Authors: Paulo Coelho
—¡Tiene razón! —gritó alguien del público.
Elías se dio cuenta de su error. El sacerdote estaba jugando con el pueblo mientras que el gobernador intentaba solamente hacer justicia. Intentó aproximarse, pero fue empujado. Uno de los soldados lo retuvo por el brazo.
—Te quedarás aquí. Al fin y al cabo, la idea fue tuya.
Miró hacia atrás: era el comandante, que estaba sonriendo.
—No podemos escuchar ninguna propuesta —continuó el sacerdote, dejando fluir la emoción a través de sus gestos y palabras . Si mostramos que queremos negociar, estaremos demostrando también que tenemos miedo. Y el pueblo de Akbar es valiente; está en condiciones de resistir cualquier invasión.
—Él es un hombre que busca la paz —dijo el gobernador dirigiéndose a la multitud.
Alguien dijo:
—Los mercaderes buscan la paz. Los sacerdotes desean la paz. Los gobernadores administran la paz. Pero un ejército sólo quiere una cosa: ¡guerra!
—¿No veis que conseguimos enfrentar la amenaza religiosa de Israel sin guerra? —gritó el gobernador—. No enviamos ejércitos ni barcos, enviamos a Jezabel. Ahora ellos adoran a Baal sin que hayamos tenido que sacrificar ni a un solo hombre en el frente de batalla.
—¡Ellos no han enviado a una bella mujer, sino a sus guerreros! —gritó el sacerdote, más alto aún.
El pueblo exigía la muerte del asirio. El gobernador sujetó al sacerdote por el brazo.
—¡Siéntate! —le ordenó—. ¡Estás yendo demasiado lejos!
—La idea del juicio fue tuya. O mejor: fue del traidor israelita, que parece dirigir los actos del gobernador de Akbar.
—Después hablaré con él. Ahora necesitamos saber qué quiere realmente el asirio. Durante muchas generaciones, los hombres procuraron imponer su voluntad a través de la fuerza; decían lo que querían, pero no se preocupaban por saber lo que el pueblo pensaba, y todos estos imperios terminaron destruidos. Nuestro pueblo creció porque aprendió a escuchar. Así fue como desarrollamos nuestro comercio: escuchando lo que el otro desea y haciendo lo posible para conseguirlo. El resultado es el lucro.
El sacerdote movió negativamente la cabeza:
—Tus palabras parecen sabias, y éste es el peor de todos los peligros. Si estuvieras diciendo tonterías, sería fácil probar que estabas equivocado. Pero lo que acabas de decir nos conduce a una trampa.
Las personas que estaban en primera fila presenciaban la discusión. Hasta aquel momento, el gobernador siempre había procurado escuchar la opinión del Consejo, y Akbar tenía una reputación excelente, hasta el punto que Tiro y Sidón ya habían enviado emisarios para ver cómo era administrada. Su nombre ya había llegado a oídos del emperador y, con un poco de suerte, podría acabar sus días como ministro de la corte.
Hoy, su autoridad había sido desafiada en público. Si no se imponía perdería el respeto del pueblo, y ya no sería capaz de tomar decisiones importantes porque nadie le obedecería.
—¡Continúa! —le dijo al prisionero, ignorando la mirada furiosa del sacerdote y exigiendo que el intérprete tradujese su pregunta.
—Vine a proponer un trato —dijo el asirio—. Vosotros nos dejáis pasar y marcharemos contra Tiro y Sidón. Cuando estas ciudades hayan sido derrotadas (y ciertamente lo serán, porque gran parte de sus guerreros está en los barcos, cuidando el comercio) nosotros seremos generosos con Akbar. Y te mantendremos como gobernador.
—¡Lo veis! —dijo el sacerdote, levantándose nuevamente—, ¡ellos creen que nuestro gobernador es capaz de cambiar el honor de Akbar por un cargo!
La multitud aulló de rabia. ¡Aquel prisionero semidesnudo y herido quería imponer sus reglas! ¡Un hombre derrotado que proponía la rendición de la ciudad! Algunas personas se levantaron para agredirlo, y sólo con mucho esfuerzo los guardias lograron dominar la situación.
—¡Esperad! —dijo el gobernador, tratando de hablar más alto que todos—. Tenemos delante de nosotros a un hombre indefenso, que no nos puede causar miedo. Sabemos que nuestro ejército es el más preparado, y nuestros guerreros los más valientes. No necesitamos probar nada a nadie. Si resolvemos luchar, venceremos en el combate, pero las pérdidas serán enormes.
Elías cerró los ojos y rezó para que el gobernador consiguiera convencer al pueblo.
—Nuestros antepasados nos hablaban del imperio egipcio, pero ese tiempo ya terminó —prosiguió—. Ahora estamos volviendo a la Edad de Oro, nuestros padres y nuestros abuelos pudieron disfrutar de la paz. ¿Por qué vamos a ser nosotros quienes rompamos esa tradición? Las guerras modernas se libran en el comercio y no en los campos de batalla.
Poco a poco la multitud iba quedando silenciosa. ¡El gobernador lo estaba consiguiendo!
Cuando el ruido cesó, él se dirigió al asirio:
—No basta lo que propones. Tendréis que pagar las mismas tasas que los mercaderes pagan para atravesar nuestras tierras.
—Créeme, gobernador: vosotros no tenéis elección —respondió el prisionero—. Tenemos hombres suficientes para arrasar la ciudad y matar a todos sus habitantes. Lleváis demasiado tiempo en paz y ya no sabéis cómo luchar, mientras que nosotros estamos conquistando el mundo.
Los murmullos reaparecieron entre la concurrencia. Elías pensaba: «Él no puede mostrarse inseguro ahora». Pero estaba resultando difícil tratar con el prisionero asirio que, aun subyugado, imponía sus condiciones. A cada momento llegaban más personas. Elías notó que los comerciantes habían abandonado sus trabajos y ahora formaban parte del público, preocupados por el desarrollo de los acontecimientos. El juicio había adquirido una importancia peligrosa: no había ya posibilidad de eludir una decisión, fuese la negociación o la muerte.
Los espectadores comenzaron a dividirse; unos defendían la paz, otros exigían que Akbar resistiera. El gobernador susurró al sacerdote:
—Este hombre me desafió en público. Pero tú también.
El sacerdote se inclinó hacia él y hablando muy bajo, de manera que nadie pudiera escucharlo, le dijo que condenase a muerte inmediatamente al asirio.
—No lo estoy pidiendo, lo estoy exigiendo. Soy yo quien te mantiene en el poder, y puedo acabar con esto en el momento en que quiera, ¿entiendes? Conozco sacrificios capaces de aplacar la ira de los dioses cuando nos vemos obligados a sustituir a la familia gobernante. No será la primera vez: hasta incluso en Egipto, un imperio que duró miles de años, hubo muchos casos de dinastías que fueron sustituidas. Aun así, el Universo continuó en orden y el cielo no se desplomó sobre nuestras cabezas.
El gobernador empalideció.
—El comandante está en medio de la muchedumbre, con algunos de sus soldados. Si insistes en negociar con este hombre, yo diré que todos los dioses te han abandonado, y serás destituido. Vamos a continuar el juicio. Y harás exactamente lo que yo te mande.
Si Elías hubiera estado a la vista, el gobernador aún habría tenido una salida: pedir al profeta israelita que explicara cómo vio a un ángel en la cima de la Quinta Montaña, y recordar la historia de la resurrección del hijo de la viuda. Y sería la palabra de Elías —que ya se mostró capaz de hacer milagros— contra la palabra de un hombre que jamás había demostrado ningún poder sobrenatural.
Pero Elías lo había abandonado, y él no tenía elección. Además, sólo se trataba de un prisionero, y ningún ejército en el mundo empieza una guerra porque perdió un soldado.
—Has ganado esta partida —le dijo al sacerdote, pensando que algún día le devolvería la jugada.
El sacerdote asintió con la cabeza. El veredicto fue anunciado en seguida:
—Nadie desafía a Akbar —dijo el gobernador— y nadie entra en nuestra ciudad sin el permiso de su pueblo. Has intentado hacerlo, y por ello estás condenado a muerte.
Desde el lugar donde estaba, Elías bajó los ojos. El comandante sonreía.
El prisionero, acompañado de una multitud cada vez mayor, fue conducido hasta un terreno al lado de las murallas. Allí arrancaron lo que quedaba de sus ropas y lo dejaron desnudo. Uno de los soldados lo empujó hacia el fondo de una depresión del terreno. El pueblo se aglomeró en torno del agujero. Se empujaban unos a otros para poder ver mejor.
—Un soldado usa con orgullo su ropa de guerra y se hace visible al enemigo, porque es valeroso. Un espía se viste de mujer, porque es cobarde —gritó el gobernador, para que todos lo escuchasen—. Por eso te condeno a dejar esta vida sin la dignidad de los bravos.
El pueblo escarneció al prisionero y aplaudió al gobernador.
El prisionero decía algo, pero el intérprete ya no estaba cerca y nadie podía entenderlo. Elías consiguió por fin abrirse camino y acercarse al gobernador, sólo que ahora ya era tarde. Cuando tocó su manto, fue rechazado con violencia.
—¡La culpa es tuya; quisiste un juicio público!
—No, es tuya —respondió Elías—. Aunque el Consejo de Akbar se hubiese reunido en secreto, el comandante y el sacerdote habrían hecho lo que querían. Yo estuve rodeado por guardias durante todo el proceso. Ya lo tenían todo planeado.
La costumbre decía que correspondía al sacerdote escoger la duración del suplicio. Él se inclinó, recogió una piedra y la extendió al gobernador: no era tan grande como para permitir una muerte rápida ni tan pequeña como para prolongar el sufrimiento por mucho tiempo.
—Tú primero.
—Estoy siendo obligado a esto —dijo el gobernador en voz baja, de manera que sólo el sacerdote lo escuchase—, pero sé que es el camino equivocado.
