—¿No pudo haberse marchado después otra vez?
—Aquí se oye hasta un alfiler que caiga en el descansillo. Todos los que vivimos aquí tenemos un control férreo sobre quién entra y sale y cuándo lo hace. Estoy totalmente segura de que Anders no volvió a salir.
Patrik comprendió que no conseguiría mucho más. Por pura curiosidad, le preguntó:
—¿Qué pensaste al oír que Anders era sospechoso de asesinato?
—Que era un bulo.
Dio otra larga calada y expulsó el humo formando anillos. Patrik tuvo que contenerse para no hablar de los riesgos de los fumadores pasivos. Max, por su parte, seguía en su rodilla, muy ocupado en chupar su llavero. Lo sostenía entre sus manos gordezuelas y, de vez en cuando, miraba a Patrik, como para agradecerle que le hubiese prestado aquel fantástico juguete.
Jenny prosiguió:
—Desde luego que Anders es un verdadero desastre, pero no sería capaz de matar a nadie. Es un tío legal. De vez en cuando, llama a mi puerta para pedirme un cigarrillo y, esté borracho o no, siempre es legal. En alguna que otra ocasión, le he pedido que se quede con Max mientras yo iba a comprar. Pero eso sólo cuando está sobrio, claro. Si no, nunca.
La joven apagó el cigarrillo en un cenicero repleto de colillas.
—En realidad, los borrachos de por aquí no son mala gente. Pobres desgraciados que consumen su vida bebiendo juntos. Sólo se hacen daño a sí mismos.
Echó hacia atrás la cabeza para apartar el pelo de la cara y extendió el brazo otra vez en busca del paquete de tabaco. Tenía los dedos amarillentos por la nicotina y, al parecer, este cigarrillo le sabía tan bien como el primero. Patrik empezaba a notar el humo y tampoco creía que pudiese obtener más información útil. Max protestó cuando lo bajó de sus rodillas y se lo entregó a Jenny.
—Bien, gracias por tu colaboración. Seguro que volveremos a llamarte.
—Bueno, aquí estaré. No pienso irme a ninguna parte.
El cigarrillo se consumía en el cenicero y el humo empezó a ascender en dirección a Max, que cerró los ojos irritado. Seguía mordisqueando las llaves y miraba a Patrik como retándolo a quitárselas. Patrik no tenía otro remedio, así que empezó a tirar con cuidado, pero los granos de arroz que Max tenía por dientes resultaron ser mucho más fuertes de lo que él creía. Por si fuera poco, el llavero estaba a aquellas alturas por completo empapado de babas y era difícil sujetarlo sin que resbalase. Tiró, pues, algo más fuerte, a lo que el niño respondió con un gruñido de insatisfacción.
Experta en ese tipo de situaciones, Jenny logró, con un firme tirón, quitarle a Max el llavero, que le devolvió a Patrik. Max gritaba a pleno pulmón sin ocultar su disgusto ante el curso desfavorable que para él habían tomado los acontecimientos. Sujetándolo entre el pulgar y el índice, Patrik intentó secarlo discretamente en la pernera antes de guardárselo en el bolsillo.
Jenny y un Max lloroso lo acompañaron hasta la puerta. Lo último que vio antes de que ésta se cerrase fueron las grandes lágrimas que rodaban por las sonrosadas mejillas del bebé. En algún lugar de su corazón, sintió una punzada.
L
a casa resultaba ahora demasiado grande para él. Henrik iba de una habitación a otra. Todo lo que allí había le recordaba a Alexandra. Cada centímetro había sido objeto de sus cuidados y su amor. A veces se preguntaba si no habría sido por la casa por lo que había aceptado ser su pareja. La relación no empezó en serio para ambos hasta que no la llevó a la casa. Él, por su parte, había sido serio desde el día en que la vio en un encuentro universitario para estudiantes extranjeros. Alta y rubia, con un aura de inaccesibilidad que lo atrajo más que ninguna otra cosa en la vida. Jamás había deseado algo tan ardientemente como había deseado a Alex. Y estaba acostumbrado a conseguir lo que quería. Sus padres habían estado demasiado ocupados con sus propias vidas y no solían quedarles ganas de invertir ninguna energía en la suya.
El tiempo que no se ocupaban de la empresa, se esfumaba en infinidad de actos sociales. Galas benéficas, cócteles, cenas con conocidos del mundo de los negocios. Henrik tenía que quedarse en casa con la canguro y lo que mejor recordaba de su madre era el rastro que dejaba su perfume cuando lo besaba al marcharse, con la mente ya puesta en algún frívolo evento. En compensación, no tenía más que señalar cualquier cosa y enseguida la tenía. Nunca le habían negado nada material, aunque se lo daban con indiferencia, del mismo modo que, distraídamente, se acaricia al perro que mendiga la atención del amo.
