Annika había ido tomando nota en un bloc mientras él hablaba y le dirigió una mirada afirmativa por toda respuesta. Estaba seguro de que así se enteraría de todo lo que merecía la pena saber y, ante todo, de que así sabría si algunos de los datos que tenía no valían ni el papel en el que estaban escritos. Porque tenía que haber algo que no encajase; de eso, también estaba totalmente seguro.
—Gracias, Annika. Eres un tesoro.
Patrik empezaba a levantarse de la silla cuando un agrio «¡siéntate!» de Annika lo obligó a detenerse a medio camino y a volver a colocar el trasero sobre el asiento. Ahora comprendía por qué sus labradores estaban tan bien adiestrados.
La mujer se retrepó en la silla con una sonrisa satisfecha y Patrik supo enseguida que su primer error había consistido en acudir a su despacho personalmente, en lugar de dejarle una nota con sus instrucciones. Debería haber recordado que ella siempre adivinaba sus intenciones y que, además, su olfato para los romances era del todo sobrenatural. Así que no le quedaba más que hacer ondear la bandera blanca y capitular, retreparse como ella y aguardar la avalancha de preguntas que, sin duda alguna, se le avecinaba. Annika abrió con una introducción suave, aunque insidiosa.
—¡Sí que pareces agotado hoy!
—Mmmm…
Pues Patrik no estaba dispuesto a transmitirle la información sin ningún esfuerzo por su parte.
—¿Estuviste ayer en una fiesta?
Annika seguía pescando sin dejar de buscar, con ingenio maquiavélico, los puntos débiles del armamento.
—Bueno, lo que se dice una fiesta… Según se mire. A ver, ¿cómo se define una fiesta?
El joven agente abrió los brazos y también sus claros ojos azules con expresión inocente.
—Venga, Patrik, ahórrate los rodeos. Cuéntame: ¿quién es?
Pero él no contestaba, dispuesto a torturarla con su silencio. Tras unos segundos, vio centellear una chispa en los ojos de Annika.
—¡Ajá!
El grito sonó triunfante y Annika movió el índice victoriosa.
—¡Es ella! ¿Cómo se llama? Se llama…
Chasqueaba los dedos mientras rebuscaba febrilmente en su memoria.
—¡Erica! ¡Erica Falck!
Aliviada, volvió a retreparse en la silla.
—Bueeeno, Patrik… ¿Y cuánto tiempo lleváis…?
No dejaba de sorprenderlo la precisión infalible con que Annika solía acertar enseguida. Y tampoco tenía sentido negar que así era. Sintió cómo un delicado rubor empezaba a extenderse desde la coronilla hasta los dedos de sus pies y ese rubor resultaba más elocuente que nada de lo que él pudiese decir. Después, fue incapaz de contener una amplia sonrisa que, para Annika, fue la confirmación absoluta de sus sospechas.
Cinco minutos más tarde, tras el temido tiroteo de preguntas, logró marcharse del despacho de Annika con la sensación de haber recibido una paliza. Aunque, bien mirado, no había sido del todo desagradable tratar el tema de Erica y, de hecho, le costó volver a la tarea que se había impuesto abordar inmediatamente. Se puso la cazadora, le dijo a Annika adonde se dirigía y salió al frío invernal de la calle, donde el suelo se iba cubriendo de gruesos copos de nieve.
D
esde la ventana, Erica veía los copos deslizarse hacia tierra. Estaba sentada ante el ordenador, pero lo había apagado y llevaba ya un rato mirando la negra pantalla. A pesar de un tremendo dolor de cabeza, se había obligado a escribir diez páginas sobre Selma. El libro había dejado de provocar en ella el menor entusiasmo, pero había firmado un contrato que cumpliría dentro de dos meses. La conversación con Dan había puesto una sordina a su buen humor y ahora se preguntaba si, en aquel mismo momento, su amigo estaría contándoselo todo a Pernilla. Decidió utilizar su preocupación por Dan en algo creativo y volvió a encender el ordenador.
