Erica no se molestó en esperar su respuesta.
—Y me niego a permitir que Lucas Maxwell gobierne mi vida. Tu marido es un cerdo redomado. Y tú tendrías que venirte aquí y ayudarme a ordenar las cosas de mamá y papá. Ya llevo varias semanas intentando organizarlo todo y aún queda trabajo para otras tantas. No es justo que tenga que hacerlo yo sola. Si estás tan amarrada a los fogones que no se te permite ni encargarte de la herencia de tus padres, deberías pararte a pensar en serio si es así como quieres vivir el resto de tu vida.
Erica colgó el auricular con tal violencia que el aparato cayó al suelo. Estaba tan encolerizada que le temblaba todo el cuerpo.
E
n Estocolmo estaba Anna, sentada en el suelo, con el auricular en la mano. Lucas estaba en el trabajo y los niños dormían, así que había aprovechado aquel rato de tranquilidad para llamar a Erica. Se trataba de una conversación que llevaba varios días posponiendo, pero Lucas no dejaba de insistir en que tenía que llamar a Erica para hablar de lo de la casa de modo que, al final, le hizo caso.
Anna se sentía destrozada en mil pedazos, cada uno de una naturaleza. Ella amaba a Erica y amaba también la casa de Fjällbacka, pero su hermana no comprendía que ella tenía que dar prioridad a su propia familia. No había nada que no estuviese dispuesta a hacer o a sacrificar por sus hijos; y si ello implicaba mantener contento a Lucas a costa de la relación con su hermana mayor, pues así sería. Emma y Adrian eran lo único que la hacía levantarse por las mañanas, seguir viviendo. Si lograse hacer feliz a Lucas, todo se arreglaría. Estaba convencida. Él se veía obligado a ser tan duro con ella porque ella era difícil y no hacía lo que él quería. Si ella le entregase ese regalo, si sacrificase por él el hogar de sus padres, él comprendería cuánto estaba dispuesta a hacer por él y por su familia y todo volvería a ser como antes.
En algún recóndito lugar de su ser, una voz le decía todo lo contrario. Pero Anna hundía la cabeza y lloraba y, con sus lágrimas, ahogaba aquella débil voz. Dejó el auricular en el suelo.
E
rica apartó indignada el edredón y bajó los pies de la cama. Se arrepentía de haberle hablado a Anna tan duramente, pero su mal humor y la falta de sueño la habían hecho perder la atención por completo. Intentó llamarla otra vez, para tratar de arreglarlo en la medida de lo posible, pero comunicaba continuamente.
—¡Mierda!
El taburete que había ante la cómoda se llevó una buena patada, pero, en lugar de sentirse mejor, Erica se dio un golpe que la tuvo andando a la pata coja, sujetándose el dedo gordo del pie con la mano y chillando un buen rato. Dudaba mucho de que un parto fuese tan doloroso como aquello. Cuando pasó el dolor, se colocó sobre la balanza, en contra del buen juicio.
Sabía que no debía hacerlo, pero la masoquista que llevaba dentro la obligaba a buscar la verdad. Se quitó la camiseta con la que había dormido, que siempre aumentaba algunos gramos, y sopesó incluso si las bragas supondrían algún incremento. Lo más probable era que no. Puso primero el pie derecho sobre la balanza, pero dejó descansar parte del peso en el izquierdo, que aún tenía en el suelo. Fue aumentando gradualmente la transmisión del peso al pie derecho y, cuando la aguja llegó a los sesenta kilos, deseó que no se moviese más. Pero no fue así. Cuando por fin puso todo su cuerpo sobre la balanza, ésta indicó inmisericorde los setenta y tres kilos que pesaba. Eso es. Más o menos lo que ella se temía, pero con un kilo de más. Había calculado dos kilos más, pero la balanza marcaba tres más desde la última vez que se había pesado, que fue la mañana en que encontró a Alex.
Después de hecho, lo de pesarse le parecía algo absolutamente innecesario. No es que no hubiese notado en la cintura del pantalón que había engordado, pero hasta el instante en que no le cabía ya ninguna duda, la negación del hecho era una grata compañía. La humedad que había en el armario o haber lavado la ropa a demasiada temperatura eran excusas que le habían servido divinamente en numerosas ocasiones a lo largo de los años. Ahora las veía absurdas y se sentía incluso tentada de cancelar la cena con Patrik. Cuando lo viese, quería sentirse sexy, guapa y delgada, en lugar de hinchada y gorda. Abatida, se miró la tripa e intentó meterla tanto como le fue posible. Era inútil. Entonces, se puso de perfil ante el espejo de cuerpo entero y probó a sacar la barriga tanto como pudo. Exacto: aquella imagen encajaba mucho mejor con la sensación que ella tenía en aquel momento.
