La princesa de hielo (31 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: La princesa de hielo
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—¿Creías que íbamos a acabar así?

Patrik reflexionó un instante, antes de responder, con el brazo derecho bajo la nuca mientras pensaba:

—Bueno, no puedo decir que lo creyese. Aunque tenía esa esperanza.

—Yo también. Quiero decir que lo deseaba, no que lo creía.

Patrik pensó en lo osado que se sentía, pero, en la confianza que le inspiraba el tener a Erica sobre su brazo, sintió que era capaz de todo.

—La diferencia es que tú empezaste a desearlo hace muy poco, ¿no es cierto? ¿Tú sabes cuánto tiempo llevo yo deseándolo?

Ella lo miró expectante.

—No, ¿cuánto?

Patrik hizo una pausa de efecto.

—Desde que tengo uso de razón. He estado enamorado de ti desde que tengo uso de razón.

Al oírse a sí mismo decirlo en voz alta, oyó también que era la pura verdad. En efecto, así era.

Erica lo miró con los ojos muy abiertos.

—¡Estás de broma! ¿Quieres decir que yo he andado preocupada e inquieta por si tendrías el mínimo interés en mi persona y ahora vienes y me dices que habría sido tan fácil como recoger fruta madura? Vamos, simplemente, sírvase usted mismo.

Lo dijo en tono jocoso, pero Patrik notó que sus palabras la habían emocionado.

—Bueno, no es que, por eso, yo haya vivido en celibato y en un desierto de sentimientos durante toda mi vida. También he estado enamorado de otras mujeres; de Karin, por ejemplo. Pero tú siempre has sido especial. Cada vez que te veía, sentía algo aquí dentro.

Señaló con el puño cerrado el lugar del corazón. Erica le tomó la mano, la besó y la posó sobre su mejilla. A Patrik, aquel gesto, se lo dijo todo.

Invirtieron la mañana en conocerse el uno al otro. La respuesta de Patrik a la pregunta de Erica sobre cuál era su principal afición provocó en ella un alarido.

—Nooooooooooo, ¡otro apasionado del deporte no! ¿Por qué? ¿Por qué no puedo encontrar a un hombre con la inteligencia suficiente para comprender que perseguir una pelota sobre un campo de césped es una actividad perfectamente normal, ¡pero a los cuatro o cinco años!? O que, por lo menos, adopte una posición un tanto escéptica ante la utilidad que para el ser humano puede tener el que alguien salte dos metros de altura por encima de un palo.

—Dos cuarenta y cinco.

—¿Cómo que dos cuarenta y cinco? —preguntó Erica en un tono que indicaba que su interés por la respuesta sería mínimo.

—El que más alto salta de todo el mundo, Sotomayor, salta dos cuarenta y cinco. Las damas superan ligeramente los dos metros.

—Ya, bueno, lo que sea.

Erica lo miró suspicaz.

—¿Tienes el Eurosport?

—Sí señor.

—¿Y el Canal Plus por el deporte, no por las películas?

—Sí señor.

—¿Y TV1000, por la misma razón?

—Sí señor. Aunque, para ser sincero, TV1000 la tengo por dos razones.

Erica lo golpeó en broma, dándole unos puñetazos en el pecho.

—¿He olvidado algo?

—Sí señor. En TV3 dan mucho deporte.

—He de decir que mi radar de fanáticos del deporte está muy desarrollado. Hace una semana, pasé una tarde increíblemente triste y aburrida en casa de mi amigo Dan, viendo un partido de hockey de las Olimpiadas. De verdad que no termino de comprender cómo puede pareceros interesante ver a varios hombres con rodilleras y coderas gigantescas perseguir una cosita blanca.

—Bueno, es mucho más entretenido y productivo que pasarse los días en las tiendas de ropa.

En respuesta a aquel inmotivado ataque al mayor de sus pecados, Erica arrugó la nariz y dirigió a Patrik un gesto verdaderamente feo. De pronto, vio que sus ojos se encendían con un súbito brillo.