Tenía guardado en él el borrador del libro sobre Alex. Abrió el documento, que ocupaba ya más de cien páginas. Lo leyó todo de principio a fin. Era bueno. Incluso muy bueno. Lo que la llenaba de preocupación era pensar en cómo reaccionarían todas las personas cercanas a Alex si el libro llegaba a publicarse. Cierto que había enmascarado la historia parcialmente, había cambiado los nombres de personas y lugares y se había permitido la licencia de añadir una serie de digresiones fantasiosas, pero el material del libro se componía indudablemente de la vida de Alex, vista por Erica. Y en especial la parte relacionada con Dan era la que más dolores de cabeza le acarreaba. ¿Cómo iba a ser capaz de exponerlos a él y a su familia de ese modo? Al mismo tiempo, sentía la necesidad de escribir también esa parte de la historia. Por primera vez en su vida sentía verdadero entusiasmo por el argumento de un libro. Habían sido tantas las ideas que no habían dado la talla y que había ido desechando a lo largo de los años, que ahora no podía permitirse el lujo de dejar escapar ésta. Pensó que lo mejor sería concentrarse primero en terminar el libro; después se enfrentaría al problema de qué hacer con los sentimientos de los implicados.
Llevaba ya casi una hora escribiendo afanosamente cuando llamaron a la puerta. Al principio, se irritó al verse interrumpida, ya que por fin había cogido el ritmo, pero se le ocurrió que podría ser Patrik y saltó rauda de la silla. Se miró de pasada en el espejo antes de bajar corriendo la escalera para abrir la puerta. La sonrisa se le heló en los labios al ver a la persona que aguardaba al otro lado. Era Pernilla y tenía un aspecto horrible. Parecía haber envejecido diez años desde la última vez que Erica la vio. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, el cabello encrespado y se diría que había salido a toda prisa, sin ponerse ninguna prenda de abrigo, pues tiritaba cubierta por una fina rebeca. Erica la hizo pasar al interior de la casa y, en un impulso, la abrazó mientras le acariciaba la espalda para consolarla, del mismo modo en que había consolado a Dan hacía tan sólo un par de horas. Aquel gesto quebrantó el poco autocontrol que aún le quedaba a Pernilla, que estalló en largos sollozos con la cabeza apoyada sobre su hombro. Cuando, después de transcurridos unos minutos, alzó la cabeza, el rimel se le había corrido más aún por los párpados otorgándole un aspecto cómico, como de payaso.
—Lo siento.
A través de las lágrimas, Pernilla miraba el hombro de Erica, cuyo suéter blanco aparecía ahora emborronado de negras manchas de rimel.
—No importa. No te preocupes por eso. Ven.
Erica le pasó el brazo por los hombros y la condujo a la sala de estar. Notó que temblaba de pies a cabeza y supuso que no se debía sólo al frío. Por un segundo, se preguntó por qué habría decidido ir a verla a ella, precisamente. Erica siempre había sido mucho más amiga de Dan que de Pernilla y se le antojó un tanto extraño que no hubiese acudido a alguna de sus verdaderas amigas, o a su hermana. Pero, como quiera que fuese, allí estaba. Y Erica estaba dispuesta a hacer todo lo posible por ayudarle.
—Tengo una cafetera caliente. ¿Quieres un café? Claro que lleva ya algo así como una hora calentándose, pero seguro que puede beberse.
—Sí, gracias.
Pernilla se sentó en el sofá y cruzó fuertemente los brazos, como si temiese romperse en pedazos y quisiese sujetar las piezas de sí misma. Y, en cierto modo, así era.
Erica volvió con dos tazas de café. Colocó una de ellas en la mesa, ante Pernilla, y la otra enfrente, ante el sillón de orejas en el que se sentó para poder verla. Y esperó a que ella rompiese el silencio.
—¿Tú lo sabías?
