La Profecía (22 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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Para Garald era una herramienta, nada más. No la veía como un objeto siniestro, como el destructor de vida que Saryon percibía cuando contemplaba aquella horrenda arma.

En cuanto a lo que pensaba Joram, Saryon creía con tristeza que nada de lo que pudiera hacer podía hundirlo aún más en la opinión del muchacho.

Tras practicar durante varias horas, Joram, el príncipe y Saryon regresaron al campamento. Durante el resto de su estancia, Garald fue constantemente amable con el catalista, pero nunca volvió a invitar a Saryon a regresar a la «arena» con él y con Joram.

La semana transcurrió sin incidentes. Joram y Garald se entrenaron con las espadas; Saryon mantuvo varias interesantes discusiones filosóficas y religiosas con el Cardinal Radisovik; Simkin se dedicó a importunar al cuervo (el exasperado pájaro terminó por arrancarle al joven un pedazo de oreja, ante el regocijo de todo el mundo); Mosiah se pasó los días hojeando pensativo libros que había encontrado en la tienda de Garald, estudiando los dibujos y devanándose los sesos con aquellos misteriosos símbolos que le decían tantas cosas a Joram pero que no eran más que un galimatías sin sentido para él. Al atardecer, el príncipe y sus invitados se reunían, para jugar al tarot o discutir la forma de entrar en Merilon y cómo sobrevivir una vez que estuvieran en el interior de la ciudad.

—Simkin puede haceros cruzar la Puerta —dijo Garald una noche, la víspera de su partida.

Mosiah y Joram estaban sentados en el interior de la lujosa tienda del príncipe, descansando tras una deliciosa cena. Aquel período idílico estaba llegando a su fin; cada uno de los muchachos pensaba con pena que al día siguiente por la noche estarían luchando con las plantas Kij y quizá con otros monstruos más terribles en aquellos extraños bosques de tan mal augurio. Los esplendores de Merilon parecían de repente algo soñado y lejano; y era difícil tomar en serio la idea de que había peligro en un lugar tan lejano.

Al ver algo de todo esto reflejado en sus rostros, la voz de Garald se tornó más seria.

—Simkin conoce a todo el mundo en Merilon y todo el mundo lo conoce a él..., lo que, en algunos casos, puede hacer que las cosas resulten más interesantes.

—¿Queréis decir que esas... esas extravagantes historias suyas son ciertas, milord? ¿Llevasteis de verdad un oso auténtico a un baile de disfraces? —se le escapó a Mosiah, sin darle tiempo a recapacitar—. Os pido disculpas, Alteza —empezó a decir, sonrojándose de vergüenza.

Pero el príncipe asintió con la cabeza.

—Ah, os ha contado eso, ¿verdad? ¡Pobre Padre! —sonrió Garald con una mueca—. Desde entonces se niega a llevar corbata en presencia de un oficial de la marina o de cualquiera que vaya disfrazado de oso. Pero, volviendo a asuntos más serios...

»Saryon tiene mucha razón cuando os advierte que no vayáis a Merilon. Es peligroso —continuó el príncipe—, y no debéis descuidar la guardia jamás. El peligro está presente allí, no tan sólo para Joram, que es uno de los Muertos vivientes y como tal puede ser sentenciado a muerte física; también hay peligro para ti, Mosiah. Se te considera un rebelde. Huiste de casa y has vivido con los Hechiceros de las Artes Arcanas. Entraréis en Merilon fraudulentamente; si os cogen, seréis condenados a las mazmorras de
Duuk-tsarith
, y pocos salen de esos lugares como entraron. También existe un gran peligro para el mismo Saryon, que ha vivido en Merilon durante varios años y podría ser reconocido con facilidad...

»No, Joram, no estoy intentando evitar que vayas —se interrumpió Garald al ver que el muchacho torcía el gesto enojado—. Te estoy diciendo que seas precavido. Sé cauteloso. Por encima de todo, debes estar siempre alerta. Particularmente acerca de una persona.

