Mellberg cruzó las manos sobre su voluminoso estómago y clavó la mirada en los presentes.
Se aclaró la garganta para subrayar su autoridad.
—Eso es algo que quizás ustedes puedan decirme.
—¿Nosotros? —Henrik parecía sorprendido de verdad—. ¿Y cómo íbamos a saberlo nosotros? Esto debe de ser obra de un loco. Alexandra no tenía enemigos.
—Sí, eso es lo que tú dices.
Patrik siempre había mantenido una actitud de saludable escepticismo ante hombres que, como Henrik, habían nacido tocados con el laurel del vencedor; que lo tenían todo sin necesidad de mover un dedo. Cierto que parecía tan simpático como agradable, pero, bajo aquella apariencia, Patrik intuía actitudes que apuntaban a una personalidad más compleja. Tras sus hermosos rasgos se entreveía la crueldad y Patrik se preguntaba cuál sería la explicación de la ausencia total de asombro en el rostro de Henrik cuando Mellberg reveló que Alex había sido asesinada. Una cosa es sospecharlo y otra muy distinta oírlo como un hecho comprobado. Eso era algo que había aprendido durante los diez años que llevaba en la Policía.
—¿Somos sospechosos?
Birgit estaba tan atónita como si el comisario se hubiese transformado en una calabaza en sus propias narices.
—Las estadísticas de los casos de asesinato hablan muy claro. La mayor parte de los criminales suelen encontrarse en el círculo familiar más próximo. No quiero decir con esto que, en este caso, también sea así. Pero comprenderéis que hemos de comprobarlo. Y os garantizo que lo removeremos todo. Dada mi larga experiencia en casos de asesinato —hizo aquí una nueva pausa—, esto estará resuelto en breve. Pero quisiera que dejarais una declaración escrita de lo que hicisteis durante los días anteriores y posteriores al momento en que sospechamos que murió Alexandra.
—¿Y cuál es ese momento? —quiso saber Henrik—. Birgit fue la última que habló con ella, pero después ninguno de nosotros la llamó hasta el domingo. Así que también pudo suceder el sábado, ¿no? Bueno, yo la llamé el viernes por la noche, hacia las nueve y media, pero ella solía salir a dar un paseo por la noche, antes de acostarse, así que me imagino que estaría fuera.
—El forense no puede precisar más que llevaba muerta aproximadamente una semana. Ni que decir tiene que comprobaremos la información que nos facilitéis con las horas de las llamadas, pero tenemos un dato que apunta a que murió antes de las nueve de la noche del viernes. Hacia las seis, es decir, casi inmediatamente después de haber llegado a Fjällbacka, llamó a un tal Lars Thelander, porque no le funcionaba la caldera. El hombre no podía acudir a mirarla enseguida, pero le prometió que iría a las nueve de aquella misma noche, a más tardar. Según su testimonio, eran exactamente las nueve cuando llamó a su puerta y estuvo esperando un rato, pero, como no le abrió, se marchó a casa. Nuestra hipótesis de trabajo es, pues, que murió en algún momento de la tarde, después de haber llegado a Fjällbacka, pues con el frío que hacía en la casa no parece verosímil que hubiese olvidado que el técnico de la caldera había quedado en ir a repararla.
El cabello del comisario empezaba a reemprender el descenso por uno de los lados y Patrik vio que Erica apenas si podía apartar la vista del espectáculo. Con toda probabilidad, estaría conteniendo el impulso de levantarse y colocárselo ella misma: todos los empleados de la comisaría habían pasado ya por esa fase.
—¿A qué hora habló usted con ella?
La pregunta de Mellberg iba dirigida a Birgit.
—Pues no estoy segura —admitió mientras intentaba recordar—. Después de las siete, a eso de las siete y cuarto, siete y media, creo. No hablamos mucho rato, porque Alex me dijo que tenía visita —al decir esto, Birgit palideció—. ¿Es posible que se tratara de…?
Mellberg asintió solemne.
—No es del todo imposible, señora Carlgren, no es del todo imposible. Pero en eso consiste nuestro trabajo, en averiguarlo y le aseguro que pondremos todos nuestros recursos al servicio de esta investigación. Sin embargo, una de las tareas más importantes de nuestro trabajo consiste en eliminar sospechosos, de modo que les ruego que redacten el informe relativo a la tarde del viernes.
—¿Quiere que yo también deje un informe con mi coartada? —preguntó Erica.
—No creo que sea necesario. Pero sí que dejes una declaración de todo lo que hiciste mientras estuviste en la casa el día que la encontraste muerta. Pueden dejarle sus declaraciones al agente Hedström.
Todos se volvieron a mirar a Patrik, que asintió sin pronunciar palabra, y empezaron a levantarse.
—Trágico suceso este. En especial, por el bebé.
Todas las miradas se clavaron enseguida en Mellberg.
—¿El bebé? —Birgit miraba inquisitiva ya a Mellberg, ya a Henrik.
—Sí, según el forense, estaba embarazada de tres meses. Pero eso no puede ser ninguna novedad.
