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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Profecía (8 page)

BOOK: La Profecía
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El silencio de las calles penetró en el interior de la celda y cayó sobre ellos como una niebla invisible. Joram deslizó la espada en una especie de vaina de cuero hecha imitando toscamente las vainas que había visto en los libros. Mirando de soslayo a Mosiah, Joram empezó a decir algo, pero se contuvo. Sacó una bolsa de debajo de la cama y empezó a llenarla con sus pocas ropas y la comida que quedaba en la celda. Mosiah le oyó moverse pero no se volvió a mirarlo; incluso Simkin permanecía callado. Contemplaba sus zapatos, y estaba a punto de poner uno de color rojo y el otro de color morado, cuando se oyó un débil golpe y la puerta se abrió.

Saryon penetró en el interior de la celda. Nadie habló. El catalista dirigió la mirada del rostro sofocado y enojado de Joram al pálido semblante de Mosiah, suspiró y cerró la puerta cuidadosamente detrás de él.

—Han encontrado el cadáver —informó en voz baja.

—¡Estupendo! —exclamó Simkin, sentándose y pasando sus pies multicolores por encima del borde de la cama—. Debo ir a contemplar...

—No —dijo Joram, brusco—. Quédate aquí. Hemos de hacer planes. ¡Tenemos que escapar! ¡Esta noche!

—¡Qué diablos! —gimió Simkin, consternado—. ¿Y perdernos el funeral? Después de que me he tomado tantas molestias...

—Me temo que sí —dijo Joram secamente—. ¡Tomad, catalista! —Le entregó a Saryon una cadena bastante ordinaria, de la que pendía un pedazo de piedra de color oscuro—. Vuestro amuleto de la «buena suerte».

Saryon aceptó la cadena con expresión solemne. La sostuvo ante él durante un momento, contemplándola fijamente, mientras su rostro se volvía cada vez más pálido.

—¿Padre? —preguntó Mosiah—. ¿Qué sucede?

—Demasiadas cosas —repuso el catalista suavemente, y, con la misma expresión solemne en el rostro, se colgó la piedra-oscura del cuello, ocultándola cuidadosamente con la túnica—. Los hombres de Blachloch han acordonado el pueblo. Nadie puede salir ni entrar.

Joram lanzó un terrible juramento.

—¡Al diablo con todo! —gritó Simkin—. ¡Por todos los infiernos! Va a ser un funeral tan fantástico... Será el acontecimiento del año por estos lares. Y lo mejor es —continuó lóbregamente— que la gente del pueblo aprovechará sin duda la oportunidad para darles una paliza a algunos de los secuaces de Blachloch. Esperaba con ansia que llegara el momento de darles una buena tunda a esos patanes.

—¡Hemos de salir de aquí! —dijo Joram torvamente.

Atándose la capa alrededor del cuello, arregló los pliegues de forma que el tejido ocultase la espada y no quedase a la vista.

—Pero ¿por qué tenemos que irnos? —protestó Mosiah—. Por lo que Simkin me ha contado, todo el mundo creerá que a Blachloch lo mataron los centauros. Incluso sus hombres. Y ellos no se van a quedar mucho tiempo por aquí haciendo preguntas. Es por eso que los hombres de Blachloch han acordonado el pueblo. ¡Están asustados! ¡Y con motivo! ¡Lucharemos contra ellos! Les echaremos, y ya no tendremos nada que temer de nadie...

—Sí, seguiremos teniendo de qué temer —dijo Saryon, la mano sobre el amuleto—. El Patriarca Vanya se ha puesto en contacto conmigo.

—Apuesto a que
él
sí consigue ir al funeral —se quejó Simkin, enfurruñado.

—Cállate, idiota —gruñó Mosiah—. ¿Qué queréis decir con eso de que «se ha puesto en contacto», Padre? ¿Cómo podría hacerlo?

Hablando apresuradamente y lanzando frecuentes miradas al otro lado de la ventana, Saryon contó a los jóvenes su conversación con el Patriarca, omitiendo únicamente lo que él sabía sobre la auténtica identidad de Joram.

—Debemos irnos antes del anochecer —concluyó Saryon—. Cuando el Patriarca Vanya descubra que no puede contactar ni conmigo ni con Blachloch, se dará cuenta de que algo terrible ha sucedido. Antes del anochecer, los
Duuk-tsarith
podrían estar aquí.

—¿Lo veis? Todos los que son alguien estarán presentes en ese espléndido funeral —dijo Simkin, melancólico.

—¡Los
Duuk-tsarith
, aquí! —Mosiah palideció—. Debemos avisar a Andon...

—Justamente vengo de casa de Andon —interrumpió Saryon con un suspiro—. Intenté que lo comprendiera, pero no estoy seguro de haber tenido éxito. Francamente, no le preocupan tanto los
Duuk-tsarith
como el hecho de que su pueblo se enzarce en una lucha con los hombres de Blachloch. No creo que los
Duuk-tsarith
molesten a los Hechiceros si vienen aquí —añadió Saryon, dándose cuenta de la preocupación de Mosiah—. Ahora podemos dar por seguro que la Orden estuvo en contacto constante con Blachloch. Si hubieran querido destruir el pueblo, podrían haberlo hecho en cualquier momento. Lo que harán será buscar a Joram y la piedra-oscura. Cuando descubran que se ha marchado, seguirán su rastro. Nos seguirán a nosotros...

—Pero estas gentes son mis amigos, son como mi familia —insistió Mosiah—. ¡No puedo dejarlos! —Miró por la ventana preocupado.

—También son mis amigos —dijo Joram, brusco—. No es como si los abandonásemos. Lo mejor que podemos hacer por ellos es irnos.

—Créeme, no hay nada que podamos hacer si nos quedamos, excepto quizás acarrearles un daño mayor —dijo Saryon despacio, poniendo una mano sobre el hombro de Mosiah—. El Patriarca Vanya me dijo una vez que quería evitar atacar a los Hechiceros, si era posible. Sería una batalla encarnizada y, a pesar de lo secreto que lo mantuviera la Iglesia, llegarían rumores de ello y se sembraría el pánico entre la gente. Por eso estaba Blachloch aquí: para conducir a los Hechiceros a su propia destrucción junto con Sharakan. Vanya aún espera poder llevar a cabo su plan. No podemos hacer mucho más.

—Pero seguramente Andon no los dejará ahora que sabe...

—¡Ya no es problema nuestro! —interrumpió Joram sucintamente—. No nos importa a nosotros. Al menos, no a mí. —Ató el bulto con fuerza y se lo echó a la espalda—. Tú y Simkin os podéis quedar si queréis.

—¿Y dejaros a ti y a la Maravilla Calva vagando sin rumbo y solos por los bosques? —preguntó Simkin, indignado—. Me pasaría las noches sin dormir, pensando en ello. —Con un movimiento de la mano cambió de vestimenta. Sus ropas rojas se volvieron de un feo marrón verdoso. Una larga capa de viaje gris se acomodó sobre sus hombros y unas botas de piel, altas hasta la cadera, empezaron a treparle lentamente por las piernas. Un sombrero de tres picos con una pluma de faisán larga e inclinada apareció también sobre su cabeza—. Otra vez de vuelta al
Barro con Excrementos
—terminó con un dejo de tristeza.

—¡Tú no vienes con nosotros! —exclamó Mosiah.

—¿Nosotros? —repitió Joram—. No sabía que
nosotros
fuéramos a algún sitio.

—Sabes que iré —replicó Mosiah.

—Me alegro —contestó Joram en voz baja.

Mosiah se ruborizó de placer ante aquel inesperado ardor en la voz de su amigo, pero su alegría no duró demasiado.

—Claro que
yo
voy —intervino Simkin con arrogancia—. ¿A quién otro tenéis para que os guíe? He ido y venido por el País del Destierro sin que me sucediera nada durante años. ¿Y tú? ¿Conoces el camino?

—Quizá no —dijo Mosiah, mirando, sombrío, a Simkin—. Pero antes preferiría perderme en el País del Destierro que ser conducido a donde sea que

tengas en mente. ¡
Yo
no quiero acabar siendo el esposo de la Reina de las Hadas! —añadió, dirigiéndole una mirada al catalista.

