La quinta mujer (53 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La quinta mujer
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—¿El qué?

—Llevaba un perfume especial.

—¿De qué manera especial?

Ella le miró casi implorante.

—No sé. ¿Cómo se describe un perfume?

—Ya sé que es de lo más difícil que hay. Pero inténtalo de todas formas.

Vio que ella hacía verdaderos esfuerzos.

—No —dijo al fin—. No encuentro palabras. Lo único que puedo decir es que era raro. ¿Se puede decir tal vez que era áspero?

—¿Más bien como loción para el afeitado?

Ella le miró asombrada.

—Sí, eso es. ¿Cómo lo has sabido?

—No sé. Se me ocurrió.

—Tal vez no debiera haberlo dicho, ya que no soy capaz de expresarme con más claridad.

—No lo creas. Puede resultar importante. Eso nunca se sabe hasta después.

Se despidieron junto a las puertas de cristal. Wallander cogió el ascensor para bajar y salió del hospital. Caminó deprisa. Tenía que dormir.

Pensó en las palabras de Ylva Brink.

Si quedaba rastro de perfume en la tarjeta de identificación, tendría que olerla por la mañana temprano.

Sin embargo, él ya sabía que era el mismo.

Buscaban a una mujer. Su perfume era especial.

Se preguntó si la encontrarían alguna vez.

30

A las 7:35 terminó su turno de noche. Tenía prisa, empujada por una súbita inquietud. Era una mañana fría y húmeda en Malmö. Fue rápidamente al aparcamiento donde tenía el coche. En circunstancias normales, hubiera ido a casa a dormir. Ahora sabía que tenía que ir directamente a Lund. Tiró la maleta en el asiento de atrás y se sentó en el lugar del conductor. Al coger el volante notó que le sudaban las manos.

Nunca pudo confiar del todo en Katarina Taxell. Era demasiado débil. Siempre se corría el riesgo de que cediera. Pensó que Katarina Taxell era una persona a la que, si se la apretaba, le salían cardenales con excesiva facilidad.

Siempre había tenido la inquietud de que cediera. A pesar de ello, había considerado que el control que ejercía sobre ella era lo suficientemente grande. Ahora ya no estaba tan convencida.

«Tengo que sacarla de ahí», pensó durante la noche. «Por lo menos hasta que empiece a distanciarse de lo ocurrido».

No sería difícil sacarla del piso donde vivía. No era nada excepcional que una mujer sufriera trastornos psíquicos después de un parto o al poco tiempo.

Cuando llegó a Lund empezaba a llover. La inquietud persistía en su interior. Aparcó en una de las calles laterales y se encaminó a la plaza donde se encontraba la casa de Katarina Taxell. De pronto, se detuvo. Luego retrocedió despacio unos pasos, como si hubiera aparecido ante ella un animal carnicero. Se colocó junto a una pared y observó la puerta de la vivienda de Katarina Taxell.

Vio un coche aparcado delante. En él había un hombre, tal vez dos. Inmediatamente se dio cuenta de que eran policías. Katarina Taxell estaba bajo vigilancia.

El pánico le llegó de ninguna parte. Aun sin verse, supo que le llameaba la cara. Además tenía palpitaciones. Las ideas le daban vueltas como animales nocturnos desorientados cuando una luz se enciende de repente. ¿Qué había contado Katarina Taxell?

¿Por qué estaban aquéllos delante de la puerta, vigilándola?

¿O eran figuraciones? Se quedó inmóvil intentando pensar. Lo primero que le pareció seguro fue que Katarina Taxell, a pesar de todo, no había contado nada. De haberlo hecho, no estarían vigilándola. Se la habrían llevado de su casa. Así pues, aún no era demasiado tarde. Posiblemente no disponía de mucho tiempo. Pero tampoco lo necesitaba. Sabía lo que tenía que hacer.

Encendió el cigarrillo que había liado durante la noche. Según su plan llevaba por lo menos una hora de adelanto. Pero en esta ocasión, se lo saltaría. El día iba a resultar muy especial. Ya no había remedio. Permaneció unos minutos mas contemplando el coche de la puerta. Luego apagó el cigarrillo y se fue de allí rápidamente.

Cuando Wallander se despertó poco después de las seis de esa mañana del miércoles, seguía estando muy cansado. Su déficit de sueño era grande y la debilidad pesaba como plomo en el fondo de su con ciencia. Permaneció inmóvil en la cama con los ojos abiertos. «El hombre es un animal que vive para esforzarse», pensó. «En este preciso instante, es como si yo no fuera ya capaz de hacerlo».

Se sentó en el borde de la cama. El suelo estaba frío bajo sus pies. Se miró las uñas de los pies. Necesitaban un corte. Todo él necesitaba una renovación profunda. Un mes antes había estado en Roma reponiendo fuerzas. Ahora estaban agotadas. En menos de un mes, se habían agotado. Se obligó a incorporarse. Luego fue al cuarto de baño. El agua fría fue como un bofetón. Pensó que un día también acabaría con eso. Con el agua fría que le ponía en funcionamiento. Se secó, se puso el batín y fue a la cocina. Siempre lo mismo. El agua del café, luego, a la ventana; el termómetro. Llovía. Cuatro grados sobre cero. Otoño, el frío estaba empezando a imponerse. Alguien en la comisaría había anunciado que se acercaba un intenso y largo invierno. Era sobrecogedor.

