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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (18 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora
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Cuando salió el sol el día de la esperada llegada de Ygorla, el Castillo estaba listo para recibirla.

Las instrucciones de Ailind se habían cumplido hasta el mínimo detalle. Se habían sacado de los almacenes tapices y estandartes ceremoniales, algunos de los cuales llevaban siglos sin usarse, para decorar la gran sala de la entrada, y se colocaron más en las ventanas del piso superior, engalanando el patio. Se preparó una
suite
de habitaciones para la usurpadora y se las dotó con lo mejor de todo, y en el gran comedor se hicieron preparativos para un baile de celebración como bienvenida a la huésped del Castillo.

Hubo bastante indignación cuando se anunció aquel último designio. Incluso Shaill, con quien se podía contar normalmente para que apoyara a Tirand en público, aunque tuviera sus dudas, se manifestó clamorosamente contra la idea.

—¡Es el insulto supremo! —había dicho—. Ya nos costará bastante aparentar buena disposición, pero que se espere que lo celebremos de esta manera, con bailes, música y frivolidades… ¡eso raya en lo obsceno!

Otras voces se unieron a su protesta, pero al final Tirand —o, para ser más exactos, Ailind— se salió con la suya y comenzaron los preparativos. Se preparó comida procedente de los almacenes del Castillo, medio vacíos por el bloqueo, el comedor se llenó de más estandartes y en la larga galería que recorría la estancia a lo ancho, por encima de la enorme chimenea, se retiraron juiciosamente los retratos de antiguos Sumos Iniciados, Altos Margraves y Matriarcas. Muchos se resintieron ante este gesto en particular, pero de nuevo Ailind se mostró inflexible. Se debía dar la impresión a Ygorla, había dicho, de que el Círculo estaba dispuesto a capitular. La presencia de los retratos hubiera sido demasiado desafiante; debían quitarse.

Tirand supervisó personalmente su retirada y experimentó un ligero escalofrío cuando vio los retratos de su padre, Chiro, y del predecesor de Chiro, Keridil Toln, antes de que fueran envueltos reverentemente en telas engrasadas y sacados del lugar. No pudo dejar de preguntarse qué hubiera dicho Keridil, de haber vivido para presenciar lo que ocurría en su antiguo dominio. Era un alivio saber que había apoyado la causa del Orden con la misma diligencia con que lo estaba haciendo Tirand, pero en algún lugar oculto en la mente de Tirand se agitaba todavía una sombra de duda. Cuando había muerto Keridil, él tenía sólo nueve años, pero recordaba bien al viejo Sumo Iniciado; una personalidad y una influencia tan fuertes no podían dejar de tener su huella en la mente de un niño. Y abrigaba la sensación de que Keridil no habría estado nada satisfecho con la constante negativa de Ailind a explicar todos los detalles de su estrategia.

Lo cierto es que el mismo Tirand estaba lejos de sentirse satisfecho con la reserva del señor del Orden, y doblemente puesto que era consciente de que la insatisfacción crecía entre los adeptos y que incluso alcanzaba a miembros del Consejo. Todavía no habían llegado al punto de la oposición directa, y dudaba que llegaran a eso, al menos no los que eran fieles al Orden. Pero, así como no se les ocurriría ni en sueños cuestionar la sabiduría de su dios, no tendrían la misma actitud hacia el Sumo Iniciado. Su posición corría peligro de convertirse en precaria, y, mientras que Keridil Toln sin duda habría sabido cómo hacer frente a semejante situación, Tirand no lo sabía.

Había un factor, sin embargo, que estaba claro en su mente. Sin importar lo que significara, sin importar qué sacrificios personales pudiera verse obligado a hacer en términos de su posición entre los adeptos, ahora no podía echarse atrás. Había jurado lealtad al Orden, y mantendría ese juramento. Cualquier otra cosa le resultaba impensable. Confiaba en Ailind, tenía la certeza de que su confianza era justificada, y era su deber transmitir eso a sus compañeros de todas las maneras de que fuera capaz.

Ya se habían envuelto las últimas pinturas, y una hilera de criados, estudiantes y jóvenes adeptos se llevaron las últimas cargas camino de los almacenes. Tirand los siguió con la vista durante unos instantes. Luego, lanzando una breve mirada por encima de la balaustrada a los preparativos que se llevaban a cabo de manera eficiente y en silencio en la estancia, abandonó la galería.

El gato gris salió al paso de Karuth y Strann cuando abandonaban el comedor después de desayunar. Corrió hacia Karuth, apretó su dura cabecita contra sus piernas a través de la falda, y luego, con un maullido, centró su atención en Strann y se abrió paso entre sus pies ronroneando ruidosamente.

Strann miró rápidamente a Karuth.

—Quiere que lo sigamos.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Sientes su mente?

—No. No es eso. Lo sé, eso es todo. —Vaciló apenas un instante y enseguida añadió—: Creo que nuestro señor Tarod desea vernos. Y no quiere que nadie más lo sepa.

