El cochero tenía el brazo apoyado en la rueda del carro y decía:
—¿Y cuál es ése? ¿El del pepino en el ataúd?
—¡Qué dices! El del saliente de la pared —dijo el muchacho.
El cochero se rascó la cabeza.
—¿Y ése cuál es? Yo conozco todos los chistes sobre muertos, funerales y viudas, pero ése no me suena de nada…
—Escucha: don marido y mujer, dos viejos que han pasado la vida juntos, que aún se quieren, pero de pronto ella muere. Lágrimas, lamentos, etcétera. Llegan los de las pompas fúnebres, la meten en la caja y se la llevan. Bajan las escaleras con el ataúd a la espalda, seguidos por el marido, hecho un mar de lágrimas, pero en un momento dado el ataúd da contra un saliente de la pared…
El cochero levantó una mano para que se callara y se puso a escuchar, con la mirada en alto. Quadraccia, que se acercaba con cautela, hizo lo mismo.
«
Luceat eis, requiescant in pacem, amen
», se oyó desde el interior del portal. En un latín perfecto: era el cura. De hecho, luego llegó la respuesta distorsionada de los presentes: «
Lusiattei requia e scantin pace, amen
».
—Están bajando —concluyó el cochero—. Como en el chiste. Sigue.
—El ataúd choca contra el saliente. Se oye un quejido y luego un ruidito: ¡es la vieja, que ha resucitado, y golpea la madera con los nudillos! El marido llora de alegría, se abrazan y se vuelven a casa más felices que unas Pascuas. Pasan los años tranquilamente y al final la vieja vuelve a estirar la pata. De nuevo lloros, lamentos y demás. Vuelven los de pompas fúnebres, la meten en el ataúd, lo levantan a hombros y bajan las escaleras…
Quadraccia dijo en voz alta:
—Y el marido, entre lágrimas les avisa: «Por favor, tengan cuidado con el saliente».
Los dos se giraron a mirar al inspector que sonreía, socarrón. Como solía suceder cuando contaba un chiste, al final él era el único que se reía. El cochero comprendió enseguida con quién se había topado. Le dio un par de monedas al muchacho y le dijo que le fuera a comprar un cucurucho de castañas asadas, rápido, que estaban a punto de irse.
Cuando estuvieron solos, Quadraccia señaló el edificio con un gesto de la cabeza y preguntó:
—¿Están bajando?
—De un momento a otro. ¿Por qué?
—¿Cómo se llama?
—Bertali.
¡Bertali! Quadraccia lanzó un improperio.
—¿Qué Bertali? —Sentía que la presa se le escapaba justo cuando estaba a punto de echarle el guante—. ¡Venga! ¿Quién es el muerto?
—Francesca Bertali. La mujer de… —respondió el otro, pálido.
Quadraccia soltó un suspiro de alivio. El buscaba a un Bertali, no a una Bertali. Se quedó un momento inmóvil, con la mano apoyada en uno de los caballos, como reflexionando sobre el sentido del humor del destino. Era el mejor narrador de chistes del mundo, el destino, cuando se lo ponían bien, claro.
Los de la funeraria salieron por el portal, seguidos del típico séquito compuesto por curas, familiares y vecinos agregados, en un murmullo de oraciones y lamentos. Colocaron la caja en el coche fúnebre. El cochero se subió al pescante. Volvió corriendo el muchacho con las castañas, y el inspector lo interceptó antes de que se subiera junto al conductor, confiscándole un puñado de castañas que se metió en el bolsillo de labrigo.
Quadraccia se llevó a la boca una castaña sin pelarla, mientras estudiaba el ataúd, casi como si se esperara oír a la muerta picando contra la madera, luego se fijó en un señor gordo vestido de luto con levita, sombrero de copa y zapatos brillantes, y de su brazo una joven que llevaba un vestido de paseo de crepé de lana y seda de color azul noche. Los dos tenían los ojos húmedos y el aspecto que da tener dinero, incluso en el luto. El hombre le dio algo al sacerdote, que asintió con la cabeza. Del patio del palacio salía lentamente un anticuado pero elegante
coupé
, ataviado de luto, sin duda el coche de la familia. Lo conducía un cochero que también iba de luto.
