La quinta montaña (15 page)

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Authors: Paulo Coelho

BOOK: La quinta montaña
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Aún atontado, levantó la cabeza: todas las casas del barrio ardían.

—¡Una mujer indefensa e inocente está encerrada allá dentro! ¡Salvadla!

Gritos, corridas, confusión por todas partes. Intentó levantarse pero fue nuevamente derribado.

«¡Señor, Tú puedes hacer lo que quieras conmigo porque dediqué mi vida y mi muerte a Tu causa —rezó Elías—, pero salva a aquella que me acogió!» Alguien lo levantó por los brazos.

—¡Ven a ver! —dijo el oficial asirio que conocía su lengua—. Te lo mereces.

Dos guardias lo sujetaron y lo empujaron en dirección a la puerta. La casa estaba siendo rápidamente devorada por las llamas, y la luz del fuego iluminaba todo alrededor. Llegaban a sus oídos gritos provenientes de todos los rincones: niños llorando, viejos implorando perdón, mujeres desesperadas que buscaban a sus hijos. Pero sólo escuchaba los pedidos de socorro de aquella que lo había acogido.

—¿Qué pasa? ¡Hay una mujer y un niño allí dentro! ¿Por qué nadie los salva? ¿Por qué hacéis esto con ellos?

—Porque ella intentó esconder al gobernador de Akbar.

—¡Yo no soy el gobernador de Akbar! ¡Estáis cometiendo una terrible equivocación!

El oficial asirio lo empujó hasta la puerta. El techo se había derrumbado por causa del incendio y la mujer estaba semienterrada por las ruinas. Elías podía ver apenas su brazo, agitándose desesperadamente. Ella pedía socorro, implorando que no la dejasen ser quemada viva.

—¿Por qué me salváis y hacéis esto con ella? —imploró.

—No vamos a salvarte, sólo queremos que sufras lo máximo posible. Nuestro general murió apedreado y sin honor delante de las murallas de la ciudad. Vino en busca de vida y fue condenado a muerte. Ahora tú tendrás el mismo destino.

Elías luchaba desesperadamente para librarse, pero los guardias lo sacaron de allí. Salieron por las calles de Akbar, en medio de un calor infernal. Los soldados sudaban copiosamente y algunos parecían impresionados por la escena que acababan de ver. Elías se debatía y clamaba contra los cielos, pero tanto los asirios como el Señor permanecían mudos.

Fueron hasta el centro de la plaza. La mayor parte de los edificios de la ciudad estaban ardiendo, y el ruido de las llamas se mezclaba con los gritos de los habitantes de Akbar.

«Suerte que existe la muerte.» ¡Cuántas veces había pensado en eso, desde aquel día en el establo!

Los cadáveres de los guerreros de Akbar, la mayoría de ellos sin uniforme, yacían diseminados por el suelo. Podía ver a personas corriendo en todas direcciones, sin saber adónde estaban yendo, sin saber lo que estaban buscando, movidas únicamente por la necesidad de fingir que estaban haciendo alguna cosa, luchando contra la muerte y la destrucción.

«Por qué hacen esto? —pensaba—. ¿No ven que la ciudad está en manos del enemigo y que no tienen hacia dónde huir?» Todo había sucedido de forma muy rápida. Los asirios se habían aprovechado de la enorme ventaja numérica y habían conseguido salvar a sus guerreros de los combates. Los soldados de Akbar habían sido exterminados casi sin combatir.

Se detuvieron en medio de la plaza. Elías fue colocado de rodillas en el suelo, y le ataron las manos. Ya no escuchaba más los gritos de la mujer; quizás habría muerto rápidamente, sin pasar por la tortura lenta de ser quemada viva. El Señor la tenía entre sus brazos y ella llevaba a su hijo consigo.

Otro grupo de soldados asirios traía a un prisionero con el rostro deformado por los golpes. Aun así, Elías reconoció al comandante.

