Authors: Paulo Coelho
»La bella Akbar ahora no pasa de ruinas, y la mujer que me confiaste yace debajo de ellas. ¿Dónde pequé, Señor? ¿En qué momento me alejé de lo que deseabas de mí? Si no estabas contento conmigo, ¿por qué no me llevaste de este mundo? En vez de eso, afligiste nuevamente a aquellos que me ayudaron y amaron.
»No entiendo Tus designios. No veo justicia en Tus actos. No soy capaz de aguantar el sufrimiento que me impusiste. Aléjate de mi vida, porque yo también soy ruina, fuego y polvo.
En medio del fuego y de la desolación, Elías vio la luz. Y el ángel del Señor apareció.
—¿Qué vienes a hacer aquí? —preguntó Elías—. ¿No ves que ya es tarde?
—Vine para decirte que una vez más el Señor escuchó tu plegaria y lo que pides te será concedido. No escucharás más a tu ángel y yo no volveré a encontrarte hasta que se hayan cumplido tus días de prueba.
Elías tomó al niño de la mano y empezaron a caminar sin rumbo. La humareda, que antes estaba siendo dispersada por el viento, se concentraba ahora en las calles, tornando el aire irrespirable. «Quizás sea un sueño —pensó—. Quizás es una pesadilla.»
—Tú le mentiste a mi madre —le dijo el niño—. La ciudad está destruida.
—¿Qué importancia tiene? Si ella no estaba viendo lo que pasaba a su alrededor, ¿por qué no dejarla morir feliz?
—Porque ella confió en ti, y dijo que era Akbar.
Se hirió un pie con los cascotes de vidrio y cerámica esparcidos por el suelo; el dolor le demostró que no estaba soñando: todo a su alrededor era terriblemente real. Consiguieron llegar a la plaza donde (¿cuánto tiempo atrás?) se reunía con el pueblo y le ayudaba a resolver sus disputas; el cielo estaba dorado con el fuego de los incendios.
—No quiero que mi madre sea esto que estoy viendo —insistía el niño—. Tú le mentiste.
El chico estaba consiguiendo mantener su juramento; no había visto una sola lágrima en su rostro. «¿Qué hago?», pensó. Su pie sangraba, y resolvió concentrarse en el dolor; él lo alejaría de la desesperación.
Miró el corte que la espada del asirio había hecho en su cuerpo; no era tan profundo como había imaginado. Se sentó con el niño en el mismo lugar donde había sido atado por los enemigos y salvado por un traidor. Se dio cuenta de que las personas ya no corrían; caminaban lentamente de un lado a otro, en medio del humo, del polvo y de las ruinas como si fueran muertos-vivos. Parecían almas olvidadas por los cielos y condenadas a vagar eternamente por la Tierra. Nada tenía sentido.
Algunos pocos reaccionaban. Continuaba escuchando las voces de las mujeres y algunas órdenes contradictorias de soldados que habían sobrevivido a la masacre; pero eran pocos, y no estaban consiguiendo ningún resultado.
El sacerdote había dicho una vez que el mundo era el sueño colectivo de los dioses. ¿Y si, en el fondo, él tuviese razón? ¿Podría ahora ayudar a los dioses a despertar de esta pesadilla, y adormecerlos de nuevo con un sueño más suave? Cuando tenía visiones nocturnas, siempre se despertaba y se volvía a dormir; ¿por qué no sucedía lo mismo con los creadores del Universo?
Tropezaba con los muertos. Ninguno de ellos se preocupaba ya por los impuestos a pagar, por los asirios que acampaban en el valle, por los rituales religiosos o por la existencia de un profeta errante que un día tal vez les hubiese dirigido la palabra...
«No puedo quedarme aquí todo el tiempo. La herencia que ella me dejó es este niño, y seré digno de eso, aunque sea la última cosa que haga sobre la Tierra.»