Quadraccia escupió la piel de la castaña y se acercó al hombre elegante.
—¿El señor Alfonso Bertali?
Aquellos ojos enrojecidos miraron a los del inspector, no sin esfuerzo. Luego le dio la mano y dijo, mecánicamente:
—Gracias, gracias…
—¿Gracias de qué? Soy inspector de Seguridad Pública y necesito hablar con usted urgentemente.
Bertali murmuró algo, mirando a su alrededor como para decir que no era el momento adecuado. Estaba desorientado, pero no tanto como para no ocultar enseguida el fogonazo de miedo que le había pasado por los ojos, y que Quadraccia había captado al vuelo.
—Entiendo, entiendo, pero necesito hablar con usted un minuto.
—Papá… —dijo la hija, con la misma mirada en los ojos.
Bertali no sabía qué hacer. Paseaba la mirada a derecha e izquierda en busca de ayuda o de inspiración. Un pequeño grupo de personas esperaba junto al portal, sin perderse la escena y preguntándose quién sería el hombre de la cicatriz. El cura lo miraba completamente estupefacto. El
coupé
estaba situado tras el coche fúnebre, a la espera.
Quadraccia se sentía del todo tranquilo. Había llegado: ahora sólo tenía que hacer su trabajo.
Cogió a Bertali por un brazo y lo guio hacia el portal. El hombre no protestó. Los murmullos aumentaron y la hija se echó a llorar. Quadraccia abrió la puerta de la portería, fulminó con una mirada a la portera, que se había separado del grupo de los asistentes para protestar, casi empujó a Bertali al interior y cerró la puerta a sus espaldas.
El hombre se dejó caer sobre una silla. Sobre la mesa de al lado había una jarra de agua y un vaso. Quadraccia lo llenó y se lo pasó a Bertali, que bebió mecánicamente, con la mirada fija en el suelo, sin fuerzas.
En la Villa Ludovisi el aire olía a resina y a tierra húmeda, pero Corrado Archibugi notó un toque dulzón: el olor de los cementerios y de las flores en descomposición. El sol, que nada más salir había quedado oculto tras las nubes, daba un tono plomizo a los adoquines y a los edificios.
El humor de Corrado empeoró. Soltó un suspiro, bajó de la carroza y comprobó que la dirección que llevaba escrita en una nota fuera exacta: porque indicaba una casita de una planta, con el yeso ajado por el tiempo, pero en conjunto bien conservado, con un jardincito delante, cercado por setos de laurel. No era un edificio típico en Roma, pero en conjunto se adaptaba al carácter del propietario: ordenado, metódico, solitario, casi altanero.
Llamó al timbre y se giró para mirar la ciudad. Justo en la calle de al lado estaba la pollería de los Petrocchi; más abajo, la vivienda estudio de Tremolaterra (la referencia era el retorcido campanario borrominiano); y algo más allá, a la izquierda, más allá de los tejados de color apagado que veía desde la colina, la leñera donde habían hallado el cadáver del periodista.
Era probable que Mezzasalma hubiera llegado en carroza hasta allí, para la cita fatal con Tremolaterra. O casi mejor a algún lugar cercano, para evitar que hubiera testigos. Tremolaterra había subido a bordo y la carroza había iniciado el descenso hacia la ciudad, con los dos hombres en su interior, el periodista y el emisario de la Morte Desolata, protegidos bajo la capota. Archibugi siguió mentalmente a la carroza fantasma hasta la esquina, intentando imaginarse la negociación entre los dos hombres. Y después…
—Por fin ha llegado.
Se giró de golpe y vio el rostro pálido, la melena, la mirada severa que casi le regañaba por el retraso. Se quitó el sombrero.