Saryon pareció tan alarmado ante el recuerdo de aquella aventura casi desastrosa que había corrido teniendo a Simkin como guía, que Joram intervino:

—Simkin viene —dijo con firmeza—. A lo mejor podríamos conseguir atravesar el País del Destierro sin su ayuda, pero él es el único que puede conducirnos a donde queremos ir.

El catalista observó a Joram, preocupado. Tenía el súbito y terrible presentimiento de que sabía cuál era el destino del muchacho, mientras Joram seguía hablando:

—Además, la magia de Simkin puede ayudarnos a pasar por entre los hombres de Blachloch.

—¡Eso no tiene por qué preocuparos! —se burló Simkin—. Después de todo, siempre podemos utilizar los Corredores.

—¡No! —gritó Saryon, la voz ronca de miedo—. ¿No os dais cuenta de que iríais a caer en los brazos de los
Duuk-tsarith
?

—Bueno, pues entonces os podría convertir a todos en conejos —ofreció Simkin después de pensarlo profundamente por un momento—. Huiríamos entre saltos y brincos, y...

—¿Padre? —llamó una voz temblorosa desde el otro lado de la ventana de la prisión—. Padre Saryon, ¿estáis ahí?

—¡Andon! —gritó el catalista, abriendo de golpe la puerta—. En nombre de Almin, ¿qué sucede?

El anciano Hechicero parecía a punto de desplomarse allí mismo. Las manos le temblaban, los ojos, normalmente bondadosos, estaban desencajados y llevaba las ropas en desorden.

—Joram, trae una silla —ordenó Saryon, pero Andon sacudió la cabeza.

—¡No hay tiempo! —Hacía terribles esfuerzos por respirar y se dieron cuenta de que había estado corriendo—. Debéis venir, Padre. —El anciano se agarró a Saryon—. ¡Debéis disuadirlos de ello! ¡Después de todos estos años! ¡No deben luchar!

—Andon —dijo Saryon con firmeza—, por favor, cálmese. Lo único que conseguirá es ponerse enfermo. Eso es; respire profundamente. Ahora, ¡cuénteme qué está sucediendo!

—¡El herrero! —exclamó Andon, y su delgado pecho se elevó y descendió más lentamente—. ¡Está planeando atacar a los hombres de Blachloch! —El anciano se retorció las manos—. ¡Él y su grupo de exaltados podrían estar ya de camino a la casa del Señor de la Guerra! Doy gracias porque veo —el anciano miró a Joram y a Mosiah con tristeza— que vosotros no estáis entre ellos.

—No creo que haya nada que yo pueda hacer, amigo mío —empezó a contestar Saryon, desolado, pero Joram apoyó una mano sobre el brazo del catalista.

—Iremos con usted, Andon —dijo, dirigiendo a Saryon una significativa mirada—. Estoy seguro de que pensaréis en algo, catalista. —Luego continuó, dando un codazo a Saryon—: Una ocasión perfecta para uno de vuestros sermones. —Acercándose más, le susurró feroz—: ¡Ésta es nuestra oportunidad!

Saryon sacudió la cabeza.

—No veo...

—¡Escaparemos en la confusión! —le siseó Joram, exasperado.

Dirigió una rápida mirada a Mosiah y a Simkin, quienes parecieron entender su plan inmediatamente.

En ese momento, les llegaron gritos y alaridos, procedentes de la herrería. En algún lugar, un niño empezó a llorar. Se oyeron contraventanas que se cerraban con un fuerte golpe y puertas que se aseguraban con pestillo.

—¡Ha empezado! —gritó Andon, presa del pánico.

Saliendo apresuradamente por la puerta, echó a correr vacilante. Joram y Mosiah se precipitaron al exterior en pos de él. El catalista no pudo hacer otra cosa más que sujetarse la túnica y seguirlos, corriendo tan deprisa como podía para intentar alcanzarlos.

