Read La Profecía Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Profecía (11 page)

BOOK: La Profecía
3.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Largas espinas surgieron de la planta, hundiéndose en su carne, y Mosiah empezó a gritar de dolor. Sacando la espada, Joram arremetió contra la planta, golpeándola con la hoja. Al contacto con el arma, las hojas de la planta se ennegrecieron y se enrollaron sobre sí mismas. Con evidente mala gana, la planta soltó a su víctima. Sacaron a Mosiah, que sangraba profusamente, pero no tenía heridas graves.

—¡Me estaba chupando la sangre! —exclamó, estremeciéndose y contemplando la planta, horrorizado.

—Ah, ahora lo recuerdo —dijo Simkin—. Es una planta trepadora Kij.
Nos
considera comestibles. Bueno, de todas formas yo sabía que tenía algo que ver con comida —añadió a la defensiva, al ver que Mosiah lo miraba furioso.

Siguieron andando con dificultad. Joram, a la cabeza, despejaba el camino con la espada.

Saryon observaba a los jóvenes con atención, esperando descubrir algún indicio de sus planes. Joram y Mosiah parecían contentarse con seguir a Simkin. Moviéndose despreocupadamente ataviado con aquel traje de color
Barro con Excrementos
o
Polvo con Porquería
o comoquiera que se llamase, Simkin los guiaba con total seguridad adonde fuera que se estuvieran dirigiendo. En ningún momento vacilaba ni daba la sensación de que estuviera perdido. Los senderos que encontraba en el tortuoso laberinto de plantas Kij eran muy fáciles de seguir; demasiado fáciles. Mosiah indicó más de una vez lugares donde se habían amontonado huesos deliberadamente para marcar el sendero; podían verse pisadas de centauro sobre el barro helado. En una ocasión llegaron a un lugar donde todas las plantas trepadoras habían sido aplastadas y varios árboles partidos como si fueran delgadas ramas.

—Un gigante —dijo Simkin—. Menos mal que no estábamos cerca cuando pasó por aquí. No son muy inteligentes y, aunque no son peligrosos, les
encanta
jugar con los humanos. Desgraciadamente, tienen la mala costumbre de romper sus juguetes.

Cada vez que encontraban un claro entre los árboles y podían ver el sol, Saryon confirmaba que seguían dirigiéndose al norte. Y nadie decía una sola palabra.

«A lo mejor ni Joram ni Mosiah tienen idea de dónde está Merilon —pensó el catalista—. Ambos se han criado en un poblado de Magos Campesinos en la frontera con el País del Destierro. Joram sabe leer, porque Anja le enseñó; pero ¿ha visto alguna vez un mapa del mundo? ¿Confía acaso en Simkin sin reservas?»

Aquello era difícil de creer; Joram no confiaba en nadie. Pero cuanto más escuchaba y observaba Saryon, más empezaba a convencerse el catalista de que aquél era el caso. Su conversación se centraba casi siempre en Merilon.

Mosiah contaba historias infantiles sobre la ciudad de cristal que flotaba sobre superficies mágicas. Simkin les regalaba con cuentos aún más increíbles sobre la vida en la corte, y, en las raras ocasiones en que se sentía inclinado a charlar, Joram aportaba sus propias historias, historias que había oído de labios de Anja.

A Saryon le conmovían las historias de Anja, ya que él había residido en Merilon durante muchos años. Había tal tristeza e intensidad en ellas —recuerdos de un exiliado— que traían imágenes de la ciudad a los ojos del catalista. En ellas, veía una Merilon que reconocía, diferente ciertamente de los cuentos de hadas de Mosiah y de las fantasías de Simkin.

Pero si Joram no había cambiado de idea, ¿por qué los conducía Simkin en dirección contraria?

Saryon se dedicó a estudiar a Simkin, cosa que no era la primera vez que hacía, mientras avanzaban lentamente tras él a través del bosque, intentando descubrir su juego. Y, como en ocasiones anteriores, Saryon tuvo que aceptar su total derrota. No sólo era imposible averiguar por la actitud del joven qué cartas tenía en la mano, sino que el catalista había visto con sus propios ojos que Simkin podía sacar bazas literalmente de la nada.

Mayor en edad que los otros dos, probablemente unos veinte años (aunque podía pasar por cualquier edad comprendida entre los setenta y los catorce años, si así lo deseaba), Simkin era un misterio. Un hombre que alteraba las historias de su pasado tan a menudo como se cambiaba de ropa, un hombre en el que la magia del mundo burbujeaba por sus venas como si fuera vino, un hombre con un encanto que desarmaba a cualquiera, mentiras extravagantes, y una actitud totalmente irreverente hacia todo en la vida, incluida la muerte, Simkin gustaba a todos, pero nadie confiaba en él.

«Nadie lo toma en serio —se dijo Saryon—. Y tengo el presentimiento de que más de una persona ha vivido para lamentarlo; si es que ha tenido esa suerte, claro.»

Aquel inquietante pensamiento ayudó al catalista a decidirse.

—Me siento agradecido de que hayas reconsiderado dirigirte a Merilon, Joram —dijo Saryon con calma un día, cuando se detuvieron para descansar y comer.

—No lo he reconsiderado —repuso Joram, posando la mirada en el catalista con repentina suspicacia.

—Entonces estamos viajando en dirección equivocada —dijo Saryon con seriedad—. Vamos hacia el norte, hacia Sharakan. Merilon está casi al este. Si diéramos la vuelta podríamos...

—... darnos de narices con el país de la Reina de las Hadas —interrumpió Simkin—. Quizá nuestro célibe amigo sueñe con regresar a su perfumado lecho...

—¡Claro que no! —le atajó Saryon, con el rostro ardiendo y, hay que confesarlo, también su sangre, ante el recuerdo de la alocada, hermosa y semidesnuda Elspeth.

—Podemos girar hacia el este, si lo preferís, Frígido Padre —continuó Simkin, mirando con indiferencia las copas de los árboles—. Hay un camino, no muy lejos de aquí, que os llevará de nuevo a la ciénaga que tanto os gustó. Ese camino os conducirá, finalmente, al círculo de hongos y, de camino, os adentrará en el corazón del país de los centauros para que tengáis una fascinante visión de esas salvajes criaturas; una muy breve visión antes de que os arranquen los ojos, claro. Si sobrevivís a esto, hay unas interesantes excursiones marginales a guaridas de dragones, cuevas de quimeras, nidos de grifos, residencias de dragones alados y las casuchas de los gigantes, sin olvidar a los faunos, sátiros y otras bestiecillas...

—Lo que quieres decir es que nos llevas por este camino porque es más seguro —dijo Mosiah, impaciente.

—Ajá, desde luego —repuso Simkin con aire herido—. No me gusta tanto andar
en
vuestra compañía como para hacerme prolongar este viaje, querido amigo. Evitando el río, que es donde acechan la mayoría de esas cosas desagradables, ahorramos en pellejo lo que gastamos en suelas de zapatos. Cuando lleguemos a la frontera septentrional del País del Destierro, torceremos al este.

Sonaba convincente, incluso Mosiah tuvo que admitirlo, y Saryon no puso ninguna otra objeción. Pero siguió haciéndose preguntas; se preguntó también si Joram se había dado cuenta de ello o si había estado siguiendo a Simkin ciegamente.

Como era característico en él, el muchacho no dijo nada, implicando con su silencio que había planeado todo aquello con Simkin de antemano. Pero Saryon había descubierto un breve destello de alarma en sus ojos oscuros cuando el catalista puso en duda a Simkin, y adivinó que Joram había estado durmiendo con un ojo abierto, como vulgarmente se dice. Una cierta crispación que observó en los labios de Joram cuando Simkin habló le indicó a Saryon que aquello no volvería a suceder.

Se adentraron aún más en el interior del bosque y, al séptimo día de su estancia en el País del Destierro, el ánimo de todos empezó a ensombrecerse. El sol los había abandonado, como si encontrara que aquella tierra era demasiado sombría y deprimente para molestarse en intentar iluminarla. Viajar, día tras día, bajo un cielo plomizo que se oscurecía malhumorado, quedando oscuro como boca de lobo, proyectaba un manto de pesadumbre sobre el grupo.

