Eran las once menos diez. Miércoles 19 de octubre.
Llegaron a la finca de madrugada.
Wallander había dicho que fueran Nyberg, Hamrén y Hansson. Cada uno conducía su coche, Wallander el suyo, que ya le habían traído desde Ålmhult, y se detuvieron a la entrada de la casa vacía, que se alzaba como un barco abandonado y desarbolado en medio de la niebla.
Precisamente esa mañana, la del jueves 20 de octubre, la niebla había sido muy densa. Había llegado desde el mar a última hora de la noche y permanecía inmóvil sobre el paisaje de Escania. Acordaron encontrarse a las seis y media.
Pero todos llegaron con retraso porque la visibilidad era, prácticamente, nula. Wallander fue el último en llegar. Cuando salió del coche, pensó que parecían una partida de caza. Lo único que faltaba eran las armas. Consideró con desagrado la misión que les esperaba. Suponía que había una mujer enterrada en algún lugar de las propiedades de Holger Eriksson. Lo que encontraran, si es que encontraban algo, serían partes de un esqueleto. Nada más. Veintisiete años eran muchos años.
También podía haberse equivocado por completo. La idea de lo que podía haberle ocurrido a Krista Haberman no era, tal vez, atrevida. Tampoco era descabellada. Pero el camino hasta tener realmente razón seguía siendo muy largo.
Se saludaron tiritando. Hansson tenía un plano de agrimensor de la finca y la tierra que le pertenecía. Wallander se preguntó fugazmente qué diría la asociación Kulturen de Lund si llegaban a encontrar realmente restos de un cadáver enterrado. Supuso con tristeza que eso probablemente haría aumentar el número de visitantes a la finca. No había atracción turística que pudiera compararse con el lugar de un crimen.
Pusieron el mapa en la capota del coche de Nyberg y se colocaron alrededor.
—En 1967 la tierra tenía otro aspecto —explicó Hansson—. Fue a mediados de los años setenta cuando Holger Eriksson compró todo el terreno que está al sur.
Wallander vio que eso reducía la zona que podía interesarles en una tercera parte. Lo que quedaba seguía siendo enorme. Se dio cuenta de que nunca llegarían a excavar todo aquello. No tenían más remedio que tratar de acertar con otros métodos.
—La niebla nos complica las cosas —afirmó—. He pensado que debemos hacernos una idea del terreno. Se me ocurre que podemos eliminar algunos sitios. Parto de la base de que si uno mata a alguien, elige con cuidado el lugar donde lo entierra.
—Elegirá seguramente el lugar donde cree que menos se va a buscar —contestó Nyberg—. Hay una investigación sobre ese tema. De Estados Unidos, claro está. Pero parece lógico.
—La zona es grande —apuntó Hamrén.
—Por ese motivo tenemos que reducirla enseguida —dijo Wallander—. Nyberg tiene razón. Dudo de que Holger Eriksson, si es que mató a Krista Haberman, la enterrara en cualquier sitio. Me imagino que, por ejemplo, uno prefiere no tener un cadáver bajo tierra justo delante de la puerta de casa. De no estar completamente loco. Lo que no parece el caso de Holger Eriksson.
—Además allí hay adoquines —dijo Hansson—. El patio podemos eliminarlo.
Fueron hasta allí. Wallander estuvo dudando si volver a Ystad y regresar cuando se hubiera ido la niebla. Pero, como no hacía viento, ésta podía permanecer todo el día. Así que decidió dedicar unas horas a hacerse una idea panorámica de la zona.
Siguieron hasta el gran huerto que se extendía en la parte de atrás de la casa. La tierra húmeda estaba llena de manzanas podridas. Una urraca aleteó en un árbol. «Tampoco aquí», pensó Wallander. «Un hombre que comete un crimen en una ciudad y que sólo tiene su jardín, tal vez entierre el cadáver allí, entre árboles frutales y arbustos de bayas. Pero un hombre que vive en el campo, no».
Dijo lo que pensaba. Nadie tuvo nada que objetar.
