Abarcó con la mano la habitación y sonrió.
—Sí, debe ser maravilloso verse rodeado de tanta historia de la propia familia.
—Bueno, tiene ventajas e inconvenientes. También conlleva una responsabilidad insoslayable. Seguir el camino del padre y todo lo demás.
El joven se echó a reír mientras Erica pensaba que no parecía especialmente abrumado por ninguna responsabilidad. Ella, por su parte, se sentía totalmente fuera de lugar en aquella elegante sala y luchaba en vano por encontrar la forma de sentarse cómodamente en aquel hermoso pero espartano sofá. Al cabo, terminó por acomodarse en el borde mismo, mientras daba sorbitos al café servido en diminutas tazas de moca. El meñique se le agitó, aunque ella supo contener el impulso. En efecto, las tazas parecían ideales para estirar el meñique, pero la joven sospechaba que daría una impresión más sarcástica que de saber estar. Luchó consigo misma un instante al ver la bandeja de pastas que había sobre la mesa y perdió la batalla en un duelo contra una gruesa rebanada de bizcocho equivalente a unos diez puntos rojos en la ficha del peso.
—Alex adoraba esta casa.
Erica estaba pensando precisamente en cómo acercarse al auténtico motivo de su presencia allí y se sintió agradecida al comprobar que el propio Henrik sacaba a colación el tema de Alex.
—¿Cuánto tiempo vivisteis juntos aquí?
—Tanto como duró nuestro matrimonio, quince años. Nos conocimos cuando estudiábamos en París. Ella, historia del arte y yo intentaba adquirir conocimientos sobre la economía mundial, al menos los suficientes para administrar a duras penas el emporio familiar.
Erica dudaba mucho de que Henrik Wijkner hiciese nunca algo «a duras penas».
—Después de casarnos volvimos a Suecia y nos instalamos en esta casa. Mis padres habían fallecido y la casa había estado muy descuidada los dos años que yo viví en el extranjero, pero Alex empezó a renovarla enseguida. Quería que todo estuviese perfecto. Cada detalle, el papel pintado, los muebles y las alfombras, son originales que han decorado la casa desde su construcción y restaurados según su aspecto primigenio o bien objetos que Alex compró. No sé a cuántos anticuarios acudió para encontrar objetos de decoración de la época de mi bisabuelo. Utilizó para guiarse montones de fotografías antiguas y el resultado es excelente. Al mismo tiempo, trabajaba duro para poner en marcha su galería y lo cierto es que aún no comprendo cómo le llegaba el tiempo para hacerlo todo.
—¿Qué clase de persona era Alex?
Henrik se tomó unos minutos para meditar su respuesta.
—Hermosa, tranquila, perfeccionista hasta la exasperación. Creo que, quienes no la conocían, podían calificarla de engreída. Pero eso era porque no dejaba que nadie entrase en su vida así como así. Alex era una persona por la que había que luchar.
Erica sabía perfectamente a qué se refería. El carácter reservado y el poderoso atractivo de Alex hacían que, ya de niña, la tachasen de presumida las mismas chicas que, acto seguido, se peleaban por sentarse a su lado.
—¿A qué te refieres exactamente?
Quería oír en qué términos lo expresaba Henrik.
El viudo miró por la ventana y, por primera vez desde que entró en la casa de los Wijkner, creyó atisbar la presencia de un sentimiento bajo aquella fachada encantadora.
—Ella siempre seguía su propio camino. No tomaba en consideración a los demás. No por maldad, no había maldad en Alex, sino por necesidad. Lo más importante para mi esposa era que no la hiriesen. Todo lo demás, todos los demás sentimientos, quedaban relegados a ese fin. El problema es que, si no dejas que nadie pase al otro lado del muro por miedo a que resulte un enemigo, también terminas por dejar fuera a los amigos.
En este punto, guardó silencio, antes de clavar en ella la mirada.
—Alex habló de ti alguna vez.
Erica no pudo ocultar su asombro. Teniendo en cuenta el modo en que había terminado su amistad, ella siempre creyó que Alex se dio media vuelta y no volvió a pensar en ella nunca más.
—Recuerdo especialmente que decía que tú eras la última amiga de verdad que había tenido jamás. «La última auténtica amistad», decía exactamente. Una manera un tanto extraña de expresarlo, en mi opinión, pero nunca mencionó nada más al respecto y, a aquellas alturas, yo ya sabía que de nada servía intentar sonsacarle. Por eso puedo contarte a ti cosas de Alex que jamás le contaría a nadie. Algo me dice que, pese a que habían pasado tantos años, mi esposa seguía reservándote un lugar especial en su corazón.
—¿Tú la amabas?
—Por encima de todo. Alexandra lo era todo en mi vida. Cuanto he hecho y cuanto he dicho giraba en torno a ella. Lo más irónico es que ella jamás se dio cuenta. Si me hubiese permitido atravesar su muro, hoy no estaría muerta. Tenía la respuesta ante sus propias narices, pero no se atrevió a buscarla. La cobardía y el valor conformaban una mezcla extraña en la persona de mi esposa.