Con un suspiro de resignación, se puso un par de pantalones de chándal con una condescendiente cinturilla de goma y la misma camiseta con la que había dormido. Se prometió a sí misma que volvería a tomarse en serio su peso a partir del lunes. No tenía ningún sentido empezar ahora, pues ya tenía planeada una cena de tres platos para aquella noche y, ya se sabe, si una quiere deslumbrar a un hombre en la cocina, la crema y la mantequilla son ingredientes imprescindibles. Los lunes siempre eran, además, un día excelente para empezar una nueva vida. Por enésima vez, se prometió a sí misma que empezaría a hacer ejercicio y a observar la dieta de
El peso ideal
a partir del lunes. Se convertiría en una mujer nueva. Pero no hoy.
Un problema de orden mayor era, desde luego, el que casi la mataba a cavilar desde la noche anterior. Había dado mil vueltas a las alternativas pensando qué hacer, pero sin llegar a ninguna conclusión. De pronto, se veía en poder de una información que deseaba con toda su alma no haber conocido jamás.
La cafetera empezaba ya a despedir el delicioso aroma a café recién hecho y la vida empezó a parecerle algo más agradable. Era increíble lo que podía hacer un sorbo de aquella bebida humeante. Se sirvió una taza de café solo que bebió con fruición, de pie junto a la encimera de la cocina. Ella nunca había sido muy partidaria de desayunar con abundancia y pensó que bien podía ahorrarse algunas calorías hasta la cena.
Cuando llamaron a la puerta se sorprendió tanto que se le derramó el café en la camiseta. Lanzó una maldición mientras se preguntaba quién sería a aquellas horas de la mañana. Miró el reloj de la cocina. Las ocho y media. Dejó la taza e, intrigada, fue a abrir la puerta. Quien esperaba al otro lado sobre el rellano de la escalera era Julia Carlgren, que se frotaba las manos para mitigar el frío.
—¿Hola? —preguntó más que saludó Erica.
—Hola —respondió Julia, sin añadir más.
Erica se preguntó qué haría la hermana menor de Alex en su rellano a aquellas horas de la mañana de un martes, pero prevaleció su buena educación y la invitó a entrar.
Julia entró desenvuelta, colgó el abrigo en el perchero y echó a andar delante de Erica hacia la sala de estar.
—¿Podrías ponerme una taza de ese café que huele tan bien?
—¿Eh?, sí, ahora mismo.
Erica le preparó la taza en la cocina mientras alzaba los ojos al cielo sin que Julia la viese. Aquella muchacha no estaba del todo bien. Le sirvió la taza y, con la suya en la mano, invitó a Julia a sentarse en el sofá de mimbre del porche. Ambas bebieron un rato en silencio. Erica resolvió esperar. Julia tendría que contarle a qué había venido. Tras un par de minutos de tensión, la joven tomó la palabra.
—¿Te has venido a vivir aquí?
—No, en realidad no. Vivo en Estocolmo, pero vine a arreglar un poco las cosas de la herencia.
—Sí, me lo dijeron. Lo siento.
—Gracias. Lo mismo te digo.
Julia soltó una extraña risita que Erica encontró desconcertante y fuera de lugar. Recordó el documento que había encontrado en la papelera de la casa de Nelly Lorentz y se preguntó cómo encajarían las distintas piezas.
—Imagino que estarás preguntándote qué hago aquí.
Julia miró a Erica con su peculiar mirada inalterable. Aquella joven apenas si parpadeaba.
Erica pensó una vez más en lo diametralmente opuesta que era a su hermana mayor. La piel de Julia aparecía marcada por cicatrices de acné y parecía que se hubiese cortado el pelo ella misma con unas tijeras para las uñas. Y sin espejo. Había algo insalubre en su aspecto. Una palidez enfermiza cubría su piel como una membrana grisácea. Tampoco parecía compartir con Alex el interés por la ropa. Se diría que se compraba la ropa en una tienda para señoras jubiladas y, sin llegar a parecer un disfraz, estaban tan lejos de la moda actual como pudiera imaginarse.
—¿Tienes alguna foto de Alex?
—¿Perdón?
Erica quedó perpleja ante aquella pregunta tan concreta.
—¿Una foto? Sí, creo que tengo algunas. Bastantes, incluso. A mi padre le encantaba la fotografía y siempre estaba haciendo instantáneas cuando éramos pequeñas. Como Alex venía con mucha frecuencia, seguro que aparece en más de una.
—¿Podría verlas?
Julia miraba a Erica como intimidándola, como reprochándole que no hubiese ido ya a buscarlas. Llena de gratitud, Erica aprovechó la oportunidad para escapar por un instante a la persistente mirada de Julia.
Las fotos estaban en un arca que había en el desván. Aún no había tenido tiempo de empezar a hacer limpieza allí arriba, pero sabía perfectamente dónde estaba el arca. Todas las fotografías de la familia estaban allí y ella había pensado ya con horror en el día en que empezase a revisarlas. Gran parte de ellas estaban sueltas, pero las que buscaba estaban en álbumes. Los hojeó por orden hasta que, en el tercero, encontró las que buscaba. También en el cuarto álbum había instantáneas de Alex, de modo que, con ambos en la mano, bajó con cuidado las escaleras del desván.
Julia seguía sentada en la misma posición en que la había dejado. Erica se preguntó si se habría movido un ápice mientras ella estaba en el desván.
