La apertura de la Puerta hizo que una ráfaga de aire helado se colara en el interior, contrastando de manera sorprendente con el perfumado calor que emanaba de la mágica ciudad. Las damas que aguardaban cerca de la Puerta se arrebujaron en sus vestidos lanzando grititos de horrorizada alegría, mientras que los caballeros lanzaban juramentos y murmuraban contra los
Sif-Hanar
. Todos los cuellos se estiraron para ver quién entraba, ya que se esperaba en cualquier momento la llegada de una princesa de algún lugar u otro. Pero no se trataba de una princesa; era simplemente un grupo de jóvenes cubiertos de nieve y un catalista de mediana edad, medio congelado. Tras echarles una mirada indiferente, la mayoría de la gente volvió a pasear, a dar vueltas en los carruajes que aguardaban junto a la Puerta y a beber vino en los cafés.
Sin embargo, hubo unos pocos que sí se interesaron por los recién llegados, sobre todo por los jóvenes, que habían echado hacia atrás las capuchas de sus capas de viaje. En aquellos momentos estaban en el interior de la Puerta, mirando a su alrededor algo confusos, mientras la nieve que llevaban en los hombros y las botas empezaba a derretirse en la cálida atmósfera primaveral.
—¡Pobrecitos! —murmuró Lilian—. Están empapados y tiritando de frío.
—Qué guapos son —cuchicheó Majorie, que tenía quince años y nunca desperdiciaba una oportunidad de demostrar a las otras dos, mayores que ella, que también era adulta—. Deben de ser estudiantes de la universidad.
Los tres jóvenes y el catalista ocuparon su lugar en la cola de la Puerta de la Tierra, mientras las tres muchachas los examinaban con interés. Tenían otros recién llegados delante. Uno de ellos, una anciana viuda con tres papadas (utilizando su magia había conseguido reducir a aquel número las cinco que poseía en realidad), discutía en voz alta con el
Kan-Hanar
sobre si debía o no tener acceso a la Ciudad Superior.
—Os digo, mi buen señor, ¡que soy la madre del marqués de D'umtour! En cuanto al hecho de que sus criados no estén aquí para recibirme, puedo aseguraros que no conozco el motivo, excepto que en estos días es muy difícil obtener un servicio de calidad. De todas formas, ¡siempre fue un despilfarrador! —soltó, furiosa, sacudiendo las papadas—. Esperad a que lo vea...
El
Kan-Hanar
había oído, desde luego, aquellas mismas palabras muchas otras veces y escuchaba pacientemente, después de haber enviado a un alado Ariel a comprobar si el marqués había «olvidado», realmente, enviar a alguien a escoltar a la dama hasta la Ciudad Superior.
Los que estaban en la cola, detrás de la viuda, la miraron furiosos e impacientes, pero no había nada que pudieran hacer. Todos tenían que esperar su turno. Algunos se paseaban irritados por el aire, otros se repantigaban cómodamente en sus carruajes. Los tres jóvenes, de pie en el suelo, se quitaron las húmedas capas y siguieron mirando a su alrededor con curiosidad, contemplando la ciudad y su gente.
Pretendiendo estar interesadas en la ondulante mercancía de un vendedor de cintas de seda, las jovencitas se detuvieron para admirar el género que se exhibía en una vistosa carreta situada cerca de la Puerta. En realidad, observaban y escuchaban a los muchachos.
—¡En nombre de Almin! —exclamó uno de ellos, rubio y con un rostro franco y honesto—, ¡esto es precioso, Joram! ¡Nunca pude imaginar algo tan espléndido! ¡Y es primavera!
Extendió los brazos, con la sorpresa y la admiración reflejadas en su voz y sus ojos.
—No mires de ese modo —le reprobó el compañero al que se había dirigido.
Tenía el cabello largo y oscuro, los ojos negros y, también él, miraba a su alrededor. Pero si se sentía impresionado por las maravillas de la ciudad, no había ninguna señal de ello en su orgulloso y severo rostro. El tercer joven, ligeramente más alto que los otros dos, y que lucía una corta, suave barba, parecía divertido ante las reacciones de sus amigos. Miró a su alrededor con expresión aburrida, bostezó, se alisó el bigote y, recostándose en la pared, cerró los ojos. El catalista, húmedo y tembloroso, se acurrucaba en sus ropas y mantenía la capucha puesta de tal manera que le ocultaba parte del rostro.
Mirándolos atentamente, Gwen se mofó.
—¡Estudiantes universitarios! —susurró a sus primas—. ¿Con un acento tan tosco? Mirad al que lo contempla todo boquiabierto como un patán. Es evidente que es la primera vez que está aquí. Probablemente es la primera vez que está en un lugar civilizado, a juzgar por su forma de vestir.
Los ojos de Lilian se abrieron de par en par, asustados.
—¡Gwen! ¿Y si fueran bandidos, intentando colarse en nuestra ciudad? Tienen todo el aspecto, especialmente ese de pelo oscuro.
Gwen examinó al del pelo oscuro durante unos momentos por el rabillo del ojo, mientras sus manos jugueteaban con una de las cintas de seda.