—¿Os referís al catalista? —inquirió Joram—. Ya sé que a Saryon lo envió el Patriarca Vanya...

—Me refiero a Simkin —dijo Garald en tono grave, sin el menor rastro de una sonrisa.

—¿Ves?, ¡te lo dije! —murmuró Mosiah dirigiéndose a Joram.

Casi como si supiera que estaban hablando de él, Simkin alzó la voz, y cada uno de los que estaban sentados en la tienda se volvió para mirarlo. Él y el catalista estaban junto al fuego, habiéndose ofrecido Simkin a idear un disfraz que permitiría al catalista entrar en Merilon sin ser reconocido. En aquellos momentos estaba llevando a cabo ciertos hechizos sobre el Padre Saryon, que esencialmente no hacían más que amargarle la vida al pobre hombre.

—¡Ya lo tengo! —Simkin lanzó un gritito—. Entraríais y saldríais sin que se os prestara la menor atención, además seríais útil para llevar nuestro equipaje.

Agitó una mano en el aire y pronunció una palabra. El aire se estremeció alrededor del catalista y la apariencia de Saryon cambió. De pie junto al fuego, en el lugar del infortunado catalista, había un enorme asno gris de aspecto abatido.

—¡Ese estúpido! —exclamó Mosiah, poniéndose en pie de un salto—. ¿Por qué no deja al pobre hombre tranquilo? Iré...

Garald puso una mano sobre un brazo de Mosiah, sacudiendo la cabeza.

—Yo lo arreglaré —dijo.

Volviendo a sentarse de mala gana, Mosiah vio que el príncipe le hacía una señal con la mano al Cardinal Radisovik, que estaba allí cerca, observando.

—¿Qué es lo que habéis dicho, Padre? —preguntó Simkin.

El asno lanzó un rebuzno.

—¿No os gusta? ¡Después de todas las molestias que me he tomado! ¡Cielos! —Levantó una de las caídas orejas grises del asno—. ¡Tenéis un oído magnífico! Apostaría a que podéis oír caer un fardo de heno a cincuenta pasos. Sin mencionar que ahora podéis hacer girar un ojo hacia atrás al mismo tiempo que giráis el otro hacia adelante. Podéis ver hacia donde vais y hacia donde habéis estado simultáneamente.

El asno rebuznó de nuevo, mostrando los dientes.

—Y los niños os querrán tanto... —siguió Simkin, zalamero—. Podríais llevar a esos queridos pequeñuelos a dar paseos. Bueno, si vais a ser tan quisquilloso... Tomad.

El asno desapareció y reapareció Saryon, aunque en una posición un tanto embarazosa, ya que estaba a cuatro patas, apoyado sobre manos y rodillas.

—Tendré que pensar en alguna otra cosa —dijo Simkin, de mal humor—. ¡Ya está! —Chasqueó los dedos—. ¡Una cabra! Nunca nos faltará leche...

En aquel momento intervino el Cardinal Radisovik. Mencionando algo acerca de que debía discutir asuntos eclesiásticos con Saryon, ayudó al catalista a ponerse en pie y lo condujo a su tienda. Desgraciadamente, Simkin lo siguió.

—Además nunca os habríais de preocupar por encontrar comida —se lo oyó decir, persuasivo, apagándose poco a poco su voz—. Podríais comer cualquier cosa...

—Sabéis algo sobre Simkin, ¿verdad, Alteza? —preguntó Mosiah, volviéndose hacia el príncipe—. Conocéis su juego. ¿Qué está tramando?

—Su juego... —repitió el príncipe, pensativo, intrigado por la pregunta—. Sí —dijo tras pensarlo un momento—; creo que conozco su juego.

—Entonces, ¡decídnoslo! —exclamó Mosiah con vehemencia.