—¡Maldita sea!

Patrik se sentó en la cama de un salto.

—¿Perdona?

—¡Maldita sea, joder, me cago en la mar!

Erica lo miraba atónita.

—¿Cómo coño pude pasar por alto algo así?

Se daba golpes en la frente con el puño, para subrayar sus palabras.

—¿¡Hola!? Estoy aquí, ¿recuerdas? ¿Serías tan amable de decirme de qué estás hablando?

Erica agitaba los brazos en manifiesta protesta y Patrik perdió la concentración por un instante, al ver el movimiento que el gesto imprimía a su pecho desnudo. Después, saltó raudo de la cama, desnudo como un recién nacido y corrió escaleras abajo. Cuando volvió arriba, llevaba en la mano un par de periódicos, se sentó en la cama y empezó a hojearlos febrilmente. A aquellas alturas, Erica había abandonado toda esperanza de que le diese alguna explicación y, simplemente, lo miraba con interés.

—¡Ajá! ¡Qué suerte que no hayas tirado a la basura los suplementos de programación de la tele!

Con gesto triunfante, agitaba uno de esos suplementos ante Erica.

—¡Suecia-Canadá!

Erica seguía contentándose con alzar en silencio una ceja interrogante.

—Suecia ganó a Canadá en un partido de los Juegos Olímpicos. Fue el viernes, veinticinco de enero, en la cuatro.

La joven seguía sin verlo claro. Patrik suspiró.

—Suspendieron la programación ordinaria por el partido. Anders no pudo llegar a casa aquel viernes justo cuando empezaba la serie favorita
Mundos separados
, porque la habían suspendido. ¿Lo comprendes?

Poco a poco, Erica fue cayendo en la cuenta de lo que Patrik intentaba decirle. La coartada de Anders acababa de esfumarse. Por inconsistente que fuese, a la policía le habría costado rebatirla. Ahora podrían ir a buscar a Anders a la luz del nuevo material de que disponían. Patrik asintió satisfecho al ver que Erica lo comprendía.

—Pero no crees que Anders sea el asesino, ¿no? —preguntó Erica.

—No, eso es verdad. Pero, por un lado, yo puedo equivocarme, aunque comprendo que te cueste creerlo —bromeó lanzando un guiño—. Y por otro, si no me equivoco, apuesto el cuello a que Anders sabe mucho más de lo que nos ha contado. De modo que ahora podremos presionarlo con más rigor.

Patrik empezó a buscar su ropa por la habitación. Estaba esparcida por todas partes pero lo que lo alarmó en realidad fue descubrir que aún llevaba puestos los calcetines. Se puso los pantalones a toda prisa con la esperanza de que Erica tampoco se hubiese percatado de ello con anterioridad, en el fuego de la pasión. No resultaba fácil parecer un dios del sexo desnudo con un par de calcetines blancos que llevaban bordado el escudo del Tanumshede IF.

Sintió una súbita urgencia por actuar mientras se vestía a toda prisa. En un primer intento, se abrochó desajustada la camisa, de modo que tuvo que desabotonarla entera y volver a empezar. De repente, cayó en la cuenta de la impresión que podía causar su precipitada partida, y se sentó en el borde de la cama, tomó las manos de Erica entre las suyas y la miró a los ojos con firmeza.

—Siento tener que marcharme así, pero debo hacerlo. Sólo quiero que sepas que ésta ha sido la noche más maravillosa de mi vida y que no sé si podré resistir la espera hasta la próxima vez que nos veamos. ¿Quieres que nos veamos otra vez?

Lo que había entre ellos era aún frágil y delicado y, consciente de ello, el joven contuvo la respiración mientras aguardaba su respuesta. Ella asintió, sin pronunciar palabra.

—Entonces volveré contigo, cuando termine de trabajar.

Erica asintió de nuevo. Él se inclinó para besarla.

