La puerta oscura. Requiem (18 page)

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Authors: David Lozano Garbala

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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Pompas pestilentes que hinchaban la superficie pantanosa y estallaban proyectando hacia la atmósfera inerte, entre salpicaduras, sus emanaciones tóxicas.

—Procura respirar lo más lejos posible del agua —susurró Pascal, sin dejar de mirar hacia el angosto corredor sólido que continuaba ante él, decidiendo la ubicación de su próxima zancada—. Aunque solo sea por suavizar el olor…

Contra todo pronóstico, a su alrededor el panorama no había perdido su serenidad pastosa, apenas interrumpida por leves sonidos de cambiante localización que, sin embargo, no dejaban de resultar amenazadores.

Por eso Pascal no reducía su nivel de alerta. Había aprendido a desconfiar de aquella calma que siempre presagiaba la inminencia de algo mucho peor. Era un clima de paz tan precario que se volvía postizo, traicionero.

Un clima apacible que ocultaba el acre sabor de una amenaza invisible.

Todavía tendrían margen suficiente para dar la vuelta, retroceder y escapar, en caso de la brusca aparición de un peligro. Pascal era consciente de que esa era la única razón por la que la tranquilidad se mantenía.

Pero a cada paso que los adentraba en las ciénagas, aquella suerte de salvoconducto que contenía la ferocidad hambrienta de las fieras invisibles iba perdiendo su poder.

Siguieron avanzando, Pascal atento a la distancia que los separaba del final de esa trampa y a la superficie líquida que los rodeaba. Tras él, en completo silencio, Dominique reprimía su miedo y su repugnancia, vigilando de reojo, a su vez, la zona que iban superando.

Un chapoteo próximo rompió la quietud imperante, haciendo añicos aquel ambiente de parálisis en el paisaje. La tregua había terminado; Pascal lo supo, incluso sin llegar a ver lo que acababa de provocar el ruido. Alzó la daga, que relampagueó con destellos verdosos inyectándole sus vibraciones energéticas. Esta vez, el monstruo no lo pillaría por sorpresa.

—Ya está aquí —murmuró a su amigo, girándose hacia todos los lados.

Dominique había palidecido; el ruido sobre el agua había sido tan contundente que por fuerza lo tenía que haber provocado un cuerpo grande, voluminoso. ¿Qué se escondía bajo aquellas ciénagas? Levantó el hacha, con una convicción que no terminaba de adquirir la suficiente solidez.

Con la muerte no acababa el miedo; todavía podía percibirlo recorriendo sus venas vacías.

Un tentáculo armado de una boca en su extremo salió del agua como una exhalación, desde una distancia de tres metros, con la precisa velocidad de un proyectil dirigido contra Dominique. Pero Pascal ya lo esperaba: cubrió con el cuerpo a su amigo y, de una estocada, cercenó aquella correosa extremidad que se abalanzaba sobre ellos. La boca del tentáculo cayó al cenagal, supurando un líquido viscoso.

Se oyó un cavernoso bramido procedente de las aguas estancadas, que ahora empezaron a agitarse de forma furiosa mientras iba emergiendo una gigantesca criatura, similar a un pulpo, cuya cabeza, cubierta de cieno, mostraba unas sobrecogedoras fauces dentadas. Los ojillos del ser, de una candente tonalidad rojiza, no se apartaban de los chicos.

¿Habría reconocido al Viajero como el causante de otras heridas recientes?

—¡Vamos, deprisa! —Pascal agarró a Dominique, que procuraba sobreponerse a aquella escena, y lo empujó con él hacia delante.

El chico, hipnotizado ante ese horror, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para obedecer. Por fin, el instinto de supervivencia —qué ironía que no se perdiese con la muerte— se activó en él y fue capaz de reaccionar.

La fiera, mientras tanto, se movía en el agua con una insospechada agilidad. Se deslizó entre el fango, adelantándolos y cortándoles el paso desde el borde del terreno.

Ellos se detuvieron ante esa inesperada maniobra; ahora no había otro modo de eludir aquel arriesgado encuentro que retroceder.

—No podemos hacerlo —dijo Pascal sosteniendo la mirada rabiosa, sangrienta, de la criatura que los aguardaba más adelante—. La única forma de alcanzar la Colmena de Kronos es por aquí. No hay otro camino.

Dominique suspiró.

—Estoy contigo.

Poco a poco, paso a paso, se fueron aproximando al ser que desde su orilla bloqueaba el avance hacia el final de aquel paso. Nuevos tentáculos cayeron sobre ellos cuando estuvieron al alcance. Pascal se dejaba llevar por los impulsos de la daga, que despertaba con toda su potencia al percibir la cercanía del ser maligno y mutilaba sin piedad.

El monstruo aullaba, cada vez más enfebrecido en su arrebato depredador.

Una de las extremidades esquivó la lluvia de estocadas y se lanzó con su boca abierta contra Dominique. Pero este, blandiendo el hacha con sus fuertes brazos, logró asestar un buen corte al tentáculo, que se retiró al instante.