—No, no creo que lo haga —dijo Garald, con la vista clavada en Joram—. No lo comprenderíais, y podría reducir vuestra vigilancia.

—¡Pero debéis hacerlo! Qui... quiero decir, deberíais..., Alteza —corrigió Mosiah con poca convicción, dándose cuenta de que había dado una orden a un príncipe—. Si Simkin es peligroso...

—¡Bah! —Joram frunció el entrecejo, enojado.

—Oh, realmente, es peligroso —dijo Garald con suavidad—. Recordadlo. —El príncipe se puso en pie—. Y ahora, si queréis disculparme, será mejor que rescate al pobre Saryon, antes de que nuestro amigo haga brotar de él espinas y me destrocen la tienda del Cardinal.

La cuestión del disfraz del catalista quedó arreglada rápidamente, sin necesidad de convertirlo en una cabra. Por sugerencia del príncipe, el Padre Saryon se convirtió en el Padre Dunstable, un Catalista Doméstico de poca importancia, quien, según Simkin, había abandonado Merilon hacía más de diez años.

—Un manso ratoncillo —recordó Simkin—. Un hombre a quien nadie recuerda a los cinco segundos de haberle sido presentado y mucho menos diez años después.

—Y si alguien se acuerda de él después de una ausencia de diez años, siempre esperarán que haya cambiado algo —añadió Garald, tranquilizador, observando que Saryon no estaba satisfecho con la idea—. No tendréis que
actuar
de manera diferente, Padre. Vuestros rostro y cuerpo serán diferentes, eso es todo; interiormente seréis el mismo.

—Pero tendré que presentarme en la Catedral, Alteza —argumentó Saryon, tozudo; el temor podía más que su deseo de no oponerse al príncipe, algo que el príncipe observó y le hizo preguntarse de nuevo qué terrible secreto encerraba aquel hombre en su corazón—. Las idas y venidas de los catalistas están registradas con detalle...

—No necesariamente, Padre —intervino Radisovik con suavidad—. Hay más de uno que se desvanece en las grietas burocráticas, por así decirlo. Un Catalista Doméstico de poca importancia, como este Padre Dunstable, que se traslada con la familia a la que sirve a una región lejana, podría muy bien perder el contacto con su Iglesia durante un cierto número de años.

—Pero ¿por qué debería yo..., quiero decir el Padre Dunstable..., regresar a Merilon? Os pido disculpas, Eminencia —dijo Saryon humildemente aunque con persistencia—, pero el príncipe ha insistido en el peligro que corremos...

—Ése es un punto excelente, Padre —repuso Garald—. Hay un gran número de razones para vuestro regreso: por ejemplo, al mago al que servíais se le metió en la cabeza unirse a esa escoria rebelde de Sharakan, por ejemplo, y lo abandonasteis, dejándolo a su suerte.

—Esto
es
serio, milord —aventuró Radisovik un suave reproche.

—Yo también —contestó Garald con frialdad—. Pero quizás eso atraería demasiada atención hacia vos, Padre. ¿Qué os parece esto? El mago muere; su viuda regresa a Zith-el para vivir con sus padres. No hay lugar para vos entre el personal de su padre, y por lo tanto vos, Padre Dunstable, sois despedido de su servicio. Con un sentido agradecimiento y buenas referencias, desde luego.

El Cardinal Radisovik meneó la cabeza con aprobación.

—Si comprobaran vuestra historia —dijo, viendo reflejado en el rostro de Saryon su siguiente argumento—, lo cual dudo, ya que hay cientos de catalistas que van y vienen desde la Catedral cada día, tardarían meses en localizar a lord Quienquiera Que Sea y descubrir la verdad.

—Y para entonces —concluyó el príncipe en un tono que indicaba que el asunto quedaba zanjado—, vosotros estaréis con nosotros en Sharakan.