—Señora Ortolani, ¿puedo entrar?
La Ortolani se situó frente a la puerta que daba al jardín.
—Señora Ortolani, traigo una orden.
—No lo ha entendido. No quiero que entre en mi casa, pero yo iré con usted, si espera un momento. Porque ha venido a detenerme, ¿no?
—¿Lo sabía?
¿Y cómo no iba a saberlo? Había afirmado que Tremolaterra había ido a verla después de salir de casa de la Gualtieri. Era la última persona conocida que había visto al periodista con vida antes de Mezzasalma. ¡Y desde luego no había sido el director del
Eco di Roma
quien lo había envenenado en la carroza! Corrado volvió a pensar en la mirada de Adele Ortolani mientras la Gualtieri explicaba que había escondido al periodista; si hubiera insistido, si hubiera sido más decidido, quizá la Ortolani habría confesado enseguida. Pero él seguía a la Morte Desolata, imaginaba «manos invisibles»; no contemplaba la posibilidad de un delito mucho más simple.
—Sí. Pero esperaba que no fuera usted. Después, cuando el médico ha confirmado la muerte por envenenamiento…
—Espere, que me pondré un chal.
Pocos minutos después, uno junto a la otra, bajaban en silencio hacia la Via della Mercede, mientras las calles empezaban a poblarse de familias con la ropa de los domingos recién cepillada y de vagabundos que se lavaban en las fuentes.
—Aún recuerdo los movimientos que hice aquella noche —dijo de pronto la mujer. Archibugi se giró hacia ella: miraba hacia delante, con las manos en el regazo—. Pero son movimientos que no me pertenecen, que no reconozco como míos. Nunca he creído en las posesiones, pero en aquel momento mi cuerpo estaba poseído por otra persona. No puede ser de otro modo. —Se giró hacia Corrado—. Entiéndame, no digo que no fuera yo. No busco piedad.
Corrado hizo un gesto como diciendo: «No se me había pasado por la mente». Al contrario: Adele Ortolani no estaba en absoluto arrepentida y, si hablaba tanto, era porque esperaba que él le diera la razón.
—El señor Tremolaterra se presentó en mi casa, como le dije, hacia las siete y media. Estaba contentísima de verlo, porque realmente estaba preocupada. Le hice entrar. En mi casa, ¿comprende? Ningún hombre ha entrado nunca en mi casa. Preparé un café de cebada. Me ofrecí a ayudarle con mis ahorros… —Estoy bastante bien situada; mis padres me dejaron la casita y terrenos fuera de Roma—, porque pensaba que de verdad tenía problemas económicos. Era derrochador, de gusto refinado para la ropa y los muebles… En fin, que insistí en ayudarle. —Dibujó una sonrisa apagada—. ¡No paraba de hablar!
—¿Qué quería de usted?
—No crea lo que dicen esas secretarias descaradas, inspector. Yo era la única mujer de la que se fiaba Tremolaterra, la única confidente que tenía, su puntal, su primera lectora… Por eso había venido a mí. En busca de consuelo, para recuperar la confianza —declaró, henchida de orgullo. Pero luego hizo una mueca de disgusto—. Claro que en «aquéllas» puede haber buscado consuelo de otro tipo: no el espíritu al que yo podía darle. Al fin y al cabo, era un hombre.
—Pero no soportaba que lo buscara en una secretaria que dependía de usted, ¿no es eso?
—¡Maria Gualtieri! —exclamó—. ¿Oyó cómo hablaba, aquella mañana? Qué cara dura, qué pelandusca. Y él… ¡En la buhardilla de al lado a la de ella! Cuando yo tenía una casa entera que… Nunca le habría dado alojamiento, por supuesto, nunca. Pero al menos podría pedírmelo, y si tanto lo necesitaba, quizá…
Aquel torbellino de frases a Corrado le pareció lastimoso. Volvió a pensar en Quadraccia, que disfrutaba yendo a arrestar a una persona. Y él, en cambio… Le pareció oír el comentario de Pasquina: «¡Y para esto ha venido desde Turín!».
