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Authors: Agatha Christie

La puerta del destino (16 page)

BOOK: La puerta del destino
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—Mary Jordan haría una memoria que contendría sus hallazgos. Alguien abrió, quizá, su carta...

—¿Qué carta? —preguntó Tommy.

—La que escribió a la persona con quién tenía que ponerse en contacto.

—Ya.

—¿Crees que sería su padre, su abuelo, algún pariente?

—A mí me parece que no —declaró Tommy—. Me parece que las cosas no se desarrollaron así. Es posible que la elección del apellido Jordan fuese obra de ella, o que sus superiores pensaran que resultara adecuado por no haber conexión con nada. También puede ser que lo utilizara en el transcurso de otro trabajo que hubiese estado llevando a cabo para nosotros.

—¿En calidad de qué se presentaría aquí, Tommy?

—¡Oh! No lo sé...

—Veo que tendremos que empezar por el principio de nuevo, querido... Mary Jordan se presentó aquí, y descubrió algo, que trasladó a otra persona o que silenció, de momento. Quiero decir que es posible que no escribiera ninguna carta. Puede ser que fuera a Londres, pasando su informe. Digamos que se entrevistó con alguien en
Regent's Park
. estudiemos otra cuestión... La gente es aficionada a esconder cosas en los huecos que a veces ofrecen los troncos de los árboles. ¿Tú crees que ellos realmente procedieron así? A mí se me antoja muy improbable. El procedimiento es más válido entre personas que sostienen relaciones amorosas y recurren a ocultar sus misivas en tales sitios.

—Yo me atrevería a decir que esas cartas constituirían una especie de código que adoptara la apariencia de misivas amorosas.

—Esa idea tuya es magnífica —dijo Tuppence—. Sin embargo, yo supongo que... ¡Oh, querido! ¡Han pasado tantos años! ¡Qué difícil resulta ir a parar a alguna parte! Cuantos más detalles averiguamos menos avanzamos. Pero no abandonaremos la partida, ¿verdad?, Tommy?

—Estoy convencido de que no —contestó Tommy, suspirando.

—¿Quisieras que lo dejáramos todo? —inquirió Tuppence.

—Más bien sí. Por lo que he podido ver hasta ahora...

—Bueno, yo es que no acierto a verte apartándote de este rastro. De otro lado, te costaría mucho trabajo lograr que yo me diera por vencida. Y aun complaciéndote, inevitablemente, seguiría pensando en este asunto, sintiéndome muy preocupada. Creo que llegaría a no poder comer, a no poder dormir.

—La verdad es que no sabemos de dónde arranca este asunto. Nos hallamos ante un caso de espionaje. Se trata de una labor de espionaje desarrollada por el enemigo con determinadas miras, algunas de las cuales fueron logradas. Pero no sabemos quiénes andaban mezclados en esto. Desde el punto de vista del enemigo. Quiero decir que pudo haber aquí gente que perteneciera a las fuerzas de seguridad, personas que eran unos traidores, pero cuyo papel consistía en aparecer a los ojos de todos como leales servidores del Estado.

—Sí —confirmó Tuppence—. Me inclino por eso. Es muy probable que estés en lo cierto.

—El trabajo de Mary Jordan consistía en establecer contacto con ellos.

¿Con el comandante X?

—Yo diría que sí. O bien con los amigos del comandante X, para tratar de conocer detalles. Pero, al parecer, era necesario que ella se presentase aquí para conseguirlo.

—¿Crees tú que los Parkinson andarían metidos en esto? ¡Vaya! Volvemos de nuevo a ellos... ¿Piensas que los Parkinson se alineaban junto al enemigo?

—Muy improbable se me antoja —contestó Tommy.

—Pues no lo entiendo...

—Yo creo que la casa pudo haber tenido algo que ver en todo —aventuró Tommy.

—¿La casa? Bien. Aquí llegó después otra gente, aquí vivieron otras personas, ¿no?

