La quinta montaña (13 page)

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Authors: Paulo Coelho

BOOK: La quinta montaña
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—Sabes que soy ciego —dijo el ángel— porque mis ojos aún conservan la luz de la gloria del Señor, no consigo ver nada más. Todo lo que puedo percibir es lo que tu corazón me cuenta. Todo lo que puedo ver son las vibraciones de los peligros que te amenazan. No puedo saber lo que está detrás de ti.

—Pues te lo diré: allí está Akbar. Vista a esta hora del día, con el sol de la tarde iluminando su perfil, es hermosa. Me acostumbré a sus calles y murallas, con su pueblo generoso y acogedor. Aunque los habitantes de la ciudad aún vivan presos del comercio y las supersticiones, tienen el corazón tan puro como cualquier otra nación del mundo. Aprendí con ellos muchas cosas que no sabía; a cambio, escuché los lamentos de sus habitantes e, inspirado por Dios, conseguí resolver sus conflictos internos. Muchas veces corrí peligro y siempre alguien me ayudé. ¿Por qué tengo que escoger entre salvar a esta ciudad o redimir a mi pueblo?

—Porque un hombre tiene que escoger —respondió el ángel—. En esto reside su fuerza: en el poder de sus decisiones.

—Es una elección difícil: exige aceptar la muerte de un pueblo para salvar a otro.

—Más difícil aún es definir un camino para sí mismo. Quien no hace una elección, muere a los ojos del Señor, aunque continúe respirando y caminando por las calles.

»Además —continuó el ángel—, nadie muere. La Eternidad está con los brazos abiertos para todas las almas, y cada una continuará su tarea. Hay una razón para todo lo que se encuentra bajo el sol.

Elías volvió a extender sus brazos hacia el cielo:

—Mi pueblo se alejó del Señor por causa de la belleza de una mujer. Fenicia puede ser destruida porque un sacerdote piensa que la escritura es una amenaza de los dioses. ¿Por qué Aquel que creó el mundo prefiere usar la tragedia para escribir el libro del destino?

Los gritos de Elías resonaron por el valle
y
fueron devueltos por el eco a sus oídos.

—No sabes lo que dices —respondió el ángel—. No existe la tragedia, sino lo inevitable. Todo tiene su razón de ser: sólo necesitas saber distinguir lo que es pasajero de lo que es definitivo.

—¿Qué es lo pasajero? —preguntó Elías.

—Lo inevitable.

—¿Y lo definitivo?

—Las lecciones de lo inevitable.

Al decir esto, el ángel se alejó.

Aquella noche, durante la cena, Elías dijo a la mujer y al niño:

—Preparad vuestras cosas. Podemos partir en cualquier momento.

—Hace dos días que no duermes —dijo la mujer—. Un emisario del gobernador estuvo aquí esta tarde; pedía que fueras al palacio. Yo le dije que estabas en el valle y dormirías allí.

—Hiciste bien —respondió él, yendo directo para su cuarto y cayendo en un sueño profundo.

El sonido de los instrumentos musicales lo despertó al día siguiente. Cuando bajó para ver qué pasaba, el niño ya estaba en la puerta.

—¡Mira! —le dijo con los ojos brillantes de excitación—. ¡Es la guerra!

Un batallón de soldados —imponentes en sus atuendos de guerra y armamentos— marchaba en dirección a la puerta Sur de Akbar. Un grupo de músicos los seguía, marcando el paso del batallón con el ritmo de sus tambores.

—Ayer tenías miedo —le dijo Elías.

—No sabía que teníamos tantos soldados. ¡Nuestros guerreros son los mejores!

Dejó al niño y salió a la calle. Necesitaba a toda costa encontrar al gobernador. Los otros habitantes de la ciudad también habían sido despertados por el sonido de los himnos de guerra y estaban hipnotizados: por primera vez en sus vidas asistían al desfile de un batallón organizado, con sus uniformes militares, las lanzas y los escudos reflejando los primeros rayos del sol. El comandante había conseguido realizar un trabajo envidiable; había preparado su ejército sin que nadie se diera cuenta y ahora (éste era el temor de Elías) podía hacer que todos creyeran que la victoria sobre los asirios era posible.

Se abrió camino entre los soldados y consiguió llegar hasta el frente de la columna. Allí, montados a caballo, el comandante y el gobernador encabezaban la marcha.

—¡Tenemos un trato! —dijo Elías corriendo al lado del gobernador—. ¡Puedo hacer un milagro!

El gobernador no le respondió. La guarnición atravesó la montaña y salió hacia el valle.

—¡Sabes que este ejército es una ilusión! —insistió—. Los asirios tienen ventaja de cinco a uno y poseen experiencia de guerra. ¡No dejes que Akbar sea destruida!

—¿Qué es lo que quieres ahora? —preguntó el gobernador sin detener su caballo—. Anoche envié a un emisario a buscarte para hablar y le dijeron que estabas fuera de la ciudad. ¿Qué más podía hacer?

—¡Enfrentar a los asirios en campo abierto es un suicidio, lo sabéis muy bien!