—Así es como me veo desde fuera, inspector. Colgada del techo como un murciélago, miro hacia abajo y me veo a mí misma estremeciéndome. Con la cabeza que me daba vueltas, una rabia que me invadía el estómago. ¡Terrible! Es como si un furor incontrolable me hubiera sacado de mi cuerpo y me hubiera lanzado hasta allí arriba, al techo. Veo la cuchara que entra en la caja del matarratas, el veneno que cae en el café, el azúcar para disimular el sabor…
Se interrumpió. Extrajo un pañuelo de la manga y se pasó la punta bajo los ojos. Suspiró y miró afuera.
—Sin embargo, había ido a verla a usted, señora —dijo entonces Archibugi, con delicadeza—. Al final, había venido a verla a usted. Antes de una cita importante, un encuentro difícil, quizá mortal. A su modo, quizá Tremolaterra…
Adele Ortolani se giró de golpe, con los ojos ligeramente enrojecidos.
—Gracias —le interrumpió—. Pero no quiero saber lo que piensa, inspector. Disculpe que me haya desahogado. No volverá a suceder.
Y no dijo nada más. Una hora más tarde había firmado sin objeciones una confesión completa y era trasladada a la cárcel de mujeres de Le Mantellate. Mientras salía del despacho de Archibugi, dijo únicamente, como si hablara para sí misma:
—¿Y ahora? ¿Quién escribirá las historias de Bellacuccia?
—Busco a Gabriele Bertali. ¿Es su hijo?
Quadraccia estaba de pie, con las piernas separadas y el ceño fruncido, ajeno a quienes llamaban de vez en cuando a la puerta cerrada y a las sombras que se perfilaban contra el cristal esmerilado.
—Sí, el mayor. Después está la pequeña… —El hombre era un saco de patatas que hablaba con voz cansada, sorbiéndose la nariz de vez en cuando—. Le ruego, inspector. Mi esposa… ¿No podríamos hablar después del entierro?
—No. Quiero a su hijo. ¿Dónde está? —preguntó Quadraccia, que sólo había visto a la hija, junto a su padre.
—No está aquí. Está mal. Tenemos una casa en el campo, a las afueras de Viterbo. Ni siquiera sabe que su madre…
—¿Qué le pasa a su hijo? ¿Cuándo se fue?
El hombre hizo un gesto vago con la mano.
—Hace una semana. Sufre de los nervios. El médico le dijo que el aire del campo…
—¿Usted sabe que el 24 de octubre pasado su hijo se presentó en el Santo Spirito? Era domingo. Llegó hacia las cuatro de la mañana.
Alfonso asintió.
—Iba acompañado por dos amigos. Sus nombres no están registrados. ¿Usted sabe quiénes son?
—Sí.
Quadraccia escribió en su cuaderno el nombre y la dirección de los dos jóvenes, que el viudo había escupido casi con rabia.
—¿Ellos también son buenos chicos, como su hijo? ¿Ellos también están delicados de los nervios? —dijo el inspector, aprovechando la repentina muestra de aversión del hombre, que, sin embargo, se controló y se tragó el sapo en silencio.
—Pero su hijo no se presentó en el Santo Spirito por un problema de nervios. Ya sabe por qué fue, ¿no? Menos mal que estaban sus queridos amigos… Quién sabe la que habrá liado un desequilibrado como su hijo, ¿eh, querido Bertali?
El hombre estalló.
—¿Cómo se permite? ¡Gabriele no es un desequilibrado! Le han llevado por el mal camino ésos. ¡No los llame «queridos amigos»! —exclamó Alfonso, que se puso en pie de un salto—. Ellos han sido nuestra ruina, inspector. Ellos. ¿Lo entiende? ¿Por qué no va a verlos a ellos y nos deja llorar en paz? ¿Por qué…?