Cuando salió por la puerta del dormitorio, ella seguía sentada en la cama con las piernas flexionadas, el cuerpo cubierto con las sábanas. El sol entraba por la pequeña trampilla redonda del techo abuhardillado formando un halo dorado en torno a su rubia cabellera. Jamás había contemplado nada tan hermoso.

E
l aguanieve penetraba sus finos mocasines, más apropiados para el verano, pero el alcohol era un buen modo de atenuar la sensación de frío y, ante la alternativa de comprarse un par de zapatos de invierno o una botella de aguardiente, la elección resultaba fácil.

El aire era tan claro y limpio y la luz tan quebradiza a aquella hora temprana del miércoles que Bengt Larsson experimentó una sensación inusual desde hacía mucho tiempo, inquietantemente semejante a una sensación de paz que lo hizo cuestionarse qué tendría aquella mañana de un simple miércoles como para provocar algo tan poco común. Se detuvo a aspirar con los ojos cerrados el fresco aire matutino. ¡Y su vida habría podido estar llena de mañanas así!

Sin embargo, él tenía claro cuándo se había encontrado ante la encrucijada. Sabía perfectamente el día en que su vida había tomado aquel desgraciado curso. Podría incluso decir la hora. En realidad, había tenido todas las posibilidades. No había habido en su vida malos tratos, ni pobreza, hambre o carencias sentimentales que presentar como excusa. Tan sólo podía culpar a su propia necedad y a una confianza desmedida en su propia superioridad. Y, claro está, también había una chica de por medio.

Por aquel entonces, él tenía diecisiete años y, en esa época, siempre había una chica involucrada en todo lo que hacía. Pero aquélla era especial. Maud, con su rubio exuberante y su fingida timidez. Maud, que sabía tocar su ego como si se tratase de un violín bien afinado. «Por favor, Bengt, es que necesito…», «Por favor, Bengt, no podrías darme…». Ella lo ataba corto y él se doblegaba obediente a sus deseos. Todo era poco para ella. Él ahorraba cuanto ganaba para comprarle bonitos vestidos, perfumes, todo lo que a ella le apetecía. Pero, tan pronto como conseguía lo que con tanta insistencia había estado pidiendo, lo apartaba para, con la misma insistencia, empezar a pedir otra cosa, la única que podía hacerla feliz.

Maud fue como una fiebre que le encendiese todo el cuerpo y, sin apenas notarlo, la rueda comenzó a girar cada vez más rápido, hasta que él perdió el norte. Cuando cumplió dieciocho años, Maud se empeñó en un coche algo más pequeño que un Cadillac Convertible que costaba más de lo que él ganaba en todo un año. Aquello le quitó el sueño más de una noche, que pasó dándole vueltas al problema de cómo conseguir el dinero. Entre tanto, mientras él se torturaba, Maud no hacía más que arrugar el morro indicando que si él no le compraba el coche, había otros que podían tratarla como ella se merecía. Los celos se apoderaron de él durante aquellas noches de angustiosa vigilia y, finalmente, no pudo soportarlo más.

El 10 de septiembre de 1954, a las 14:00 horas exactamente, entró en el banco de Tanumshede, provisto de una vieja pistola del ejército que su padre había guardado en casa durante años y el rostro cubierto con una media de nailon. Nada salió como debía. Cierto que el personal del banco se aprestó a meter los billetes en la bolsa que llevaba para ese fin, pero en una cantidad que ni por asomo se acercaba a la que él esperaba conseguir. Después, uno de los clientes, padre de uno de sus compañeros de clase, reconoció a Bengt incluso bajo la media. La policía no tardó más de una hora en llamar a la puerta de su casa, donde halló la bolsa con el dinero bajo la cama de su dormitorio. Bengt no consiguió olvidar jamás la expresión del rostro de su madre. La mujer llevaba ya muerta muchos años, pero sus ojos aún lo perseguían cada vez que le sobrevenía la angustia del alcohol.