—Aquí están las que pueden interesarte.
Erica resopló al tiempo que dejaba los gruesos álbumes en la mesa entre una nube de polvo.
Julia se lanzó ansiosa sobre el primer álbum y Erica se sentó a su lado en el sofá para poder explicarle las fotos.
—¿Cuándo fue esto?
Julia señalaba la primera fotografía que encontró de Alex, en la segunda página.
—Déjame ver. Esto debe de ser en… 1974. Sí, creo que sí. Tendríamos nueve años, más o menos.
Erica pasó el dedo sobre la foto con un hondo sentimiento de añoranza. Hacía tanto tiempo… Ella y Alex estaban desnudas en el jardín un caluroso día de verano y, si no recordaba mal, estaban desnudas porque habían estado corriendo y chillando y jugando a escapar al chorro de la manguera del jardín. Lo que más llamaba la atención de la imagen era que Alex llevaba guantes de lana.
—¿Por qué llevaba guantes? Parece que esto es en junio, más o menos.
Julia miraba atónita a Erica, que se echó a reír al recordar el episodio.
—A tu hermana le encantaban aquellos guantes y se empeñaba en llevarlos siempre, no sólo todo el invierno, sino también la mayor parte del verano. Era terca como una mula y nadie fue capaz de convencerla de que se quitase aquellos asquerosos guantes.
—Sí, ella sabía lo que quería, ¿verdad?
Julia miraba la foto con una expresión que casi podría calificarse de ternura. En un segundo, el atisbo de ese sentimiento desapareció por completo y la joven pasó impaciente la página.
A Erica, aquellas fotos le parecían reliquias de otra época. Hacía tanto tiempo y habían sucedido tantas cosas desde entonces. A veces sentía como si los años de la infancia compartidos con Alex no hubiesen sido más que un sueño.
—Éramos como hermanas. Pasábamos todo el tiempo juntas y a menudo incluso dormíamos juntas. Solíamos preguntar lo que había para cenar en nuestras casas para quedarnos a cenar en la que servirían la cena más rica.
—En otras palabras, solíais comer aquí, en tu casa.
Por primera vez, una sonrisa asomó a los labios de Julia.
—Sí, bueno, digamos lo que digamos de tu madre, no creo que pudiese ganarse la vida como cocinera…
Una foto en particular captó la atención de Erica, que empezó a acariciarla. Era una instantánea buenísima. Alex estaba sentada en la popa de la barca de Tore y todo su rostro sonreía. El rubio cabello al viento, flotando alrededor de la cara y, a su espalda, se extendía la hermosa silueta de Fjällbacka. Seguro que iban a salir en barca a las rocas para pasar el día bañándose y tomando el sol. Hubo muchos días así. Como de costumbre, su madre no podía acompañarlas. Se quedaba en casa con la excusa de tener que hacer un montón de tareas sin importancia. Siempre igual. Erica podía contar con los dedos de una mano las excursiones en las que Elsy había participado. Sonrió al ver una foto de Anna, de ese mismo día. Como de costumbre, aparecía haciendo el tonto y, en esta fotografía, se la veía colgada por la borda haciendo mohines.
—¡Tu hermana!
—Sí, mi hermana Anna.
La respuesta de Erica fue breve y su tono indicaba que no quería seguir hablando de ese tema. Julia entendió el mensaje y siguió pasando las hojas del álbum con sus dedos cortos y gruesos. Tenía las uñas mordidas y, en algunos dedos, había llegado a hacerse heridas. Erica se obligó a apartar la vista de los dedos maltratados de Julia y se centró en las fotos.
Hacia el final del primer álbum, de repente, Alex ya no estaba en las imágenes. Era un fuerte contraste, de figurar en todas las páginas anteriores a no aparecer en ninguna. Julia dejó los álbumes en la mesa, uno encima de otro, y se echó hacia atrás en el sofá, con la taza de café entre las manos.
—¿No quieres otro café? Ése se te habrá enfriado ya.
Julia miró la taza y comprendió que Erica tenía razón.
—Sí, gracias, si hay.
Le dio la taza a Erica, que agradeció poder moverse un poco. El sofá de mimbre era muy bonito, pero al cabo de un rato ni la espalda ni el trasero lo consideraban nada cómodo. La espalda de Julia parecía opinar lo mismo, pues la joven se levantó y acompañó a Erica a la cocina.
—Fue un funeral muy bonito. Y a vuestra casa también acudieron muchos amigos.
Erica estaba de espaldas a Julia, sirviendo el café. Un murmullo indescifrable fue todo lo que obtuvo por respuesta. De modo que decidió ser un poco más osada.
—Me dio la impresión de que tú y Nelly Lorentz os conocíais bien. ¿Cómo entablasteis amistad?
Erica contuvo la respiración. El papel que había encontrado en la papelera en casa de Nelly aumentaba su curiosidad por la respuesta de Julia.
—Mi padre trabajaba para ella.
Julia pareció haber respondido sin querer y se llevó la mano a la boca en un acto reflejo, antes de añadir nerviosa: