Erica rió de buena gana y lo despidió con la mano mientras él se alejaba en su Volvo. Ya sentía el cosquilleo por la expectación del encuentro del día siguiente, mezclado con inseguridad, angustia y miedo puro y simple.
Empezó a caminar hacia su casa, pero no se había alejado más de unos metros cuando se detuvo en seco. Así, de pronto, se le había ocurrido una idea que tenía que comprobar antes de desecharla. Con paso decidido, regresó a la casa, tomó la llave y volvió a entrar, después de haberse sacudido bien la nieve de los zapatos.
¿Qué haría una mujer que esperaba a un hombre que no se presentaba a una cena romántica? ¡Lo llamaría, naturalmente! Erica rogó por que Alex tuviese uno de esos teléfonos modernos y que, dejándose llevar por las tendencias, no hubiese comprado un teléfono modelo cobra o hubiese conservado uno de esos viejos aparatos de baquelita. Tuvo suerte. De la pared de la cocina colgaba un flamante teléfono modelo Doro. Con los dedos temblándole de excitación, marcó el botón de últimos números marcados y cruzó los dedos por que nadie hubiese utilizado el teléfono desde la muerte de Alex.
Y empezaron a oírse las señales de llamada. Tras siete tonos y cuando ya estaba a punto de colgar, saltó el contestador automático de un móvil. Escuchó el mensaje, pero cortó inmediatamente, antes de que se oyese el pip. Colgó el auricular muy despacio, pálida por la impresión. Casi podía oír el ruido que las piezas hacían en su cabeza al ir encajando. De repente, supo qué era exactamente lo que faltaba en el dormitorio.
M
ellberg echaba humo de ira. Atravesaba la comisaría como una hidra y, de haberles sido posible, sus colaboradores de Tanumshede se habrían puesto a cubierto bajo sus mesas. Pero la gente adulta no hacía esas cosas, de modo que tuvieron que soportar un día entero de maldiciones, de reprimendas y humillaciones de toda índole. Annika fue quien recibió la peor parte y, pese a que se había endurecido durante los meses que Mellberg llevaba como jefe, las lágrimas brotaron aquel día de sus ojos como no lo hacían desde hacía mucho. Hacía las cuatro de la tarde, no pudo más. Salió como un rayo del trabajo, paró en el Konsum y compró un paquete grande de helado, se fue a casa y se sentó ante el televisor a ver
Glamour
y dejó que las lágrimas rodasen sobre el helado de chocolate. Simplemente, era lo que tocaba un día como aquél.
A Mellberg lo sacaba de quicio haberse visto obligado a soltar a Anders Nilsson. Sentía con todo su ser que Anders era el asesino de Alex Wijkner y, si le hubiesen concedido un segundo más a solas con él, seguro que le habría arrancado la verdad. En cambio, había tenido que dejarlo ir a causa de un maldito testigo que decía haberlo visto llegar a casa justo antes de que empezase en televisión la serie
Mundos separados
. Aquello lo situaba en su casa a las siete y Alex había hablado con Birgit a las siete y cuarto. Tenía cojones.
Después, estaba ese policía joven, Patrik Hedström, que intentaba meterle en la cabeza un montón de tonterías diciéndole que no había sido Anders sino otra persona la que había asesinado a la mujer. Pero no, si algo había aprendido él durante todos sus años en la policía era precisamente eso, que, por lo general, las cosas solían ser lo que parecían. Nada de móviles ocultos, nada de confabulaciones. Tan sólo chusma que sembraba la inseguridad en las vidas de los ciudadanos honrados. Encuentra a la chusma y encontrarás al autor del crimen, era su divisa en la vida.
Marcó el número de móvil de Patrik Hedström.
—¿Dónde cojones estás? —nada de frases de cortesía, no, ¿para qué?—. ¿Qué haces? ¿Sentado quitándote la pelusa del ombligo o qué? Pues en la comisaría estamos trabajando. Después de la jornada laboral. No sé si te resulta familiar el fenómeno, pero, si no es así, yo puedo hacer que no tengas que preocuparte de ello nunca más. Al menos, en esta comisaría.
Sintió cierta mejoría en la boca del estómago después de haber aplastado ligeramente a aquel mocoso. Había que atarlos corto, pues, de lo contrario, se crecían y se propasaban más de la cuenta.
—Quiero que vayas a hablar con la testigo que ha declarado haber visto a Anders Nilsson en su casa hacia las siete. Presiónala, retuércele el brazo un poquito a ver qué sacas.
—Que sí, joder, ¡AHORA!
Colgó de un golpe disfrutando de las circunstancias que lo colocaban en una posición tal que podía permitirse mandar que otros hiciesen el peor trabajo. De repente, la existencia se le antojó mucho más agradable. Mellberg se retrepó en la silla, abrió el primer cajón y sacó un paquete de bolas de chocolate. Con sus dedos menudos y en forma de salchicha sacó una y se la metió en la boca entera, con fruición. Después, tomó una más. Los hombres que, como él, trabajaban duro, necesitaban combustible.