Empezaron a andar por los campos. La niebla seguía siendo muy densa. Se divisaba alguna liebre que luego desaparecía. Se dirigieron primero al límite norte de la propiedad.
—Un perro tampoco podría encontrar nada, ¿verdad? —preguntó Hamrén.
—Después de veintisiete años no —respondió Nyberg.
El barro se adhería bajo sus botas. Trataban de andar, haciendo equilibrios, por la estrecha senda de hierba que constituía el límite de las propiedades de Holger Eriksson. Vieron un rastrillo oxidado medio enterrado en el barro. Wallander no sólo se sentía afectado por lo que estaban haciendo. La niebla y la parda y húmeda tierra contribuían también a su abatimiento. Le gustaba el lugar donde había nacido y donde vivía. Pero de los otoños, podía muy bien prescindir. Por lo menos, de días como aquél.
Llegaron a un estanque que había en una hondonada. Hansson señaló en el mapa dónde se encontraban. Contemplaron el estanque, de unos cien metros de circunferencia.
—Este estanque está lleno todo el año —dijo Nyberg—. En el centro habrá dos o tres metros de profundidad.
—Es, claro está, una posibilidad —dijo Wallander—. Hundir un cuerpo con pesos.
—O en un saco —apuntó Hansson—. Como le pasó a Eugen Blomberg.
Wallander asintió. Ahí surgía de nuevo la imagen del espejo. Sin embargo, no estaba seguro. Y lo dijo.
—Un cuerpo puede flotar hasta la superficie. ¿Elegiría Holger Eriksson hundir un cuerpo en un estanque cuando tiene miles de kilómetros cuadrados en los que cavar una fosa? Me cuesta creerlo.
—¿Quién trabajaba, en realidad, toda esta tierra? —preguntó Hansson—. Él, no creo. No la tenía arrendada. Pero la tierra hay que trabajarla. Si no, se cierra. Y esta tierra está bien cuidada.
Hansson se había criado en una finca a las afueras de Ystad y sabía lo que decía.
—Ésa es una pregunta importante. Tenemos que encontrar la respuesta.
—Que nos puede responder también a otra pregunta —prosiguió Hamrén—. La de si ha habido alguna modificación en la tierra. Un montículo que aparece de pronto. Si se excava en un lugar, por otro se eleva la superficie. No pienso sólo en una fosa, sino, por ejemplo, en un drenaje. O cualquier otra cosa.
—Hablamos de hechos que sucedieron hace casi treinta años —opinó Nyberg—. ¿Quién se acuerda de eso?
—A veces pasa —respondió Wallander—. Pero tenemos que enterarnos, claro. ¿Quién trabajaba, pues, la tierra de Holger Eriksson?
—Treinta años es mucho tiempo —dijo Hansson—. Puede haber más de una persona.
—Entonces hablaremos con todas —contestó Wallander—. Si las localizamos. Si están vivas.
Siguieron andando. Wallander se acordó de repente de que en la vivienda había visto algunas viejas fotografías aéreas de la finca. Le dijo a Hansson que telefonease a la asociación Kulturen de Lund y les pidiera que mandaran a alguien con las llaves.
—No creo que haya nadie allí a las siete y cuarto de la mañana.
—Pues llama a Ann-Britt Höglund. Dile que hable con el abogado que abrió el testamento de Eriksson. Él quizá tenga todavía llaves.
—Espero que los abogados madruguen —afirmó Hansson vacilante, y marcó el número.
—Quiero ver esas fotos lo más pronto posible.
Mientras proseguían, Hansson habló con Ann-Britt Höglund. El suelo hacía ahora una pendiente. La niebla seguía siendo espesa. A lo lejos se oyó un tractor. El ruido del motor se fue apagando. El teléfono de Hansson empezó a zumbar. Ann-Britt Höglund habló con el abogado. Ya había entregado sus llaves. Luego trató de hablar con alguien en Lund que pudiera ayudarles, pero aún no había encontrado a nadie. Dijo que volvería a llamar. Wallander pensó en las dos mujeres que encontró en la finca una semana antes. Se acordó con desagrado de la soberbia aristócrata.