—Sí, en efecto. Pero no creo que esas personas fueran como... como tú, Tuppence.

—¿Qué quieres darme a entender con eso?

—Eran personas que no se entretenían viendo libros viejos, que no descubrían cosas raras. Se comportaban como las tortugas. Llegaron a esta casa y la habitaron. Me imagino que las habitaciones de la planta superior eran las de los sirvientes. Nadie entraría en esos cuartos, ni por tanto tendría ocasión de ver los libros. Puede ser que en esta casa haya algo escondido. Lo escondería Mary Jordan, quizá. Lo ocultaría en un sitio del cual pudiera retirarlo quien viniera en su busca. También es posible que entregara lo que fuese personalmente, pretextando un desplazamiento a Londres u otra ciudad cualquiera. Sirve para estas cosas una visita al dentista, a un viejo amigo. Esto resulta fácil. Examinemos la otra posibilidad: la que nos lleva a pensar que ese algo desconocido continúa oculto aquí. Yo no creo que sea así. Pero, en definitiva, no lo sabemos con certeza. Alguien teme que podamos encontrarlo o que lo hayamos encontrado, deseando, por tanto, que abandonemos la casa. Ese «alguien» habrá estado buscándolo a lo largo de los años anteriores...

—¡Oh, Tommy! —exclamó Tuppence—. Esa circunstancia hace el enigma más intrigante, ¿no crees?

—Todo se reduce a lo que nosotros hemos estado imaginando, querida.

—No seas aguafiestas, Tommy. Me propongo inspeccionar la casa por dentro y por fuera, ¿sabes?

—¿Qué piensas hacer? ¿Excavar todo el jardín?

—No —dijo Tuppence—. Registraré los armarios, el sótano, todo lo demás. ¡Quién sabe a qué resultados podemos llegar! ¡Oh, Tommy!

—¡Oh, Tuppence! Precisamente cuando nos disponíamos a vivir tranquilamente, de vuelta ya de todo...

—Tampoco los jubilados pueden disfrutar de paz —repuso Tuppence, alegremente—. ¡He aquí otra idea!

—¿A qué idea te refieres?

—Pienso visitar el club de los pensionistas para charlar con ellos. No había pensado en esos hombres y mujeres hasta ahora.

—Por lo que más quieras, Tuppence, se prudente —recomendó Tommy—. Creo que lo más conveniente es que me quede en casa, que no te pierda de vista un momento. Lo malo es que mañana tenía que hacer indagaciones en Londres, de nuevo...

—Yo llevaré a cabo otras aquí —anunció Tuppence.

Capítulo II
-
Tuppence realiza unas investigaciones

—Espero no importunarla así, de pronto —dijo Tuppence—. Pensé que lo mejor era telefonearle primero, por si había salido o andaba ocupada. Con franqueza, si usted tiene algo especial que hacer de momento, yo me voy. No crea que por eso voy a sentirme molesta.

—¡Oh! La verdad es que me encanta verla de nuevo, señora Beresford— afirmó la señora Griffin.

La mujer se recostó en su asiento, instalándose más cómodamente. Y luego, fijó los ojos en el rostro de la esposa de Tommy, cuya expresión era más bien de ansiedad.

—Para mí es un placer ver por aquí gente nueva. Una llega a cansarse de los vecinos habituales, por injusto que esto pueda parecer, así que un nuevo rostro, dos nuevos rostros, constituyen una auténtica satisfacción. De veras. Espero que me honren cualquiera de estas noches sentándose a mi mesa usted y su marido. No sé a qué hora regresa su esposo. Va a Londres casi todos los días, ¿no?

—Sí —contestó Tuppence—. Es usted muy amable. Espero a mi vez que cuando tengamos la casa lista, o medio lista, nos visite. Estoy desolada. No sé cuándo terminaremos, sin embargo. Esto es el cuento de nunca acabar.