El comandante escuchaba la conversación sin hacer ningún comentario. Ya había discutido su estrategia con el gobernador; el profeta israelita quedaría sorprendido.

Elías corría al lado de los caballos, sin saber exactamente lo que tenía que hacer. La columna de soldados dejó la ciudad y se dirigió al medio del valle.

«¡Ayúdame, Señor! —pensaba él—. Así como detuviste el sol para ayudar a Josué en el combate, detén el tiempo y haz que yo consiga convencer al gobernador de su error.»

Cuando terminó de pensar esto el comandante gritó:

—¡Alto!

«Quizás sea una señal —se dijo Elías—. Tengo que aprovecharla.»

Los soldados formaron dos líneas de combate, como murallas humanas. Los escudos fueron solidamente apoyados en el suelo y las armas apuntaron al frente.

—Crees que estás viendo al ejército de Akbar —dijo el gobernador a Elías.

—Estoy viendo a jóvenes que se ríen de la muerte —fue la respuesta.

—Pues, para que sepas, esto es sólo un batallón. La mayor parte de nuestros hombres están en la ciudad, encima de las murallas. Colocamos calderas de aceite hirviendo listas para ser arrojadas sobre la cabeza de quien intente escalarlas; tenemos alimentos distribuidos por varias casas, evitando que las flechas incendiarias puedan acabar con nuestra comida. Según los cálculos del comandante, podemos resistir cerca de dos meses el sitio de la ciudad. Mientras los asirios se preparaban, nosotros hacíamos lo mismo.

—Nunca me dijisteis nada de esto —dijo Elías.

—Recuerda que, aunque hayas ayudado al pueblo de Akbar, continúas siendo un extranjero, y algunos militares pueden pensar que eres un espía.

—¡Pero tú deseabas la paz!

—La paz continúa siendo posible, incluso después de iniciado el combate. Sólo que entonces negociaremos en condiciones de igualdad.

El gobernador le confié que había enviado mensajeros a Tiro y Sidón dando cuenta del grave peligro en que se hallaban. Había sido difícil para él decidirse a pedir ayuda, pues podían pensar que era incapaz de controlar la situación, pero había decidido finalmente que era la única salida.

El comandante había desarrollado un plan ingenioso: en cuanto comenzara el combate, él volvería a la ciudad para organizar la resistencia. Las tropas que ahora se hallaban en el campo debían matar la mayor cantidad posible de enemigos, y después retirarse a las montañas. Conocían aquel valle mejor que nadie y podían atacar a los asirios en pequeñas escaramuzas, disminuyendo la presión del cerco. Pronto llegaría el socorro y el ejército asirio sería diezmado.

—Podemos resistir hasta sesenta días, pero no será necesario llegar a tanto —aseguró el gobernador a Elías.

—Pero muchos morirán.

—Estamos todos ante la muerte. Y nadie tiene miedo, ni siquiera yo.

El gobernador estaba sorprendido de su propio valor. Nunca había participado en ninguna batalla y, a medida que el combate se aproximaba, había hecho planes para huir de la ciudad. Aquella mañana había combinado con algunos de sus hombres más fieles la mejor manera de batirse en retirada. No podría ir ni a Tiro ni a Sidón, porque lo considerarían un traidor, pero Jezabel lo recibiría, ya que ella necesitaba hombres de confianza a su lado.

No obstante, al pisar el campo de batalla, veía en los ojos de los soldados una enorme alegría, como si hubiesen sido entrenados la vida entera para un objetivo y finalmente el gran momento hubiera llegado.

—El miedo existe hasta el momento en que lo inevitable sucede —le dijo a Elías—. Después, no debemos perder nuestra energía con él.

Elías se sentía confundido. Él también participaba de esa sensación, aun cuando le diese vergüenza reconocerlo. Se acordó del entusiasmo del niño cuando pasaba la tropa.

—Aléjate de aquí —le dijo el gobernador—. Tú eres un extranjero, desarmado, y no necesitas combatir por algo en lo que no crees...

Elías no se movió.

—Vendrán —dijo el comandante—. A ti te tomaron por sorpresa, pero nosotros estamos preparados.

Pero Elías continuó allí.

Escrutaron el horizonte; ni rastros de polvo. El ejército asirio no se movía.

Los soldados de la primera fila sostenían sus lanzas con firmeza, manteniéndolas apuntadas hacia adelante; los arqueros ya tenían las cuerdas semitensadas para enviar sus flechas en cuanto el comandante diese la orden. Algunos hombres golpeaban el aire con la espada para mantener los músculos a punto para actuar.

—Todo está listo —repitió el comandante—. Atacarán.

Elías notó la euforia en su voz. Debía de estar ansioso de que la batalla comenzase: quería luchar y demostrar su bravura. Seguramente estaba imaginándose a los guerreros asirios, los golpes de espada, los gritos y la confusión, y se veía recordado por los sacerdotes fenicios como un ejemplo de eficiencia y coraje.

El gobernador interrumpió sus pensamientos:

—¡No se mueven!

