Lisa hacía pucheros con la boca, tumbada boca abajo en la gran cama matrimonial. Estaba desnuda y hacía cuanto estaba a su alcance por parecer seductora, pero a él eso ya no le afectaba lo más mínimo. Sabía que ella esperaba una respuesta.
—Ya sabes que no podemos irnos de la casa de mi madre. No está bien y no puede vivir sola en una casa tan grande.
Le dio la espalda a Lisa y empezó a hacerse el nudo de la corbata ante el gran espejo del tocador de Lisa. Y, en el mismo espejo, vio que la joven fruncía el entrecejo con irritación, gesto que no la favorecía en absoluto.
—¿Y no puede esa vieja urraca tener el sentido común de mudarse a una acogedora casita en lugar de ser una carga para su familia? ¿No comprende que tenemos derecho a nuestra propia vida privada? En cambio, tenemos que pasarnos los días cuidando a la vieja. ¿Y de qué le sirve guardar todo ese dinero? Apuesto lo que quieras a que disfruta viéndonos humillados y obligados a arrastrarnos por las migajas que ella deja caer de su mesa. ¿No se da cuenta de todo lo que haces por ella? Trabajando como un esclavo en esa empresa y haciéndole de canguro en tu tiempo libre. Esa bruja no es capaz ni de dejarnos las mejores habitaciones de la casa, como muestra de agradecimiento, sino que nos manda a vivir al sótano mientras ella se pasea por los salones.
Jan se dio la vuelta y miró a su esposa con frialdad.
—¿No te he dicho ya que no hables así de mi madre?
—¡Tu madre! —resopló Lisa—. No te habrás creído de verdad que ella te ve como a un hijo, ¿no Jan? Para ella nunca serás más que un caso de beneficencia. Si su amado Nils no hubiese desaparecido, te habrían echado tarde o temprano. Tú no eres más que una solución de emergencia, Jan. ¿Quién, si no, le haría de esclavo prácticamente gratis y a todas horas? Lo único que tienes es la promesa de que, cuando ella la palme, heredarás todo su dinero. Pero, para empezar, seguro que dura hasta los cien, por lo menos, y para continuar, seguro que ha hecho testamento dejando el dinero a un hogar para perros sin dueño mientras se ríe de nosotros a nuestras espaldas. A veces eres de un idiota, Jan.
Lisa rodó hasta quedar boca arriba y estudió la perfecta manicura de sus uñas. Jan dio un paso hacia la cama donde Lisa se encontraba y, con gran calma y frialdad, se acuclilló, le tomó un mechón del largo y rubio cabello que le colgaba por fuera del colchón y empezó a tirar despacio pero cada vez más fuerte, hasta que ella hizo un gesto de dolor. Con el rostro muy cerca del de ella, masculló en un susurro:
—¡Nunca más! ¿Me oyes? Nunca más vuelvas a llamarme idiota. Y créeme, el dinero será mío un día. Lo único que puede cuestionarse es si tú estarás aquí el tiempo suficiente como para disfrutarlo.
Con gran satisfacción, vio un destello de temor en los ojos de Lisa. Casi podía ver cómo su estúpido cerebro, primitivo y taimado a un tiempo, procesaba la información y llegaba a la conclusión de que había llegado el momento de cambiar de táctica. Lisa se estiró en la cama, volvió a fingir un puchero y se cubrió los pechos con las palmas de las manos. Después, empezó a describir círculos con el índice alrededor de los pezones, muy despacio, hasta que se endurecieron y, con voz seductora, le dijo:
—Perdóname, Jan, no ha estado bien. Pero ya sabes cómo soy. A veces hablo sin pensar. ¿Puedo compensarte de algún modo?
Jan sintió que, sin mediación de su voluntad, su cuerpo empezaba a reaccionar y decidió que Lisa bien podía servirle para algo, después de todo. Así que volvió a desanudarse la corbata.
M
ellberg se rascaba reflexivo la entrepierna sin percatarse de la expresión de repugnancia que dicho gesto provocaba en el rostro de quienes tenía congregados a su alrededor. En honor al gran día, se había puesto un traje que, no obstante, le quedaba algo estrecho, aunque él lo atribuía a que alguien se habría equivocado en la tintorería y lo habría lavado a demasiada temperatura. Él no necesitaba pesarse para tener la certeza de que no había engordado un solo gramo desde sus años de joven recluta, por lo que consideraba que la compra de un traje nuevo era malgastar el dinero. La calidad era eterna. No estaba en su mano impedir que los imbéciles de la tintorería no supiesen hacer su trabajo.