Se levantó con esfuerzo, volvió a tomar al niño de la mano y volvieron a caminar. Algunas personas saqueaban las tiendas y almacenes que habían sido derribados. Por primera vez intentó reaccionar ante lo que sucedía, pidiéndoles que no hicieran eso, pero ellas lo apartaban de un empujón, diciendo:
—Estamos comiendo los restos de aquello que el gobernador devoró solo. No nos molestes.
Elías no tenía fuerzas para discutir. Llevó al chico fuera de la ciudad y comenzaron a andar por el valle. Los ángeles ya no volverían a venir con sus espadas de fuego.
«Luna llena.»
Lejos del polvo y la humareda, se podía ver la noche iluminada por la claridad de la luna. Horas antes, cuando había intentado dejar la ciudad rumbo a Jerusalén, pudo encontrar su camino sin dificultad; lo mismo había sucedido con los asirios.
El niño tropezó con un cuerpo y dio un grito. Era el sacerdote: tenía los brazos y las piernas amputados, pero aún estaba vivo. Sus ojos estaban fijos en la cumbre de la Quinta Montaña.
—Como ves, los dioses fenicios ganaron la batalla celestial —dijo con dificultad pero con voz reposada. La sangre se escurría de su boca.
—¡Déjame terminar con tu sufrimiento! —respondió Elías.
—El dolor no significa nada en comparación con la alegría de haber cumplido con mi deber.
—¿Tu deber era destruir una ciudad de hombres justos?
—Una ciudad no muere; sólo sus habitantes y las ideas que tenían. Algún día otros llegarán a Akbar, beberán su agua y la piedra que su fundador dejó será pulida y cuidada por nuevos sacerdotes.
Sigue tu camino; mi dolor terminará dentro de poco, mientras que tu desesperación permanecerá por el resto de tu vida.
El cuerpo mutilado respiraba con dificultad, y Elías lo dejó. En ese momento, un grupo de gente —hombres, mujeres y niños— vino corriendo hacia él y lo rodeó.
—¡Fuiste tú! —gritaban—. ¡Tú deshonraste a tu tierra y trajiste la maldición a nuestra ciudad!
—¡Que los dioses vean esto! ¡Que sepan quién es el culpable!
Los hombres lo empujaban y lo sacudían por los hombros. El niño se soltó de su mano y desapareció. Todos golpeaban su cara, su pecho, sus espaldas, pero él sólo pensaba en el niño; no había sido capaz siquiera de mantenerlo a su lado.
La paliza no duró demasiado; quizás estuviesen todos demasiado cansados de tanta violencia. Elías quedó tendido en el suelo.
—¡Vete de aquí! —dijo alguien—. ¡Pagaste nuestro amor con tu odio!
El grupo se apartó. Él no tenía fuerzas para levantarse. Cuando consiguió recuperarse de la vergüenza, ya no era el mismo hombre. No quería ni morir, ni continuar viviendo. No quería nada; no tenía amor, ni odio, ni fe.
Se despertó con alguien tocándole la cara. Aún era de noche, pero la luna ya no estaba en el cielo.
—Prometí a mi madre que cuidaría de ti —dijo el muchacho—. Pero no sé qué hacer.
—Vuelve a la ciudad. La gente es buena, y alguien te acogerá.
—Estás herido. Hay que cuidar tu brazo. Quizás aparezca un ángel y me diga qué tengo que hacer.
—¡Eres ignorante, no entiendes nada de lo que está pasando! —gritó Elías—; los ángeles no volverán más porque nosotros somos personas comunes y todos son débiles ante el sufrimiento. Cuando las tragedias ocurren, ¡que las personas comunes se las arreglen como puedan!
Respiró hondo y procuró calmarse; no servía de nada estar discutiendo.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—No me fui.
—Entonces viste mi vergüenza. Has visto que ya no tengo nada que hacer en Akbar.
—Tú me dijiste que todas las batallas servían para algo, incluso aquellas en las que somos derrotados.