P
atrik ya había tomado el desvío hacia Tanumshede por Grebbestad cuando recibió la llamada de Mellberg. De modo que giró hacia el campo de golf de Fjällbacka para dar la vuelta. Suspiró resignado. Ya estaba avanzada la tarde y tenía montones de cosas que hacer en la comisaría. No debería haberse quedado tanto tiempo en Fjällbacka, pero la compañía de Erica ejercía una atracción especial sobre él. Se sentía como si lo absorbiese un campo magnético tan poderoso que, para liberarse, necesitaba invertir tanta fuerza física como de voluntad. Otro suspiro. Aquello sólo podía terminar de un modo: mal. No hacía tanto que había logrado superar el dolor después de la separación de Karin y ya iba de cabeza en busca de otra fuente de dolor. Para que luego digan que no hay masoquistas. Le había costado más de un año reponerse de la separación. Había pasado incontables noches ante el televisor para, sin verlas en realidad, ver series de calidad del tipo de
Texas Ranger
o
Misión Imposible
. Incluso la teletienda le parecía mejor alternativa que tumbarse solo en la cama de matrimonio, para retorcerse, mientras las imágenes de Karin en la cama con otro hombre desfilaban por su mente como una mala telenovela. Pese a todo, la atracción que sentía al principio por Karin no podía compararse con la que ahora le inspiraba Erica. Y la lógica le susurraba malévola si, por tanto, no sería mayor la caída.
Como de costumbre, tomó demasiado deprisa las últimas curvas antes de entrar en Fjällbacka. Este caso empezaba a sacarlo de quicio. Pagó su frustración con el coche y se convirtió en un auténtico peligro público cuando tomó la última curva antes de la cuesta abajo hasta el lugar donde, en otro tiempo, se alzaba el viejo silo, ahora desaparecido. En su lugar habían construido casas y cobertizos de pesca al estilo antiguo. Los precios rondaban los dos millones de coronas y a Patrik no dejaba de sorprenderle que la gente tuviese tanto dinero como para permitirse una casa para veranear por semejante suma.
Un motociclista apareció como de la nada en medio de la curva y Patrik se vio obligado a dar un volantazo. El corazón le latía desbocado y, al final, redujo a una velocidad inferior a la permitida. Faltó poco. Una ojeada al espejo retrovisor lo confirmó en la suposición de que el motociclista seguía entero sobre su vehículo y podía proseguir su viaje.
Continuó por la carretera, sin desviarse, pasando por delante de la pista de minigolf hasta llegar al cruce de la gasolinera. Allí giró a la izquierda, en dirección a los edificios de inquilinos. Una vez más pensó en lo horrendos que eran. De color marrón y blanco y estilo años sesenta, como cubos esparcidos al sur del acceso a Fjällbacka. Se preguntó cómo se lo habría planteado el arquitecto que los diseñó. ¿Habría puesto todo su empeño en hacerlos lo más feos posible, como si se tratase de un experimento? ¿O simplemente, no le importaba lo más mínimo? Lo más probable es que fuesen resultado de la fiebre del programa millonario de los sesenta. «Viviendas para todos». Lástima que no lo hubiesen ampliado a «Bonitas viviendas para todos».
Dejó el coche en el aparcamiento y entró en el primer portal. Número cinco. El de Anders, pero también el de la testigo Jenny Rosen. Vivían en la segunda planta. Llegó al descansillo resoplando y pensó que, últimamente, había hecho demasiado poco ejercicio y había comido demasiados dulces. Él no había sido nunca una maravilla haciendo deporte, pero jamás había llegado a aquellos extremos.
Se detuvo un instante frente a la puerta de Anders y aplicó el oído. No se oía lo más mínimo. O no estaba en casa o estaba fuera de combate.
La puerta de Jenny quedaba a la derecha, es decir, justo enfrente de la de Anders, que vivía a la izquierda según se subía. La joven había cambiado la habitual placa con el nombre por una propia, de madera, donde se leían los nombres de Jenny y Max Rosén en recargada caligrafía y decoración de rosas que se entrelazaban por todo el borde. Dedujo que estaba casada.
Jenny había llamado a la comisaría para dejar su testimonio aquella mañana, a hora bien temprana, y Patrik esperaba que aún estuviese en casa. El día anterior, cuando estuvieron llamando a las puertas de todos los vecinos de la planta, no había nadie en casa, pero habían dejado una tarjeta de visita en la que le rogaban que llamase a la comisaría cuando volviese. De ahí que no hubiesen recibido hasta hoy la información sobre la hora en que Anders llegó a su casa la tarde que murió Alex.
La campanilla del timbre resonó en el apartamento desatando enseguida el llanto enrabiado de un niño. Se oyó un ruido de pasos en el vestíbulo y, más que verlo, intuyó que alguien lo observaba por la mirilla de la puerta. Después oyó cómo quitaban la cadena de seguridad y la puerta se abrió.
—¿Sí?