Parecía como si el bosque no fuera a acabarse nunca y las mortíferas plantas Kij estaban por todas partes. No se oía el sonido de ningún animal; indudablemente, nada podía vivir mucho tiempo entre aquellas plantas carnívoras. Pero cada uno de ellos tenía la clara sensación de que estaba siendo observado y continuamente miraban por encima del hombro o se giraban sobre sí mismos para enfrentarse a algo que nunca estaba allí.

Se habían acabado las historias sobre Merilon. Nadie decía una sola palabra, excepto si era necesario. Joram estaba ceñudo y malhumorado, Simkin insoportable, Saryon se sentía asustado y desdichado y Mosiah estaba enojado con Simkin. Todos estaban cansados, tenían los pies doloridos y estaban nerviosos. Montaban guardia durante la noche por parejas, mirando con temor a la oscuridad, que parecía estar observándolos a su vez.

Los días transcurrían lentamente, agotadores. El bosque seguía y seguía; las plantas Kij jamás perdían una oportunidad de atravesar la carne y beber sangre. Saryon iba arrastrando los pies pesadamente por el sendero, con la cabeza inclinada, sin preocuparse de mirar por dónde iba, sin importarle ya que todo iba a tener el mismo aspecto que el lugar por el que acababa de pasar un momento antes, cuando, de repente, Mosiah, que iba delante de él, se detuvo en seco.

—¡Padre! —dijo en voz baja, agarrando del brazo a Saryon cuando el catalista llegó junto a él.

—¿Qué sucede?

Saryon alzó la cabeza bruscamente, mientras el miedo le recorría las venas.

—¡Ahí! —señaló Mosiah—. Delante de nosotros. ¿No parece eso como si fuera... el sol?

Saryon miró fijamente en aquella dirección. Joram, deteniéndose junto a él, también miró hacia adelante.

A su alrededor tenían aquellos árboles enormes. A sus pies trepaban las plantas Kij. Sobre sus cabezas, el cielo era de un gris apagado y triste. Pero delante de ellos, no muy lejos, a medio kilómetro quizá, se podía ver lo que parecía ser una luz amarillenta y cálida, filtrándose por entre los troncos de los árboles.

—Creo que tienes razón —dijo Saryon suavemente, como temiendo que si hablaba en voz alta aquello se desvaneciera. Hasta aquel momento, no se había dado cuenta de lo mucho que deseaba ver la luz del sol, sentir cómo su calor mitigaba el frío de sus huesos. Buscó a Simkin con la mirada—. ¿Qué es eso? —preguntó, señalando hacia adelante con la mano—. ¿Hemos llegado al final de este maldito bosque?

—Humm —contestó Simkin, con aspecto intranquilo—; no estoy muy seguro. Será mejor que me dejéis comprobarlo. —Y antes de que ninguno de ellos pudiera detenerlo, había desaparecido, con capa, botas, sombrero, pluma y todo lo demás.

—¡Lo sabía! —exclamó Mosiah con expresión torva—. ¡Ha conseguido que nos extraviemos y no quiere admitirlo! Bueno, pues no importa. No pienso esperar en este horrible bosque ni un momento más.

Él y Joram echaron a correr, abriéndose paso a golpes de espada por entre las plantas Kij. Saryon los siguió apresuradamente.

La luz brillaba con más fuerza a medida que se acercaban. Era casi mediodía, y el sol estaría en su punto más alto. El catalista pensó con ansia en su calor y su luz y en el fin de aquellos sofocantes árboles y aquellas plantas-vampiro. Al acercarse aún más, oyó un agradable sonido: el de agua dulce, salpicando contra las rocas. Donde hubiera agua dulce habría comida fresca: fruta y nueces; se había acabado el pan soso, conjurado torpemente, y el agua que sabía a planta Kij.

Abandonando toda prudencia, el grupo se precipitó hacia adelante, sin preocuparse ya de si algo o alguien los vigilaba. Saryon consideró que podía perfectamente dar la vida por volver a sentir en su rostro por última vez el calor del sol.

