginar nada que mejorase lo que estaba a la vista.
La casa estaba como siempre, como él la recordaba de las visitas de su infancia. Los muebles y la casa habían envejecido con dignidad y conjuntamente. Dominaban el blanco y la madera, con tejidos claros en blanco y azul que armonizaban a la perfección con la pátina envejecida del mobiliario. Erica había encendido unas velas para ahuyentar la oscuridad invernal. La paz y la tranquilidad se respiraban en el ambiente. Mientras pensaba en todo aquello, siguió a Erica hasta la cocina.
—¿Quieres un café?
—Sí, gracias. Ah, por cierto —dijo Patrik al tiempo que le tendía la bolsa con los dulces—. Aunque quisiera llevarme algunos a la comisaría. Hay suficientes y hasta de sobra, te lo garantizo.
Erica miró al interior de la bolsa y sonrió.
—Vaya, veo que has estado con la señora Petrén.
—Exacto. Y estoy tan lleno que apenas si puedo moverme.
—Una anciana encantadora, ¿a que sí?
—Sí, increíble. Si hubiese tenido noventa años, digamos, me habría casado con ella sin dudarlo.
Ambos se echaron a reír.
—Bueno, ¿qué tal estás?
—Bien, gracias.
Se hizo un momento de silencio que los obligó a ambos a moverse inquietos en las sillas. Erica llenó dos tazas de café y vertió el resto en un termo.
—Ven, vamos a sentarnos en el porche.
Bebieron los primeros sorbos en un silencio que no les parecía ya incómodo, sino muy agradable. Erica estaba sentada en el sofá de mimbre, enfrente de Patrik, que se aclaró la garganta antes de preguntar:
—¿Qué tal va el libro?
—Bien, gracias. ¿Y a ti? ¿Cómo te va con la investigación?
Patrik reflexionó un instante y, finalmente, resolvió contarle más de lo que en realidad debía. Erica estaba, pese a todo, implicada y no veía cómo podría perjudicar aquello a la investigación.
—Pues creo que hemos resuelto el caso. O, al menos, eso parece. Tenemos a un detenido, al que están interrogando en estos momentos y que, a la luz de las pruebas, está tan pillado como se pueda imaginar.
Erica se inclinó hacia delante llena de curiosidad.
—¿Y quién es?
Patrik dudó un instante.
—Anders Nilsson.
—Así que, al final, fue Anders. Qué raro. La verdad es que, pese a todo, no me parece verosímil.
Patrik se sentía inclinado a darle la razón. Simplemente, había demasiados cabos sueltos, que no quedaban atados con la detención de Anders. Pero las pruebas físicas del lugar del crimen y las declaraciones de los testigos de que no sólo se encontraba en la casa justo antes de que la víctima fuese asesinada, sino también en varias ocasiones mientras estuvo muerta, hasta que hallaron el cadáver, no dejaba lugar para demasiadas dudas. Y aun así…