El gato soltó un peculiar maullido, que con un poco de imaginación podría haber sido interpretado como un enfático acuerdo. Luego trotó unos pasos alejándose de ellos y se sentó mirando hacia la escalera principal. Miró fugazmente al piso superior, estiró una pata trasera y comenzó a lamérsela y asearla con toda atención.

La sospecha cedió paso a la certeza en la mente de Strann.

—Nuestra habitación —dijo y, cogiendo a Karuth de la mano, la guió hacia la escalera.

Ella sonrió al advertir el uso de la palabra «nuestra» y lo siguió.

Al entrar en los aposentos de Karuth, encontraron a Tarod sentado en la cama deshecha. Ambos hicieron una reverencia y Karuth comenzó a disculparse por el estado de desorden de la habitación, pero él desestimó sus disculpas con un gesto y una sonrisa.

—Karuth, ¿tengo que repetirte que no soy Ailind? Sentaos los dos. —Eso hicieron, y él prosiguió—: Es importante que nadie más se entere de esta reunión, porque tengo que pediros algo que por su naturaleza sólo nosotros tres debemos conocer. Como ya sabéis, la usurpadora llegará a la Península de la Estrella hoy, en algún momento antes del anochecer. Cuando llegue, tengo trabajo para ambos… y es una tarea que no os resultará fácil.

—Decidlo, mi señor —repuso Karuth—. Tengo la sensación de haber hecho muy poca cosa en los últimos días; si puedo ser útil ahora…

Los ojos de color esmeralda se fijaron en ella con una súbita intensidad que la hizo callar.

—No te precipites, Karuth. Todavía no has escuchado qué quiero de ti. En cuanto a Strann… —Se volvió hacia el bardo—. Strann, esto no te va a gustar; pero, si estás dispuesto a hacerlo, será un gran servicio al Caos. Quiero que, cuando la usurpadora llegue al Castillo, vuelvas a representar tu antiguo papel de mascota.

El rostro de Strann se quedó muy serio.

—Su mascota…

—Sí. El motivo es claro. Necesito una fuente de información cerca de Ygorla, alguien en quien ella confíe, al menos hasta cierto punto, pero que a la vez sea leal al Caos y que me transmita cualquier información que le llegue y que pueda serme útil. Eres el único mortal que cumple con esas condiciones.

Strann se quedó mirando el suelo.

—Oh, no… —murmuró con una voz ahogada e inquietante—. Oh, no…

Karuth le cogió la mano, pero, antes de que pudiera hablar, Tarod intervino.

—Creo que a estas alturas conoces bastante bien nuestra forma de actuar y que sabes que no te obligaré a hacerlo. Podría —por un instante, sus verdes ojos se volvieron mortíferos—, pero no está en la naturaleza del Caos coaccionar a sus seguidores; eso es algo que queda para Aeoris y sus hermanos. Sin embargo, te recuerdo que, según tus propias palabras, estás en deuda con nosotros. Ahora te pido que pagues esa deuda.

Strann alzó la mirada y se encontró con los fríos ojos del señor del Caos. Y se preguntó como, por todos los mundos de la creación, podía haberse engañado ni por un instante pensando que él, o Karuth, o cualquier otro, podían ser algo más que un peón a los ojos de un ser como Tarod. Había visto la verdad en la Isla de Verano, cuando Yandros había respondido a su inepta pero desesperada invocación, y ahora se lo recordaba otra vez el acero inhumano que veía en los ojos del hermano de Yandros.

Podía negarse, igual que podría haberle dicho que no a Yandros en un principio. Era un hombre libre; podía no hacer caso de la deuda, dar la espalda y decir: «No, no participaré en esto». Pero, si lo hacía, entonces ¿qué? Se ganaría el desprecio de los dioses, aunque eso no debería inquietar a un hombre que no era religioso. El Caos no buscaría venganza. Pero…

No se atrevió a mirar a Karuth. Todavía no la conocía lo suficiente para saber qué estaba pensando, pero lo que pensara era importante para él. La amaba. Era un sentimiento extraño e indescriptible, que chocaba tremendamente con todas las despreocupadas costumbres que se habían convertido en sus señas de identidad con el paso de los años, pero era cierto y eso lo tenía atrapado. Quería ser digno de ella. Pero ¿qué valdría más a sus ojos? ¿Hacer lo que Tarod le pedía o negarse a ello por el bien de Karuth?

Volvió a mirar a Tarod. Aquellos ojos verde esmeralda, tan fríos, tan llenos de conocimiento… De manera inconsciente, Strann cerró la mano derecha, y recordó las palabras que le había dicho a Karuth hacía sólo un día o dos. Aunque no le debía nada, el Caos había borrado la crueldad de Ygorla y le había devuelto el sentido de su vida, y sólo por eso ya estaba en deuda con ellos. Por muy estúpido que fuera, por muy tonto que fuera, no podía encogerse de hombros ante tamaña obligación. La forma de hacer justicia del Caos podía ser dura, pero a su manera era justicia. Y eso era muchísimo mejor que las alternativas a las que ahora se enfrentaba.

Se aclaró la garganta. Contrastando con el silencio, el sonido resultó áspero e incongruente. Tarod sonrió tenuemente, y Strann le devolvió la sonrisa, aunque tuvo que hacer un esfuerzo.