Tardaron casi veinte minutos en llegar al otro límite. Hansson señaló el lugar en el mapa. Estaban ahora en el extremo suroeste. La propiedad se extendía otros quinientos metros más por el sur. Pero esa parte la había comprado Holger Eriksson en 1976. Fueron en dirección este. Se acercaban ahora a la zanja y al montículo con la torre de los pájaros. Wallander sentía que su malestar iba en aumento. Le pareció observar la misma reacción silenciosa en los otros.
Pensó que aquella era la imagen de su vida. «Mi vida como policía durante la última parte del siglo veinte, en Suecia. Una mañana temprano, a la hora del amanecer. Otoño, niebla, frío húmedo. Cuatro hombres chapoteando en el barro. Acercándonos a una absurda trampa para animales salvajes en la que un hombre ha sido ensartado en exóticas estacas de bambú. Buscando, al mismo tiempo, la posible tumba de una mujer polaca desaparecida hace veintisiete años.
»En este barro voy a moverme hasta que me caiga muerto. En otros sitios, rodeada de niebla, hay gente que se agrupa junto a la mesa de la cocina, planeando la organización de diferentes milicias ciudadanas. Si alguien se equivoca al conducir en la niebla corre el riesgo de que le maten a palos».
Se dio cuenta de que caminaba manteniendo una conversación interior con Rydberg. Sin palabras, pero muy animada. Rydberg, sentado en su terraza, los últimos tiempos de su enfermedad. La terraza flotaba ante sus ojos como un zeppelín en la niebla. Pero Rydberg no contestaba. Se limitaba a escuchar con su sonrisa torcida. Su cara estaba ya muy marcada por la enfermedad.
De repente, llegaron. Wallander iba el último. La acequia estaba a su lado. Habían llegado a la fosa de las estacas. Un cabo de la cinta de acordonamiento había quedado enredado en uno de los tablones hundidos. «Un lugar del crimen sin limpiar», pensó Wallander. Las estacas de bambú no estaban. Se preguntó dónde las habrían guardado. ¿En el sótano de la comisaría? ¿En los laboratorios de Linköping? La torre de los pájaros quedaba la derecha. Apenas visible por la niebla.
Un pensamiento empezó a tomar forma en su cabeza. Dio unos pasos hacia un lado y a punto estuvo de resbalar en el barro. Nyberg tenía la vista clavada en el fondo de la fosa. Hamrén y Hansson discutían en voz baja un detalle del mapa.
«Alguien vigila a Holger Eriksson y su finca», pensó Wallander. «Alguien que sabe lo que le ocurrió a Krista Haberman. Una mujer, desaparecida hace veintisiete años, dada por muerta. Una mujer que está enterrada en alguna parte en un campo. Los días de Holger Eriksson están contados. Se prepara otra fosa con estacas puntiagudas. Otra fosa en el barro».
Se acercó a Hamrén y a Hansson. Nyberg se había internado en la niebla. Wallander dijo lo que acababa de pensar. Luego se lo repetiría a Nyberg.
—Si el asesino está tan bien informado como pensamos, tenía que saber dónde fue enterrada Krista Haberman. En varias ocasiones hemos dicho que el asesino tiene un idioma. Él o ella trata de contarnos algo. Hemos conseguido descubrir el código sólo en parte. Holger Eriksson fue asesinado con lo que puede calificarse de un alarde de brutalidad. El cuerpo tenía que ser encontrado a toda costa. Existe la posibilidad de que haya también otro motivo en la elección del lugar. Indicarnos a nosotros que sigamos buscando. Aquí mismo. Y si lo hacemos, encontraremos a Krista Haberman.
Nyberg emergió de la niebla. Wallander repitió lo que acababa de decir. Todos comprendieron que podía tener razón. Saltaron la zanja y subieron a la torre. El bosquecillo de abajo estaba oculto por la niebla.