—¡Viva Akbar! —iba gritando—. ¡Larga vida para Fenicia y sus guerreros que se baten con el enemigo durante el día! ¡Muerte a los cobardes que atacan en la oscuridad!

Apenas tuvo tiempo de completar la frase. La espada de un general asirio descendió, y la cabeza del comandante rodó por el suelo.

«Ahora me toca a mí —se dijo Elías—. La encontraré otra vez en el Paraíso, y pasearemos tomados de la mano.»

En ese momento, un hombre se aproximó y comenzó a discutir con los oficiales. Era un habitante de Akbar que acostumbraba frecuentar las reuniones en la plaza. Recordaba haberlo ayudado a resolver un serio problema con un vecino.

Los asirios discutían, hablaban cada vez más alto y lo señalaban. El hombre se arrodilló, besó los pies de uno de ellos, extendió las manos en dirección a la Quinta Montaña y lloró como una criatura. La furia de los asirios parecía disminuir.

La conversación parecía interminable. El hombre no paraba de implorar y llorar todo el tiempo, señalando a Elías y a la casa donde vivía el gobernador. Los soldados parecían no conformarse con lo que decía.

Finalmente, el oficial que hablaba su lengua se aproximó.

—Nuestro espía —dijo señalando al hombre— afirma que nos equivocamos. Fue él quien nos dio los planos de la ciudad, y podemos confiar en lo que dice. No eres tú a quien queríamos matar.

Lo empujó con el pie y Elías cayó al suelo.

—Dice que irás a Israel, a derrocar a la princesa que usurpó el trono. ¿Es verdad?

Elías no contestó.

—¡Dime si es verdad! —insistió el oficial—, y podrás salir y volver a tu casa a tiempo de salvar a aquella mujer y a su hijo.

—Sí, es verdad —dijo.

Quizás el Señor lo había escuchado y ayudaría a salvarlos.

—Podríamos llevarte cautivo hasta Tiro y Sidón —continuó el oficial——, pero aún tenemos muchas batallas por delante, y tú serías una carga para nosotros. Podríamos exigir un rescate por ti, pero ¿a quién? Eres un extranjero hasta en tu propio país.

El oficial pisó su rostro.

—No tienes ninguna utilidad. No sirves para los enemigos, y no sirves para los amigos. Eres como tu ciudad; no vale la pena dejar parte de nuestro ejército aquí para mantenerla bajo nuestro dominio. Cuando hayamos conquistado la costa, Akbar será nuestra, de cualquier manera.

—Tengo una pregunta —dijo Elías—. Sólo una pregunta.

El oficial lo miró, desconfiado.

—¿Por qué atacasteis de noche? ¿No sabéis que en todas las guerras se lucha durante el día?

—No quebrantamos la ley; no hay tradición que lo prohíba —respondió el oficial—. Y tuvimos mucho tiempo para conocer el terreno. Estabais tan preocupados por vuestras costumbres que os olvidasteis de que las cosas cambian.

Sin añadir nada más, el grupo se alejó. Entonces se aproximó el espía y le desató las manos.

—Me prometí a mí mismo que un día pagaría tu generosidad, y he cumplido mi palabra. Cuando los asirios entraron en el palacio, uno de los siervos informó que aquel a quien buscaban estaba refugiado en casa de la viuda. Mientras ellos iban hasta allí, el verdadero gobernador consiguió escapar.

Elías no prestaba atención. El fuego crepitaba por todas partes y los gritos continuaban.

En medio de la confusión, era posible advertir que un grupo aún mantenía la disciplina; obedeciendo una orden invisible, los asirios se retiraban en silencio.

La batalla de Akbar había terminado.

«Está muerta —se dijo—. No quiero ir allá porque ya está muerta. O se salvó por un milagro y entonces vendrá a buscarme.»