—Con las casas pasa siempre lo mismo —declaró la señora Griffin.

La señora Griffin, como Tuppence sabía, gracias a sus fuentes de información habituales, es decir, las mujeres que efectuaban labores de limpieza en la casa, el viejo Isaac, Gwenda, la joven de la oficina de correos, y otras personas semejantes, contaba noventa y cuatro años de edad. La postura erguida que adoptaba corrientemente le permitía sentirse un tanto aliviada de los dolores reumáticos de la espalda, dándole al tiempo el aire de una persona de menos años. A pesar de su arrugado rostro, sus blancos cabellos, retenidos por una cinta de encaje en torno a la cabeza, le hacían evocar a Tuppence el aspecto de varias de sus tías, años atrás. La Señora Griffin usaba unas gafas de cristales bifocales, así como un diminuto aparatito para mejorar su audición, del cual prescindía frecuentemente. Era una mujer a la que se veía siempre alerta, atenta y perfectamente capaz de llegar a los cien años y más.

—¿Qué ha estado haciendo usted últimamente? —inquirió la señora Griffin—. Tengo entendido que ha conseguido liberarse ya de los electricistas. Es lo que Dorothy me contó. Me refiero a la señora Rogers. En otro tiempo trabajó en mi casa como doncella y en la actualidad viene dos veces por semana, para hacer labores de limpieza.

—Gracias a Dios, señora Griffin, pude salirme con la mía —confirmó la señora Beresford ahora—. Me pasaba la vida metiendo los pies en los agujeros que ellos abrían en el pavimento. Después he estado entreteniéndome con diversos quehaceres, entre ellos el examen de unos libros que adquirimos con la casa. Son casi todos relatos destinados a la juventud, obras infantiles entre las cuales hallé varias por las que sentí predilección en mi juventud.

—¡Oh, sí! —exclamó la señora Griffin—. Encuentro lógico que lo haya pasado bien releyendo esos libros. Tal vez haya caído en sus manos
El prisionero de Zenda
, por ejemplo. Es un libro que me cautivó en su día. Un relato romántico. El primer libro romántico que solía ponerse en manos de las chicas. Ya sabe usted que antes no se veía con buenos ojos que las muchachas se aficionaran a la lectura. Mi madre y mi abuela no aprobaron jamás que me dedicara a leer novelas por las mañanas. Ya sabe lo que ocurría entonces. Se nos permitía que leyéramos relatos históricos y otros temas serios. Las novelas se consideraban un simple esparcimiento y la tarde proporcionaba la hora ideal para su lectura.

—Tiene usted razón —dijo Tuppence—. Bueno, el caso es que encontré una buena cantidad de libros conocidos, considerando gustosa la perspectiva de una relectura. Di de nuevo con la señora Molesworth, por ejemplo.

—¿La autora de
La habitación de los tapices
? —inquirió la señora Griffin, rápidamente.

—Exactamente.
La habitación de los tapices
ha figurado siempre entre mis libros predilectos.

—Si he de serle sincera, a mí me ha gustado siempre más
La granja de los cuatro vientos
.

—También estaba ese libro entre otros. Los había, según pude ver, de diversos autores, en el último de los estantes examinados tropecé con algo inesperado. Vi un orificio en la pared, del que saqué una cantidad de papeles, libros rotos en su mayoría. Entre ellos figuraba éste.

Tuppence mostró a su interlocutora el pequeño paquete envuelto en papel marrón que llevaba en la mano.

—Es un libro de nacimientos —explicó—. Como muchos otros que se usaban antes. Encontré en él su nombre: Winifred Morrison. Usted me dijo en otra ocasión que así se llamaba de soltera, ¿no?

—Sí, querida, es verdad.

—Me imaginé que le agradaría verlo. Debe de haber en él muchos nombres para usted familiares...