Con Alex, Henrik se enfrentó por primera vez en su vida a algo que no podía conseguir con tan sólo pedirlo. Ella era inaccesible y difícil y, por ello, irresistible. Él la había cortejado con tesón y sin descanso. Rosas, cenas, regalos y cumplidos. No regateó en esfuerzos. Y ella, aunque reacia, se había dejado cortejar y guiar hasta el inicio de una relación. No es que Alex protestase, no; jamás habría podido obligarla, pero con indiferencia. Y hasta aquel verano en que la llevó a Gotemburgo y entraron en la casa de Särö, ella no empezó a convertirse en parte activa de la pareja. Respondía a sus abrazos con una intensidad nueva y él no se había sentido más feliz en toda su vida. Se casaron aquel mismo verano, en Suecia, tan sólo un par de meses después de haberse conocido y, tras regresar a Francia para cursar el último año en la universidad, volvieron para quedarse en la casa de Särö.
Ahora, cuando recordaba aquel tiempo, cayó en la cuenta de que las únicas veces que la había visto verdaderamente feliz era cuando se dedicaba a la casa. Henrik se sentó en uno de los grandes sillones Chesterfield de la biblioteca y echó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados. Las imágenes de Alex pasaban por su mente como si de una vieja película en super ocho se tratase. Sentía la piel refrescante y rugosa bajo los dedos y siguió con ellos el vertiginoso recorrido de una grieta que allí había pintado el tiempo.
Lo que más recordaba eran sus distintas sonrisas. Cuando encontraba para la casa algún mueble que era precisamente lo que estaba buscando, o cuando cortaba con un cuchillo un tapiz y hallaba el original debajo, aún en buen estado; entonces, su sonrisa era amplia y sincera. Cuando él la besaba en la nuca o le acariciaba la mejilla, o le decía cuánto la quería; también entonces reía, a veces. A veces, pero no siempre. Él llegó a odiar esa sonrisa lejana, ausente, indulgente. Después, Alexandra volvía el rostro mientras sus secretos se movían como serpientes bajo la superficie.
Él nunca le preguntó. Por pura cobardía. Por miedo a provocar reacciones en cadena cuyas consecuencias no estaba dispuesto a aceptar. Era mejor tenerla a su lado, aunque no fuese más que en el sentido puramente físico; pero no perdía la esperanza de que un día llegase a ser del todo suya. Estaba dispuesto a correr el riesgo de no tenerlo todo nunca, a cambio de estar seguro de poseer una parte. Un fragmento de Alex era suficiente. Hasta ese punto la amaba.
Observó la biblioteca. Los libros, que cubrían todas las paredes y que ella se había esforzado por reunir, buscando en los anticuarios de Gotemburgo, no servían más que de exposición. Salvo los libros de texto de la universidad, no recordaba haberla visto leer un libro en su vida. Tal vez Alex tenía suficiente con su propio sufrimiento y no necesitaba leer acerca del ajeno.
Lo que más le costaba aceptar era lo del niño. Ella negaba vehemente siempre que él sacaba a relucir ese tema. Decía que no quería traer niños a un mundo como éste.
Lo del otro hombre, ya lo había aceptado. Henrik sabía que Alex no iba a Fjällbacka con tanto entusiasmo todos los fines de semana para estar sola, pero aquello era algo con lo que él había aprendido a vivir. Su vida íntima llevaba muerta más de un año. Y también había aprendido a vivir con ello, con el tiempo. Lo que no se veía capaz de aceptar era que ella estuviese dispuesta a tener el hijo de otro hombre, pero no el suyo. Aquello era lo que le causaba pesadillas por las noches. Sudoroso, daba vueltas sin cesar entre las sábanas, sin la menor esperanza de conciliar el sueño. Tenía ojeras y había perdido varios kilos. Se sentía como una cinta de goma que se estiraba y se estiraba y que, tarde o temprano, llegaría a partirse con un chasquido. Hasta aquel momento, había llevado su dolor sin verter una lágrima. Pero aquella noche, Henrik Wijkner se inclinó hacia delante, con el rostro oculto entre las manos, y empezó a llorar.
L
as acusaciones, las duras palabras, el oprobio, todo le resbalaba como el agua. ¿Qué significaban unas horas de insultos en comparación con años de culpa? ¿Qué significaban unas horas de insultos frente a una vida sin su princesa de hielo?
Él se reía de los intentos, patéticos por demás, de asumir la culpa uno mismo. No veía razón alguna para ello. Mientras no viese razón para ello, ellos no lo conseguirían.
Pero tal vez ella tuviese razón. Tal vez el día del juicio hubiese llegado ya. A diferencia de ella, él sí sabía que el juez no vendría vestido de carne humana. Lo único que podía juzgarlo a él tenía que ser algo más grande que el hombre, más grande que la carne, pero tan digno como el espíritu. A mí sólo podrá juzgarme quien pueda ver mi alma, se decía.