—Durante todos esos años me obligaste a tomar las actitudes más duras, mientras disfrutabas del resultado de las decisiones que agradaban al pueblo —respondió el sacerdote, también en voz baja—. Yo tuve que enfrentar la duda y la culpa, y pasé noches sin dormir perseguido por los fantasmas de los errores que pudiera haber cometido. Pero porque no me acobardé, Akbar es hoy una ciudad envidiada por el mundo entero.
Las personas buscaron piedras del tamaño elegido. Durante algún tiempo, todo lo que se oía era el ruido de guijarros y rocas entrechocándose. El sacerdote prosiguió:
—Puedo estar equivocado en condenar a muerte a este hombre. Pero estoy acertado en relación al honor de nuestra ciudad; no somos traidores.
El gobernador levantó la mano y tiró la primera piedra; el prisionero la esquivó. Pero en seguida la multitud, entre gritos e insultos, comenzó a apedrearlo.
El hombre intentaba defender su rostro con los brazos, y las piedras golpeaban su pecho, su espalda, su estómago. El gobernador quería irse; ya había visto aquello muchas veces, sabía que la muerte era lenta y dolorosa, que el rostro se convertiría en un amasijo de huesos, cabellos y sangre, que las personas continuarían arrojando piedras incluso después de que la vida hubiera abandonado aquel cuerpo.
En pocos minutos el prisionero abandonaría su defensa y bajaría los brazos; si hubiese sido un hombre bueno durante esta vida, los dioses guiarían una de las piedras, que alcanzaría la parte frontal del cráneo, provocando el desmayo. Caso contrario (si hubiese cometido maldades) quedaría consciente hasta el minuto final.
La multitud vociferaba, tiraba piedras con ferocidad creciente y el condenado procuraba defenderse de la mejor manera posible. De repente, sin embargo, abrió los brazos y habló una lengua que todos podían entender. Sorprendida, la multitud interrumpió la lapidación.
—¡Viva Asiria! —gritó—. ¡En este momento contemplo la imagen de mi pueblo y muero feliz, porque muero como un general que intentó salvar la vida de sus guerreros! ¡Voy hacia la compañía de los dioses y estoy contento porque sé que conquistaremos esta tierra!
—¿Has visto? —dijo el sacerdote—: escuchó y entendió toda nuestra conversación durante el juicio.
El gobernador asintió. El hombre hablaba su lengua, y ahora sabía que había divisiones en el Consejo de Akbar.
—Yo no estoy en el infierno, porque la visión de mi país me da dignidad y fuerza. La visión de
mi país me proporciona alegría. ¡Viva Asiria! —gritó nuevamente.
Recobrada del susto, la multitud volvió a tirar piedras. El hombre mantuvo los brazos abiertos, sin intentar ninguna defensa: era un guerrero valiente. Segundos después, la misericordia de los dioses se hizo notar: una piedra golpeó su frente y el se desmayó.
—Podemos salir ahora —dijo el sacerdote—; el pueblo de Akbar se encargará de terminar la tarea.
Elías no volvió a casa de la viuda. Comenzó a pasear por el desierto, sin saber exactamente adónde quena ir.
—El Señor no hizo nada —les decía a las plantas y a las rocas—, y podría haberlo hecho.
Se arrepentía de su decisión y se juzgaba culpable de la muerte de otro hombre más. Si hubiera aceptado la idea de que el Consejo de Akbar se reuniera secretamente, el gobernador habría podido llevarlo consigo. Entonces habrían sido dos contra el sacerdote y el comandante. Las oportunidades habrían continuado siendo escasas, pero siempre mayores que en el juicio público.
Peor aún: había quedado impresionado por la manera como el sacerdote se había dirigido a la multitud; aun rechazando todo lo que decía, era preciso reconocer que allí había alguien con un profundo conocimiento del liderazgo. Procuraría recordar cada detalle de lo que había visto ya que algún día, en Israel, tendría que enfrentar al rey y a la princesa de Tiro.
Anduvo sin rumbo, contemplando las montañas, la ciudad y el campamento asirio a la distancia. Él era apenas un punto en aquel valle, y había un mundo inmenso a su alrededor, un mundo tan grande que, aunque viajara su vida entera, no conseguiría llegar hasta el lugar donde terminaba. Sus amigos, y sus enemigos, tal vez comprendiesen mejor la tierra donde vivían; podían viajar hacia países distantes, navegar por los mares desconocidos, amar sin culpa a una mujer. Ninguno de ellos escuchaba ya a los ángeles de la infancia, ni se proponía luchar en nombre del Señor. Vivían sus existencias de acuerdo con el momento presente y eran felices.
Él también era una persona como todas las otras y, en este momento en que paseaba por el valle, deseaba más que nunca no haber escuchado jamás la voz del Señor ni de sus ángeles.
Pero la vida no está hecha de deseos y sí de los actos de cada uno. Se acordó de que varias veces ya había intentado desistir de su misión y, sin embargo, se encontraba allí, en medio de aquel valle, porque el Señor así se lo había exigido.
«Podía haber sido sólo un carpintero, Dios mío, y continuaría siendo útil a Tu trabajo.»