Erica vaciló antes de responder.
—Sí, pero me entere hace poco.
Seguía vacilando, pero añadió:
—Yo le dije a Dan que hablase contigo.
Pernilla asintió.
—¿Y qué hago ahora?
Era una pregunta retórica, así que Erica la dejó resonar, sin responder nada.
Pernilla prosiguió:
—Sé que, al principio, yo no fui para Dan más que un modo de olvidarte a ti.
Erica quiso protestar, pero Pernilla la detuvo con un gesto de la mano.
—Sé que fue así, pero creía que, con el tiempo, se había convertido en mucho más, que nos queríamos de verdad. Hemos vivido bien y yo confiaba en él por completo.
—Dan te quiere, Pernilla. Sé que te quiere.
Pero Pernilla no parecía escucharla, sino que continuó hablando sin apartar la vista de su taza de café. La apretaba con tal fuerza entre sus dedos que los nudillos le blanqueaban como a punto de estallar.
—Podría vivir sabiendo que tenía una aventura, podría haber buscado una excusa, una prematura crisis de los cuarenta o algo así; pero jamás podré perdonarle que la dejara embarazada.
La cólera que resonaba en su voz era tan honda que Erica tuvo que contenerse para no retirarse. Cuando Pernilla alzó la mirada hacia Erica, ésta vio en sus ojos un odio tan grande que tuvo un horrible presentimiento. Jamás había visto una ira tan encendida y, por un instante, se preguntó desde cuándo conocería Pernilla la historia de Dan con Alex. Y hasta dónde estaría dispuesta a llegar para exigir su venganza. Después, rechazó la idea tan rápido como se le había ocurrido. Aquella mujer era Pernilla, ama de casa con tres hijas, casada con Dan desde hacía muchos años, no una furia iracunda que se lanzase contra la amante de su esposo como un ángel vengador. Y, aun así, había en la mirada de Pernilla un componente de frialdad que asustó a Erica.
—¿Qué pensáis hacer ahora?
—No lo sé. Ahora mismo, no sé nada de nada. Lo único que necesitaba era salir de aquella casa. Era lo único que tenía en la cabeza. Ni siquiera podía mirarlo a la cara.
Erica se compadecía de Dan. Lo más probable era que, en aquellos momentos, él estuviese pasando su propio infierno. Para ella habría sido más natural que Dan hubiese venido a pedirle consuelo. Entonces, habría sabido qué decir, qué palabras aliviarían su pesar. A Pernilla, en cambio, no la conocía lo suficiente como para saber cómo ayudarle. Tal vez bastase con escucharla.
—¿Por qué crees tú que lo hizo? ¿Qué le daba ella que no encontraba en mí?
En ese momento, Erica comprendió por qué Pernilla había preferido acudir a ella en lugar de a alguna de sus amigas. Porque creía que ella tenía todas las respuestas sobre Dan. Que ella podría darle la plantilla con la solución a la cuestión de por qué Dan había actuado como lo había hecho. Por desgracia, Erica se veía obligada a decepcionarla. Ella creía que Dan era la honradez en persona y jamás se le había pasado por la cabeza pensar que pudiese ser infiel. Se llevó la mayor sorpresa de su vida cuando comprobó las últimas llamadas realizadas por Alex y se encontró con el mensaje del contestador del móvil de Dan. Si había de ser sincera, sintió una gran decepción en ese instante. La decepción que uno siente cuando una persona a la que se aprecia no es como uno creía. Y ahora comprendía que Pernilla, además de sentirse traicionada y engañada, empezase a preguntarse quién era en realidad el hombre con el que había estado viviendo todos esos años.
—No lo sé, Pernilla. Te aseguro que a mí me sorprendió muchísimo. No es propio del Dan que yo conozco.