Se aclaró la garganta para atraer la atención de todos los asistentes. La charla y el ruido de las sillas cesaron al punto y todas las miradas se concentraron en Mellberg, que estaba sentado ante su escritorio. Las sillas que ocupaban los congregados habían tenido que traerlas de otros lugares de la comisaría y las habían colocado en semicírculo frente a la suya. Mellberg paseó por la sala una mirada solemne en completo silencio. En efecto, aquel era un instante que pensaba disfrutar lo máximo posible. Con el ceño fruncido, observó que Patrik presentaba un aspecto deplorable. Cierto que el personal podía hacer lo que gustase en su tiempo libre, pero teniendo en cuenta que estaban a mediados de semana, no era mucho pedir que se observase cierta mesura en lo que al trasnochar y al consumo de alcohol tocaba. Mellberg inhibió con eficacia el recuerdo del cuarto de litro que, la noche anterior, se había deslizado por su propia garganta. Y anotó mentalmente que debía mantener con el joven Patrik una charla sobre la política de la comisaría en relación con el alcohol.
—Como todos sabéis a estas alturas, se ha producido un segundo asesinato en Fjällbacka. La probabilidad de que haya dos asesinos es mínima, de lo que creo que podemos deducir que la persona que mató a Alexandra Wijkner es la misma que mató a Anders Nilsson.
Disfrutaba con el sonido de su propia voz y con el ansia y el interés que veía en los rostros de los presentes. Aquél era, sin duda, su elemento. Había nacido para hacer aquello, precisamente.
Mellberg continuó:
—Anders Nilsson fue hallado esta mañana por Bengt Larsson, uno de sus compañeros de borracheras. Había sido ahorcado y, según un resultado preliminar de Gotemburgo, llevaba colgado desde ayer, como mínimo. Mientras no contemos con datos más concretos, ésta es la hipótesis a partir de la cual vamos a trabajar.
Le gustaba la sensación que le producía en la lengua el pronunciar la palabra hipótesis. El auditorio que tenía ante sí no era especialmente numeroso, pero en su mente eran muchos más y no cabía la menor duda de su grado de interés. Y lo único que todos esperaban eran sus palabras y sus órdenes. Satisfecho, miró a su alrededor. Annika escribía atenta en un ordenador portátil con las gafas apoyadas sobre la punta de la nariz. Sus formas femeninas, bien dispuestas, iban revestidas de una chaqueta amarilla, que le sentaba de mil amores, con la falda apropiada, y Mellberg le guiñó un ojo. Sin excederse. Más le valía no consentirla demasiado. A su lado estaba Patrik, que parecía ir a derrumbarse de un momento a otro. Le pesaban los ojos, rojos de agotamiento. Desde luego que tenía que tener unas palabras con él tan pronto como se presentase la ocasión. Después de todo uno debía de poder exigir cierto estilo a sus empleados.
Aparte de Patrik y de Annika, había otros tres empleados en la comisaría de Tanumshede. Gösta Flygare era el más antiguo y dedicaba todos sus esfuerzos a hacer el mínimo indispensable hasta el día de su jubilación, para la que no le faltaban más que un par de años. Después, podría dedicarse en cuerpo y alma a su gran pasión: el golf. Había empezado a jugar hacía diez años, cuando su esposa murió de cáncer y, de repente, los fines de semana se le hacían eternos y vacíos. El deporte no tardó en convertirse en una especie de sustancia tóxica y ahora veía su trabajo, por el que, dicho sea de paso, nunca había mostrado demasiado interés, como un obstáculo que le impedía pasar el tiempo en el campo de golf.
Pese a lo escuálido del sueldo, se las había arreglado para ahorrar el dinero suficiente para comprarse un apartamento en la Costa del Sol española y, dentro de poco, podría dedicar los meses de verano a jugar al golf en Suecia, mientras que pasaría el resto del año en los campos de golf de España. Aunque tenía que admitir que aquellos asesinatos habían conseguido despertar en él cierto interés, por primera vez en muchos años. Sin embargo, no en el grado suficiente como para no haber preferido una ronda de dieciocho hoyos, si la estación lo hubiese permitido.
A su lado se encontraba el miembro más joven de la comisaría. Martin Molin despertaba diversos grados de sentimientos paternales en todos ellos, y unos y otros colaboraban para actuar como muletas invisibles y facilitarle el trabajo. Aunque todos procuraban que él no lo notase. Simplemente, le asignaban tareas dignas de un niño y se turnaban para revisar y corregir los informes que escribía antes de que llegasen a manos de Mellberg.
El joven agente había salido de la Escuela Superior de Policía no hacía más de un año, lo que provocaba gran desconcierto, en primer lugar, porque nadie se explicaba cómo había conseguido superar las duras pruebas de ingreso y, en segundo lugar, cómo había logrado también cursar todos los años y obtener el título. Pero Martin era amable y tenía buen corazón y, pese a su ingenuidad, por la que no era apto en absoluto para la profesión de policía, todos pensaban que, en cualquier caso, no podría causar mayor perjuicio allí, en Tanumshede, así que le ayudaban de buen grado a superar todos los obstáculos. Sobre todo Annika le tenía un afecto especial que, para regocijo general, demostraba de vez en cuando acogiéndolo en un cálido abrazo espontáneo y apretándolo contra su generoso pecho.
