La puerta oscura. Requiem (17 page)

Read La puerta oscura. Requiem Online

Authors: David Lozano Garbala

BOOK: La puerta oscura. Requiem
10.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

La aludida bajó la cabeza; contra esa acusación no tenía argumentos que ofrecer.

—Piensa en lo que habría supuesto para nosotros si te hubiera mordido —insistió la vidente en su recriminación—. No puedes dejarte llevar por el romanticismo. ¿Acaso no ves lo que está sufriendo vuestro amigo? Esto no es un juego.

—Lo siento —se disculpó Michelle, aunque sus ojos no se habían desprendido de cierto matiz desafiante—. No nos puedes pedir tan pronto que solo veamos en él a un monstruo.

—¡Pero es que lo es, Michelle! —saltó Daphne.

—Aún no —repuso la chica, terca—. Tú misma acabas de aceptarlo.

La vidente lanzó un sonoro suspiro. Disputas dentro del grupo era lo último que necesitaban.

—Solo te pido que pienses en una cosa —concluyó—. Con esa actitud tuya no ayudas a Jules, aunque lo parezca. Imagina cómo se habría sentido tu amigo si recupera la conciencia humana al llegar el día y se da cuenta de que te ha herido.

Michelle tampoco supo qué replicar en esta ocasión. Se limitó a asentir, ceñuda.

—Al menos, el revulsivo de tu encuentro —aportó entonces Marcel, mirando a la chica— habrá mitigado sus apetencias asesinas. No creo que esta noche se atreva a nuevas incursiones en terreno civilizado.

—Algo es algo —Daphne adoptaba ahora un talante conciliador; lo único que pretendía era advertir a Michelle y consideró que ella había captado el mensaje—. ¿Y de Pascal sabemos algo?

—De momento no tenemos noticias —comunicó Edouard—. No ha dado señales de vida.

—A partir de ahora habrá que extremar la atención —señaló la bruja—. Por fuerza tiene que encontrarse cerca de la Colmena… salvo que haya ocurrido algo.

Edouard no lo creyó.

—Su hubiera sucedido algo, entonces sí nos habríamos enterado.

Todos estuvieron de acuerdo en interpretar la ausencia de noticias como algo positivo. Todavía quedaba demasiado camino como para ir descartando los planteamientos esperanzadores.

—¿Y ahora qué? —preguntó Michelle, inquieta como siempre.

Daphne observó los rostros agotados de todos.

—Los viejos dormimos poco —explicó—. Yo me quedaré haciendo guardia junto a la Puerta Oscura, aunque, en realidad, una comunicación de Pascal interrumpiría mis sueños. Los demás debéis dormir unas horas.

—Pero… —Michelle, que no podía olvidar el quebrantado rostro de Jules a escasos centímetros del suyo, su mirada atrapada en la prisión de su propio cuerpo, no parecía muy convencida con aquella recomendación.

—Daphne tiene razón —apoyó Marcel—. Hemos comprobado que es demasiado peligroso buscar a vuestro amigo por la noche, así que hasta que amanezca hemos de interrumpir el rastreo. Es preferible que recuperéis fuerzas, y así seremos más eficaces durante el día.

El sábado se aproximaba con la engañosa parsimonia de lo cotidiano. ¿Qué estaría sucediendo en el Más Allá?

* * *

Seis horas habían transcurrido desde que abandonaran la zona de los desfiladeros. El paisaje a su alrededor había ido cambiando mientras tanto, y la planicie estéril salpicada de matorrales espinosos había dado paso a un escenario muy distinto: una turbia zona de algo parecido a manglares secos, cuyos restos se inclinaban hacia burbujeantes masas de lodo que se repartían caprichosamente por toda el área, como si bajo los pies de los caminantes que osaban visitar la región presionara una inmensa masa de aguas pútridas que iba reventando la superficie por todos los rincones.