Los tres años que pasó en la cárcel aniquilaron toda esperanza de futuro. Cuando salió, hacía ya tiempo que Maud se había marchado, aunque no sabía adónde ni tampoco se preocupó de averiguarlo. Todos sus viejos amigos habían seguido sus vidas, tenían trabajo fijo y familia y rehuían toda relación con él. Su padre había muerto mientras él estaba en la cárcel, así que se mudó con su madre. Con actitud humilde, intentó buscar trabajo, pero adonde quiera que iba, lo recibían con negativas. Nadie quería saber nada de él. Y, finalmente, las miradas de todos siempre fijas en él lo abocaron a buscar su futuro en el fondo de la botella.

A quien, como él, había crecido en la seguridad que ofrece un pueblo pequeño donde todo el mundo se saluda por la calle, la sensación de verse rechazado le producía un dolor físico. Así, estuvo pensando en abandonar Fjällbacka, pero ¿adónde iría? De modo que fue mucho más fácil quedarse y dejarse llevar por la bendición del alcohol.

Anders y él hicieron amistad enseguida. Dos pobres diablos, como ellos mismos solían decir riendo con amargura. Bengt abrigaba un sentimiento de afecto casi paternal por Anders, cuyo destino le inspiraba más pesadumbre que el propio. A menudo pensaba que le habría gustado poder hacer algo por cambiar el rumbo de la vida de Anders; sin embargo, conocía bien la sugerente melodía nefasta del alcohol y sabía lo imposible que resultaba zafarse de la exigente amante en que llegaba a convertirse con los años. Una amante que lo exigía todo sin dar nada a cambio. Lo único que podían hacer era, pues, darse el uno al otro un poco de consuelo y compañía.

El camino hasta el portal de Anders estaba limpio de nieve y cubierto de arena, de modo que no se vio en la necesidad de avanzar a pasitos cortos para no perder la botella que llevaba en el bolsillo, tal y como había tenido que hacer tantas veces durante el triste invierno del año anterior, cuando el hielo, brillante y resbaladizo, cubría el suelo hasta el primer peldaño.

Las dos plantas que había hasta el apartamento de Anders constituían siempre un reto, ya que no había ascensor. Tuvo que detenerse varias veces para recobrar el aliento y, en un par de ocasiones, aprovechó para tomar un trago reparador. Cuando se vio por fin ante la puerta de Anders, se apoyó un instante contra el marco, resoplando agotado antes de abrir la puerta, que su amigo nunca cerraba con llave.

En el apartamento no se oía el menor ruido. ¿Pudiera ser que Anders no estuviese en casa? Cuando estaba durmiendo la mona, sus resoplidos y ronquidos solían oírse desde el vestíbulo. Bengt echó un vistazo a la cocina. Allí no había nada, salvo los habituales caldos de cultivo de las bacterias. La puerta del baño estaba abierta de par en par, y tampoco allí se veía a nadie. Dobló la esquina con una desagradable sensación en el estómago. El espectáculo que lo aguardaba en la sala de estar lo hizo pararse en seco. La botella que sostenía en la mano cayó al suelo con estrépito, pero el cristal no se rompió.

Lo primero que vio fueron los pies, que se mecían sueltos a poca distancia del suelo. Aquellos pies desnudos se movían ligeramente, de un lado a otro, como un péndulo. Anders llevaba puestos los pantalones, pero tenía el torso desnudo. La cabeza colgaba también formando un ángulo extraño. Tenía el rostro desfigurado y amoratado y la lengua, que asomaba por entre los labios, parecía demasiado grande para caber dentro de la boca. Era el cuadro más triste que Bengt había presenciado en toda su vida. Se dio la vuelta y salió sigiloso del apartamento, no sin antes recoger del suelo la botella. Rebuscó a ciegas en su interior por ver si encontraba algo a lo que aferrarse, pero no halló más que vacío. En cambio, echó mano del único cable que conocía. Se sentó en el umbral del apartamento de Anders, se llevó la botella a los labios y lloró desconsoladamente.

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