Authors: Paulo Coelho
Volvieron a circular rumores de una nueva invasión asiria, por lo que las murallas de Akbar fueron reconstruidas. Se desarrolló un nuevo sistema de defensa, con centinelas y guarniciones espaciados regularmente entre Tiro y Akbar. Así, en caso de que se hubiera cercado una de las ciudades, la otra podía desplazar sus ejércitos por tierra y asegurar la entrada de alimentos por el mar.
La región prosperaba ostensiblemente. El nuevo gobernador israelita había desarrollado un riguroso sistema de controles de tasas y de mercaderías basado en la escritura. Los ancianos de Akbar se hacían cargo de todo, utilizaban nuevas técnicas de fiscalización y resolvían pacientemente los problemas que surgían.
Las mujeres dividían su tiempo entre la labranza de los campos y el tejido en los telares. Durante el período de aislamiento, para recuperar el poco tejido que había quedado, se habían visto obligadas a crear nuevos padrones de bordados. Cuando los primeros mercaderes llegaron a la ciudad, quedaron encantados con los diseños e hicieron varios encargos.
Los niños habían aprendido la escritura de Biblos, pues Elías estaba seguro de que les podría ser de utilidad en el futuro.
Como siempre acostumbraba hacer antes de la cosecha, él paseaba por el campo aquella tarde, agradeciendo al Señor las innumerables bendiciones que había recibido durante estos años. Vio a los hombres y mujeres pasar con los cestos cargados de granos, los niños jugando a su alrededor. Los saludó con la mano y fue retribuido.
Con una sonrisa en el rostro se dirigió hacia la piedra donde, tanto tiempo atrás, había recibido
una tablilla de barro con la palabra «amor». Solía visitar todos los días aquel lugar para presenciar la puesta de sol y recordar cada instante que habían pasado juntos.
Y vino la palabra del Señor a Elías el tercer año, diciendo:
«Ve, preséntate ante Ajab (marido de Jezabel) porque daré lluvia a la tierra».
En la piedra donde estaba sentado, Elías vio al mundo sacudirse en torno de él. El cielo se volvió negro por un instante, pero en seguida el sol volvió a brillar.
Vio la luz. Un ángel del Señor estaba frente a él.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Elías, asustado—. ¿Dios ha perdonado a Israel?
—No —respondió el ángel—. Él quiere que tú vuelvas para liberar a tu pueblo. Tu lucha con Él está terminada y, en este momento, Él te ha bendecido. Te ha dado permiso para continuar Su trabajo en esta tierra.
Elías estaba aturdido.
¿Pero ahora, justamente, cuando mi corazón había vuelto a encontrar la paz?
—Recuerda la lección que ya te fue enseñada una vez —dijo el ángel—. Y recuerda las palabras que el Señor dirigió a Moisés:
«Recuerda el camino por el cual el Señor te guió, para humillarte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón.
»Para que no suceda que después de haber comido y estar harto, después de haber edificado buenas casas y habitado en ellas, después de haberse multiplicado tu ganado y tu rebaño, eleves tu corazón y te olvides del Señor tu Dios.»
Elías se dirigió al ángel:
—¿Y Akbar? —preguntó.
—Puede vivir sin ti, porque dejaste un heredero. Sobrevivirá por mucho tiempo.
Y el ángel del Señor desapareció.
Elías y el niño llegaron al pie de la Quinta Montaña. La vegetación había crecido entre las piedras de los altares; desde la muerte del sacerdote, nadie aparecía por allí.
—Vamos a subir —dijo.
—Está prohibido.
—Sí, está prohibido. Pero eso no quiere decir que sea peligroso.
Lo tomó de la mano y empezaron a caminar en dirección a la cumbre. De vez en cuando se detenían y contemplaban el valle allí abajo; la ausencia de lluvia había dejado marcas en todo el paisaje y, con excepción de los campos cultivados en torno de Akbar, el resto parecía un desierto tan duro como los de las tierras de Egipto.
—Escuché a mis amigos decir que los asirios volverán —dijo el chico.
—Es posible, pero valió la pena lo que hicimos; fue la manera que Dios escogió para enseñarnos.
—No sé si Él se preocupa mucho por nosotros —dijo el chico—. No necesitaba haber sido tan duro.
—Debe de haber intentado otras maneras, hasta descubrir que no lo escuchábamos. Estábamos demasiado acostumbrados a nuestras vidas, y ya no leíamos Sus palabras.
—¿Dónde están escritas?
—En el mundo que te rodea. Basta prestar atención a lo que sucede en tu vida y descubrirás, en cualquier momento del día, dónde esconde Él Sus palabras y Su voluntad. Procura cumplir lo que te pide; ésta es la única razón de tu estancia en este mundo.
—Si lo descubro, lo escribiré en las tablillas de barro.
—Hazlo si quieres. Pero más importante es que las escribas en tu corazón; allí ellas no podrán ser quemadas ni destruidas, y tú las llevarás dondequiera que vayas.
Continuaron caminando hasta que las nubes estuvieron muy próximas.