—Birgit y Karl-Erik no creen que se suicidó.
—Sí, lo sé. Y ellos ni se cuestionan que yo tampoco lo crea, pero, si he de ser sincero, lo cierto es que no sé lo que creo. Viví con ella durante más de quince años, pero jamás llegué a conocerla.
Su voz seguía siendo fría y objetiva y, por su tono, bien podría haber estado comentando las inclemencias del tiempo, pero Erica empezaba a comprender que su primera impresión de Henrik no pudo haber sido más errónea. Su dolor era inmenso. Sólo que no estaba expuesto al público como en el caso de Birgit y Karl-Erik Carlgren. Tal vez gracias a sus propias experiencias, supo como por instinto que aquel hombre no sufría sólo el dolor por la muerte de su esposa, sino el de no haber sabido aprovechar la oportunidad de hacer que ella lo amase como él la amaba. Y aquel era un sentimiento que ella conocía más que bien.
—¿A qué le tenía miedo?
—Yo me he preguntado lo mismo mil veces. La verdad es que no lo sé. Tan pronto como intentaba hablarlo con ella, cerraba la puerta. Nunca conseguí que me dejase entrar. Era como si tuviese un secreto que no pudiese compartir con nadie. ¿No suena extraño? El caso es que, como no sé cuál podía ser ese secreto, tampoco estoy en condiciones de saber si fue o no capaz de quitarse la vida.
—¿Qué tal llevaba su relación con sus padres y su hermana?
—Pues… ¿cómo te lo diría?
El hombre volvió a tomarse un instante de reflexión, antes de contestar.
—Tensa. Como si todos se sacasen de sus casillas unos a otros. La única que, de vez en cuando, decía lo que pensaba, era Julia, su hermana pequeña; y te aseguro que es una persona bien rara. Yo siempre tenía la sensación de que las réplicas que se decían en voz alta ocultaban otro diálogo, muy distinto. No sé cómo explicártelo. Era como si hablasen en una clave que a mí no me habían facilitado
—¿A qué te refieres cuando dices que Julia es rara?
—Como ya sabrás, Julia nació cuando Birgit era algo mayor, cuarenta y muchos; y, además, no lo tenían planeado. Así que la pequeña fue como el polluelo del nido. Tampoco debió de ser muy fácil tener una hermana como Alex. Julia no era una niña bonita y, desde luego, no ha mejorado su atractivo con los años; en cambio Alex, ya sabes cómo era… Birgit y Karl-Erik siempre estuvieron muy pendientes de Alex y, simplemente, se olvidaron de Julia. Y ella atajó el problema encerrándose en sí misma. Pero a mí me cae bien. Hay algo más bajo su aparente hosquedad. Y espero que alguien se tome la molestia de descubrirlo.
—¿Cuál ha sido su reacción al saber de la muerte de Alex? ¿Qué tipo de relación mantenían las dos hermanas?
—Tendrás que preguntarles a Birgit o a Karl-Erik. Yo no he visto a Julia desde hace más de medio año. Estudia magisterio en Umeå y no le gusta salir de allí. Este año, ni siquiera estuvo en casa por Navidad. Pero Julia siempre idolatró a su hermana. Alex ya había empezado en el internado cuando Julia nació, así que no estaba mucho en casa, pero después, cuando nosotros íbamos allí, Julia andaba siempre pisándole los talones, como un cachorro. Alex no le hacía mucho caso y la dejaba. A veces Julia la irritaba y ella le regañaba, pero por lo general la ignoraba, sin más.
Erica empezaba a notar que la conversación estaba tocando a su fin. En las pausas, se dio cuenta de que un silencio total reinaba en aquella casa que, en su esplendor, debía de resultar bastante solitaria para Henrik Wijkner.
Erica se levantó y le tendió la mano que él estrechó entre las suyas reteniéndola unos segundos antes de soltarla y encaminarse hacia la puerta.
—Pensaba ir a la galería a echar una ojeada —comentó Erica.
—Sí, es una buena idea. Ella se sentía increíblemente orgullosa de su galería. La creó de la nada, junto con una amiga de sus años de universidad en París, Francine Bijoux, aunque ahora se apellida Sandberg. También nos veíamos bastante fuera del trabajo, aunque cada vez menos, desde que ella y su marido tuvieron hijos. Seguro que Francine está en la galería, así que la llamaré y le explicaré quién eres; no me cabe duda de que te hablará de Alex encantada.
Henrik le abrió la puerta y Erica le agradeció su hospitalidad una vez más, le dio la espalda al esposo de Alex y se encaminó al coche.
E
n el preciso instante en que salió del coche, el cielo se precipitó en copiosa lluvia. La galería estaba en la calle de Chalmersgatan, paralela a Avenyn, pero tras haber pasado media hora dando vueltas, se resignó a aparcar en Heden. En realidad, no estaba tan lejos, pero la intensidad de la lluvia hizo que así se lo pareciese. Por si fuera poco, el aparcamiento costaba doce coronas la hora y Erica se sentía cada vez más desanimada. Ni que decir tiene que tampoco llevaba paraguas y sabía que sus rizos no tardarían en adoptar el aspecto de una permanente casera.