Una mujer con un niño de un año aproximadamente apareció en el umbral. Era muy delgada y tenía el cabello tintado de rubio intenso. A juzgar por las raíces, el color natural de su pelo estaba entre castaño oscuro y moreno, lo que confirmaban un par de ojos castaños muy oscuros. Iba sin maquillar, tenía aspecto de cansancio y vestía un par de pantalones de chándal raídos y con rodilleras y una camiseta con un gran logotipo de Adidas en el pecho.
—¿Jenny Rosén?
—Sí, soy yo. ¿Qué ocurre?
—Soy Patrik Hedström, de la comisaría. Llamaste esta mañana y me gustaría hablar contigo sobre la información que nos diste.
Patrik hablaba en voz baja, para que no se oyese en el apartamento contiguo.
—Entra.
Era un apartamento pequeño, de una sola habitación, y estaba claro que allí no vivía ningún hombre. Al menos, ninguno mayor de un año. La vivienda era una explosión de rosa. Todo allí era rosa. Las alfombras, los manteles, las cortinas, las lámparas…, todo. Los lazos también parecían motivo apreciado, y los había más que de sobra en lámparas y candelabros. Los cuadros de las paredes subrayaban aun más el talante romántico de la propietaria. Rostros de mujer difuminados precedidos de bandadas de pájaros en pleno vuelo. Y, sobre la cama, un cuadro que representaba a un niño llorando.
Se sentaron en un sofá blanco de piel y, gracias a Dios, la joven no le ofreció café: ya había tenido bastante por hoy. Se sentó al niño en las rodillas, pero el pequeño no paraba de moverse, así que lo sentó en el suelo, donde empezó a dar vueltas con movimientos aún torpes.
A Patrik le llamó la atención lo joven que era la mujer. Apenas si acabaría de dejar atrás la adolescencia y no le calculaba más de dieciocho. Pero sabía que no era inusual que, en los pueblos pequeños como aquel, la gente tuviese un hijo o dos antes de cumplir los veinte siquiera. Cuando la oyó llamar Max al niño, concluyó que el padre no vivía con ellos. Lo que tampoco era inusual. Las relaciones a edad tan temprana no solían superar la prueba de un bebé.
Patrik sacó su bloc de notas.
—Veamos, fue hace dos viernes, el veinticinco, cuando viste a Anders Nilsson llegar a casa hacia las siete, ¿correcto? ¿Cómo puedes estar tan segura de la hora?
—Nunca me pierdo la emisión de mi serie favorita que empieza a las siete y justo antes, oí un gran escándalo fuera. Nada anormal, te lo aseguro. En casa de Anders siempre hay jaleo. Sus compañeros de afición van y vienen a todas las horas imaginables del día y de la noche y, de vez en cuando, viene hasta la policía. De todos modos, fui a mirar por la mirilla. Y allí estaba, borracho como una cuba e intentando meter la llave en la cerradura, pero ésta habría tenido que ser gigante para que lo hubiese conseguido, porque no atinaba. De todos modos, al final, se las arregló para abrirla y entró. Entonces oí la sintonía de mi serie favorita y me apresuré a sentarme frente al televisor.
La joven mordía nerviosa un mechón de su largo cabello. Patrik observó que se comía las uñas hasta donde era físicamente posible y que, en lo que quedaba, había restos de esmalte de color rosa chillón.
Max había estado trabajando duro por bordear la mesa en dirección a Patrik y, con gesto triunfal, llegó a la meta y se agarró de la pernera de su pantalón.
—Arriba, arriba, arriba —repetía el pequeño. Patrik miró a Jenny sin saber qué hacer.
—Sí, claro, cógelo. Parece que le gustas.
Con movimientos inexpertos, Patrik tomó al niño, se lo sentó en las rodillas y le dio su llavero para que jugase con él. La cara del pequeño se iluminó como un sol y le dedicó una gran sonrisa que dejó ver sus dos dientes como dos granitos de arroz, Patrik se sorprendió a sí mismo al devolverle la sonrisa. Algo se estremeció en su pecho. Si las cosas se hubiesen desarrollado de otro modo, a estas alturas él podría tener en sus rodillas a su propio hijo. Mientras reflexionaba sobre ello, acarició la pelusilla de la cabeza del pequeño.
—¿Qué tiempo tiene?
—Once meses. Me tiene entretenida, te lo aseguro.
El rostro de la joven se inundó de ternura al mirar a su hijo y Patrik reparó de repente en lo bonita que era, pese a su aspecto de cansancio. No podía ni imaginar lo dura que debía de ser su condición de madre soltera, y a su edad. Aquella joven debería salir a divertirse con sus amigos y vivir la vida. En cambio, dedicaba las noches a cambiar pañales y a las tareas domésticas. Como para ilustrar las tensiones que sobrellevaba, la muchacha tomó un cigarrillo de un paquete que había sobre la mesa y lo encendió. Con fruición, dio una honda calada antes de ofrecerle el paquete a Patrik. Él negó con un gesto. Tenía una opinión muy concreta sobre lo de fumar en la misma habitación que un niño, pero no era asunto suyo, sino de la madre del pequeño. Personalmente, no alcanzaba a comprender cómo nadie podía dedicarse a chupar algo que sabía tan condenadamente mal como un cigarrillo.