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Authors: Paulo Coelho

La quinta montaña (8 page)

BOOK: La quinta montaña
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Todos los pueblos compartían la misma creencia: si las familias ungidas por los dioses se alejaran del poder, las consecuencias serían graves. Nadie se acordaba ya de por qué estas familias habían sido escogidas, pero todos sabían que estaban emparentadas con las familias divinas. Akbar ya existía desde hacía centenares de años, y siempre había sido administrada por los antepasados del actual gobernador; había sido invadida muchas veces, ya había estado en manos de opresores y bárbaros pero, con el transcurso del tiempo, los invasores partían o eran expulsados. Entonces el antiguo orden se restablecía y los hombres volvían su vida de antes.

La obligación de los sacerdotes era preservar este orden: el mundo poseía un destino y era gobernado por leyes. El tiempo de intentar entender los dioses ya había pasado; ahora era la época de respetarlos y hacer todo lo que querían. Eran caprichosos y se irritaban con facilidad.

Si no se cumplieran los rituales de la cosecha, la tierra no daría frutos; si algunos sacrificios se olvidaran, la ciudad sería infestada con enfermedades mortales; si el dios del Tiempo fuese otra vez provocado, podía hacer que el trigo y los hombres dejasen de crecer.

—Contempla la Quinta Montaña —dijo al comandante—. Desde su cima, los dioses gobiernan el valle y nos protegen. Ellos tienen un plan eterno para Akbar. El extranjero será muerto o regresará a su tierra, el gobernador desaparecerá algún día y su hijo será más sabio que él; lo que vivimos ahora es pasajero.

—Necesitamos un nuevo jefe —dijo el comandante—. Si continuamos en manos de este gobernador, seremos destruidos.

El sacerdote sabía que era esto lo que los dioses querían para acabar con la amenaza de la escritura de Biblios. Pero no dijo nada; se alegró de constatar una vez más que los gobernantes siempre cumplían (queriéndolo o no) el destino del Universo.

Elías paseó por la ciudad, explicó sus planes de paz al gobernador y fue nombrado su auxiliar. Cuando llegaron al centro de la plaza, nuevos enfermos se aproximaron. Pero él les dijo que los dioses de la Quinta Montaña le habían prohibido hacer curaciones. Al atardecer volvió a casa de la viuda; el niño jugaba en medio de la calle y le agradeció por haber sido instrumento de un milagro del Señor.

Ella lo esperaba para cenar. Para su sorpresa, había una botella de vino sobre la mesa.

—La gente trajo regalos para agradarte —dijo ella—. Y yo quiero pedirte perdón por mi injusticia.

—¿Qué injusticia? —se admiró Elías—. ¿No ves que todo forma parte de los designios de Dios? La viuda sonrió, sus ojos brillaron y él pudo observar lo bonita que era. Tendría por lo menos diez años más que él, pero le suscitaba una profunda ternura. No estaba acostumbrado a estos sentimientos, y tuvo miedo. Se acordó de los ojos de Jezabel y del pedido que había hecho al salir del palacio de Ajab: que le gustaría casarse con una mujer del Líbano.

—Aunque mi vida haya sido inútil, por lo menos tuve un hijo. Y su historia será recordada porque volvió del reino de los muertos —dijo la mujer.

—Tu vida no es inútil. Yo vine a Akbar por orden del Señor y tú me albergaste. Si la historia de tu hijo ha de ser recordada algún día, estoy seguro de que la tuya también lo será.

La mujer llenó las dos copas. Ambos brindaron al sol que se escondía y a las estrellas del cielo.

—Viniste de un país distante, siguiendo las señales de un Dios que yo no conocía, pero que ahora ha pasado a ser mi Señor. Mi hijo también volvió de una tierra lejana y tendrá una bella historia para contar a sus nietos. Los sacerdotes recogerán sus palabras y pasarán a las generaciones por venir.

Era a través de la memoria de los sacerdotes como las ciudades conocían su pasado, sus conquistas, los dioses antiguos, los guerreros que defendieron la tierra con su sangre. Incluso aunque ahora existiesen nuevas maneras de registrar el pasado, la memoria de los sacerdotes era en lo único que los habitantes de Akbar confiaban. Todo el mundo puede escribir lo que quiera; pero nadie consigue recordar cosas que nunca existieron.

—Y yo, ¿qué tengo para contar? —continuó la mujer llenando la copa que Elías había vaciado rápidamente—. No tengo la fuerza o la belleza de Jezabel. Mi vida es como las otras; el casamiento concertado por los padres cuando era niña, las tareas domésticas cuando me hice adulta, el culto en los días sagrados, el marido siempre ocupado en otras cosas. Mientras vivió, jamás conversamos sobre nada importante. Él vivía preocupado por sus negocios, yo cuidaba de la casa, y así pasamos los mejores años de nuestras vidas.

»Después de su muerte, sólo me quedó la miseria y la educación de mi hijo. Cuando crezca, cruzará los mares y yo ya no seré importante para nadie. No tengo odio ni resentimiento, simplemente conciencia de mi inutilidad.