Era curioso ver cómo sentimientos totalmente opuestos podían mezclarse hasta convertirse en un sentimiento nuevo. Amor y odio resultaban en indiferencia. El deseo de venganza y el perdón se convertían en determinación. La ternura y la amargura, en dolor; un dolor tan grande que podía destrozar a un hombre. Ella siempre había sido para él una extraña mezcla de luz y oscuridad, como el rostro de Jano, que unas veces juzgaba y otras se mostraba comprensivo. En ocasiones, ella lo cubría de ardientes besos, pese a que era abominable. Otras, lo humillaba y lo odiaba precisamente porque era abominable. En los contrastes no era posible el descanso.
La última vez que la vio fue el día que más la amó. Por fin era del todo suya. Por fin le pertenecía por completo, para disponer de ella como se le antojase. La última vez que la vio, el velo había perdido su misterio y sólo quedaba la carne. Claro que aquello la convirtió en un ser accesible. Por primera vez le pareció poder sentir quién era ella. Había tocado sus miembros rígidos por el frío y había sentido el alma que aún aleteaba en su gélida prisión. Jamás la había amado tanto como entonces. Ahora había llegado el momento de enfrentarse al destino, cara a cara. Esperaba que el destino se mostrase condescendiente. Pero no lo creía.
L
a despertó el teléfono. ¿Por qué no podía llamar la gente a unas horas más sensatas?
—Erica.
—Hola, soy Anna. —Parecía en guardia y, en opinión de Erica, no le faltaban motivos para ello.
—Hola —Erica no pensaba ponérselo fácil.
—¿Cómo estás? —Anna caminaba como por un campo de minas.
—Bien, gracias. ¿Y tú?
—Bueno. No estoy mal. ¿Qué tal llevas el libro?
—Unos días mejor, otros días peor. Pero al menos voy avanzando. ¿Y los niños? —Erica decidió ceder un poco.
—Emma tiene un buen resfriado, pero el cólico de Adrian parece estar remitiendo, así que ahora puedo dormir algunas horas por las noches.
Anna se rió, pero Erica creyó distinguir cierta amargura en su risa.
Hubo un momento de silencio.
—Oye, tenemos que hablar sobre la casa.
—Sí, eso creo yo también.
En esta ocasión, fue Erica quien contestó con amargura.
—Tenemos que venderla Erica. Si tú no puedes comprar nuestra parte, tenemos que venderla.
Al ver que Erica no respondía, Anna siguió hablando, bastante nerviosa.
—Lucas ha estado hablando con la inmobiliaria y dicen que la pongamos en venta por tres millones. Tres millones, Erica, ¿te das cuenta? Con un millón y medio, que es lo que te corresponde, podrías dedicarte a escribir tranquilamente, sin tener que pensar en tu economía. No debe de ser fácil vivir de lo que escribes en tu situación actual. ¿Cuántos ejemplares se editan de cada uno de tus libros? ¿Dos mil? ¿Tres mil? Y no creo que ganes mucho por cada libro vendido, ¿a que no? No lo comprendes, Erica, también para ti es una oportunidad. Tú siempre has dicho que querías escribir una novela. Y, con ese dinero, podrás disponer del tiempo necesario para hacerlo. El agente inmobiliario opina que será mejor esperar hasta abril o mayo para enseñar la casa, para que venga el mayor número de gente posible, pero que una vez que la anunciemos, la venta debería estar lista en un máximo de dos semanas. Tú comprendes que debemos hacerlo, ¿verdad?
Anna hablaba en un tono suplicante, pero Erica no se sentía compasiva. El descubrimiento de la noche anterior la había mantenido despierta y cavilando casi toda la noche, y se sentía más bien decepcionada e irritable.
—No, Anna, no lo comprendo. Ésta es la casa de nuestros padres. Aquí crecimos. Mamá y papá la compraron de recién casados. Ellos adoraban esta casa. Y yo también, Anna. No puedes hacer esto.
—Pero el dinero…
—¡A mí me da igual el dinero! Me las he arreglado hasta ahora y pienso seguir haciéndolo.
Erica estaba tan enfadada que le temblaba la voz.
—Pero Erica, tienes que comprender que no puedes obligarme a conservar la casa si no quiero. La mitad es mía.
—Si de verdad fueses tú quien lo quisiese así, yo habría pensado que era una verdadera pena, claro, pero habría aceptado tu opinión. El problema es que sé que las razones que aduces son la opinión de otra persona. Es Lucas quien quiere vender, no tú. La cuestión es si tú sabes lo que quieres. Dime, Anna, ¿lo sabes?