—No quiero entrar allí —dijo el niño, señalándolas.
—No te harán daño. Son sólo nubes. Ven conmigo.
Lo tomó de la mano y subieron. Poco a poco fueron entrando en la neblina; el niño se abrazó a él y, aunque de vez en cuando Elías procuraba conversar, no decía una palabra. Caminaron por las rocas desnudas de la cumbre.
—¡Volvamos! —pidió el chico.
Elías resolvió no insistir; aquel muchacho ya había atravesado muchas dificultades y miedos en su corta existencia. Hizo lo que le pedía, salieron de la neblina y volvieron a ver el valle allá abajo.
—Un día, busca en la biblioteca de Akbar lo que yo dejé escrito para ti. Se llama
El Manual del guerrero de la Luz.
—Soy un guerrero de la Luz —respondió el niño.
—¿Recuerdas mi nombre? —preguntó Elías.
—Liberación.
—Siéntate aquí a mi lado —dijo Elías señalando una roca—. No puedo olvidar mi nombre. Tengo que continuar mí tarea, aunque en este momento todo lo que deseo es estar a tu lado. Fue por esto que Akbar fue reconstruida; para enseñarnos que es necesario seguir adelante, no importa lo difícil que pueda parecernos.
—Te vas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó, sorprendido.
—Lo escribí en una tablilla, anoche. Algo me lo dijo: puede haber sido mamá, o un ángel. Pero yo lo sentía en mi corazón.
Elías le acarició la cabeza.
—Has sabido leer la voluntad de Dios —dijo contento—. Entonces no necesito explicarte nada.
—Lo que leí fue la tristeza de tus ojos. No fue difícil. Otros amigos míos también la percibieron.
—Esta tristeza que leísteis en mis ojos es parte de mi historia, pero una parte pequeña, que durará sólo algunos días. Mañana, cuando parta en dirección a Jerusalén, ya no tendrá tanta fuerza como antes y, poco a poco, acabará desapareciendo. Las tristezas no se quedan para siempre, cuando caminamos en dirección a lo que siempre deseamos.
—¿Siempre es preciso partir?
—Siempre es preciso saber cuándo se acaba una etapa de la vida. Si insistes en permanecer en ella más allá del tiempo necesario, pierdes la alegría y el sentido del resto. Y te arriesgas a ser reprendido por Dios.
—El Señor es duro.
—Sólo con los elegidos.
Elías contempló Akbar, allá abajo. Sí, Dios a veces podía ser muy duro, pero nunca más allá de la capacidad de cada uno: el niño no sabía que, allí donde estaban sentados, él había recibido la visita de un ángel del Señor, que le había enseñado cómo traerlo de regreso de entre los muertos.
—¿Sentirás mi ausencia? —preguntó.
—Me has dicho que la tristeza desaparece si seguimos adelante —respondió el niño—. Aún falta mucho para dejar a Akbar tan bella como mi madre merece. Ella pasea por sus calles.
—Vuelve a este lugar cuando me necesites. Y mira en dirección a Jerusalén. Yo estaré allí, procurando dar un sentido a mi nombre,
Liberación.
Nuestros corazones están unidos para siempre.
—¿Fue por eso que me trajiste hasta lo alto de la Quinta Montaña? ¿Para que pudiese ver Israel?
—Para que pudieses ver el valle, la ciudad, las otras montañas, las rocas y las nubes. El Señor acostumbraba mandar a sus profetas subir las montañas para conversar con Él. Yo siempre me pregunté por qué lo hacía, y ahora entiendo la respuesta: cuando estamos en lo alto, somos capaces de ver todo pequeño.
»Nuestras glorias y nuestras tristezas dejan de ser importantes. Aquello que conquistamos o perdemos queda abajo. Desde lo alto de la montaña, tú ves cómo el mundo es grande y los horizontes, anchos.
El niño miró a su alrededor. Desde lo alto de la Quinta Montaña él sentía el olor del mar que bañaba las playas de Tiro. Y escuchaba el viento del desierto que soplaba desde Egipto.
—Voy a gobernar Akbar algún día —le dijo a Elías—. Conozco lo que es grande, pero también conozco cada rincón de la ciudad. Sé lo que es preciso cambiar.
—Entonces cámbialo. No dejes que las cosas se queden paradas.
—¿Dios no podía haber elegido una manera mejor de mostrarnos todo esto? Hubo un momento en que pensé que Él era malo.
Elías guardó silencio. Se acordaba de una conversación mantenida, hacía muchos años, con un profeta levita mientras esperaban que los soldados de Jezabel llegasen para matarlos.
—¿Dios puede ser malo? —insistió el niño.
—Dios es Todopoderoso —respondió Elías—. Él todo lo puede, nada le está prohibido, porque, sino, existiría alguien más poderoso y más grande que El para no dejarle hacer ciertas cosas. En este caso, yo preferiría adorar y reverenciar a este alguien más poderoso.