—Las ciénagas —comunicó Pascal a su amigo, deteniéndose para recuperar el aliento—. Y una nueva oscuridad.

Dominique, alzando la mirada, confirmó aquel dato añadido. Después, mientras Pascal aprovechaba para curarse las ampollas sobre la última zona de tierra firme, él se dedicó a estudiar con detenimiento las inmediaciones. Tal como había imaginado, todo lo que se ofrecía ante sus ojos mostraba un aspecto repugnante: los tramos de suelo de apariencia más sólida emergían agrietados, lomos desnudos que el panorama hostil convertía en improvisados puentes que superaban los lodazales. La atmósfera allí era casi irrespirable, contaminada por las emanaciones tóxicas que removían la superficie opaca de las ciénagas.

—Evita respirar cerca de ellas —las señaló el Viajero desde la distancia—. Esos vapores son veneno.

Dominique asintió sin ningún esfuerzo; por su parte, no tenía ninguna intención de aproximarse más de lo imprescindible a esos inmundos charcos rezumantes de cieno.

—Algo me dice —comentó, irónico— que esto no es lo peor, ¿verdad?

Pascal sonrió todo lo que le permitió su agotamiento.

—¿No recuerdas lo que os conté? El monstruo que me atacó desde el agua…

Dominique puso cara de espanto.

—¡Es verdad! ¿Por qué todas las criaturas malignas tienen que ser tan feas?

Pascal, a pesar de captar el tono retórico de aquel interrogante, intentó aventurar una respuesta.

—Tal vez sea mejor así.

—¿Tú crees?

—Sí. De esa manera, el Mal es más reconocible —justificó—. Casi es peor un peligro que no se ve venir.

Dominique arqueó las cejas, sorprendido ante la lúcida ocurrencia.

—En eso tienes razón, vaya.

Entre los pensamientos de Pascal, se abrió paso entonces la recreación de su reciente episodio con la engañosa llamada de las sirenas. ¿Cómo serían ellas? Su voz era tan seductora que parecía imposible que pudiera proceder de un ser monstruoso. Quizá constituían la única especie hermosa de la tierra oscura.

—Vamos allá, Dominique —avisó el Viajero, poniéndose en pie—. Pero manteniéndonos alejados todo lo posible de las ciénagas.

—De momento parece que hay suficiente tierra firme para esquivarlas bien.

—De momento. Pero para llegar hasta la Colmena tendremos que cruzar algún paso estrecho entre ellas; será inevitable.

—Ya me extrañaba que algo fuera fácil…

A Pascal le hicieron gracia aquellas palabras, una impresión expresada en voz alta que él también sintió en su primer viaje.

—Cuando nos encontremos en esas situaciones, tendrás que avanzar pegado a mí. La daga debería bastar para ahuyentar a la bestia acuática.

—De acuerdo.

—En marcha.

Pascal dedicó unos segundos a estudiar la retaguardia; antes de introducirse entre las ciénagas, quería confirmar que nadie los seguía, pues, una vez en ese territorio, la necesidad de mantenerse fuera del alcance de las aguas los volvería más vulnerables. Pascal terminó pronto su inspección visual. Nada ni nadie se vislumbraba en el horizonte inexistente de la noche.

—¿Preparado? —se dirigió a Dominique, ya con la daga desenvainada.

—Preparado.

El chico, de pie con las piernas abiertas, atenazaba el mango del hacha con una convicción más aparente que real. Pascal no se cansaba de observarle, tan autónomo, tan libre, fuera de las limitaciones que imponía una silla de ruedas. Le palmeó la espalda, y ambos iniciaron un sinuoso avance en fila india hacia delante.

Al principio, todo fue bien. Bajo la fiel comprobación de la piedra transparente, lograban trazar intrincadas rutas que sorteaban los lodazales en su camino a la zona volcánica donde se erigía la Colmena de Kronos. Incluso en medio de aquella trayectoria bastante segura, llegaban hasta ellos sonidos inquietantes: chapoteos fugaces, misteriosas ondas sobre la superficie líquida de las charcas, algún gemido que se elevaba, furtivo, desde la maleza seca.