Mellberg miró a Henrik con una sonrisa socarrona en los labios. Patrik sintió una vergüenza indecible ante la falta de tacto de su jefe.
El rostro de Henrik fue palideciendo hasta adquirir un tono marmóreo bajo la mirada expectante de Birgit. Erica se quedó de piedra.
—¿Ibais a tener un hijo? ¿Por qué no dijisteis nada? ¡Dios mío!
Birgit se aplicó el pañuelo a la boca y rompió a llorar sin contención y sin dedicar ya un solo pensamiento al rimel que discurría a torrentes por sus mejillas. Henrik volvió a pasarle el brazo por los hombros, pero, sin que Birgit se percatase, su mirada se cruzó con la de Patrik. Era evidente que Henrik no tenía la menor idea de que Alexandra estuviese embarazada. En cambio, y a juzgar por la mirada desesperada de Erica, era igualmente evidente que ella sí lo sabía.
—Hablaremos de ello cuando lleguemos a casa, Birgit —dijo y, volviéndose a Patrik, añadió—: Me encargaré de que recibas nuestras declaraciones escritas sobre lo que hicimos el viernes por la tarde. Me imagino que querrás volver a hablar con nosotros de nuevo cuando las hayas leído, ¿no?
Patrik asintió y alzó las cejas en gesto inquisitivo mirando a Erica.
—Henrik, ahora mismo voy. Sólo voy a saludar a Patrik, nos conocemos de hace ya tiempo.
Se quedó rezagada en el pasillo mientras Henrik llevaba a Birgit al coche.
—¡Vaya, mira que encontrarme contigo aquí! ¡Qué sorpresa! —exclamó Patrik, balanceándose nervioso sobre las plantas de los pies.
—Sí, si yo hubiera reflexionado un instante, me habría acordado de que trabajabas aquí, claro.
Erica jugueteaba con el asa del bolso entre los dedos y lo miraba con la cabeza ligeramente inclinada a un lado. Todos los gestos de Erica, por pequeños que fuesen, le resultaban familiares.
—Hacía tanto tiempo… Siento no haber podido asistir al funeral. ¿Cómo os las habéis arreglado Anna y tú?
A pesar de su estatura, la vio pequeña de repente y Patrik tuvo que esforzarse para vencer la tentación de acariciarle la mejilla.
—Bueno, más o menos. Anna se fue a casa justo después del entierro, así que yo llevo aquí ya un par de semanas intentando hacer limpieza en ella. Pero no es fácil.
—Ya. Oí que fue una mujer de Fjällbacka quien había encontrado el cadáver, pero no me imaginé que fueras tú. Debió de ser muy desagradable. Además, vosotras erais amigas de pequeñas.
—Sí. Tengo la sensación de que su imagen nunca se borrará de mi retina. Bueno, tengo que irme, me están esperando en el coche. Pero podríamos vernos en otro momento, ¿no? Yo voy a quedarme en Fjällbacka todavía algún tiempo.
Erica estaba ya alejándose por el pasillo.
—¿Qué te parece el sábado por la noche, para cenar? ¿En mi casa, a las ocho? La dirección está en la guía.
—Estupendo. Nos vemos a las ocho, pues.
Cruzó la puerta reculando.
Tan pronto como ella hubo desaparecido de su vista, Patrik improvisó una especie de danza india en el pasillo, para regocijo de sus colegas. La alegría se enfrió algo, no obstante, cuando cayó en la cuenta de la cantidad de trabajo que le exigiría dejar su casa presentable. Desde que Karin lo había abandonado, no se había sentido con ánimo de encargarse de las tareas domésticas.
Erica y él se conocían desde que nacieron. Sus madres respectivas habían sido muy buenas amigas desde la niñez y habían estado unidas como dos hermanas. Patrik y Erica jugaban mucho juntos y no era exagerado decir que Erica había sido su primer gran amor. De hecho, él creía que había nacido ya enamorado de ella. Había algo obvio y natural en su modo de quererla y ella, por su parte, que no se había parado a pensar en ello siquiera, había dado por supuesta su incondicional admiración. Cuando Erica se trasladó a Gotemburgo, él comprendió que había llegado la hora de abandonar su sueño. Y claro que había estado enamorado de otras desde entonces y cuando se casó con Karin, lo hizo convencido de que envejecerían juntos; pero Erica siempre había estado ahí, como una idea de su subconsciente. A veces, pasaba meses enteros sin pensar en ella; en cambio otras, le venía a la mente en varias ocasiones el mismo día.
El montón de papeles no se había reducido como por milagro mientras estuvo fuera de su despacho. Y con un hondo suspiro, se sentó ante el escritorio y tomó el primero de todos. El trabajo era tan monótono, que le permitiría reflexionar sobre el menú del sábado. En cualquier caso, el postre no era ningún problema: a Erica le encantaba el helado.
D
espertó con un regusto desagradable en la boca. Lo de ayer había sido, sin duda, una fiesta por todo lo alto. Los colegas se habían presentado en su casa a primeras horas de la tarde y habían estado bebiendo hasta la madrugada. El vago recuerdo de que la policía los había visitado en algún momento de la tarde sobrevolaba su conciencia a la distancia justa. Intentó sentarse, pero la habitación daba vueltas a su alrededor y decidió quedarse tumbado un rato más.