Elías llenó otra vez la copa. Su corazón empezaba a alarmarse; le gustaba estar al lado de aquella mujer. El amor podía ser una experiencia más temible que estar ante un soldado de Ajab con una flecha apuntándole al corazón. Si la flecha lo alcanzaba, él moriría, y el resto quedaría a cargo de Dios; pero si el amor lo hería, él mismo tendría que asumir las consecuencias.

«¡Deseé tanto el amor en mi vida!», pensó. Y, sin embargo, ahora que lo tenía delante (porque sin duda estaba allí, todo lo que tenía que hacer era no huir de él) su única idea era olvidarlo lo más pronto posible.

Su pensamiento volvió al día en que había llegado a Akbar, después de su exilio en el Querite. Estaba tan cansado y sediento que no conseguía recordar nada, excepto el momento en que se había recuperado de su desmayo y la vio vertiendo gotas de agua en sus labios. Su rostro estaba próximo al de ella, tan próximo como jamás estuviera el de cualquier otra mujer en toda su vida. Se había dado cuenta de que ella tenía los mismos ojos verdes de Jezabel, sólo que con un brillo diferente, como si pudieran reflejar los cedros, el océano con el que tanto había soñado y no conocía y (¿cómo era posible?) su propia alma.

«Me gustaría tanto decírselo —pensó—, pero no sé cómo. Es más fácil hablar del amor de Dios.»

Elías bebió un poco más. Ella se dio cuenta de que había dicho algo que no le había gustado, y decidió cambiar de tema.

—¿Subiste a la Quinta Montaña? —preguntó.

Él asintió con la cabeza.

Le hubiera gustado preguntarle qué vio allá arriba y cómo consiguió salvarse del fuego de los cielos. Pero él parecía no sentirse cómodo.

«Es un profeta. Lee mi corazón», pensó.

Desde que el israelita entrara en su vida, todo había cambiado. Hasta la pobreza era más fácil de sobrellevar, porque aquel extranjero había despertado en ella algo que nunca había conocido: el amor. Cuando su hijo enfermó, había luchado contra todo el vecindario para que él continuara en la casa.

Sabía que, para él, el Señor era más importante que todo lo que sucediera bajo el cielo. Tenía conciencia de que era un sueño imposible, pues el hombre que tenía enfrente podía irse en aquel mismo momento, derramar la sangre de Jezabel y no volver jamás para contar lo sucedido.

Aun así, continuaría amándolo porque, por primera vez en su vida, tenía conciencia de lo que era la libertad. Podía amarlo aunque él jamás lo supiera; no necesitaba su permiso para extrañarlo, pensar en él el día entero, esperarlo para cenar y preocuparse por lo que se podría estar tramando en contra de él. Esto era la libertad: sentir lo que su corazón deseaba, independientemente de la opinión de los otros. Ya había luchado con los amigos y vecinos en defensa de la presencia del extranjero en su casa; no necesitaba luchar contra sí misma.

Elías bebió un poco de vino, pidió disculpas y se fue a su cuarto. Ella salió, se alegró al ver a su hijo jugando frente a la casa y decidió dar un breve paseo.

Era libre, porque el amor libera.

Elías permaneció mucho tiempo contemplando la pared de su habitación. Finalmente, decidió invocar a su ángel.

—Mi alma corre peligro —dijo.

El ángel mantuvo silencio. Elías dudó en seguir la conversación, pero ahora ya era tarde: no podía invocarlo sin motivo...

—Cuando estoy ante esta mujer, no me siento bien.

—Es al contrario —respondió el ángel—, y eso te molesta. Porque podrías llegar a amarla.

Elías sintió vergüenza, porque el ángel conocía su alma.

—El amor es peligroso —dijo.

—Mucho —respondió el ángel—. ¿Y qué?

A continuación, desapareció.

Su ángel no tenía las dudas que atormentaban su alma. Sí, él conocía el amor: había visto al rey de Israel abandonar al Señor porque Jezabel, una princesa de Sidón, había conquistado su corazón. La tradición contaba que el rey Salomón perdió su trono por causa de una mujer extranjera. El rey David había enviado a uno de sus mejores amigos a la muerte porque se había enamorado de su esposa. Por causa de Dalila, Sansón fue apresado y los filisteos cegaron sus ojos...

¿Cómo que no conocía el amor? La historia estaba llena de ejemplos trágicos. Y aunque no conociera las escrituras sagradas, tenía el ejemplo de sus amigos —y de los amigos de sus amigos— perdidos en largas noches de espera y sufrimiento. Si hubiera tenido una mujer en Israel, difícilmente habría dejado la ciudad cuando su Señor se lo ordenó y ahora estaría muerto.

«Estoy librando un combate inútil —pensó—. El amor ganará esta batalla, y yo la amaté por el resto de mis días. Señor, envíame de vuelta a Israel para que yo jamás tenga que decir a esta mujer lo que siento. Porque ella no me ama, y me dirá que su corazón fue enterrado junto con el cuerpo de su heroico marido.»