Elías se acordé de lo que había pedido al Señor: que el sol se detuviera en el cielo, como había hecho para Josué. Intentó hablar con su ángel, pero no escuchó su voz.

Poco a poco los lanceros fueron bajando sus armas, los arqueros aflojaron la tensión de los arcos y los hombres guardaron las espadas en la vaina. El sol abrasador del mediodía llegó, y algunos guerreros se desmayaron por el calor; aun así, el destacamento permaneció alerta hasta el final de la tarde.

Cuando el sol se ocultó, los guerreros regresaron a Akbar; parecían desilusionados por haber sobrevivido un día más.

Sólo Elías permaneció en el valle. Caminó sin rumbo durante algún tiempo hasta que vio la luz. El ángel del Señor surgió ante él.

—Dios escuchó tus plegarias —dijo el ángel— y vio el tormento en tu alma.

Elías elevó su mirada al cielo y agradeció las bendiciones.

—El Señor es la fuente de la gloria y del poder. ¡Él detuvo al ejército asirio!

—No —respondió el ángel—. Tú dijiste que Él era quien debía elegir, y Él hizo la elección por ti.

—¡Vámonos! —dijo la mujer a su hijo.

—¡No quiero irme! —respondió el niño—. Estoy orgulloso de los soldados de Akbar.

La madre lo obligó a juntar sus pertenencias.

—Lleva sólo lo que puedas cargar —le dijo.

—Te olvidas de que somos pobres, y bien poca cosa tengo.

Elías subió a su habitación. La contemplé como si fuera la primera y última vez; en seguida bajó y se quedó mirando cómo la viuda guardaba sus tintas.

—Gracias por llevarnos contigo —dijo ella—. Cuando me casé tenía apenas quince años y no sabía cómo era la vida. Nuestras familias habían concertado todo y yo había sido educada desde la infancia para aquel momento y cuidadosamente preparada para ayudar al marido en cualquier circunstancia.

—¿Lo amabas?

—Eduqué mi corazón para eso. Ya que no podía elegir, me convencí a mí misma de que aquel era el mejor camino. Cuando perdí a mi marido, me conformé con los días y las noches iguales, y pedí a los dioses de la Quinta Montaña —en aquella época yo creía en ellos— que me llevasen de este mundo en cuanto mi hijo pudiera vivir solo.

»Fue entonces cuando tú apareciste. Ya te lo dije una vez y lo quiero repetir ahora: a partir de aquel día, pasé a apreciar la belleza del valle, de la silueta oscura de las montañas proyectándose contra el cielo, de la luna que cambia de forma para que el trigo pueda crecer. Muchas noches, mientras tú dormías, yo paseaba por Akbar, escuchaba el llanto de los niños recién nacidos, los cantos de los hombres que habían bebido después del trabajo, los pasos firmes de los centinelas sobre la muralla. ¿Cuántas veces yo va había visto aquel paisaje sin reparar en su belleza? ¿Cuántas veces había mirado al cielo sin notar que era profundo? ¿Cuántas veces había escuchado los ruidos de Akbar a mi alrededor sin percibir que formaban parte de mi vida?

»Volví a sentir unas inmensas ganas de vivir. Tú me mandaste estudiar los caracteres de Biblos, y lo hice. Pensaba solamente en agradarte, pero me entusiasmé con lo que hacía y descubrí que
el sentido de mi vida era el que yo le quisiera dar.

Elías acarició sus cabellos. Era la primera vez que lo hacía.

—¿Por qué no ha sido siempre así? —preguntó ella.

—Porque tenía miedo. Pero hoy, mientras esperaba la batalla, escuché las palabras del gobernador y pensé en ti. El miedo va hasta donde lo inevitable comienza; a partir de ahí, pierde su sentido. Y todo lo que nos queda es la esperanza de haber tomado la decisión adecuada.

—Estoy lista —dijo ella.

—Regresaremos a Israel. El Señor ya me dijo lo que debo hacer y así lo haré. Jezabel será alejada del poder.

Ella no dijo nada. Como todas las mujeres de Fenicia, estaba orgullosa de su princesa. Cuando llegaran allí, intentaría convencerlo de que cambiara de idea.

—Será un viaje muy largo y no tendremos descanso hasta que yo haga lo que Él me pidió —dijo Elías, como si adivinase su pensamiento—. Mientras tanto, tu amor será mi apoyo y, en los momentos en que esté cansado de las batallas en Su nombre, podré descansar en tu regazo.

El niño vino con una pequeña bolsa en los hombros. Elías la agarró y dijo a la mujer:

—Ha llegado la hora. Cuando cruces las calles de Akbar, recuerda cada casa y cada ruido, porque no volverás a verla nunca más.

—Yo nací en Akbar —dijo ella— y la ciudad permanecerá siempre en mi corazón.

El niño escuchó aquello y se prometió a sí mismo que nunca olvidaría las palabras de su madre. Si algún día pudiese volver, vería a la ciudad como si estuviera viendo su rostro.

Ya estaba oscuro cuando el sacerdote llegó a los pies de la Quinta Montaña. Traía en la mano derecha un bastón y cargaba una bolsita en la izquierda.

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