Le escocía la mano derecha, que alzó hacia el techo de modo que quedase dentro de su campo de visión. Tenía los nudillos llenos de arañazos y de sangre reseca. Claro, joder, ayer hubo una pelea y por eso vino la poli. El recuerdo iba completándose poco a poco. Los chicos habían empezado a hablar del suicidio y alguno de ellos empezó a decir un montón de basura sobre Alex, que era una sinvergüenza con dinero, una puta fina. A Anders se le cruzaron los cables. Y, a partir de ahí, sólo recordaba la roja bruma de ira que le estalló dentro cuando se lió a puñetazos en plena borrachera. Claro que también él había dicho de ella alguna que otra cosa, cuando más despechado estuvo. Pero eso no era lo mismo. Los otros no la conocían. Sólo él tenía derecho a juzgar.
El teléfono empezó a sonar con su timbre estridente. Intentó ignorarlo, pero al final resolvió que sería menos doloroso levantarse y responder que dejar que el sonido siguiera incrustándosele en el cerebro.
—Hola —balbució más que dijo.
—Hola, soy mamá. ¿Cómo estás?
—Como una mierda. —Se arrastró hasta quedar sentado con la espalda apoyada contra la pared—. ¿Qué hora es, coño?
—Son casi las cuatro de la tarde. ¿Te he despertado?
—Qué va —sentía como si su cabeza tuviese unas dimensiones desproporcionadas y amenazase con caérsele entre las piernas.
—Fui a comprar al centro, hace un rato. Y todo el mundo hablaba de algo que quiero que sepas. ¿Me estás escuchando?
—Que sí joder, que te sigo.
—Pues parece que Alex no se suicidó. La asesinaron. Sólo quería que lo supieses.
Silencio.
—¿Anders? ¿Hola? ¿Me has oído?
—Sí, sí, claro. ¿Qué has dicho? Que a Alex…, ¿la asesinaron?
—Sí, eso es, al menos, lo que dicen en el pueblo. Dicen que a Birgit le dieron la noticia en la comisaría de Tanumshede.
—Joder. Bueno, mamá, que tengo cosas que hacer. Luego hablamos.
—¡Anders! ¿Anders?
Él ya había colgado.
Se duchó y se vistió haciendo un esfuerzo ingente. Después de tomarse dos pastillas de Panodil, volvió a sentirse de nuevo como un ser humano. La botella de vodka lo miraba tentadora desde la cocina, pero se negó a sucumbir a su atracción. Ahora tenía que estar sobrio. Bueno, al menos, en términos relativos.
El teléfono volvió a sonar. Pero él no contestó, sino que fue a buscar una guía telefónica que tenía en un armario del vestíbulo, donde no tardó en encontrar el número que buscaba. Mientras lo marcaba, le temblaban las manos y después oyó un número infinito de señales de llamada.
—Hola, soy Anders —saludó cuando por fin alguien levantó el auricular.
»No, coño, no cuelgues. Tenemos que hablar.
»Oye, que sepas que no tienes elección.
»Me paso por tu casa dentro de un cuarto de hora. Así que procura estar ahí.
»Paso de quién esté contigo, ¿comprendes?
»No olvides quién tiene más que perder.
»Bueno, a la mierda, salgo ahora mismo. Nos vemos en quince minutos.
Anders colgó el auricular. Respiró hondo varías veces, se puso el chaquetón y salió. Ni siquiera se molestó en cerrar con llave. En el apartamento, el teléfono sonaba a toda máquina.
C
uando llegó a su casa, Erica estaba agotada. Todos guardaron un tenso silencio durante el viaje de regreso. Comprendía que Henrik se enfrentaba a una difícil elección. ¿Debía contarle a Birgit que no era padre del hijo de Alex, o debía callar y confiar en que no saliese a relucir durante la investigación? Desde luego, no lo envidiaba y tampoco sabía cómo habría reaccionado ella de encontrarse en la misma situación. La verdad no siempre era la mejor alternativa.
Ya había oscurecido y se alegró de que su padre hubiese mandado instalar en la fachada unos focos que se encendían automáticamente cuando alguien se acercaba por la noche. Siempre le había dado un miedo terrible la oscuridad. Cuando era pequeña, creía que se le pasaría con la edad porque, ¿cómo iban a tener miedo a la oscuridad los mayores? Y ahora, allí estaba, treinta y cinco años y aún miraba debajo de la cama para asegurarse de que no hubiese nadie allí escondido. Patético.
Cuando hubo encendido todas las luces, se sirvió una gran copa de vino y se acurrucó en el sofá de mimbre del porche. La oscuridad era impenetrable y, aun así, se quedó un buen rato mirándola fijamente, sin ver nada. Se sentía sola. ¡Eran tantas las personas que lamentaban la pérdida de Alex, tantas las personas que se veían afectadas por su muerte! A ella, por su parte, sólo le quedaba Anna. A veces se preguntaba si Anna la echaría de menos.