Él se acordaba de la caminata hasta el pozo, la mañana anterior. Pero parecía que desde entonces habían pasado años, y él tenía ganas de decirle que las bellas palabras carecen de significado cuando se está delante del sufrimiento; pero decidió no asustar al chico.
—¿Cómo escapaste del incendio?
El niño bajó la cabeza.
—No había dormido. Decidí pasar la noche en claro, para ver si tú y mamá os encontrabais en su cuarto. Vi cuando los primeros soldados entraron.
Elías se levantó y empezó a andar. Buscaba la roca frente a la Quinta Montaña donde, cierta tarde, había contemplado la puesta de sol con la mujer.
«No debo ir —pensaba—. Me desesperaré aún más.»
Pero una fuerza lo empujaba en aquella dirección. Cuando llegó allí, lloró amargamente; al igual que la ciudad de Akbar, el lugar estaba marcado por una piedra, pero él era el único en todo aquel valle que entendía su significado; no sería alabada por nuevos habitantes, ni pulida por parejas que descubren el sentido del amor.
Tomó al chico en sus brazos y se volvió a dormir.
—Tengo hambre y sed —le dijo el niño a Elías en cuanto se despertó.
—Podemos ir a casa de unos pastores que viven aquí cerca. No les debe de haber pasado nada, porque no vivían en Akbar.
—Tenemos que arreglar la ciudad. Mi madre dijo que ella era Akbar.
¿Qué ciudad? Ya no existía palacio, ni mercado, ni murallas. Las personas decentes se habían transformado en salteadores, y los jóvenes soldados habían sido masacrados. Los ángeles ya no volverían más, pero éste era el menor de sus problemas.
—¿Crees que la destrucción, el dolor, las muertes de anoche, tuvieron un significado? ¿Crees que es necesario destruir millares de vidas para enseñar lo que sea a alguien?
El chico lo miró espantado.
—Olvida lo que dije. Vamos a buscar al pastor.
—Y vamos a arreglar la ciudad —insistió el niño. Elías no respondió. Sabía que ya no podría recurrir a su autoridad con el pueblo, que lo acusaba de haber traído la desgracia. El gobernador había huido, el comandante estaba muerto, Tiro y Sidón posiblemente caerían pronto bajo el dominio extranjero. Quizás la mujer tuviera razón: los dioses cambian siempre, y esta vez era el Señor quien había partido.
—¿Cuándo volveremos allí? —preguntó el niño. Elías lo sujetó por los hombros y comenzó a sacudirlo con violencia.
—¡Mira para atrás! Tú no eres un ángel ciego, sino un muchacho que quería estar vigilando lo que hacia su madre. ¿Qué ves? ¿Ves las columnas dc humo que suben? ¿Sabes lo que significa eso?
—¡Me haces daño! ¡Quiero salir de aquí, quiero irme!
—¡Perdóname!, no sé lo que estoy haciendo.
El chico sollozaba, pero sin que una sola lágrima corriese por sus mejillas. Él se sentó a su lado, esperando que se calmase.
—¡No te vayas! —le pidió—. Cuando tu madre partió le prometí que me quedaría contigo hasta que pudieses seguir tu propio camino.
—También le prometiste que la ciudad estaba entera. Y ella dijo...
—No necesitas repetirlo. Estoy confundido, perdido en mi propia culpa. Déjame encontrarme conmigo mismo. Discúlpame, no quería herirte.
El chico lo abrazó. Pero de sus ojos no cayó ni una lágrima.
Llegaron a la casa en medio del valle. Una mujer estaba en la puerta y dos niños pequeños jugaban enfrente. El rebaño estaba en el cercado, lo que significaba que el pastor no había salido a las montañas aquella mañana.
La mujer miró asustada al hombre y al niño que se aproximaban. Tuvo el impulso de gritarles que se fueran, pero la tradición y los dioses exigían que cumpliese la ley universal de la hospitalidad. Si no los acogía ahora, sus hijos podían sufrir el mismo trato en el futuro.