Cuando el café estuvo listo se sentó a la mesa de la cocina. Mientras tanto, había ido a buscar el periódico. En primera página, una foto de Lödinge. Se tomó un par de sorbos. Ya había superado el nivel primero y más alto de cansancio. Sus mañanas podían ser como complicadas pistas de obstáculos. Miró el reloj. Era hora de que llamara a Baiba.

Contestó a la segunda señal. Como había supuesto por la noche, ahora era diferente.

—Estoy cansado —se excusó.

—Lo sé —contestó ella—. Pero repito mi pregunta.

—¿Si quiero que vengas?

—Sí.

—No hay nada que desee tanto.

Ella le creyó. Y contestó que a lo mejor podía ir dentro de unas semanas. A principios de noviembre. Iba a empezar a ver qué posibilidades había ese mismo día.

No necesitaban hablar más. A ninguno de los dos les gustaba el teléfono. Después, cuando Wallander regresó a su taza de café, pensó que esta vez tenía que hablar en serio con ella. Hablar de que se trasladase a Suecia. De la nueva casa que quería comprar. A lo mejor le hablaba también del perro.

Se quedó un buen rato allí sentado. El periódico, ni lo abrió. Hasta las siete y media no se vistió. Tuvo que buscar un rato en el armario para encontrar una camisa limpia. Era la última. Reservaría hora en la lavandería ese mismo día sin falta. Cuando estaba a punto de salir, sonó el teléfono. Era el mecánico de coches de Ålmhult. Le escoció saber el coste de la reparación, pero no dijo nada. El mecánico aseguró que el coche estaría en Ystad aquel mismo día. Tenía un hermano que podía llevarlo hasta allí y regresar luego en tren. Wallander sólo debería pagar el billete.

Al salir a la calle, Wallander se dio cuenta de que la lluvia era más fuerte de lo que le había parecido desde la ventana. Volvió al portal y marcó el número de la policía. Ebba dijo que iría un coche a recogerle inmediatamente. No tardó más de cinco minutos en frenar delante del edificio. A las ocho estaba en su despacho.

Apenas había tenido tiempo de quitarse la chaqueta cuando todo empezó a suceder al mismo tiempo a su alrededor.

Ann-Britt Höglund se asomó a la puerta. Estaba muy pálida.

—¿No te has enterado? —preguntó.

Wallander se estremeció. ¿Otra vez? ¿Otro hombre asesinado?

—Acabo de llegar —contestó—. ¿Qué pasa?

—La hija de Martinsson ha sufrido una agresión.

—¿Terese?

—Sí.

—¿Qué le ha pasado?

—La atacaron al llegar a la escuela. Martinsson acababa de irse de allí. Si he entendido bien lo que dijo Svedberg, fue porque Martinsson es policía.

Wallander la miraba sin entender.

—¿Es grave?

—La empujaron y le pegaron puñetazos en la cabeza. Parece que también le dieron patadas. No tiene daños físicos. Pero está, naturalmente, bajo los efectos de un choque.

—¿Quién lo hizo?

—Otros alumnos, mayores que ella.

Wallander se sentó.

—¡Esto es una putada! Pero ¿por qué?

—No sé todo lo que ha pasado. Pero, evidentemente, los estudiantes discuten esto de las milicias ciudadanas. Que la policía no hace nada. Que nos hemos rendido.

—¡Y por lo tanto se echan encima de la hija de Martinsson!

—Así es.

A Wallander se le hizo un nudo en la garganta. Terese tenía trece años y Martinsson hablaba continuamente de ella.

—¿Por qué se meten con una niña?

—¿Has visto los periódicos? —preguntó ella.

—No.

—Pues deberías verlos. La gente ha dado su opinión acerca de Eskil Bengtsson y compañía. Las detenciones las consideran violaciones de la ley. Se dice que Åke Davidsson se ha resistido. Grandes reportajes, fotografías y titulares: ¿DE QUE PARTE ESTA EN REALIDAD LA POLICÍA?

—No quiero leer esas cosas —dijo Wallander con desagrado—. ¿Qué pasa en la escuela?

—Hansson está allí. Martinsson se ha llevado a casa a su hija.

—¿Y eran chicos de la escuela los que lo hicieron?

—Por lo que sabemos, sí.

—Ve hacia allí —decidió Wallander rápidamente—. Entérate de todo lo que puedas. Habla con los chicos. Creo que es mejor que no lo haga yo. Porque puedo enfadarme.

—Ya está allí Hansson. No creo que haga falta nadie más.

—Sí —dijo Wallander—. Me gustaría que tú también fueras. Seguro que basta con Hansson. Pero, a pesar de eso, quiero que tú, a tu manera, trates de saber lo que ha sucedido realmente y por qué. Si somos varios los que vamos allí, demostramos que nos tomamos muy en serio lo ocurrido. Yo, por mi parte, iré a casa de Martinsson. Todo lo demás, que espere. Lo peor que se puede hacer en este país, como en todas partes por lo demás, es matar a un policía. Lo que le sigue en gravedad es atacar a los hijos de un policía.