—Es usted muy amable. Por supuesto que me gustará echarle una ojeada. Cuando se tienen los años que tengo yo cualquier evocación del pasado resulta grata, por el camino que venga. Agradezco muchísimo su atención.

Tuppence alargó a la señora Griffin el libro ofrecido.

—Como ya verá, ofrece un aspecto lamentable.

—En mis tiempos, todas las chicas teníamos nuestro libro de nacimientos. Éste debe ser uno de los últimos de entonces. En el colegio anotábamos nuestros nombres en los de las compañeras, en constantes intercambios.

La señora Griffin abrió el libro, pasando la vista por varias de sus páginas.

—Esto me hace, efectivamente, recordar muchas cosas —murmuró—. Aquí está Helen Gilbert. Y también Daisy Sherfield. Sherfield, sí. Me acuerdo perfectamente de ella. Llevaba no sé qué en la boca. Un «puente», creo que le llaman. Y se lo sacaba a todo momento. Decía a menudo que no podía resistirlo. En esta página veo los nombres de Edie Crone, Margaret Dickson... Sí. Las dos tenían una letra preciosa. Las chicas de ahora apenas saben escribir. Me cuesta trabajo leer las cartas de mis sobrinas. Producen escritos que son auténticos jeroglíficos. Hay que adivinar las palabras. Mollie Short... Esta muchacha tartamudeaba... ¡Ya lo creo que hace recordar cosas esto!

—Yo pienso que deben ser pocas aquellas de sus amigas que hoy... —Tuppence guardó silencio al llegar aquí, dándose cuenta de que iba a decir algo que la revelaría como carente de tacto.

—Ya sé lo que está pensando, amiga mía: que la mayor parte de ellas deben haber muerto. Bien. No anda equivocada... Todavía viven algunas, sin embargo. Aquí no, desde luego. Muchas de mis amigas se casaron, instalando sus hogares en un sitio u otro, conforme a sus circunstancias personales. Algunas, incluso, se fueron al extranjero... Sé de dos que viven en Northumberland. Sí. Este libro me parece muy interesante.

—¿No quedaba por aquí entonces ningún Parkinson? —preguntó Tuppence—. No he visto ese apellido estampado en ninguna página.

—No. El libro data de una fecha posterior a la época de los Parkinson. ¿Tiene usted interés en saber algo acerca de ellos, señora Beresford?

—Pues sí... Simple curiosidad, ¿sabe? No hay nada más... —dijo Tuppence—. Es que después de examinar los libros que encontré en casa me sentí interesada por un chico llamado Alexander Parkinson. Posteriormente, en una visita que hice al cementerio el otro día, vi su tumba. Esto y el hecho de que muriera tan joven me hicieron pensar en él una vez más.

—Fue una pena su desaparición —declaró la señora Griffin—. Era un muchacho muy inteligente y todos le habían augurado un brillante futuro. No padecía ninguna enfermedad... Fue todo obra de una cosa que comió indebidamente en el curso de una merienda en el campo, me parece. Es lo que la señora Henderson me explicó al menos. Ella recuerda muchas cosas de los Parkinson.

—¿La señora Henderson? —preguntó Tuppence, mirando a su interlocutora con viveza.

—Usted no la conoce, por lo que veo. Vive en una residencia para ancianos llamada «Meadowside», que queda a dieciocho o veinte kilómetros de aquí. Debería ir a verla. Le podrá contar muchas cosas sobre la casa en que usted habita ahora. «Swallow's Nest» se denominaba entonces... Ahora se llama de otro modo, ¿verdad?

—Sí: «Los Laureles».

—La señora Henderson es mayor que yo. Era la hija más joven de una familia muy numerosa. Fue ama de llaves, en otro tiempo. Más tarde, creo que fue señora de compañía de la señora Beddingfield, dueña de «Swallow Nest», es decir, «Los Laureles». Añadiré que es muy aficionada a hablar del pasado. No deje de ir a verla.

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