Pernilla asintió, como si la consolase el hecho de no ser la única burlada. Nerviosa, retiraba bolitas invisibles de su enorme rebeca. Con el largo cabello oscuro con restos de permanente recogido en una tosca cola de caballo, daba toda ella una impresión de aspecto más que descuidado. Erica siempre había pensado, con cierto complejo de superioridad, que Pernilla podría sacarle mucho más partido a su físico. Seguía haciéndose la permanente, pese a que había pasado de moda más o menos al mismo tiempo que las chaquetas de caballero cortas, y siempre se compraba la ropa por catálogo, de firmas con precios tan bajos como su calidad y su diseño. Pero nunca la había visto tan ajada como hoy.
—Pernilla, sé que estáis pasando un momento muy difícil, pero Dan y tú sois una familia. Tenéis tres hijas preciosas y quince años estupendos a vuestras espaldas. No te precipites. Y no me malinterpretes del todo. No es que defienda lo que ha hecho. Y es posible que no podáis seguir juntos. Que no se le pueda perdonar. Pero espera a que todo vuelva a su cauce antes de tomar una decisión. Piénsatelo bien, antes de actuar. Sé que Dan te quiere, me lo ha dicho hoy mismo. Y también sé que está profundamente arrepentido. Me dijo que había pensado dejarla y yo lo creo.
—Yo ya no sé qué creer, Erica. Nada de aquello en lo que he creído ha resultado cierto así que, ¿en qué voy a creer ahora?
Aquella pregunta no tenía respuesta. Un silencio insoportable se interpuso entre ellas.
—¿Cómo era?
Una vez más vislumbró Erica un fuego que, frío, ardía en el fondo de los ojos de Pernilla. No tuvo que preguntarle a quién se refería.
—Fue hace tantos años. Yo ya no la conocía.
—Era hermosa. Yo la veía por aquí los veranos. Era exactamente como yo soñaba ser. Hermosa, elegante, sofisticada. Me hacía sentir como una palurda y habría dado cualquier cosa por ser como ella. En cierto modo, comprendo a Dan. Si nos colocas juntas a Alex y a mí, es evidente quién gana.
Dijo aquello con frustración, al tiempo que tironeaba de su práctica pero anticuada vestimenta, como para ilustrar sus palabras.
—Y también a ti te he envidiado siempre. Su gran amor de juventud que se marchó a la gran ciudad y lo dejó aquí, añorándola. La escritora de Estocolmo que había conseguido ser alguien en la vida y que venía de vez en cuando a brillar con su presencia entre nosotros, simples mortales. Dan se pasaba semanas hablando de tu siguiente visita.
La amargura que rezumaba la voz de Pernilla horrorizó a Erica y, por primera vez, se avergonzó de haberla menospreciado. No se había enterado de nada. Al hacer examen de conciencia, tuvo que reconocer que hallaba cierta satisfacción en el hecho de demostrar la diferencia entre ella y Pernilla. Entre su corte de pelo de quinientas coronas en una peluquería de Stureplan y la permanente casera de Pernilla. Entre su ropa de marca comprada en la calle de Biblioteksgatan y las blusas baratas y las faldas largas de Pernilla. ¿Qué importancia tenía aquello? ¿Por qué, en momentos concretos de debilidad, se había alegrado de esas diferencias? Era ella quien había dejado a Dan. ¿Sería simplemente por satisfacer su propio ego, o sería porque, en el fondo, sentía envidia de que Pernilla y Dan tuviesen tanto más que ella? En lo más hondo de su ser, ¿no les envidiaría la familia que tenían? ¿Y no se habría arrepentido incluso de haberse marchado? ¿De no ser ella la que ahora tuviese la familia de Pernilla? ¿Habría intentado despreciar a Pernilla porque, de hecho, le tenía envidia? Era una idea despreciable, pero no podía deshacerse de ella. Se avergonzaba de ello en lo más hondo de su alma. Y, al mismo tiempo, se preguntaba hasta dónde habría llegado ella por defender lo que Pernilla tenía. ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar Pernilla? Erica la observaba reflexiva.