Su corazón, sin embargo, le pedía que se incorporase y fuese hasta la casa donde vivían. Elías luchaba contra sí mismo; no era solamente el amor de una mujer lo que estaba en juego en aquel momento, sino toda su vida, la fe en los designios del Señor, la partida de su ciudad natal, la idea de que tenía encomendada una misión y era capaz de cumplirla...

Miró a su alrededor, buscando una espada para acabar con su vida, pero los asirios se habían llevado todas las armas de Akbar. Pensó en arrojarse a las llamas de las casas que ardían, pero tuvo miedo al dolor.

Por unos instantes permaneció completamente inactivo. Poco a poco fue recobrando la conciencia de la situación en que se encontraba. La mujer y su hijo ya debían de haber partido de esta tierra, pero tenía que sepultarlos de acuerdo con las costumbres; el trabajo para el Señor (existiese Él o no) era su único apoyo en aquel momento. Después de cumplir su deber religioso, se entregaría al dolor y a la duda.

Además, existía la remota posibilidad de que todavía estuvieran vivos. No podía quedarse allí, sin hacer nada.

«No quiero verlos con el rostro quemado y la piel despegada de la carne. Sus almas ya están corriendo libres por los cielos.»

Aun así, comenzó a andar en dirección a la casa, sofocado y confundido por la humareda que no dejaba ver bien el camino. Poco a poco se fue dando cuenta de la situación en la ciudad. Aunque los enemigos ya se hubiesen retirado, el pánico crecía de manera alarmante. Las personas continuaban andando sin rumbo, llorando, pidiendo a los dioses por sus muertos.

Buscó a alguien que pudiese ayudarlo, pero había solamente un hombre a la vista, en total estado de shock: parecía hallarse lejos de allí.

«Es mejor ir directamente y no pedir más ayuda.» Conocía Akbar como si fuese su ciudad natal y consiguió orientarse, a pesar de no reconocer muchos de los lugares por donde estaba acostumbrado a pasar. En la calle escuchaba ahora gritos más coherentes. La gente comenzaba a entender que había sucedido una tragedia y era preciso reaccionar ante ella.

—¡Hay un herido aquí! —decía uno.

—¡Necesitamos más agua! ¡No podremos controlar el fuego! —decía otro.

—¡Ayúdenme! ¡Mi marido está atrapado!

Llegó hasta el lugar donde, muchos meses atrás, había sido recibido y hospedado como un amigo. Una vieja estaba sentada en medio de la calle, casi enfrente de la casa, completamente desnuda. Elías intentó ayudarla, pero recibió un empujón:

—¡Se está muriendo! —gritó la vieja—. ¡Haz algo! ¡Retira esa pared de encima de ella!

Y comenzó a gritar histéricamente. Elías la tomó por los brazos y la empujó lejos, porque el ruido que hacía no le permitía escuchar los gemidos de la mujer. El ambiente a su alrededor era de completa destrucción; el techo y las paredes se habían desplomado, y era difícil saber dónde la había visto exactamente la última vez. Las llamas ya habían disminuido, pero el calor era aún insoportable; atravesé los destrozos que cubrían el suelo y fue hasta el lugar donde antes se encontraba la habitación de la mujer.

A pesar de la confusión que reinaba afuera, consiguió distinguir un gemido. Era su voz.

Instintivamente se sacudió el polvo de las ropas, como si quisiera mejorar su apariencia, y se quedó en silencio, procurando concentrarse. Oyó el crepitar del fuego, el pedido de ayuda de algunos ciudadanos sepultados en las casas vecinas, y tuvo ganas de decirles que se callasen, pues necesitaba saber dónde estaban la mujer y su hijo. Después de mucho tiempo, escuchó de nuevo el ruido; alguien arañaba la madera que estaba bajo sus pies.

Se arrodilló y empezó a cavar como un loco. Removió la tierra, piedras y madera. Finalmente, su mano tocó algo caliente: era sangre.

—No te mueras, por favor —dijo.