Su cabello, siempre alborotado y de un rojo tan intenso como el de sus pecas podía, en esas ocasiones, compararse con el color de sus mejillas. Pero Martin adoraba a Annika y había pasado con ella y su marido muchas tardes, en las épocas en que necesitaba consejo por estar enamorado sin ser correspondido. Lo cual le sucedía siempre. Su ingenuidad y su bondad parecían convertirlo en un imán irresistible para mujeres que devoraban hombres para desayunar y después escupían los restos. Pero Annika siempre estaba allí para escucharlo, para reconstruir su confianza en sí mismo y lanzarlo de nuevo al mundo, con la esperanza de que, un día, encontrase a una mujer que supiese apreciar el tesoro que se escondía bajo aquella pecosa apariencia.
El último componente del grupo era también el menos querido por todos. Ernst Lundgren era un lameculos de magnitud inconmensurable, que jamás perdía la ocasión de destacar, preferentemente a costa de los demás. A nadie le sorprendía que siguiese soltero. Cualquier cosa menos atractivo y, aunque hombres más feos que él encontraban pareja gracias a una personalidad agradable, Ernst carecía tanto de lo uno como de lo otro. De ahí que aún viviese con su anciana madre en una granja situada a diez kilómetros de Tanumshede. Según los rumores, su madre le había echado una mano a su padre, célebre en la región por su agresividad y su afición al alcohol, cuando el hombre cayó del pajar para aterrizar en una horca. Pero de eso hacía ya muchos años y el rumor solía salir a la luz cuando la gente no tenía nada más interesante que contar. Cierto era, en cualquier caso, que su madre era la única persona que podía amar a Ernst, con aquellos dientes prominentes, el cabello estropajoso y sus enormes orejas, todo ello acompañado de su humor colérico y su egocentrismo. En aquella reunión, Ernst tenía la vista pendiente de los labios de Mellberg, como si sus palabras fuesen perlas, sin perder la menor ocasión de, irritado, mandar callar a los demás si osaban hacer el menor ruido que distrajese la atención de la intervención del comisario. De repente, alzó la mano, ansioso, como un colegial dispuesto a hacer una pregunta.
—¿Cómo sabemos que no fue el borracho quien lo asesinó y después fingió encontrarlo esta mañana?
Mellberg asintió satisfecho ante la observación de Ernst Lundgren.
—Buena pregunta, Ernst, muy buena. Pero, como ya he dicho, partimos de la base de que es la misma persona que mató a Alex Wijkner. Aun así, comprueba la coartada de Bengt Larsson.
Mellberg señaló a Ernst Lundgren con el bolígrafo mientras paseaba la mirada por los rostros de los demás.
—Ésa es la actitud que necesitamos, la de un vivo razonar, si queremos resolver este caso. Espero que escuchéis y aprendáis de Ernst. Aún os falta mucho para alcanzar su nivel.
Ernst bajó la vista abrumado, pero tan pronto como Mellberg desvió la atención a otro lado, no pudo resistir la tentación de dedicar a sus colegas una mirada de triunfo. Annika resopló bien alto y clavó en él la vista sin pestañear siquiera, en respuesta a la expresión iracunda que Ernst le lanzó.
—¿Por dónde iba?
Mellberg enganchó los pulgares de los tirantes que llevaba bajo la chaqueta e hizo girar la silla hasta quedar mirando la pizarra que habían colgado en la pared, a su espalda, y en la que se exponían los datos relativos al caso Alex Wijkner. Ahora había al lado otra pizarra similar, aunque ésta no contenía más que la instantánea que le habían tomado a Anders antes de que el personal de la ambulancia cortase la cuerda y bajase su cadáver.
—Bien, ¿qué es lo que tenemos hasta el momento? Anders Nilsson fue hallado esta mañana y, según un informe preliminar, llevaba muerto desde ayer. Lo colgó una persona desconocida, o quizá varias, probablemente, pues se necesita bastante fuerza para levantar el cuerpo de un hombre con el fin de colgarlo del techo. Lo que no sabemos es cómo procedieron. No hay huellas de forcejeo, ni en el apartamento ni en el cuerpo de Anders. Ni moratones que indiquen que lo hayan golpeado antes ni después del momento de la muerte. Éstos no son, como ya he dicho, más que datos preliminares, pero se verán confirmados cuando le hayan practicado la autopsia.
Patrik movió el lápiz pidiendo la palabra.
—¿Cuándo se calcula que conoceremos los resultados de la autopsia?
—Al parecer, tienen un montón de cadáveres esperando, así que no he conseguido que me digan cuándo lo tendrán listo.
Nadie parecía sorprendido.
—Además, sabemos que existe una clara conexión entre Anders Nilsson y nuestra primera víctima de asesinato, Alexandra Wijkner.
Mellberg se había puesto de pie y señalaba la fotografía de Alexandra, que estaba en el centro de la primera pizarra. Era una instantánea que les había facilitado su madre y todos pensaron, una vez más, en lo hermosa que había sido en vida. Y aquella fotografía hacía de la contigua, la que representaba a Alex en la bañera, con el rostro azulado y pálido y con el cabello y las pestañas helados, una visión más horrenda aún.