—No creo que haga falta que lo diga, mi señor, ¿o sí? Debo de tener una conciencia mucho más desarrollada de lo que jamás pensé… pero sí, haré lo que me pedís. —Hizo una mueca—. O, mejor, lo intentaré. Aunque sólo los dioses saben si tendré éxito.

Tarod se rió con ironía.

—Si los dioses lo supieran, Strann, entonces no tendría por qué pedirte esto. Pero te doy las gracias, como una persona práctica a otra.

De manera tentativa, Strann apretó la mano de Karuth, pero no se produjo ninguna respuesta. Miraba a Tarod y parecía alelada, pero no dijo nada. Al final, cuando Strann ya no pudo resistir más el silencio, dijo:

—Tiene sentido, Karuth. Debes entenderlo. —Karuth siguió sin decir nada, y él añadió—: No correré ningún peligro cierto si ando con mucho ojo, y en eso soy bastante bueno.

Ella sacudió la cabeza violentamente.

—No es eso. Es la idea de… de lo que significará para ti tener que volver a interpretar semejante papel. Después de lo que ella ya te ha hecho… —Su voz se cortó.

Strann se esforzó en sonreír tenuemente.

—Esta vez habrá una gran diferencia. Estaré trabajando activamente en contra suya. Créeme. Eso me proporcionará bastante alivio.

—Pero… —Karuth volvió a sacudir la cabeza. Lo que realmente quería decir era que no podía soportar, de ningún modo, la idea de perder a Strann tan pronto. Habían pasado juntos tan poco tiempo desde el comienzo de su relación, y ahora las circunstancias iban a separarlos una vez más. Pero no podía pronunciar aquellas palabras delante de Tarod. No quería mostrar sin recato sus sentimientos más íntimos delante del señor del Caos. Eran demasiado íntimos.

Pero a Tarod no le hacían falta palabras que le dijeran lo que pensaba, y su expresión se suavizó repentinamente.

—Entiendo tus sentimientos, Karuth —dijo—. Y te compadezco, aunque puede que te resulte difícil creer eso. Recuerda que una vez supe lo que significa ser un humano.

Ella se ruborizó.

—No quería dar a entender…

—Sé que no era tu intención. Pero tenlo en cuenta. Y, aunque la perspectiva no te haga feliz del todo, hay una manera en la que tus dificultades pueden ayudar a nuestra causa.

—No acabo de comprenderos, mi señor.

Tarod alzó sus oscuras cejas.

—Estoy seguro de que no tengo ni que decirte que tu relación con Strann no ha pasado inadvertida en el Castillo. Cuando parezca que él cambia de bando, aquellos que te rodean creerán que te ha abandonado a cambio de los beneficios que obtendrá regresando al servicio de la usurpadora, y que su afecto no era más que un engaño para distraerse hasta la llegada de su verdadera dueña. Creo que despertarás mucha compasión.

Karuth lo miró, entrecerrando los ojos como si sufriera un súbito dolor.

—¿Queréis decir que con la compasión podría llegar también una recuperación del afecto de mi hermano… y también de su confianza?

—Exactamente.

—Entonces ¿también queréis decir que —vaciló, casi a punto de llorar, pero se recobró con un tremendo esfuerzo—… que no puedo decirle la verdad a nadie?

La mirada de Tarod era compasiva, pero movió la cabeza.

—No. Ni siquiera puede confiarse en la Matriarca, aunque es una mujer excelente y honorable y sé que ambas sois buenas amigas. Es esencial que nadie más se entere, Karuth; el menor atisbo de engaño podría poner en peligro a Strann.

Tenía razón; sabía que tenía razón y no podía discutir. Pero quedarse tan aislada con su secreto, tan sola… Karuth reprimió las lágrimas que, sin desearlas ni llamarlas, pugnaban por anegarle los ojos; entonces el breve ataque de autocompasión cedió paso al enfado. ¡No tenía ningún derecho a quejarse de su situación! Era Strann quien, con mucho, tendría que afrontar lo peor, Strann era quien debería sacrificar todo el honor, toda la dignidad, toda la estima… y sería la vida de Strann la que estaría en constante peligro. Disgustada consigo misma, volvió a parpadear, rápidamente, y enderezó la espalda.

—Os comprendo, mi señor. —Su voz tenía la rigidez del forzado autocontrol—. Cumpliré con mi papel. Si Strann está dispuesto a hacer lo que le pedís, entonces yo no puedo hacer menos.

Tarod sonrió con suavidad.

—Gracias.

Durante unos segundos reinó el silencio. Luego, Strann se aclaró la garganta.

—Mi señor, según lo que acabáis de decir… —Sus garzos ojos pidieron perdón a Karuth por devolver la discusión a un nivel prosaico en semejante momento—. Si es esencial que todos crean que mi deserción es auténtica, entonces nos enfrentamos a un problema. El señor Ailind sabe la verdad; de hecho, cuando llegué aquí, fue él quien convenció al Sumo Iniciado de que mi historia no era un invento concebido por Ygorla para engañar al Círculo. Cuando parezca que regreso a su lado de buena gana, sabrá que algo va mal.

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