A pesar de la carnicería, la criatura no se retiraba, reacia a perder el suculento banquete que suponían aquellas dos presas. Los chicos, sin embargo, no se arredraron ante esa presencia descomunal, cuya fiereza agitaba las aguas a su alrededor. Prosiguieron en su avance sin alterar su mutismo impresionado, tras el escudo protector que suponía la barrera de cuchilladas con que la daga del Viajero continuaba masacrando el aire ante ellos.

Llegó un momento en que se alzó frente a los muchachos, a su alcance, el cuerpo hinchado y furioso del monstruo, medio oculto tras el baile iracundo de sus miembros mutilados y de otros tentáculos todavía intactos e igual de ansiosos. Dominique se detuvo ante aquella progresión del peligro, pero Pascal no lo pensó dos veces y se lanzó entre la amalgama de apéndices.

Dominique le gritó, intentó detenerle, pero fue en vano. El Viajero ya se encontraba envuelto en una danza mortal, girando sobre sí mismo, una estela de fulgor verde que avanzaba entre la podredumbre sembrando un rastro de salpicaduras espesas y miembros amputados. Aquel osado movimiento pilló desprevenida a la bestia, que, incapaz de detener el ataque, no tuvo tiempo de apartar de él sus puntos vitales.

Pascal alcanzó su grotesco abdomen y, sin pensarlo, introdujo la daga hasta la empuñadura, para volver a sacarla y, esta vez, empotrarla entre los ojillos rojos del monstruo.

La bestia aulló, víctima de un dolor abrasador que quemaba sus entrañas.

Pascal también gritaba.

Se volvió hacia Dominique. El rostro, embadurnado por completo, al igual que su cuerpo, de sudor, fluidos y vísceras, hubiera sido irreconocible de no ser por la subyugante intensidad de sus ojos grises.

Dominique vio en ellos al Viajero. Se acercó esquivando el cuerpo muerto de la bestia, medio sumergido en el fango. Y en esos ojos, en su propio reflejo dentro de las pupilas de su amigo, se sintió protegido.

Capítulo 11

Pascal despertó, abrió los ojos de forma súbita mientras un gesto de culpabilidad se asomaba a su rostro aún cansado.

—¿Cuánto he dormido? —preguntó mirando a Dominique.

—Solo cuatro horas, tranquilo.

Su amigo había mantenido durante todo ese tiempo una actitud cautelosa, no había descuidado ni un instante el control sobre los alrededores, la región a la que los había conducido el paso por las ciénagas y varias horas más de camino. Se trataba de un territorio aún más desértico que el anterior, que ofrecía un invariable paisaje desnudo de suelo pedregoso y seco. Dentro de los límites de la tierra de los condenados, era sin duda la zona que generaba un mayor silencio; el escenario más muerto. Quizá por eso, sin embargo, resultaba menos amenazador: la impresión de vacío superaba en fuerza a la posibilidad de apariciones hostiles.

Sobre sus cabezas, de nuevo la oscuridad ganaba en hermetismo, en opacidad. Incluso las escasas sombras que se engendraban en medio de un escenario tan inhóspito aumentaban su densidad hasta simular relieves que se alargaban hacia el infinito de aquel horizonte neutro.

—No sé siquiera si nos podíamos permitir este descanso —comentó Pascal, bostezando, al tiempo que se ponía en pie.

Antes de echarse a dormir, se había limpiado los vestigios de la lucha con la bestia de la ciénaga, y ahora al menos exhibía un aspecto menos fiero y sucio.

—Ya lo creo que sí. ¿De qué nos servirá llegar pronto a nuestro destino, si cuando suceda no tienes fuerzas para enfrentarte a los obstáculos? Has hecho bien en descansar. Recuerda que sigues… vivo.

El Viajero tuvo que asentir; la argumentación de Dominique era de una solidez incuestionable.

—¿Te llevo la mochila un rato? —se ofreció el otro chico.

—No, gracias.

Pascal contempló la planicie desértica a su alrededor, que correspondía a la amplia llanura que coronaba aquel inmenso risco montañoso cuyo extremo, a gran distancia, caía en cortado sobre el océano de negrura infinita.

En el punto donde se encontraban, no obstante, esa marea oscura había logrado llegar, estirándose en jirones vaporosos que escapaban del acantilado que ejercía de frontera kilómetros más allá. Aquel extraño fenómeno, al modo de un estuario de tinieblas, provocaba amplias áreas cubiertas de una espesa bruma, entre las que se dibujaban elevados perfiles puntiagudos de cumbres quebradas. La inconfundible silueta de los cráteres.

—Volcanes —comunicó Pascal—. Según me dijo Beatrice la primera vez que estuvimos aquí, este sector sufre frecuentes erupciones, que se activan con mucha rapidez. Con mi sueño ya hemos abusado de la suerte; tenemos que ponernos en marcha antes de que surjan más problemas.