No estaban solos; ambos se habían dado cuenta, aunque preferían fingir que no ocurría nada. El único síntoma que revelaba su creciente nerviosismo era la aceleración de sus propias zancadas. No corrían, pero casi.

Pascal y Dominique se sentían observados a través de los brotes de espesura muerta que se alzaban delatando la proximidad del agua infecta. El Viajero sabía, de hecho, que alguna de aquellas criaturas dotadas de grandes tentáculos ya los habría detectado y a buen seguro los estaba siguiendo, aguardando la mejor ocasión para atacar. El auténtico cazador suele exhibir una asombrosa paciencia.

Pero ellos continuaban sin hacer comentarios, sintiendo en sus sudorosas manos el tacto tranquilizador de las empuñaduras de sus armas. Un silencio trémulo que se vio interrumpido con la llegada de uno de aquellos temidos pasos que apenas permitían esquivar la masa líquida de los cenagales.

—Sabía que nos encontraríamos con un cruce así —susurró Pascal, sin perder de vista la superficie sucia del agua—. Ya sucedió la otra vez. Ni siquiera un espíritu errante pudo evitarlo.

Pascal se apresuró a apartar de su mente el recuerdo de Beatrice; ahora necesitaba de toda su concentración. Cada nueva prueba a la que se enfrentaban suponía mantener la misma apuesta: todo o nada.

Además, en caso de decidir asumir el riesgo de recrearse en un recuerdo, tuvo claro que lo dedicaría a su familia… y a Michelle.

Los dos se aproximaron hasta el mismo comienzo de la fangosa laguna, vigilantes.

—La superficie está quieta —señaló Dominique, esperanzado—. No parece que se oculte nada debajo.

Los ojos del Viajero se alzaron levemente, llegando hasta el final del estrecho camino que partía en dos la masa líquida.

—Son bastantes metros —opinó—. Los suficientes como para que algo surja de repente y nos pille en medio.

Dominique recorrió con la mirada las proximidades.

—Todo parece muy tranquilo —insistió, deseoso de una buena noticia, de una perspectiva luminosa.

—Por eso mismo —concluyó Pascal con una solemnidad extraña en él—. Por eso mismo sé que hay algo ahí abajo, y nos está esperando.

Dominique no se atrevió a decir nada más, y se limitó a aguardar.

«Eso que acecha bajo el agua intuye que nosotros no podemos esperar», se dijo Pascal. «Por eso no tiene prisa en mostrarse. Sabe que somos nosotros los que nos vamos a precipitar hacia él como inocentes víctimas. Aunque en eso último se equivoca», concluyó el Viajero, notando cómo la intensidad de las vibraciones de su daga iba ganando en potencia. «No somos tan ingenuos, y desde luego no estamos dispuestos a convertirnos en víctimas».

* * *

Michelle se giró por enésima vez sobre el colchón, incapaz de conciliar el sueño a pesar del cansancio. Rindiéndose a su inoportuno desvelo, abrió por fin los ojos; sobre ella, el techo de piedra de una de aquellas reducidas estancias que Marcel había habilitado cerca del sótano, también por debajo del nivel de la calle, para alojarlos. En la contigua a la suya descansaba Mathieu, y en la de enfrente, Edouard. Un completo silencio reinaba en el palacio. Un silencio blindado, protector, que acentuaba la impresión hostil de esa intemperie a la que se estaría enfrentando Jules en soledad.

Michelle no lograba quitarse a su amigo de la cabeza.