—Dicen que había otros alumnos alrededor riéndose.

Wallander hizo un gesto de rechazo con las manos. No quería seguir oyendo.

Se levantó y cogió la chaqueta.

—Eskil Bengtsson y los otros serán puestos en libertad hoy —dijo ella cuando iban por el pasillo—. Pero Per keson les procesa.

—¿Qué les cae?

—La gente de por aquí ya está hablando de recolectar dinero si les caen multas. Pero confiamos en que sea cárcel. Por lo menos para algunos.

—¿Qué tal va Åke Davidsson?

—Ya ha vuelto a casa. Está de baja.

Wallander se detuvo y la miró.

—¿Qué habría ocurrido si le hubieran matado? ¿Les habrían caído multas también?

No esperó respuesta alguna.

Un coche policial condujo a Wallander hasta la casa de Martinsson, situada en una zona de chalets junto a la salida este de la ciudad. Wallander no había estado allí muchas veces. La casa era sencilla. Pero, en el jardín, Martinsson y su esposa habían puesto mucho amor. Llamó a la puerta. Fue Maria, la mujer de Martinsson, quien le abrió. Wallander vio que tenía los ojos enrojecidos. Teresa era la mayor y la única hija. También tenían dos chicos. Uno de ellos, Rickard, estaba detrás de su madre. Wallander sonrió y le palmeó la cabeza.

—¿Cómo va eso? Acabo de enterarme y vine enseguida.

—Está en la cama llorando. Con el único que quiere hablar es con su padre.

Wallander entró. Se quitó la chaqueta y los zapatos. Llevaba un calcetín roto. Ella le preguntó si quería tomar un café. Él aceptó. En ese momento bajaba Martinsson por la escalera. Por lo general tenía siempre una sonrisa en los labios. Wallander vio ahora una expresión de amargura gris. Pero también de miedo.

—Me acaban de contar lo que ha pasado. He venido inmediatamente.

Se sentaron en el cuarto de estar.

—¿Cómo está la niña?

Martinsson no hizo más que mover la cabeza. Wallander pensó que estaba a punto de echarse a llorar. En ese caso, iba a ser la primera vez que le viera.

—Lo dejo —dijo Martinsson—. Voy a hablar con Lisa hoy mismo.

Wallander no sabía qué contestar. Martinsson estaba indignado con razón. Podía imaginarse fácilmente que su propia reacción habría sido la misma si se hubiera tratado de Linda.

Pero tenía que oponerse. Lo peor de todo sería que Martinsson cediera. Se dio cuenta asimismo de que el único que podría convencerle de que cambiara de idea era él.

Pero todavía era demasiado pronto. Veía con sus propios ojos lo conmocionado que estaba Martinsson.

Entró Maria con el café. Martinsson negó con la cabeza. Él no quería.

—No merece la pena —dijo—. Cuando esto empieza a volverse contra la familia, no merece la pena.

—No —contestó Wallander—. No la merece.

Martinsson no dijo más. Tampoco Wallander. Al poco rato, Martinsson se levantó y volvió a desaparecer en lo alto de la escalera. Wallander comprendió que no podía hacer nada en esos momentos.

La mujer de Martinsson le acompañó hasta la puerta.

—Dale un saludo de mi parte.

—¿Volverán a meterse con nosotros?

—No. Sé que esto que digo suena raro. Como si pretendiera transformar este suceso en un pequeño accidente. Pero me refiero a algo completamente distinto. No podemos perder el sentido de la proporción. Empezar a sacar conclusiones falsas. Estos muchachos tal vez sólo sean unos años mayores que Terese. Su intención no era tan mala. Seguramente no saben muy bien lo que hacen. La causa de todo es que Eskil Bengtsson y otros de Lödinge empiezan a organizar milicias ciudadanas y a levantar los ánimos contra la policía.

—Ya lo sé, ya. He oído hablar de eso también por aquí.

—Entiendo que es difícil pensar con serenidad cuando lo pagan los propios hijos. Pero, así y todo, tenemos que hacer lo posible por agarrarnos al sentido común.

—Tanta violencia… ¿De dónde sale?

—Apenas hay malas personas —contestó Wallander—. Yo creo, por lo menos, que son escasas. Lo que sí hay son malas condiciones. Y son las que desencadenan toda esta violencia. Es a esas condiciones a las que tenemos que atacar precisamente.

—¿No acabará siendo cada vez peor?

—Tal vez. Pero, si así fuera, dependería de que cambian las condiciones. No de que crezcan malas personas.

—Este país se ha vuelto muy duro.

—Sí —asintió Wallander—. Se ha vuelto muy duro.

Le estrechó la mano y se montó en el coche, que le esperaba fuera.

—¿Qué tal está Terese? —preguntó el policía que conducía.

—Está sobre todo triste, es de suponer. Y también lo están sus padres.

—Lo menos que se puede estar es furioso, creo yo.

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