—¡Ah! Te referías al partido. Pero bueno, claro que sigo los juegos. Yo creía que te referías a algo especial,
aparte
de eso.
Su tono fue tan exagerado que no quedó la menor duda de que no sabía nada del partido de aquella tarde y de que Dan literalmente se tiraba de los pelos ante tal blasfemia: el deporte no era, según él, cosa de broma.
—Bien, entonces me paso a ver el partido contigo y así veré cómo Salming aplasta la resistencia rusa…
—¡¿Salming?! ¿Tienes idea de cuánto hace que dejó de jugar? Estás de broma, ¿verdad? Dime que sí.
—Sí, Dan, estoy de broma. Tan inútil no soy. En fin, que iré a ver jugar a Sundín, si eso te gusta más. Un chico para morirse de guapo, por cierto.
Dan suspiró por tercera vez, en esta ocasión por el hecho de que alguien cometiese el delito de hablar de tal gigante del hockey en términos distintos a los puramente deportivos.
—Anda, sí, vente. Pero no quiero que se repita lo de la última vez, ¿eh? Ningún parloteo durante el partido, nada de comentarios sobre lo sexy que están los jugadores con las rodilleras y, sobre todo, nada de preguntar si sólo llevan protector o si se han puesto los calzoncillos encima. ¿Estamos?
Erica rió con descaro y añadió en tono serio:
—Te lo juro por mi honor de scout, Dan.
Él masculló:
—¡Pero si tú nunca has sido scout!
—Precisamente.
Erica pulsó el botón con el símbolo de un pequeño teléfono rojo.
D
an y Pernilla vivían en una de las casas adosadas de Falkeliden, de construcción relativamente reciente. Las viviendas aparecían alineadas en largas hileras que seguían la pendiente de la colina de Rabekullen y eran tan parecidas entre sí que apenas si se distinguían unas de otras. Era un barrio muy solicitado por familias con hijos, ante todo por el hecho de que carecían por completo de vistas al mar, por lo que no habían subido de precio de la misma forma desorbitada que las edificaciones próximas a la playa.
Hacía una tarde demasiado fría para ir a pie, pero el coche emitió una enérgica protesta cuando Erica intentó forzarlo a subir por la pendiente, que no habían cubierto con la suficiente cantidad de arena y estaba muy resbaladiza. Así, cuando por fin entró en la calle de Dan y Pernilla, respiró aliviada.
Llamó al timbre, cuyo sonido originó enseguida un tumultuoso correteo de pequeños pies al otro lado de la puerta, que se abrió de golpe dejando ver a una niña enfundada en un larguísimo camisón. Era Lisen, la hija menor de Dan y Pernilla. Malin, la mediana, se encendió de rabia ante la injusticia de que hubiesen dejado que Lisen le abriese la puerta a Erica y la riña no cesó hasta que Pernilla hizo oír su voz decidida desde la cocina. Belinda, la mayor de las tres hijas, tenía trece años y Erica la había visto al pasar por la plaza, junto al quiosco de perritos de Acke, rodeada de chicos barbilampiños en moto. Seguro que sus amigos tendrían que emplearse a fondo para controlarla.
Abrazó a las niñas por orden de edad y éstas se marcharon tan rápido como habían aparecido, dejando que Erica se quitase el abrigo tranquilamente.
Pernilla estaba en la cocina, preparando la comida, con las mejillas sonrosadas y un delantal con la leyenda «besa al cocinero» escrita en mayúsculas. Parecía hallarse en medio de una fase crítica del guiso, pues no hizo más que un gesto distraído a modo de saludo antes de volver a sus cacerolas y sartenes que humeaban en apetitoso chisporroteo. Erica entró en la sala de estar, donde sabía que encontraría a Dan, hundido en el sofá, con los pies apoyados sobre la mesa de cristal y el mando a distancia firmemente anclado a la mano derecha.
—¡Hola! Ya veo que el fresco de la casa está sentado haciendo el vago mientras que la mujer suda trabajando en la cocina.
—¡Hola! Sí, ya sabes, con tan sólo indicar dónde tiene que estar el armario y dirigir el hogar con mano firme, puede uno tener a raya a casi cualquier mujer.
Su cálida sonrisa contradecía sus palabras y Erica no sabía quién mandaba en la casa de los Karlsson, pero sí que no era Dan, desde luego.
Le dio un abrazo apresurado antes de sentarse en el sofá negro de piel y puso también ella los pies sobre la mesa. Estuvieron un rato viendo las noticias del canal cuatro, en agradable silencio, mientras Erica se preguntaba, no por primera vez, si su vida con Dan habría sido así de haber seguido con él.
Dan fue su primer gran amor y su primer novio. Estudiaron juntos toda la secundaria y fueron inseparables durante tres años. Pero sus aspiraciones eran muy distintas. Dan deseaba quedarse en Fjällbacka y ser pescador, como su padre y su abuelo antes que él. Erica, en cambio, no veía la hora de poder marcharse de aquel pueblo. Siempre tuvo la sensación de que allí se ahogaba y de que su futuro estaba en otro lugar.