—No tengo dinero —dijo—, pero puedo daros un poco de agua y alguna comida.
Se sentaron en una pequeña galería con techo de paja y ella trajo frutas secas junto con un pote de agua. Comieron en silencio, recobrando un poco la sensación (por primera vez desde la noche anterior) de cumplir una rutina normal diaria. Los niños, asustados por la apariencia de ambos, se habían refugiado dentro de la casa.
Cuando terminó su plato, Elías preguntó por el pastor.
—Llegará pronto —respondió ella—. Anoche oímos mucho ruido, y alguien vino esta mañana diciendo que Akbar había sido destruida, así que él fue a ver qué había pasado.
Los hijos la llamaron y ella entró.
«Es inútil tratar de convencer al chico —pensó Elías—. No me dejará en paz hasta que yo haga lo que me pide. Tengo que demostrarle que es imposible, y sólo así se convencerá.»
La comida y el agua habían provocado el milagro: se sentía otra vez formando parte del mundo. Su pensamiento fluía con una rapidez increíble, procurando soluciones en vez de respuestas.
Un poco más tarde, llegó el pastor. Miró con recelo al hombre y al niño, preocupado por la seguridad de su familia. Pero pronto entendió lo que estaba pasando.
—Debéis de ser refugiados de Akbar —dijo—. Estoy llegando de allá.
—¿Y qué está pasando? —preguntó el chico.
—La ciudad fue destruida, y el gobernador huyó. Los dioses desorganizaron el mundo.
—Hemos perdido todo cuanto teníamos —dijo Elías—. Nos gustaría que nos acogieran.
—Creo que mi mujer lo ha hecho ya, pues os alimentó. Ahora debéis partir y enfrentar lo inevitable.
—No sé qué hacer con un niño. Necesito ayuda.
—¡Claro que sabes! Él es joven, parece inteligente y tiene energía. Tú tienes la experiencia de quien conoció muchas victorias y derrotas en esta vida. Es una combinación perfecta, porque puedes ayudarlo a encontrar la sabiduría.
El hombre miró la herida del brazo de Elías. Dijo que no era grave; entró en la casa y volvió poco después con algunas hierbas y un pedazo de tejido. El chico lo ayudó a colocar el medicamento en su lugar. Cuando el pastor le dijo que podía hacer aquello solo, el niño le respondió que había prometido a su madre cuidar de aquel hombre.
El pastor se rió.
—Tu hijo es un hombre de palabra.
—Yo no soy su hijo. Y él también es un hombre de palabra. Irá a reconstruir la ciudad porque tiene que hacer volver a mi madre, como hizo conmigo.
Elías entendió de repente la preocupación del niño, pero antes de que pudiese decir nada, el pastor gritó hacia dentro de la casa, avisando a la mujer que estaba saliendo en aquel momento.
—Es mejor reconstruir pronto la vida —dijo—. Pasará mucho tiempo antes de que todo vuelva a ser como antes.
—Nunca volverá.
—Tienes aspecto de ser un joven sabio, y puedes entender muchas cosas que yo no comprendo. Pero la naturaleza me enseñó algo que no olvidaré nunca: un hombre depende del tiempo y de las estaciones y sólo así un pastor consigue sobrevivir a las cosas inevitables. Él cuida a su rebaño, trata a cada animal como si fuese el único, procura ayudar a las madres con las crías y nunca se aleja demasiado del lugar donde los animales puedan beber. No obstante, de vez en cuando, una de las ovejas a las que se dedicó tanto termina muriendo en un accidente. Puede ser una serpiente, un animal salvaje o incluso una caída por un precipicio. Pero lo inevitable siempre sucede.
Elías miró en dirección a Akbar y recordó la conversación con el ángel. Lo inevitable siempre sucede.