—Perdonadme, señora —dijo el vendedor—, pero estáis estropeando la mercancía. Precisamente esas tonalidades son muy difíciles de conjurar, ¿sabéis? Si no pensáis comprar...
—No, gracias. —Sonrojándose, Gwen soltó la cinta—. Es preciosa, realmente, pero mi mamá me las hace...
El vendedor se alejó, con el rostro malhumorado, dejando a las muchachas flotando en el aire, con las cabezas muy juntas y los ojos clavados en los recién llegados.
—Tienes razón, Lilian —dijo Gwen, tajante—; eso es lo que son: salteadores de caminos, osados y atrevidos.
—¿Igual que sir Hugo, aquel cuya historia nos contó Marie? —susurró Majorie, excitada—. El bandido que robó a la doncella del castillo de su padre y se la llevó en su corcel alado a su tienda del desierto. ¿Recordáis?, la llevó al interior de la tienda y la arrojó sobre las almohadas de seda y luego... —Majorie se detuvo—. ¿Qué le
hizo
mientras estaba caída sobre las almohadas?
—No lo sé. —Gwen se encogió de hombros, un movimiento que resaltaba la belleza de aquéllos—. Yo también me lo he preguntado, pero Marie siempre se detiene en ese punto y regresa al padre de la chica, que llama a sus Señores de la Guerra para que la rescaten.
—¿Le has preguntado alguna vez sobre lo de las almohadas?
—Una vez lo hice. Pero se enfadó mucho y me envió a la cama —replicó Gwen—. Rápido, están empezando a mirar hacia aquí. ¡No miréis!
Alzando la vista hacia la Puerta de la Tierra, Gwen se dedicó a estudiar la estructura de madera con tal atención que parecía como si fuera uno de los Druidas que le habían dado forma, creándola a partir de la madera de siete robles muertos.
—Si son bandidos, ¿no deberíamos decírselo a alguien? —susurró Lilian, mirando sumisa a la Puerta.
—¡Oh, Gwen! —exclamó Majorie, apretándole la mano—. ¡El del pelo oscuro te está mirando!
—¡Chitón! ¡No hagáis caso! —repuso Gwendolyn, ruborizándose y enterrando el rostro en el ramo de flores.
Se había arriesgado a echar una rápida mirada al joven de cabellos oscuros y se había tropezado, casi sin darse cuenta, con su mirada. No era lo mismo que encontrarse con los ojos de los demás jóvenes, con sus maliciosas y burlonas miradas. Este joven la miraba con seriedad, atentamente, atravesando con sus oscuros ojos su juvenil alegría para tocar algo que estaba muy dentro de ella, algo que dolía con un dolor agudo y punzante, a la vez agradable y espantoso.
—No, no debemos decírselo a nadie. Debemos dejar de pensar en ellos —dijo Gwen, nerviosa, ardiéndole el rostro de tal forma que creyó tener fiebre—. Vámonos...
—¡No, espera! —la interrumpió Lilian, sujetando a su prima, que intentaba de alejarse—. ¡Van a hablar con el
Kan-Hanar
! ¡Quedémonos y descubramos quiénes son!
—¡No me importa quiénes sean! —soltó Gwen con arrogancia, firmemente decidida a
no
mirar a aquel muchacho de cabellos negros.
Pero aunque la rodeaban miles de objetos maravillosos y sorprendentes, todos se difuminaban en una confusa y revuelta masa de colores. Una y otra vez se sentía impelida a mirar hacia los ojos oscuros de aquel muchacho de cabellos negros. Cuando, finalmente, éste se volvió —al llamar su atención el catalista hacia el
Kan-Hanar
que se acercaba a ellos— Gwen sintió como si hubiera sido liberada de un hechizo como los que había oído que utilizaban los
Duuk-tsarith
para mantener cautivos a sus prisioneros.
—Dad vuestros nombres y el motivo de vuestra visita a la ciudad de Merilon, Padre —dijo el archimago ceremoniosamente, con una ligera, muy ligera reverencia al empapado catalista, quien la devolvió con humildad.
El catalista iba vestido con la túnica roja del Catalista Doméstico, pero no llevaba ningún adorno, lo que indicaba que no servía a ningún miembro de la nobleza.
—Soy el Padre Sar... Dun... Dunstable —tartamudeó el catalista, subiéndole la sangre por el rostro hasta alcanzar su calva coronilla—. Y ve...
—Sardunstable —le interrumpió el
Kan-Hanar
, frunciendo el entrecejo, perplejo—. Ese nombre no me resulta familiar, Padre. ¿De dónde venís?
Los
Kan-Hanar
, merced a sus bien disciplinadas y fenomenales memorias, llevaban en su cabeza listas detalladas de todos aquellos que vivían y visitaban sus ciudades.
—Os pido perdón. —El catalista se sonrojó aún más—. Me habéis entendido mal. Ha sido culpa mía, estoy seguro. Tar... tartamudeo un poco. El nombre es Dunstable. Padre Dunstable.