Saliendo de entre los árboles, los tres se detuvieron atónitos, mirando con mucha admiración el esplendoroso espectáculo que se ofrecía ante ellos.

La luz del sol, en un cielo sin nubes, brillaba a través de un claro en los árboles del bosque. El sol centelleaba sobre una cascada de aguas azules que caían desde un alto farallón, bailando en las ondas de un arroyo poco profundo. Formaba arcos iris en el vapor que se elevaba de un burbujeante estanque e iluminaba un claro lleno de exuberante césped y flores perfumadas.

—Demos gracias a Almin —jadeó el catalista.

—¡No, esperad! —Simkin apareció de repente, saliendo de la nada—. No entréis. Esto no debería estar aquí.

—¡Así que esto no debería estar aquí! —murmuró Mosiah, perezoso.

Los tres, Mosiah, Joram y Saryon, estaban tumbados sobre el exuberante césped, gozando de su cálida y fragante suavidad, saciado su apetito con las exquisitas frutas que habían encontrado creciendo en los arbustos que rodeaban los manantiales de agua caliente.

—¡Por lo menos, este lugar es más real que él!

Pero Simkin puso objeciones incluso a entrar en el claro.

—Os digo que esto no estaba aquí la última vez que yo...

Los otros tres estaban firmemente decididos a acampar allí para pasar la noche.

—Nos mantendremos agachados —le dijo Joram, impaciente, cuando las confusas insinuaciones de Simkin se volvieron demasiado ridículas para ser soportadas—. En realidad, es más seguro estar aquí entre las hierbas. ¡Veremos y oiremos cualquier cosa que penetre en el claro mucho antes de que pueda acercarse a nosotros!

Simkin se sumió en un enfurruñado silencio. Siguiendo a los demás de mala gana mientras penetraban en el iluminado claro, con aspecto malhumorado se dedicó a arrancar las cabezuelas de las flores. Los otros bebieron hasta hartarse en las frías aguas de la cascada, se bañaron en el manantial de agua caliente y devoraron ávidamente grandes cantidades de fruta. Luego extendieron sus mantas bajo un árbol gigantesco en un extremo del claro, descansando sobre la hierba, mientras un cálido sentimiento de camaradería los envolvía acogedoramente.

Pero Simkin se pasó el tiempo merodeando por todas partes, inquieto. Jugueteaba nervioso con la hierba, levantándose a cada momento para mirar con atención al interior del bosque, y no hacía más que cambiar repentinamente sus ropas de un color llamativo a otro.

—Ignoradle —dijo Mosiah, al ver que Saryon observaba al muchacho con una expresión preocupada en el rostro.

—Está actuando de una manera extraña —repuso Saryon.

—¡Desde cuándo es eso algo nuevo en él! —replicó Mosiah—. Contadnos cosas sobre Merilon, Padre. Vos sois el que ha vivido allí y nunca nos habéis dicho una palabra. Ya sé que no estáis exactamente de acuerdo en que vayamos...

—Lo sé. He estado tan enfurruñado como Simkin —sonrió Saryon.

Sintiéndose agradablemente cansado, empezó a hablar con todo detalle sobre la Merilon que recordaba, describiéndoles la Catedral de cristal y las otras maravillas de la ciudad. Describió los extravagantes carruajes tirados por ardillas enormes o pavos reales o cisnes que volaban por el aire mediante artes mágicas, transportando a sus nobles pasajeros hacia las nubes para que efectuaran su visita diaria al Palacio de cristal del Emperador. Les habló sobre la Arboleda, donde estaba la Tumba de Merlyn, el gran mago que había conducido a su gente a este mundo. Les habló de las mágicas puestas de sol, del clima que era siempre primaveral o veraniego, de los días en los que llovían pétalos de rosa para purificar el aire.

BOOK: La Profecía
3.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Broadway Baby by Alexandra James
Flood Warning by Jacqueline Pearce
Sticks and Stones by Beth Goobie
In Your Arms Again by Smith, Kathryn
Imbibe! by David Wondrich
As Fate Would Have It by Cheyenne Meadows
The Clone Redemption by Steven L. Kent