Notando un ligero tono de irritación asomándose en aquella noble voz, Saryon inclinó la cabeza en señal de asentimiento, temiendo que si prolongaba la discusión podía despertar sospechas. Tuvo que admitir que el príncipe y el Cardinal tenían razón; habiendo pasado quince años de su vida en la Catedral, Saryon había dedicado muchas tardes a contemplar la hilera de catalistas recién llegados que subían lentamente las escaleras de cristal y atravesaban las puertas, también de cristal. Cada catalista, bajo la mirada aburrida de algún pobre Diácono, inscribía su nombre en un registro que raras veces, si es que alguna vez ocurría, era vuelto a examinar. Después de todo, si uno pasaba el escrutinio de los
Kan-Hanar
—los Guardianes de las Puertas de Merilon—, ¿quién era la Iglesia para ponerle pegas? La idea misma de que un catalista pudiera entrar furtivamente en la ciudad bajo un disfraz quedaba tan alejada de su pensamiento que debía de parecer grotesca.

Sin embargo, existía una persona que podría tener una razón para esperar el regreso de Saryon a Merilon, pensó el catalista con desaliento, posando la mano en la piedra-oscura que colgaba de su cuello. Se preguntó, lleno de temor, qué acciones llevaría a cabo el Patriarca Vanya para encontrarlo, y casi empezó a lamentar no haberse convertido en un asno...

A la mañana siguiente, todo el mundo se levantó antes del amanecer. Ahora que había llegado el momento de partir, todos estaban ansiosos por emprender sus diferentes viajes. Los jóvenes y Saryon se dispusieron a despedirse del príncipe y su séquito, que partían también aquel día para continuar su viaje con destino al pueblo de los Hechiceros.

—Todo está bien si acaba bien —comentó Simkin mientras terminaban su desayuno—, como decía el conde d'Orleans refiriéndose a lady Magda. Hablaba de ella en pasado, desde luego.

—¡Simkin es tonto! —graznó el cuervo, posándose sobre la cabeza de Simkin.

—No es un final, sino un principio, confío —dijo el príncipe Garald, sonriendo a Joram.

El muchacho casi, pero no del todo, le devolvió la sonrisa.

—Y ahora —prosiguió el príncipe—, antes de la tristeza de las despedidas, tengo que desempeñar la agradable tarea de entregaros los Regalos para el Viaje...

—Mi señor, eso no es necesario —murmuró Saryon, sintiendo que su culpa lo asaltaba una vez más—. Habéis hecho ya más que suficiente por nosotros...

—No me quitéis ese placer, Padre —lo interrumpió Garald, poniendo su mano sobre la del catalista—. Hacer regalos es una de las cosas más agradables que tiene el ser el hijo de un rey.

Acercándose a Mosiah, el príncipe dio una palmada y luego extendió las manos para recoger un libro que se materializó en el aire.

—Eres un mago poderoso, Mosiah. Más poderoso que muchos
Albanara
que conozco; y ello no es algo extraño. Durante mis viajes, he descubierto que muchos de nuestros magos realmente poderosos están naciendo en los campos y en los callejones, no en los nobles salones. Pero la magia, como todos los demás dones de Almin, requiere un estudio disciplinado para ser perfeccionada o de lo contrario entrará y saldrá de tu interior como el vino en un borracho.

El príncipe lanzó una ojeada en dirección a Simkin, que, en aquel momento, le estaba pellizcando la cola al cuervo.

—Estudia esto con atención, amigo mío.

El príncipe depositó el libro en las temblorosas manos del muchacho.

—Gra... gracias, Alteza —tartamudeó Mosiah, enrojeciendo y deseando que fuera tomado por turbación.

Pero Garald comprendió el verdadero motivo y se dio cuenta de que enrojecía de vergüenza.

—El viaje hasta Merilon es largo —dijo con suavidad—. Y tienes un amigo que será muy feliz de enseñarte a leer.

Mosiah siguió la mirada del príncipe, que fue a posarse en Joram.

—¿Es eso verdad? ¿Lo harás? —preguntó.

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