Aunque, una vez más, Jules no era el único asunto que monopolizaba sus reflexiones. La mente de la chica bailaba de él a Pascal, de Pascal a él. Las razones que dirigían sus pensamientos a cada uno eran bien distintas: en el caso de su amigo gótico, se trataba de un irrefrenable temor a perder a otro de sus mejores compañeros cuando todavía no habían asumido la muerte de Dominique. Además, ni siquiera se trataba de un fin natural, lo que recrudecía el dolor de aquella posibilidad; el peor de los desenlaces condenaría a Jules a una perpetua no-muerte, le arrancaría de la vida impidiéndole al mismo tiempo el descanso eterno. ¿Acaso podía concebirse un destino más angustioso, más desprovisto de toda esperanza?

En relación con Pascal, que también arriesgaba su vida en esa nueva aventura, la índole de los pensamientos de Michelle se perdía por derroteros más íntimos. Necesitaba verle. Conforme ella se percataba de los auténticos elementos que configuraban una situación crítica, crítica de verdad, de las que ponían en juego la existencia, iba logrando relativizar otros problemas que, en su momento, le habían parecido de una gravedad imperdonable.

Aun así seguía enfadada con Pascal, claro. La había engañado, había despreciado sus sentimientos en un doble juego. La figura volátil de Beatrice se interponía a pesar de su ausencia definitiva. Y es que su presencia continuaba aleteando en el ambiente, como el olor a pólvora tras una detonación.

Hay recuerdos que hacen daño.

Beatrice era en aquel momento más fantasma que nunca, pero no por ello su fugaz intromisión en el mundo de los vivos había dejado de distorsionar la realidad, dificultando el cauce lógico de los acontecimientos. Eso era lo que tenían que superar Pascal y Michelle.

¿Estaba ella dispuesta a aquel esfuerzo? ¿Empezaba a estarlo?

Incluso la confesión de Pascal, al no ser espontánea sino forzada por las circunstancias, perdía su valor como estímulo para una hipotética reconciliación. Michelle se daba cuenta de todo eso; precisamente por esa razón tenía que ser ella quien diera el primer paso, si así lo decidía.

Porque sus sentimientos hacia él no habían cambiado. Michelle lo tuvo que reconocer, a regañadientes. Una podía enfadarse, incluso condenar una incipiente relación. Pero lo que estaba más allá de cualquier aspiración de control eran los sentimientos. Nadie podía decidir cuándo liberarse de un sentimiento. Este se iría si tenía que irse; y si no, no se iría.

El corazón de Michelle seguía latiendo por Pascal, y la intensidad de sus emociones iba erosionando poco a poco la rígida postura de la chica. Si continuaba en esa línea, no tardaría en estar dispuesta a perdonar.

Pascal y Jules, Jules y Pascal. Ambos muy importantes para ella, sobre todo tras la irreparable pérdida de Dominique. Ninguno estaba presente ahora en su verdadero mundo: en aquella apuesta en la que se hallaban inmersos, ella podía perderlo todo. La vida resultaba irónica.

Cambió de postura sobre el lecho. Mientras lo hacía, se descubrió odiando la Puerta Oscura.

* * *

Ya habían dado varios pasos, salvada la profusa vegetación muerta que se arremolinaba rodeando las charcas, introduciéndose al comienzo de aquel estrecho paso que superaba a escasa altura la masa de agua corrompida. Tal como habían acordado, Dominique no se separaba de la espalda de Pascal, e incluso se fijaba en el punto exacto donde el Viajero colocaba cada pie al avanzar, pues un resbalón accidental lo precipitaría sin remedio a las ciénagas.

Intuyó que para no salir nunca más.

Dominique no quiso ni imaginarse sumergido en ese líquido infecto, envuelto en el fango y los escurridizos cuerpos de las criaturas espantosas que, sin duda, debían de acechar bajo la turbia superficie de aquellos lodazales que parecían respirar a través de su burbujeante actividad.

Other books

The Club by Yvette Hines
To Dream of Love by M. C. Beaton
Meridian Six by Jaye Wells
The Notorious Widow by Allison Lane
The Resisters by Eric Nylund