Intentaron mantener la relación a distancia un tiempo, Dan en Fjällbacka y ella en Gotemburgo, pero sus vidas tomaron caminos opuestos y, tras una dolorosa ruptura, lograron crear una relación de amistad que, casi quince años después, seguía siendo fuerte y entrañable.
Pernilla apareció en la vida de Dan como una bendición de calor y consuelo, cuando éste aún intentaba acostumbrarse a la idea de que él y Erica no tenían futuro juntos. Pernilla estuvo a su lado cuando él más lo necesitaba y su manera de adorarlo llenó parte del vacío que había dejado Erica. Verlo con otra fue para ella una experiencia dolorosa, pero poco a poco comprendió que era inevitable y que era algo que debía suceder tarde o temprano. La vida siempre seguía.
Ahora, Dan y Pernilla tenían tres hijas y Erica notaba que, con los años, habían aprendido a disfrutar de un cálido amor cotidiano, aunque había ocasiones en que creía detectar en Dan cierto desasosiego.
Para Dan y Erica tampoco fue fácil, al principio, seguir siendo amigos. Pernilla lo vigilaba celosa y miraba a Erica con suspicacia. De un modo lento pero eficaz, Erica logró convencerla de que no iba tras su marido y, aunque nunca llegaron a ser buenas amigas, su relación era relajada y sincera, quizá también porque las niñas adoraban a Erica, que incluso era madrina de Lisen.
—¡La mesa está puesta!
Dan y Erica, que estaban medio tumbados, se levantaron y fueron a la cocina. Allí, sobre la mesa, había colocado Pernilla una humeante olla. Pero sólo había dos cubiertos, a lo que Dan alzó una ceja en gesto inquisitivo.
—Yo ya he comido con las niñas. Comed vosotros mientras yo las meto en la cama.
Erica se sintió avergonzada al saber que Pernilla se había tomado tanta molestia por ella, pero Dan se encogió de hombros y empezó a servirse como si nada una gran porción de lo que resultó ser un suculento guiso de pescado.
—Bueno, cuéntame, ¿cómo estás? Llevamos varias semanas sin saber de ti.
Había más preocupación que reproche en su voz, pero Erica sintió un punto de remordimiento por haber llamado tan poco en las últimas semanas. Había tenido tanto que hacer…
—Sí, bueno, ahora empieza a mejorar la cosa. Pero parece que habrá discusión por la casa —respondió Erica.
—¿Cómo? —Dan levantó la vista del plato, sorprendido—. Tanto Anna como tú adoráis esa casa. Y vosotras soléis poneros de acuerdo sin dificultad.
—Nosotras sí. Pero no olvides que Lucas también está implicado. Ya siente el olor del dinero y no puede perder la oportunidad. Por otro lado, él nunca ha tenido en cuenta la opinión de Anna, así que no veo por qué ahora iba a ser diferente.
—¡Joder! Si me lo cruzara una noche, se iba a enterar.
Subrayó sus intenciones dando un fuerte puñetazo contra la mesa de la cocina y a Erica no le cabía la menor duda de que podría darle a Lucas una buena paliza si quisiera. Dan siempre había sido de complexión musculosa y el duro trabajo en el pesquero había fortalecido su cuerpo más aun, aunque la ternura de sus ojos paliaba la impresión de hombre duro. Por lo que Erica sabía, jamás había levantado la mano contra ningún ser vivo.
—No diré nada, por ahora. Aún no sé cuál es mi situación. Mañana llamaré a Marianne, una amiga mía que es abogada y ella me informará de qué posibilidades tengo de impedir la venta; pero esta noche prefiero no pensar en ello. Además, me he visto envuelta en asuntos muy serios los últimos días, lo que hace que las consideraciones sobre mis posesiones materiales se me antojen un tanto insignificantes.
—Sí, ya me he enterado de lo que pasó. —Dan guardó silencio—. ¿Cómo fue la experiencia de encontrarse a alguien en semejantes circunstancias?
Erica meditó su respuesta.
—Triste y terrible al mismo tiempo. Espero no tener que vivir una experiencia así nunca más.
Le habló del artículo que estaba escribiendo y de sus conversaciones con el marido y la colega de Alexandra. Dan escuchaba en silencio.
—Lo que no acabo de entender es por qué se aislaba precisamente de las personas más importantes en su vida. Tendrías que haber visto a su marido, la adoraba. Aunque, por otro lado, lo mismo suele ocurrirle a la mayoría de la gente. Sonríen y fingen estar felices, pero en realidad tienen todo tipo de problemas y preocupaciones.
Dan la interrumpió bruscamente.
—Oye, que el partido empieza dentro de tres segundos y te aseguro que prefiero un partido de hockey a tus interpretaciones cuasi filosóficas.
—No te preocupes, que no voy a seguir. Además, me he traído un libro, por si el partido se pone aburrido.
Dan le lanzó una mirada amenazante, hasta que vio el guiño provocador de Erica.
Entraron en la sala de estar justo en el momento del primer saque neutral.
M
arianne respondió a la primera señal de llamada.
—Hola, soy Erica.