Dominique escrutaba entre la niebla confirmando la información facilitada por su amigo. De repente sintió una poderosa urgencia de superar aquel tramo del camino; porque una cosa era combatir con criaturas —aunque fuesen de aspecto tan desagradable como los carroñeros—, y otra muy distinta, enfrentarse a la ira de la naturaleza. No imaginó cómo podía el Viajero alzarse sobre ríos de lava ardiente o esquivar nubes tóxicas. Deseó no verse obligado a averiguarlo.

—¿Y falta mucho para llegar a la Colmena? —quiso saber.

Pascal le miró, y en su semblante inquieto Dominique advirtió una leve excitación.

—Muy poco. Lo que ocurre es que el terreno va ascendiendo y la oculta en parte. Además, nos impide la visión aquel bloque de niebla —Pascal señalaba tras consultar la orientación con su piedra transparente—. Por eso decidí que nos detuviéramos aquí —se volvió hacia su amigo—. Dominique, estamos llegando. Por fin.

—Joder. Reconozco que tengo ganas de ver algo tan increíble. Cuando nos hablaste de ella la primera vez, me pareció una pasada. Un laberinto de viajes en el tiempo…

Pascal asintió.

—Ten en cuenta que no se trata de viajes pacíficos —señaló, sin ocultar su preocupación, repitiendo las palabras del conde de Polignac—, sino de escalas en infiernos creados por el hombre. Es una ruta por las peores épocas de la historia, aquellos momentos en los que el ser humano ha caído más bajo. Será peligroso.

—¿A qué nos enfrentaremos, exactamente?

Los dos habían empezado ya a caminar, sin abandonar su actitud vigilante. No olvidaban que el riesgo de ataques no desaparecía jamás en aquellas tierras olvidadas.

—Yo, como vivo —empezó a explicar Pascal—, puedo morir en cualquiera de esas épocas, lo que me sentenciaría a la región de los condenados. Tú no, claro.

Dominique arqueó una ceja.

—Pero algún riesgo voy a correr, seguro.

Pascal sonrió ante la cara poco convencida de su amigo.

—Si incumplimos el plazo máximo de veinticuatro horas en un mismo momento histórico —reconoció—, los dos quedaremos atrapados para siempre en la Colmena. «Convertidos en unos apatridas del tiempo» —parafraseó de nuevo a Polignac.

—Lo que se supone que le ocurrió a Lena Lambert —dedujo Dominique—, si te entendí bien cuando me lo explicaste.

—Eso es. Pero hay algo más.

—Lo imaginaba… Seguro que es malo.

—Vuelves a acertar. Por la Colmena de Kronos se mueven también criaturas malignas, que pueden camuflarse entre las personas que protagonizan cada episodio histórico. Esos seres sí son capaces de reconocernos, y si nos encuentran nos atacarán. En caso de que acaben con nosotros…

El Viajero no terminaba la frase, negándose a plantear el terrible desenlace que eso suponía.

—¿Qué sucederá entonces, Pascal?

El Viajero suspiró.

—Que nuestras almas serían arrancadas de la Colmena y trasladadas a otro nivel de la región de los condenados… a perpetuidad.

—Te agradezco la franqueza. Ya que he decidido acompañarte, necesito saber qué me estoy jugando.

—La respuesta es fácil: todo.

Dominique se quedó pensativo unos segundos junto a Pascal en ese rápido caminar que los iba conduciendo en directo a la zona de más densa bruma de aquel paisaje.

—A lo mejor podemos pasar desapercibidos si nos adaptamos a cada época… —aventuró—. Mathieu nos puede ayudar en eso.

El Viajero descartó la hipótesis, pronunciada en tono de ruego.

—Tú no cuentas con la invisibilidad de Beatrice en la Colmena porque no eres un espíritu errante, y me temo que yo tampoco pasaré inadvertido. Los condenados a esa modalidad de padecimiento, que al no poder salir de Kronos soportan la eternidad aterrizando de horror en horror, están tan muertos como tú. Así que un vivo llama la atención en ese entorno. Toda la gente con la que vamos a encontrarnos en la Colmena, o son recreaciones, o almas condenadas. Yo no puedo… mimetizarme entre ellos.

Dominique afiló todavía más la mirada, síntoma de que su aguda mente seguía trabajando.

—Pero eso mismo le habrá ocurrido a la bisabuela de Jules durante todos estos años…

—¿Y…?

—Que entonces no tenemos garantías de que continúe en la Colmena de Kronos. Ella misma ha podido morir en alguna de las épocas, o ser capturada por espíritus malignos.

Pascal estuvo de acuerdo.

—Desde el principio, en el mundo de los vivos, hemos sido conscientes de eso. Pero no había otra alternativa para intentar salvar a Jules —meneó la cabeza hacia los lados—. Estoy descubriendo que los grandes desafíos se caracterizan por la absoluta falta de garantías.

—Son apuestas.

—Sí.

Dominique recuperó su semblante concentrado. Ambos se sumergían ya en la niebla, cuyo seno resultaba menos compacto de lo que aparentaba desde la distancia.

—¿Y si Lena no está, entonces, en la Colmena? —preguntó, escudriñando la pastosa nubosidad que los envolvía—. Podemos pasarnos siglos siguiendo su rastro para nada…

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