Aguardó algunos instantes para que el chico comprendiese bien el sentido de sus palabras. Después continuó:
—Sin embargo, por causa de su infinito poder, Él escogió hacer solamente el Bien. Si llegamos hasta el final de nuestra historia, veremos que muchas veces el Bien está disfrazado de Mal, pero continúa siendo el Bien, y forma parte del plan que Él creó para la humanidad.
Lo tomó de la mano y retornaron en silencio.
Aquella noche, el niño durmió abrazado a él. Cuando el día comenzó a amanecer, Elías lo separó con mucho cuidado, para no despertarlo.
En seguida se vistió con la única ropa que tenía y salió. Por el camino recogió un trozo de madera que estaba en el suelo y lo usó como cayado. Pensaba no separarse nunca más de él; era el recuerdo de su lucha con Dios, de la destrucción y reconstrucción de Akbar.
Sin mirar hacia atrás, siguió en dirección a Israel.
Cinco años después, Asiria volvió a invadir el país, esta vez con un ejército más profesional y generales más competentes. Toda Fenicia cayó bajo el dominio del conquistador extranjero, salvo Tiro y Sarepta, que sus habitantes conocían como Akbar.
El niño se hizo hombre, gobernó la ciudad y fue considerado un sabio por sus contemporáneos. Murió viejo, rodeado de sus seres queridos, y siempre diciendo que era preciso mantener la ciudad bella y fuerte porque su madre acostumbraba pasear por aquellas calles. A causa del sistema de defensa establecido en conjunto, Tiro y Sarepta sólo fueron ocupadas por el rey asirio Senaquerib en el año 701 a.J.C, casi ciento sesenta años después de los hechos relatados en este libro.
A partir de ahí, sin embargo, las ciudades fenicias nunca más recuperaron su importancia, y pasaron a sufrir una serie de invasiones (los neobabiIonios, los persas, los macedonios, los seléucidas) y, finalmente, Roma. Aun así continuaron existiendo hasta nuestros días porque, según las antiguas tradiciones, el Señor nunca escogía por azar los lugares que deseaba ver habitados. Tiro, Sidón y Biblos aún forman parte del Líbano, que aún continúa siendo un campo de batalla.
Elías retornó a Israel y reunió a los profetas en el monte Carmelo. Allí les pidió que se dividiesen en dos grupos: aquellos que adoraban a Baal y los que creían en el Señor. Siguiendo las instrucciones del ángel, ofreció un novillo al primer grupo, y pidió que invocasen al cielo de manera que su dios pudiese recibirlo.
Cuenta la Biblia:
«Al mediodía, Elías se burlaba de ellos diciendo: “Clamad en altas voces, porque él es dios; puede ser que esté meditando, o viajando, o durmiendo”.
»Y ellos clamaban en altas voces y se herían con cuchillos y lancetas, pero no hubo voz, ni respuesta, ni atención alguna.
»Elías, entonces, cogió a su animal y lo ofreció según las instrucciones del ángel del Señor. En este momento, el fuego del cielo descendió y “consumió el holocausto, la leña, las piedras”. Minutos después una lluvia abundante cayó, acabando con cuatro años de sequía.»
A partir de entonces, estalló una guerra civil. Elías mandó ejecutar a los profetas que habían traicionado al Señor, y Jezabel lo buscaba por todas partes para matarlo. Él, no obstante, se refugió en la parte oeste de la Quinta Montaña, que daba a Israel.
Los sirios invadieron el país y mataron al rey Ajab (marido de la princesa de Tiro) con una flecha disparada por casualidad, que entró por un pliegue de su armadura. Jezabel se refugió en su palacio y, después de algunas revueltas populares, con ascenso y caída de varios gobernantes, terminó siendo capturada. Prefirió tirarse por la ventana antes de entregarse a los hombres enviados para apresarla.
Elías se quedó en la montaña hasta el fin de sus días. Cuenta la Biblia que, cierta tarde, cuando conversaba con Eliseo (el profeta que había nombrado como su sucesor), «un carro de fuego, con caballos de fuego, los separó a uno de otro; y Elías subió a los cielos en un remolino».
Casi ochocientos años después, Jesús invita a Pedro, Santiago y Juan a subir a un monte. Cuenta el evangelista Mateo que «(Jesús) fue transfigurado delante de ellos; su rostro resplandecía como el sol, y sus ropas se tornaron blancas como la luz. Y he aquí que aparecieron Moisés y Elías hablando con él».
Jesús pide a los apóstoles que no cuenten esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de los muertos, pero ellos dicen que esto sólo sucederá cuando Elías retorne.
Mateo (17, 10-13) cuenta el resto de la historia:
»Los discípulos lo interrogaron: “¿Por qué dicen, pues, los escribas, que es necesario que Elías venga primero?”
»Jesús entonces respondió: “En verdad, Elías vendrá y restaurará todas las cosas. Yo os declaro, no obstante, que Elías ya vino, y no lo reconocieron; antes bien, hicieron con él todo cuanto quisieron “.
»Y entonces los discípulos entendieron que hablaba de Juan Bautista.»