—¡Hola! ¡Cuánto tiempo! ¡Qué bien que hayas llamado! ¿Cómo estás? He pensado mucho en ti últimamente…
Una vez más, se le vino a la mente lo poco que se había ocupado de sus amigos en las últimas semanas. Sabía que estaban preocupados por ella, pero en el último mes, en concreto, no había tenido fuerzas ni para llamar a Anna. Y ella sabía que sus amigos la comprendían.
Marianne era una buena amiga de la época de la universidad. Estudiaron juntas literatura, pero, tras casi cuatro años, Marianne descubrió que su vocación no era la de bibliotecaria, cambió el rumbo para estudiar derecho y ser abogada, muy buena, por cierto, según se vería después. De hecho, en la actualidad, era la más joven copropietaria de uno de los bufetes más importantes y afamados de Gotemburgo.
—Bueno, dadas las circunstancias, no estoy mal, gracias. Empezando a poner algo de orden en mi vida, pero aún tengo muchos cabos que atar.
Marianne nunca había sido partidaria de la charla vana y, con su certera intuición, supo enseguida que tampoco era lo que Erica pretendía.
—En fin, dime, ¿qué puedo hacer por ti, Erica? Sé perfectamente que algo hay, así que no intentes convencerme de lo contrario.
—Sí, la verdad es que me da un poco de vergüenza: llevo bastante tiempo sin llamarte y, cuando por fin lo hago, es para pedirte un favor.
—¡Venga!, no digas tonterías. Dime, ¿en qué puedo ayudarte? ¿Algún problema con la herencia?
—Pues puede decirse que sí, así es.
Erica estaba sentada ante la mesa de la cocina, jugueteando con la carta que había recibido aquella mañana.
—Anna o, más bien, Lucas, quiere vender la casa de Fjällbacka.
—Pero ¿qué dices? —Marianne perdió repentinamente su calma habitual—. ¿Quién coño se ha creído que es ese hombre? ¡Si vosotras adoráis esa casa!
Erica sintió que algo se quebraba en su interior y rompió a llorar enseguida. Marianne relajó su tono y le transmitió a Erica la sensación de que no estaba sola.
—Pero, querida, dime la verdad, ¿estás bien? ¿Quieres que vaya a tu casa? Puedo pasar la noche contigo.
Erica se deshacía en llanto, pero, tras unos cuantos sollozos, se calmó hasta el punto de que empezaba a tener sentido enjugarse las lágrimas.
—Eres muy amable, pero estoy bien. Seguro. Demasiados problemas en poco tiempo, eso es todo. Revisar y clasificar las cosas de mis padres me ha destrozado, llevo retraso en la entrega del libro y la editorial no deja de apremiarme, luego el problema de la casa y, para colmo, llego el viernes y me encuentro muerta a mi mejor amiga de la infancia.
La risa empezó a estallar en su interior como una columna de burbujas y, con los ojos aún llenos de lágrimas, rompió en una carcajada histérica que no logró dominar hasta después de transcurridos unos minutos.
—¿Te he oído mal o has dicho muerta?
—Por desgracia, me has oído perfectamente. Perdona, debe de sonarte horrible que me ría, pero es que no puedo más. Era mi mejor amiga de la infancia, Alexandra Wijkner, que se quitó la vida en la bañera de la casa de sus padres en Fjällbacka. Bueno, hasta es posible que la conozcas. Ella y su marido, Henrik Wijkner, se movían en los círculos más exquisitos de Gotemburgo, con el mismo tipo de gente con la que tú te codeas ahora, ¿no?
Erica sonrió a sabiendas de que Marianne, al otro lado del hilo telefónico, hacía lo mismo. En su época de jóvenes estudiantes, Marianne vivía en el barrio de pescadores de Majoma y luchaba por los derechos de la clase trabajadora; las dos sabían que, con los años, se había visto obligada a adoptar otro tono en su discurso para acceder a los entornos a los que, necesariamente, se veía abocada por su trabajo en el respetado bufete. Ahora vestía elegantes trajes con blusas de lazada que lucir en los cócteles de Örtgryte, pero Erica sabía que, en el caso de Marianne, no era más que una fina capa de barniz que servía para disimular su rebeldía.
—Henrik Wijkner…, sí, me suena. Creo que incluso tenemos conocidos comunes, pero nunca hemos coincidido. Hombre de negocios implacable, según dicen. El típico capaz de despedir a cien personas antes del desayuno sin perder el apetito. Su mujer tenía una tienda, ¿no?
—Una galería. De arte abstracto.
Los términos en que Marianne había descrito a Henrik la desconcertaron. Erica siempre se había tenido por una persona con buen criterio para la gente y para ella Henrik no encajaba en la imagen de cruel hombre de negocios.
Dejó el tema de Alex y pasó a hablar de la verdadera razón de su llamada.
—He recibido una carta esta mañana. Del abogado de Lucas. Me convocan en ella a una reunión en Estocolmo, este viernes, para tratar la venta de la casa de mis padres y la verdad es que estoy en blanco en temas legales. ¿Cuáles son mis derechos, si es que los tengo? ¿Es cierto que Lucas puede hacer lo que pretende?