Al día siguiente, Elías volvió a encontrarse con cl comandante, y supo que se habían montado algunas tiendas más.

—¿Cuál es la proporción actual de guerreros? —pregunto.

—No doy informaciones a un enemigo de Jezabel.

—Soy consejero del gobernador —respondió Elías—. Me nombró su asistente ayer por la tarde, fuiste informado del nombramiento y, por lo tanto, debes responderme.

El comandante sintió deseos de acabar con la vida del extranjero.

—Los asirios cuentan con dos soldados por cada uno de los nuestros —terminó diciendo.

Elías sabía que el enemigo necesitaba una fuerza muy superior.

—Nos estamos aproximando al momento ideal para iniciar las conversaciones de paz —dijo—. Ellos entenderán que estamos siendo generosos y conseguiremos las mejores condiciones. Cualquier general sabe que para conquistar una ciudad se necesitan cinco invasores por cada defensor.

—Pronto llegarán a ese número si no atacamos ahora.

—Aun con toda la línea de abastecimiento, no tendrán agua suficiente para tantos hombres. Y el momento de enviar a nuestros embajadores habrá llegado.

—¿Qué momento es ése?

—Vamos a dejar que el número de guerreros asirios aumente un poco más. Cuando la situación se vuelva insoportable, ellos se verán forzados a atacar, pero, en la proporción de tres o cuatro por cada uno de los nuestros, saben que terminarán derrotados. Y entonces será cuando nuestros emisarios vayan a ofrecer la paz, el libre tránsito y la venta de agua. Ésta es la idea del gobernador.

El comandante no dijo nada, y dejó que el extranjero se fuera.

Incluso con Elías muerto, el gobernador podía insistir en aquella idea. Se juró a sí mismo que, si la situación llegaba a ese punto, mataría al gobernador y después se suicidaría, porque no quería ver la furia de los dioses.

Entretanto, por nada del mundo permitiría que su pueblo fuese traicionado por dinero.

—¡Llévame de regreso a la tierra de Israel, Señor! —clamaba Elías todas las tardes, caminando por el valle—. ¡No dejes que mi corazón quede prisionero en Akbar!

Siguiendo una costumbre de los profetas que conocía desde su niñez, comenzó a flagelarse con un látigo siempre que pensaba en la viuda. La espalda le quedó en carne viva y durante dos días deliró de fiebre. Cuando se despertó, lo primero que vio fue el rostro de la mujer. Había estado cuidando sus heridas, cubriéndolas con ungüentos y aceite de oliva. Como estaba demasiado débil para bajar hasta la sala, ella le subía los alimentos a la habitación.

Cuando se curó, volvió a caminar por el valle.

—¡Llévame de regreso a la tierra de Israel, Señor! —insistía—. ¡Mi corazón ya está preso en Akbar, pero mi cuerpo aún puede seguir viaje!

El ángel apareció. No era el ángel del Señor, el que viera en lo alto de la montaña, sino el que lo guardaba, a cuya voz ya estaba acostumbrado:

—El Señor escucha las plegarias de los que piden para olvidar el odio. Pero está sordo para los que quieren huir del amor.

Los tres cenaban juntos todas las noches. Conforme el Señor había prometido, jamás faltó harina en la olla ni aceite en la vasija.

Raramente conversaban durante las comidas. Cierta noche, no obstante, el niño preguntó:

—¿Qué es un profeta?

—Alguien que continúa escuchando las mismas voces que oía en la infancia. Y cree en ellas. De esta manera, puede saber lo que piensan los ángeles.

—Sí, ya sé de qué estás hablando —dijo el niño—. Tengo amigos que nadie más ve.

—No los olvides nunca, aunque los adultos te digan que son tonterías. Así siempre sabrás lo que Dios quiere.

—Y conoceré el futuro, como los adivinos de Babilonia —añadió el muchacho.

—Los profetas no conocen el futuro. Solamente transmiten las palabras que el Señor les inspira en el momento presente. Por eso estoy aquí, sin saber cuándo volveré a mi país. Él no me lo dirá antes de que sea necesario.

Los ojos de la mujer se entristecieron. Sí, un día él partiría.

Elías ya no clamaba al Señor. Había decidido que, cuando llegara el momento de dejar Akbar, llevaría consigo a la viuda y su hijo. No comentaría nada hasta que llegara la hora.

Podía ser que ella no deseara irse. Podía ser que no se hubiera dado cuenta de lo que sentía por ella, ya que él mismo había tardado en comprenderlo. Si esto sucediera, sería mejor, pues podría dedicarse enteramente a la expulsión de Jezabel y a la reconstrucción de Israel. Su mente estaría demasiado ocupada para pensar en el amor.

«El Señor es mi pastor —se dijo, recordando una vieja oración hecha por el rey David—. Refresca mi alma y llévame junto a las aguas reposantes.»

«Y no me dejará perder el sentido de mi vida», concluyó con sus propias palabras.

Cierta tarde llegó a la casa más pronto que de costumbre y encontró a la viuda sentada en el umbral.

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