—Ja, ja —reflexionó Simkin, revoloteando tras ellos alegremente—. A lo mejor asistiré al funeral, después de todo.

6. ¡Caídos en una emboscada!

—¡Aquí está el catalista! ¡Os dije que el viejo lo iría a buscar!

Saryon oyó las palabras y recibió una impresión confusa de movimiento a través del rabillo del ojo. Oyó a Mosiah lanzar una exclamación, luego a Simkin que aullaba:

—¡Suéltame, Enorme Bestia Peluda!

Luego todo fue un confuso pánico, lucha inútil y voces que gruñían.

—Haced lo que os dicen y no sufriréis daño.

Una mano sujetó la muñeca de Saryon, torciéndole el brazo detrás de la espalda. El dolor lo abrasó como una llama desde el codo hasta el hombro, y Saryon lanzó un grito de dolor. Pero se sorprendió al darse cuenta de que estaba más enojado que asustado; quizás era porque percibía el miedo de sus captores. Podía notarlo en sus pesadas y entrecortadas respiraciones y en sus voces roncas. Podía olerlo, un olor fétido mezclado con el sudor y los vapores de aquel falso valor que los hombres de Blachloch habían estado ingiriendo a través de los pellejos de vino.

El ataque había sido rápido y repentino. Los hombres del Señor de la Guerra podían no ser muy espabilados en muchos aspectos, pero eran expertos en su oficio y sabían muy bien lo que hacían. Enviados a buscar al catalista, habían visto a Andon entrar en la prisión y adivinaron que el anciano les pondría, sin quererlo, a Saryon en las manos. Escondidos en un callejón, los antiguos secuaces del difunto Señor de la Guerra habían esperado a que pasara el grupo, y la pelea había terminado ya, prácticamente antes de empezar.

Sujeto entre las zarpas de un musculoso matón, Joram no podía alcanzar su espada. Mosiah yacía cabeza abajo en medio de la calle. Le manaba la sangre de un corte que tenía en la cabeza y tenía un pie enfundado en una bota plantado con fuerza detrás de su cuello. Los soldados arrojaron a Andon a un lado; el anciano yacía como una muñeca rota en plena calle parpadeando aturdido y mirando al cielo. Un hombre sujetaba a Saryon, retorciéndole el brazo dolorosamente detrás de la espalda. En cuanto a Simkin, había desaparecido. El centinela que había saltado sobre la figura vestida tan llamativamente permanecía ahora atónito contemplando sus manos vacías.

Uno de los matones, el jefe evidentemente, paseó la mirada por el campo de batalla para asegurarse de que todo estaba bajo control. Luego, satisfecho, se acercó a Saryon.

—¡Catalista, otórgame Vida! —exigió, intentando imitar los modales intimidatorios y fríos del difunto Blachloch.

Pero éstos eran criminales comunes, no disciplinados
Duuk-tsarith
. Saryon vio cómo los ojos del jefe se paseaban nerviosamente entre él y la calle vacía, mirando en dirección a la herrería. El sonido de gritos y aullidos que provenían de allí indicaba que algo estaba sucediendo. Los Hechiceros iban a luchar. Saryon negó con la cabeza y el malhechor perdió el control.

—¡Maldita sea, catalista, ahora! —gritó, quebrándosele la voz—. ¡Rompedle el brazo! —ordenó al hombre que sujetaba a Saryon.

—¡Por la sangre de Almin, catalista, no seáis estúpido! —exclamó Joram—. Haced lo que os dice.
Otorgadle Vida
.

El hombre que sujetaba a Saryon le dio un nuevo y experto tirón en el brazo. Mordiéndose los labios para no gritar de dolor, el catalista miró a Joram sorprendido, viendo cómo los oscuros ojos del muchacho se movían rápida y significativamente en dirección a Mosiah.

—Sí, Padre —masculló Mosiah, teniendo la mejilla aplastada por el pie del centinela contra el barro y la porquería de la calle. Aunque era imposible que hubiera podido ver a Joram, había captado el sutil énfasis de la voz—. Haced lo que ellos os piden.
¡Otorgadle Vida!

BOOK: La Profecía
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