—Hummm —exclamó el
Kan-Hanar
, mirando al catalista con atención—. Había un Dunstable que vivía aquí, pero eso fue hace diez años. Era Catalista Doméstico del... del duque de Manchua, me parece. —En busca de confirmación a sus palabras, miró a su compañero y éste asintió con la cabeza; el
Kan-Hanar
volvió su astuta mirada hacia el catalista—. Pero la familia se fue, tal como he dicho. Marchó a otra región. ¿Por qué habéis...?
—¡Cielos! ¡Esto empieza a resultar aburrido!
Tras estas exclamaciones, el joven alto de la barba abandonó la pared y caminó hacia adelante. Hizo un movimiento con la mano, se produjo una repentina ráfaga de seda color naranja y la capa marrón y las ropas manchadas por el viaje que llevaba se desvanecieron.
Las exclamaciones de sorpresa de varios espectadores hicieron que más personas de las allí presentes se volvieran para mirar. Aquel joven vestía ahora unos largos y amplios pantalones de seda morada; recogidos en los tobillos, se ablusonaban alrededor de las piernas, ondeando bajo la brisa. Un fajín de un rojo brillante le rodeaba la delgada cintura, acompañado de un chaleco también rojo brillante con un ribete dorado. Una camisa de seda morada —con unas mangas largas y amplias que le cubrían completamente las manos cuando bajaba los brazos— a juego con el pantalón completaba el conjunto, rematado por el más extraordinario sombrero nunca visto, que recordaba un enorme buñuelo morado, adornado con una rizada pluma de avestruz de color rojo.
Risas y murmullos corrieron por entre la multitud, que aumentaba por momentos.
—¿Es él?
—¡Claro que sí! ¡Lo reconocería en cualquier parte!
—¡Ese vestido! Querida, daría cualquier cosa por llevar esos pantalones en el baile del Emperador de la semana próxima. ¿Dónde
encuentra
esos colores?
Se oyeron unos aplausos.
—Gracias —dijo el joven, haciendo un gesto negligente con la mano hacia los que empezaban a reunirse a su alrededor—. Sí, soy yo. He vuelto. —Se llevó los dedos a los labios y lanzó besos a varias damas acaudaladas sentadas en un carruaje hecho de pomelo, que reían encantadas y le arrojaban flores—. A esto lo llamo —continuó, refiriéndose a sus ropas moradas—
Bienvenido a casa, Simkin
. Podéis ahorraros las formalidades, buen hombre —dijo, contemplando al
Kan-Hanar
con aire desdeñoso y golpeándose ligeramente la nariz con el pañuelo de seda naranja que tenía en la mano—. ¡Decid simplemente a las autoridades que Simkin ha regresado y que ha traído con él a su compañía de artistas ambulantes!
Hizo un molinete con el pañuelo e indicó a los dos jóvenes y al catalista (quien parecía estar a punto de desmayarse de vergüenza), que estaban detrás de él.
La muchedumbre aplaudió aún con más fuerza. Las mujeres se echaron a reír, tapándose la boca con las manos, los hombres sacudieron la cabeza ante su vestimenta, pero a la vez bajaron la mirada hacia sus elegantes vestidos o sus pantalones de brocado, con expresión meditabunda. Al mediodía del día siguiente, aquellos amplios pantalones de seda los llevaría la mitad de la nobleza de Merilon.
—¿Decir a las autoridades? —repitió el
Kan-Hanar
, nada intimidado por la muchedumbre o las extravagancias del joven de los enormes pantalones—. Sí; se lo notificaré a las personas adecuadas. Podéis estar seguro de ello.
El
Kan-Hanar
hizo un gesto a las dos figuras vestidas de negro que observaban desde las sombras y posó una mano sobre un hombro del joven.
—Simkin, quedáis arrestado, en nombre del Emperador.
El
Kan-Hanar
sujetó a Simkin con fuerza mientras llamaba a los Señores de la Guerra. Los enlutados
Duuk-tsarith
flotaron en dirección al joven, haciendo que la muchedumbre se dispersara ante su llegada como hojas arrastradas por un viento de tormenta. Ignorando los quedos murmullos de la gente, entre los que se mezclaban a partes iguales las exclamaciones de sorpresa, de horror y de satisfacción, la mirada de Gwen pasó de Simkin —que contemplaba fijamente al
Kan-Hanar
con asombro— a sus amigos.
De pie, detrás de Simkin, el catalista había pasado del rubor a una palidez mortal y extendía una mano para posarla sobre uno de los hombros del muchacho de cabellos negros en un ademán que era a la vez protector y restrictivo. El otro muchacho, el de cabellos rubios, posó también una mano sobre un brazo de su amigo, y fue entonces cuando Gwen advirtió que el muchacho ocultaba la manó detrás de su espalda, por debajo de la capa.
En Merilon no se utilizaban armas de ninguna clase, porque se consideraban maquinaciones diabólicas de los seguidores de las Artes Arcanas, el Noveno Misterio: la Tecnología. La muchacha no había visto nunca una espada, pero las conocía a través de los cuentos infantiles que su institutriz le había contado sobre épocas pasadas. Instintivamente, Gwen supo que aquel muchacho llevaba una espada, que él y sus amigos eran sin duda alguna bandidos y que el joven estaba dispuesto a luchar.