—Deja las ruinas encima de mí —escuchó decir a su voz—. No quiero que veas mi rostro. Ve a ayudar a mi hijo.

Él continuó cavando, y la voz repitió:

—Ve a buscar el cuerpo de mi hijo. Por favor, haz lo que te pido.

Elías dejó caer su cabeza sobre el pecho y comenzó a llorar bajito.

—¡No sé dónde está enterrado! —dijo—. ¡Por favor, no me dejes! Necesito que te quedes conmigo. Necesito que me enseñes a amar, mi corazón ya está preparado.

—Antes de que tú llegaras, deseé la muerte durante muchos años. Ella debe de haberme escuchado y ha venido a buscarme.

Ella dio un gemido. Elías se mordió los labios y no dijo nada. Alguien tocó su hombro.

Se dio vuelta asustado y vio al muchacho. Estaba cubierto de polvo y tizne, pero parecía no estar herido.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó.

—Estoy aquí, hijo mío —respondió la voz bajo los escombros.

El niño comenzó a llorar. Elías lo abrazó.

—Estás llorando, hijo mío —dijo la voz, cada vez más débil—. No lo hagas. A tu madre le costó aprender que la vida tenía un sentido; espero haber conseguido enseñártelo a ti. ¿Cómo está nuestra ciudad?

Elías y el niño permanecieron quietos, agarrados el uno al otro.

—Está bien —mintió Elías—. Murieron algunos guerreros, pero los asirios ya se han retirado. Iban tras el gobernador, para vengar la muerte de uno de sus generales.

De nuevo el silencio. Y de nuevo la voz, cada vez más débil.

—Dime que mi ciudad se ha salvado.

—La ciudad está entera. Y tu hijo está bien.

—¿Y tú?

—Yo he sobrevivido.

Sabía que, con estas palabras, estaba liberando su alma y dejándola morir en paz.

—Pide a mi hijo que se arrodille —dijo la mujer después de unos instantes—. Y quiero que me hagas un juramento, en nombre del Señor tu Dios.

—Lo que quieras. Todo lo que quieras.

—Un día tú me dijiste que el Señor estaba en todas partes, y yo te creí. Dijiste que las almas no iban a lo alto de la Quinta Montaña, y también creí en lo que decías. Pero no me explicaste adónde iban.

»He aquí el juramento: vosotros no lloraréis por mí, y cada uno cuidará del otro, hasta que el Señor permita que cada uno siga su camino. A partir de ahora, mi alma se mezcla con todo lo que conocí en esta tierra; yo soy el valle, las montañas que lo rodean, la ciudad, las personas que caminan por sus calles. Yo soy sus heridos y sus mendigos, sus soldados, sus sacerdotes, sus comerciantes, sus nobles. Yo soy el suelo que pisas y el pozo que sacia la sed de todos.

»No lloréis por mí, porque no hay razón para estar triste. A partir de ahora, yo soy Akbar, y la ciudad es hermosa.

El silencio de la muerte llegó, y el viento dejó de soplar. Elías ya no escuchaba más los gritos de afuera, o el fuego crepitando en las casas de al lado; oía solamente el silencio, y casi podía tocarlo, de tan intenso que era.

Entonces Elías apartó al niño, rasgó sus vestiduras y dirigiéndose al cielo gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Señor mi Dios! Por Tu causa salí de Israel, y no pude ofrecerte mi sangre, como hicieron los profetas que allí quedaron. Fui llamado cobarde por mis amigos, y traidor por mis enemigos.

»Por Tu causa comí apenas lo que los cuervos me traían, y crucé el desierto hasta Sarepta, que sus habitantes llamaban Akbar. Guiado por Tus manos encontré una mujer; guiado por Ti, mi corazón aprendió a amarla. En ningún momento, empero, olvidé mi verdadera misión; durante todos los días que pasé aquí siempre estuve listo para partir.

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