Se apresuró a cruzar Avenyn y se detuvo justo a tiempo para dejar paso al tranvía número cuatro que apareció tronando en dirección a Mölndal. Dejó atrás el restaurante Valand, donde había pasado alguna que otra noche desenfrenada durante sus años de estudiante y giró a la izquierda para tomar la calle de Chalmersgatan.
La Galleri Abstrakt estaba a mano izquierda y tenía grandes escaparates a la calle. Una campanilla tintineó cuando Erica entró para comprobar que el local era mucho más grande de lo que parecía desde fuera. Las paredes, el suelo y el techo estaban pintados de blanco, lo que ayudaba a centrar la atención en las obras de arte que decoraban las paredes.
Al fondo del local había una mujer cuyo origen francés resultaba indiscutible. Simplemente, rezumaba elegancia por todas partes y conversaba con un cliente acerca de un cuadro sin dejar de gesticular con las manos.
—No tardaré en estar contigo. Entre tanto, date una vuelta por la exposición.
Su acento francés sonaba encantador.
Erica le tomó la palabra y, con las manos cruzadas a la espalda, empezó a pasear por la sala y a admirar las obras de arte. Tal y como indicaba el nombre de la galería, todos los cuadros eran de estilo abstracto. Cubos, cuadrados, círculos y figuras extrañas. Erica ladeó la cabeza y entrecerró los ojos en un intento de detectar qué era lo que un experto en arte vería en aquellas figuras que escapaban por completo a su entendimiento. Pero no, no seguía viendo más que cubos y cuadrados que, según ella, podría haber plasmado un niño de cinco años. De modo que no le quedó más alternativa que aceptar que aquello quedaba fuera de su alcance.
Se encontraba ante un enorme cuadro rojo cuyo lienzo aparecía dividido en diversas partes amarillas distribuidas de forma irregular cuando oyó a su espalda los pasos de Francine, en sonoro taconeo sobre el tablero de ajedrez del suelo.
—¿No es maravilloso?
—Sí, bueno, claro, es bonito. Pero si he de ser sincera, no estoy muy familiarizada con el mundo artístico. A mí me parece que los girasoles de Van Gogh son bonitos, pero ahí, aproximadamente, terminan mis conocimientos.
Francine sonrió.
—Tú debes de ser Erica. Henri me llamó hace un rato para avisarme de que venías.
La mujer le tendió una mano delicada que Erica le estrechó no sin antes secarse la suya, aún mojada por la lluvia.
La mujer que tenía ante sí era menuda y delgada y hacía gala de una elegancia de la que las francesas parecen tener la patente. Con su metro setenta y cinco, sin zapatos, Erica se sentía a su lado como la mujer gigante.
Francine tenía el cabello negro y liso, peinado hacia atrás y recogido en un trenzado en la nuca y vestía un traje de chaqueta entallado de color negro, probablemente en señal de luto por la muerte de su amiga y colega, pues más parecía mujer de vestir rojos intensos e incluso amarillos. El maquillaje era ligero y perfecto, aunque no lograba ocultar el revelador enrojecimiento de sus ojos. Erica, por su parte, esperaba que no se le hubiese corrido el rimel bajo la lluvia, aunque aquella era, con total seguridad, una vana esperanza.
—He pensado que podríamos sentarnos a charlar mientras tomamos un café. Esto está hoy muy tranquilo. Ven, podemos pasar allí detrás.
Francine se encaminó delante de Erica hacia una pequeña sala que había tras la zona de exposición y que estaba totalmente equipada con frigorífico, microondas y cafetera. Había en el centro una pequeña mesa con tan sólo dos sillas. Erica se sentó en una de ellas y no tardó en tener ante sí una humeante taza de café. Su estómago empezaba a protestar ante la idea de otro café, pues ya había tomado varias tazas en casa de Henrik, pero sabía por la experiencia de las innumerables entrevistas en las que había ido consiguiendo el material para sus libros que, por alguna razón, la gente se prestaba mejor a la conversación con una taza de café de por medio.
—Según me ha dicho Henrik, los padres de Alex te han pedido que escribas un artículo en memoria de su hija.
—Así es. Pero no la vi más que alguna que otra vez y de pasada en los últimos veinticinco años, de modo que estoy intentando averiguar algo más sobre el tipo de persona que era antes de ponerme a escribir.
—¿Eres periodista?
—No, escritora. De biografías. Esto lo hago sólo porque Birgit y Karl-Erik me lo han pedido. Además, fui yo quien la encontró, o casi y, de algún modo, siento la necesidad de escribir sobre ella, para poder crearme otra imagen de Alex, una imagen viva. Te parecerá extraño…
—No, en absoluto. Pienso que es estupendo que te tomes tantas molestias por darles el gusto a los padres de Alex; y por ella también, claro.