—Demasiadas raíces —dijo Nyberg—. Ese bosquecillo no me parece adecuado.
Dieron la vuelta y siguieron hacia el este hasta llegar al punto de partida. Eran casi las ocho. La niebla seguía igual. Ann-Britt Höglund llamó para decir que las llaves ya iban de camino. Los cuatro estaban helados y empapados. Wallander no quería retenerles sin necesidad. Hansson tenía que dedicar las próximas horas a tratar de saber quién había trabajado la tierra.
—Un cambio imprevisto hace veintisiete años —precisó Wallander—. Eso es lo que queremos saber. Pero no digas que pensamos que hay un cadáver aquí enterrado, porque habrá una invasión.
Hansson asintió. Había comprendido.
—Tendremos que volver cuando haya despejado —continuó—. Pero creo que está bien que nos hayamos hecho una composición de lugar.
Se fueron. Wallander se quedó solo. Se sentó en el coche y puso la calefacción. No funcionaba. La reparación le había costado una cantidad de dinero increíble. Pero no parecía haber incluido la calefacción. No sabía cuándo iba a tener tiempo y dinero para cambiar de vehículo. ¿Volvería a estropeársele éste?
Mientras esperaba, pensó en las mujeres: Krista Haberman, Eva Runfeldt y Katarina Taxell. Y en la cuarta, que no tenía ningún nombre. ¿Cuál era el punto de contacto entre ellas? Tuvo la sensación de que estaba tan cerca que debería poder verlo. Estaba justo al lado. Lo veía sin verlo.
Volvió a sumirse en sus pensamientos. Mujeres maltratadas, tal vez asesinadas. Un largo periodo de tiempo se extiende sobre todo ello. Comprendió, sentado allí en el coche, que también podía sacar otra conclusión. No lo habían visto todo. Los sucesos que estaban tratando de entender formaban parte de algo más grande. Era importante encontrar el vínculo entre las mujeres. Pero debían tener asimismo en cuenta la posibilidad de que el vínculo podía ser una casualidad. Alguien elegía. Pero ¿en qué se basaba la elección? ¿Circunstancias? ¿Casualidades? ¿Tal vez posibilidades o accesibilidad? Holger Eriksson vivía solo en una finca. No tenía relaciones, de noche contemplaba a los pájaros. Era un hombre al que se podía acceder. Gösta Runfeldt iba a emprender un viaje. Estaría fuera dos semanas. Eso ofrecía también una posibilidad. También vivía solo. Eugen Blomberg daba paseos solitarios regularmente, sin otra compañía que la suya propia. Wallander meneó la cabeza. No conseguía penetrar en ello. No sabía si sus pensamientos eran acertados o no.
Hacía frío en el coche. Salió para moverse un poco. Las llaves no tardarían ya. Siguió hasta el patio. Recordó la primera vez que estuvo allí. La bandada de cornejas allá abajo, junto a la acequia. Se miró las manos. Ya no estaba moreno. El recuerdo del sol sobre Villa Borghese había desaparecido definitivamente. Como su padre.
Escudriñó la niebla. Paseó la mirada por la explanada del patio. La casa estaba, realmente, muy bien cuidada. En ella vivió una vez un hombre que se llamaba Holger Eriksson y que escribía poemas sobre pájaros. Sobre el vuelo solitario de la agachadiza común. Sobre el pico mediano, en vías de extinción. Un día se sienta en un Chevrolet azul oscuro y emprende el largo viaje hasta Jämtland. ¿Le impulsaba una pasión? ¿Otra cosa? Krista Haberman había sido una mujer hermosa. En el voluminoso material de Östersund había una fotografía suya. ¿Le acompañó por su propia voluntad? Tuvo que ser así. Viajan a Escania. Luego ella desaparece. Holger Eriksson vive solo. Cava una fosa. La investigación no llega a alcanzarle. Hasta ahora. Hasta que Hansson encuentra el nombre de Tandvall y una relación, no descubierta anteriormente, se hace visible.